ESCENA IV

Cuarto en casa del doctor Caius.

Entran la señora APRISA, SIMPLE y RUGBY

APRISA.—¿Oyes, Juan Rugby? Te ruego que vayas a la puerta-ventana, y veas si puedes divisar a mi señor, el señor doctor Caius, en camino hacia aquí; pues a fe mía, que si llega y encuentra a alguien en la casa, ya tendrán que pagarlo la paciencia de Dios y el idioma del rey.

RUGBY.—Voy a hacer de centinela.

Sale

APRISA.—Ve, que por ello tendremos una buena colación temprano en la noche, te lo prometo, al último calor del carbón de piedra. Es un mozo honrado, servicial y bondadoso como el mejor sirviente que jamás pisó casa alguna. Y os aseguro que no es chismoso, ni pendenciero. Su peor falta es ser dado a rezos, y a veces es testarudo en esto; pero no hay quien no tenga algún defecto. Así, no hagamos caudal de ello. ¿Decís que vuestro nombre es Pedro Simple?

SIMPLE.—Sí, a falta de otro mejor.

APRISA.—¿Y el señor Slender es vuestro amo?

SIMPLE.—Sí, ciertamente.

APRISA.—¿No lleva unas grandes barbas redondeadas como la cuchilla de los guanteros?

SIMPLE.—No, en verdad. Tiene una carita escuálida con un poquito de barba amarillenta, barba color de Caín.

APRISA.—Hombre de espíritu apocado: ¿no es así?

SIMPLE.—Muy cierto; pero tan apto para hacer valer sus manos como cualquiera. Se ha batido con un guarda-caza.

APRISA.—¿Qué decís? ¡Oh, ya debería recordarlo! ¿No lleva muy erguida la cabeza y se pone tieso al caminar?

SIMPLE.—Exactamente, así es como hace.

APRISA.—Bien. No envíe el cielo peor fortuna a Ana Page. Decid al señor cura Evans que haré por vuestro señorito cuanto pueda. Ana es una buena doncella, y quiero…

Vuelve a entrar RUGBY

RUGBY.—Idos. ¡Ay! aquí viene mi amo.

APRISA.—Seremos exterminados todos. Corred allí, buen joven, meteos en ese armario. (Encierra a Simple en el armario.) No permanecerá mucho rato. ¡Hola! Juan Rugby, ¡Juan, digo! ¡Ea, Juan! Ve a averiguar del señor. Temo que haya enfermado, pues no le veo venir a casa.

Canta

Y abajo, abajo, abajo.

Entra el doctor Caius

CAIUS.—¿Qué cantáis ahí? No me gustan estos pasatiempos. Id y traed de mi armario un boitier vert, una caja, una caja verde. ¿Oís lo que digo? Una caja verde.

APRISA.—Sí, ciertamente, os la traeré. (Aparte.) Me alegro de que no se le ocurriera ir en persona. A haber encontrado al joven, se habría puesto loco de ira.

CAIUS.—¡Uf! A fe mía que hace demasiado calor. ¡Me voy a la corte. El gran negocio!

APRISA.—¿Es ésta, señor?

CAIUS.—Sí; ponedla en mi bolsillo. Despachad pronto. ¿Dónde está el bellaco Rugby?

APRISA.—¡Hola! ¡Juan Rugby! ¡Juan!

RUGBY.—Estoy aquí, señor.

CAIUS.—Eres un Juan Rugby y un animal Rugby. ¡Ea! Toma tu sable y ven a la corte pisándome los talones.

RUGBY.—Está listo, señor, aquí en el pórtico.

CAIUS.—Por vida mía, que demoró demasiado. ¿De qué me olvido? ¡Ah! Allí hay unos medicamentos en el armario. No quisiera olvidarlos por nada de este mundo.

APRISA.—¡Ay, Dios mío! ¡Va a encontrar allí al mozo, y se pondrá como un vive Cristo!

CAIUS.—¡Diablo!, ¡diablo! ¿Qué hay en mi armario? (Sacando afuera a Simple.) ¡Villano! ¡Ladrón! Rugby, ¡mi espada!

APRISA.—Señor, tranquilizaos.

CAIUS.—¡Pues hay de qué estar tranquilo!

APRISA.—Este es un mozo honrado.

CAIUS.—¿Y qué tienen que hacer los hombres honrados dentro de mi armario? Ningún hombre honrado tiene a qué venir a mi armario.

APRISA.—Os conjuro para que no seáis tan flemático. Escuchad la verdad. Él vino donde yo con un recado del cura Hugh Evans.

CAIUS.—¿Y bien?

SIMPLE.—Sí, en conciencia; para rogarle que…

APRISA.—Paz, os ruego.

CAIUS.—Paz a tu lengua. Dime el cuento tú.

SIMPLE.—A rogar a esta honrada señora, vuestra doncella, que intercediese para con la señorita Ana Page en favor de mi amo, a fin de hacer el matrimonio.

APRISA.—Eso es todo, ciertamente. Pero no meteré yo la mano al fuego, ni necesito hacerlo.

CAIUS.—¿Es sir Hugh quien os ha enviado? Dame un poco de papel, Rugby. Y vos esperad un momento.

Escribe

APRISA.—Harto me alegro de que esté tan tranquilo. Si se hubiese impresionado mucho, ya le habríais oído poner el grito en el cielo, y con poca jovialidad. Sin embargo, haré por vuestro amo cuanto pueda; pero el sí y el no dependen de mi amo el doctor francés. Y digo mi amo, porque, ya lo veis, estoy encargada de su casa, lavo la ropa, hago el pan, preparo la comida, pongo la mesa, hago la cama, la deshago, y tengo que hacerlo todo.

SIMPLE.—Pues debéis tener bastante peso sobre los brazos.

APRISA.—¿No os parece? Ya veréis si es una carga pesada. Levantarse a la madrugada y acostarse tarde. Pero no obstante (os lo digo en secreto, pues no deseo que se hable de ello), mi amo en persona está enamorado de la señorita Ana Page; pero a pesar de todo, yo conozco la mente de la señorita: ella no piensa en el uno ni en el otro.

CAIUS.—Ve, galopín; entrega esta carta a sir Hugh. ¡Voto a sanes! Es un cartel de desafío. Le cortaré el pescuezo en el parque, y enseñaré a este ganapán de cura a entrometerse en lo que no le atañe. Marchaos: no tenéis que hacer aquí. ¡Vive Dios! Que he de cortarlo en dos, y no le dejaré ni manos para tirar una piedra a su perro.

Sale Simple

APRISA.—El infeliz no habla sino por su amigo.

CAIUS.—Eso nada importa. ¿No me decís que Ana Page ha de ser mía? ¡Por vida de… que he de matar a ese intruso clérigo, y ya he encargado al posadero de la Liga que mida nuestras armas! ¡Por mi alma, que he de tener a Ana Page para mí solo!

APRISA.—Señor, la damisela os ama, y todo irá bien. Debemos dejar hablar a las gentes. ¡Pues no faltaba más!

CAIUS.—Rugby, ven conmigo a la corte. Por mi vida, que si no tengo a Ana Page, te planto en la puerta de la calle. Sígueme, Rugby.

Salen Caius y Rugby

APRISA.—Lo que tienes es una cabeza de imbécil. No, demasiado bien conozco a Ana Page; ni hay en Windsor quien sepa sus intenciones mejor que yo; ni, gracias a Dios, quien haga más que yo por ella.

FENTON.—(Desde adentro.) ¡Hola! ¿Hay alguien en la casa?

APRISA.—¿Quién está ahí? Acercaos, os ruego.

Entra Fenton

FENTON.—¿Qué tal, buena mujer? ¿Te sientes bien?

APRISA.—Lo mejor que su señoría puede desearme.

FENTON.—¿Qué nuevas? ¿Cómo está la bella señorita Ana Page?

APRISA.—Y por cierto, señor, que es bella y gentil y honrada; y, lo diré de paso, buena amiga vuestra, gracias sean dadas al cielo.

FENTON.—¿Te parece que haré cosa de provecho? ¿No perderé mi tiempo en cortejarla?

APRISA.—En verdad, señor, que todo depende de la voluntad del que está arriba; pero puedo jurar sobre un libro, que os ama. ¿No tiene vuestra señoría un pequeño lunar encima del ojo?

FENTON.—Ciertamente que si. ¿Y bien?

APRISA.—Pues en ello hay todo un cuento. ¡Qué alegre humor el de Ana! Pero ¡jamás probó pan una doncella más honesta! Una hora entera hablamos ayer de ese lunar. Estoy seguro de que nadie sino ella sería capaz de hacerme reír. Pero, en verdad, es muy propensa a la melancolía y los ensueños; a no ser por vos. Bien; adelante.

FENTON.—Bueno. La veré hoy. He aquí un poco de dinero para ti. Háblale en favor mío, y si la ves antes que yo, salúdala a mi nombre.

APRISA.—¿Que si lo haré? Ya lo creo que sí. Y diré a vuestra señoría algo más sobre el lunar la próxima vez que podamos hablar confidencialmente; y también de otros pretendientes.

FENTON.—Bien: adiós. Estoy muy deprisa en este momento.

Sale

APRISA.—Dios acompañe a vuestra señoría. Honrado caballero, en verdad; pero Ana no le ama; pues yo conozco su mente tanto como quién más. Acabemos de una vez. ¿Qué se me olvida?

Sale