Cuarto en la posada de la Liga
Entran FALSTAFF y PISTOL
FALSTAFF.—No te prestaré ni siquiera un penique.
PISTOL.—Pues entonces haré del mundo una ostra y la abriré con mi espada. Devolveré la suma en mercancía robada.
FALSTAFF.—Ni un penique. He tenido a bien dejaros tomar mi nombre para que tomaseis dinero sobre prendas. He atormentado a mis amigos para que vos y vuestro compinche Nym obtuvierais tres prórrogas; o de lo contrario habríais tenido que ir a parar tras de las rejas, como un par de monos enjaulados. Tengo el alma condenada al infierno, por haber jurado a caballeros amigos míos, que erais buenos soldados y bravos mozos, y cuando la Sra. Bridget perdió el mango de su abanico, respondí sobre mi honor de que tú no lo habías tomado.
PISTOL.—¿Y no tuviste tu parte? ¿No recibiste quince peniques?
FALSTAFF.—Reflexiona, bribón, reflexiona. ¿Te imaginas que he de poner mi alma en peligro, gratis? En una palabra, no procures estar colgado de mi, que no he nacido para ser el patíbulo en que te han de colgar. Vete. Una cuchilla poco larga y un poco de muchedumbre, te hacen falta. Vete a tus dominios de Pickthatch, vete. No queríais llevar una carta mía, ¡bribón! ¡Hacéis punto de honor! ¡Por vida mía, has de saber tú, insondable bajeza, que lo más que puedo hacer yo mismo es mantener íntegras las circunstancias de mi honor; yo, yo, yo mismo, algunas veces, dejando el temor al cielo en mi mano izquierda, y ocultando en la necesidad mi honor, me veo precisado a buscar astucias, a acechar, a sorprender; y sin embargo vos pretendéis esconder vuestros harapos, vuestra figura de gato montés, vuestros dicharachos y vuestros brutales juramentos, bajo la capa de vuestro honor! ¡No, no lo haréis nunca!
PISTOL.—Cedo. ¿Qué más podéis exigir de un hombre?
Entra Robin
ROBIN.—Señor, hay aquí una mujer que desea hablaros.
FALSTAFF.—Déjala entrar.
Entra la Sra. Aprisa
APRISA.—Buenos días a vuestra señoría.
FALSTAFF.—Así los tengas, buena esposa.
APRISA.—No de esa manera, si place a vuestra señoría.
FALSTAFF.—Pues entonces, buena doncella.
APRISA.—Y que podría jurarlo, como mi propia madre cuando me dio a luz.
FALSTAFF.—Lo creo aun sin juramento. ¿Qué se ofrece conmigo?
APRISA.—¿Me permitirá su señoría hablarle una palabra o dos?
FALSTAFF.—Dos mil, honrada mujer, y te concedo audiencia.
APRISA.—Señor, hay una señora Ford —os ruego que vengáis un poquito más cerca—. Yo resido en casa del Dr. Caius.
FALSTAFF.—Bueno. Adelante. Decíais que la señora Ford…
APRISA.—Mucha verdad dice vuestra señoría. Os suplico que os acerquéis un poquito más.
FALSTAFF.—Te aseguro que nadie nos escucha. Esas gentes son de mi servicio: de mi servicio.
APRISA.—¿En verdad? Dios los bendiga y los haga buenos servidores suyos.
FALSTAFF.—Bien; pero ¿qué, a propósito de la señora Ford?
APRISA.—Por mi vida, señor, que es una criatura inmejorable, ¡un alma de Dios! ¡Ay señor! ¡Ay señor! ¡Y qué travieso es vuestra señoría! En fin, que el cielo nos perdone, a vos y a todos nosotros
FALSTAFF.—La señora Ford… Vamos al caso. La señora Ford…
APRISA.—Pues allá va todo el asunto en dos palabras. ¡Le habéis trastornado la cabeza de una manera asombrosa! No podría haberlo conseguido el mejor de cuantos galanes luce la corte cuando viene a Windsor. Y os aseguro que han venido caballeros y lores, uno tras otro, en sus carruajes. Os lo aseguro, coche tras coche, carta tras carta, presente tras presente, y todo tan lleno de olor de algalia y tan envuelto en oro y seda, y con mensajes en tan elegantes términos y tan almibarados con la más fina y mejor azúcar, que no habría habido corazón de mujer capaz de resistir. Pues a pesar de todo, os garantizo que no consiguieron ni una guiñada. Yo misma recibí esta mañana un obsequio, veinte ángeles; pero desafío a todos los ángeles a que consigan nada por otro camino que la honradez.
Ni el más encopetado de todos logró alcanzar de ella, vamos, lo que es un sorbo de una taza; y eso que había condes, y lo que es aún más, ¡pensionistas! Pero os aseguro que con ella todo sale a lo mismo.
FALSTAFF.—Pero ¿qué dice de mí? Sed lacónica, mi señora Mercurio.
APRISA.—Por cierto que recibió vuestra carta, por la cual os da mil veces las gracias, y desea que tengáis aviso de que su esposo estará fuera de casa entre las diez y las once.
FALSTAFF.—¿Entre diez y once?
APRISA.—Sí, exactamente. Y en ese tiempo podréis ir a ver la pintura que sabéis, y su esposo, el señor Ford, no estará en casa. ¡Ay!, ¡qué vida lleva la pobrecita con él! Es un hombre tan celoso, que la hace pasar la mar a pie, como dicen. ¡Pobre palomita!
FALSTAFF.—Entre diez y once. Preséntale mis cumplimientos. No dejaré de ser puntual a la cita.
APRISA.—Muy bien dicho; pero tengo otro mensaje para vuestra señoría. La señora Page os presenta también sus más afectuosos cumplimientos y, dejad que os lo diga muy en secreto, es una esposa recatada y virtuosa, como la mejor que pueda haber en Windsor, y que jamás falta al rezo de la mañana y de la tarde. Me ha pedido decir a vuestra señoría, que su marido sale muy raras veces de casa, pero que tiene ella la esperanza de que no faltará una oportunidad. Jamás, en los días de mi vida, he visto a una mujer tan apasionada de un hombre. Seguramente tenéis alguna magia para encantarlas.
FALSTAFF.—Os aseguro que no. Fuera del natural atractivo en mi persona, no tengo encantos.
APRISA.—¡Pues Dios os bendiga por ellos, mi feliz señor!
FALSTAFF.—Sólo te ruego que me digas esto: ¿saben la esposa de Ford y la de Page, cada una, que la otra está enamorada de mí?
APRISA.—¡Pues bonita la habríamos hecho! Espero que no son tan estúpidas. Por cierto que eso no habría sido sino una treta. Pero la señora Page desea que a todo trance le enviéis a vuestro pajecito. Su esposo tiene un afecto singular hacia éste, y os aseguro que el señor Page es todo un hombre de bien. No hay en Windsor esposos mejor avenidos; como que él hace lo que ella quiere, dice lo que se le antoja, toma cuanto le pide y paga cuanto toma; se acuesta cuando ella lo desea, se levanta cuando se lo dice, y en todo y por todo no se hace en la casa sino lo que ella ordena. Y en verdad que lo merece; porque si hay en Windsor una excelente mujer, es ella. Debéis enviarle vuestro paje, no hay remedio.
FALSTAFF.—Por supuesto que lo haré.
APRISA.—Bien; pues manos a la obra. Pero mientras él hace el corre-ve-y-dile entre vosotros dos, cuidad de que haya siempre una excusa o pretexto ostensible, para que comprendiendo vosotros vuestra buena intención, él no pueda caer en sospecha alguna, pues no está bien que los muchachos entren en malicia. Los viejos, como sabéis, tenemos discreción y conocemos el mundo.
FALSTAFF.—Adiós. Hazme presente a las dos señoras. He aquí mi bolsa, y todavía me reconozco por deudor tuyo. Muchacho, ve con esta mujer. ¡Esta noticia me tiene aturdido!
Salen la señora Aprisa y Robin
PISTOL.—Esta galera vieja es uno de los mensajeros de Cupido. ¡Forcemos velas, démosle caza, vamos al abordaje, hagamos fuego y será mía la presa, o que el Océano nos trague a todos!
Sale Pistol
FALSTAFF.—¿Con que esas tenemos, mi viejo Falstaff? Sigue adelante, que todavía sacaré de tu viejo cuerpo más que en los tiempos pasados. ¿Todavía te persiguen ellas? Y después de tanto dinero perdido, ¿vas a entrar ahora en ganancias? Gracias, cuerpo mío. Que digan enhorabuena que ha sido hecho groseramente. Con tal de que se gane bastante, ¿qué importa?
Entra Bardolfo
BARDOLFO.—Señor Juan, hay abajo un señor Brook que desea hablaros y entrar en relación con vos, y ha enviado para vuestra señoría una bota de jerez seco.
FALSTAFF.—¿Dices que se llama Brook?
BARDOLFO.—Sí, señor.
FALSTAFF.—Hazle venir. (Sale Bardolfo.) Esta clase de Brooks, que derrama semejante licor, es siempre bienvenida. ¡Ah!, ¡ah! Señora Ford, señora Page, ¿no os he atrapado mal, eh? ¡Adelante, adelante, via!
Vuelve a entrar Bardolfo, con Ford disfrazado
FORD.—Dios os guarde, señor.
FALSTAFF.—Y a vos. ¿Deseáis hablar conmigo?
FORD.—Temo ser demasiado audaz, presentándome eh vuestra casa sin preparativo alguno.
FALSTAFF.—Sois bien venido. ¿Qué deseáis? Retírate, mozo.
Sale Bardolfo
FORD.—Soy un caballero que ha gastado excesivamente. Me llamo Brook.
FALSTAFF.—Mi buen señor Brook, me alegraré de conoceros más íntimamente.
FORD.—El mismo deseo me anima respecto de vos: pues debo declararos que me considero en mejor situación que la vuestra para prestar dineros. Y esto me ha animado un tanto a entrar aquí inoportunamente, como un intruso; pero dicen que cuando el dinero hace veces de introductor, todas las puertas se abren.
FALSTAFF.—El dinero es un valeroso soldado, que siempre sale adelante en sus empresas.
FORD.—Por cierto. Y he aquí que tengo este saco de dinero que me molesta; y si queréis, señor Juan, tomar todo o la mitad de él, ese peso menos tendré que llevar.
FALSTAFF.—No sé en verdad, señor, cómo podré merecer el ayudaros de este modo.
FORD.—Os lo diré si queréis escucharme.
FALSTAFF.—Hablad, mi buen señor Brook. Me encantará ser vuestro auxiliar.
FORD.—Dicen que sois instruido. Por tanto, seré lacónico. Os conozco de tiempo atrás, aunque nunca haya tenido tan buena ocasión como deseaba para entrar en relación con vos. Y ahora debo haceros una revelación que pondrá al descubierto muchas de mis imperfecciones; pero, buen sir Juan, si fijáis la vista en mis locuras, a medida que os las refiera, acordaos al mismo tiempo de echar una mirada a las vuestras, a fin de que me sea menos penosa la censura, sabiendo que vos mismo conocéis cuán fácil es caer en semejantes debilidades.
FALSTAFF.—Perfectamente. Proseguid.
FORD.—Hay en esta ciudad una señora cuyo marido se llama Ford.
FALSTAFF.—¿Y bien?
FORD.—Hace mucho tiempo que la amo, y os aseguro que no es poco lo que he gastado por ella. La he seguido con la perseverancia más obstinada: he multiplicado las ocasiones de encontrarme con ella; he promovido hasta las más leves oportunidades de alcanzar siquiera a verla un instante: no solamente he gastado con profusión en obsequiarla, sino que he dado mucho dinero por saber lo que ella querría dar: en una palabra, la he perseguido como me ha perseguido a mí el amor, esto es, tomando al vuelo todas las ocasiones posibles. Pero cualquiera que haya sido mi merecimiento, ya por el afecto, ya por los medios, ninguna recompensa he recibido a no ser que la experiencia sea, como dicen, una joya, y en este caso la he comprado a precio fabuloso. Esto me ha enseñado que:
Amor cual sombra se aleja
de quien sincero le sigue.
Deja a aquél que le persigue,
y persigue a quien le deja.
FALSTAFF.—¿Y nunca habéis obtenido promesa alguna de satisfacción?
FORD.—Nunca.
FALSTAFF.—¿Y no la habéis acosado para ello?
FORD.—Nunca.
FALSTAFF.—¿Pues entonces qué clase de amor era el vuestro?
FORD.—Como una bella casa fabricada en el terreno de otro hombre; de modo que he perdido mi edificio por haber equivocado el sitio donde había de erigirlo.
FALSTAFF.—¿Y cuál es vuestro propósito al descubrirme todo esto?
FORD.—Cuando os lo haya dicho, lo habré dicho todo. Dicen algunas personas que, aun cuando ella aparece honrada ante mi, sin embargo suele llevar su alegría a tal punto, que se hacen sobre ella poco piadosos comentarios. Y vengo ahora a lo esencial de mi propósito. Vos sois un caballero perfectamente educado, admirable en el discurso, bien acogido en la mejor sociedad, valioso por la posición y la persona, y reconocido por muchas eminentes cualidades de guerra, de corte y de ciencia.
FALSTAFF.—¡Oh! ¡Me abrumáis!
FORD.—Debéis creerme, pues tenéis conciencia de todo esto. Aquí tenéis dinero: gastadlo; gastadlo todo: gastad más; gastad cuanto tengo; y en cambio, concededme solamente aquella parte de vuestro tiempo que baste a poner un asedio amoroso a la honestidad de la mujer de Ford. Emplead para conquistarla todos los recursos de vuestro arte; que si hombre alguno puede triunfar de ella, ninguno lo podría más pronto que vos.
FALSTAFF.—¿Y cómo puede conciliarse la vehemencia de vuestra pasión, con la idea de que yo me apodere de lo mismo que anheláis disfrutar? Se me figura que os servís de un remedio en extremo ineficaz.
FORD.—¡Oh! Comprended mi intento. Está esa mujer tan encastillada en la excelencia de su honor, que no me atrevo a presentarle la locura de mi alma. Es como una luz que no puedo mirar de frente porque me deslumbra. Ahora bien: si pudiera acercarme a ella con alguna prueba de su verdadera fragilidad en la mano, mis exigencias y pretensiones, tendrían un fundamento para hacerse valer: ella quedaría desalojada entonces de ese atrincheramiento de su pureza, su reputación, su juramento de fidelidad al esposo, y de las otras mil defensas que ahora la hacen inexpugnable para mí. ¿Qué pensáis de este plan?
FALSTAFF.—Amigo Brook, principiaré por tratar sin ceremonia vuestro dinero; dadme vuestra mano en seguida; y, por último, tan cierto como que soy un caballero, podréis, si queréis, gozar de la esposa de Ford.
FORD.—¡Oh mi buen amigo!
FALSTAFF.—Señor Brook, os digo que será así.
FORD.—No os faltará dinero; no; lo tendréis de sobra.
FALSTAFF.—Ni vos necesitaréis una señora Ford, pues la tendréis. Yo estaré con ella (podéis estar seguro de lo que os digo), entre las diez y las once, por cita que ella misma me ha dado. Precisamente cuando llegabais, acababa de salir su asistente, emisaria o corre-ve-y-dile. Digo que estaré con ella entre las diez y las once, pues a esa hora se hallará ausente el bellaco del marido. Venid por la noche y sabréis el progreso que habré alcanzado.
FORD.—¡Ah!, ¡vuestra amistad es una bendición para mí! ¿Conocéis, por ventura, a Ford?
FALSTAFF.—¡Que el diablo cargue con ese pobre bellaco cornudo! No le conozco, pero le hago injusticia al llamarle pobre; pues dicen que ese celoso cornudo tiene montones de oro, y por esto mismo me parece su mujer muy apetecible. Me serviré de ella como de llave para abrir el cofre del cornudo bribón, y allí tendré mi cosecha.
FORD.—Me alegraría de que conocieseis a Ford a fin de que le evitéis si le encontráis.
FALSTAFF.—¡Vaya al diablo ese tuno, estatua de manteca salada! Le haré perder el seso de un susto; le espantaré con mi bastón, levantado como un meteoro sobre sus astas de cornudo. Veréis, señor Brook, cómo haré lo que quiera de ese paisano, y cómo os acostaréis con su esposa. Venid esta noche temprano. Ford es un bribón y yo le añadiré lo que le falta. Vos, amigo Brook, conoceréis pronto que es bribón y cornudo. Venid temprano esta noche.
Sale
FORD.—¡Qué infernal pillo sibarita es éste! ¡El corazón me quiere estallar de impaciencia! Mi mujer le ha dado cita, queda fijada la hora, y el convenio está hecho. ¿Qué hombre lo habría pensado? ¡Oh! ¡Qué infierno es tener una mujer falsa! ¡La deshonra para mi lecho, el robo para mi caudal, la burla y el escarnio para mi reputación! ¡Y no solamente he de recibir estos viles ultrajes, sino que he de sobrellevar los más abominables dictados de boca del mismo que me infama con los hechos! ¡Dictados! ¡Nombres! Satanás, Lucifer, Amaimón, todo eso suena bien, aunque sean dictados de demonios, nombres de desalmados. Pero ¡cornudo! ¡Complaciente cornudo! ¡Ni el diablo mismo se resigna a llevar semejante nombre! Page es un asno, asno de nacimiento. Confía en su mujer y no es celoso. Antes confiaría yo mi manteca a un flamenco, mi queso al cura galés Hugh, mi botella de aguardiente a un irlandés, o mi caballo de más estima a un ladrón, que confiar a mi mujer a su propia guardia. Entonces urde, trama, intriga; y han de ejecutar lo que les viene a la mente: lo han de ejecutar, cueste lo que costare. ¡Gracias al cielo por mis celos! Las once es la hora. Evitaré esto, sorprenderé a mi mujer, me vengaré de Falstaff y me reiré de Page. Voy a atender a ello. Vale más que sea tres horas demasiado pronto que un minuto demasiado tarde. ¡Vaya!, ¡vaya!, ¡vaya! ¡Cornudo!… ¡cornudo!… ¡cornudo!…
Sale