IV. LA AUTOCOMPRENSIÓN ONTOLÓGICA PRERREFLEXIVA DEL HOMBRE

C

uanto más extenso y amplio es un sentido, más difícil es de comprender. El sentido infinito es del todo inabarcable para un ser finito. Aquí la ciencia se da por vencida y cede la palabra a la sabiduría, la sabiduría del corazón en particular, de la que una vez dijo Blaise Pascal: «Le coeur a ses raisons que la raison ne connaît point». Así también el salmista habla de una sapientia cordis (Sal 89).

De modo análogo podemos nosotros hablar de una autocomprensión ontológica prerreflexiva del hombre. Sólo un claro y metódico análisis fenomenológico de la manera en que el hombre sencillo, el «hombre de la calle», se entiende a sí mismo nos llevaría a la conclusión de que ser hombre significa hallarse permanentemente confrontado con situaciones de las que cada una es al mismo tiempo don y tarea. La tarea de una situación consiste en realizar su sentido. Y lo que al mismo tiempo nos da es la posibilidad, mediante el desempeño de dicha tarea, de realizarnos a nosotros mismos. Cada situación es un llamamiento que debemos escuchar y al que debemos obedecer.

Un análisis fenomenológico de la experiencia inmediata y genuina del hombre sencillo, de la calle, tal como la recibimos directamente de este y sin que haya que hacer otra cosa que traducirla a la terminología científica, nos revelaría efectivamente que el hombre no sólo —en virtud de su voluntad de sentido— busca un sentido, sino que también lo encuentra, y ello de tres maneras. Primero de todo ve un sentido en el hecho de hacer o crear algo. Además de esto, ve igualmente sentido en experimentar o vivir algo, en amar a alguien; pero también en una situación desesperada ante la que se encuentra indefenso ve en determinadas circunstancias un sentido. Lo que importa es la actitud y postura con que se enfrenta a un destino irremediable e inmutable. Esta actitud le permite dejar constancia de algo de lo que sólo el hombre es capaz: transformar el dolor o el sufrimiento en un logro positivo. Quisiera ilustrar esto con el pasaje siguiente de una carta que me escribió un estudiante de medicina desde los Estados Unidos: «Por todas partes estoy aquí, en América, rodeado de jóvenes de mi edad, pero también de personas más maduras que buscan desesperadamente un sentido de su existencia. Uno de mis mejores amigos murió hace poco, precisamente por no haber podido encontrar tal sentido. Hoy sé que hubiera podido muy bien ayudarle gracias a la logoterapia, si aún estuviera él en vida. Pero ya no lo está. Su muerte, sin embargo, me servirá siempre en adelante para ayudar a todo el que esté angustiado. Para esto creo que no puede haber un motivo más profundo. Pese a mi dolor por la muerte de mi amigo, a pesar también de mi complicidad en esta muerte, su existencia —¡y su “ya no ser”!— no deja de estar en sumo grado llena de sentido. Si alguna vez tengo la fuerza suficiente para trabajar como médico, y en mi calidad de tal hacer frente a mi responsabilidad, su muerte no habrá sido en vano. Más que toda otra cosa en el mundo trataré de impedir esto: que semejante tragedia vuelva a repetirse, que vuelva a suceder a otro».

No hay ninguna situación en la vida que realmente carezca de sentido[33]. Esto significa que los aspectos aparentemente negativos de la existencia humana, y en especial esa tríada trágica en la que se incluyen dolor, culpa y muerte, pueden también llegar a transformarse en algo positivo cuando se afrontan con la postura y actitud correctas. Todo esto lo sabe el hombre de la calle, aun cuando no sea capaz de traducirlo en palabras. Este hombre de la calle, decimos, sabe por el conocimiento primordial que tiene de sí mismo que su persona no es escenario de una guerra que libran entre sí el yo, el ello y el superyo; al contrario, para él la vida es una cadena de situaciones en que él mismo se ve envuelto y que tiene que ir tratando de dominar, de un modo o de otro según los casos, situaciones con un determinado sentido que le reclama y concierne a él solo. Y esa comprensión primordial de sí mismo le dice que ha de procurar por todos los medios a su alcance ir en busca de ese sentido y encontrarlo. La fenomenología no hace sino traducir dicha autocomprensión a la lengua científica; no emite juicios apreciativos sobre los hechos, cualesquiera que sean, sino que se limita a hacer constar estos hechos sobre las vivencias del hombre de la calle. La logoterapia a su vez retraduce este conocimiento elaborado por la fenomenología sobre las posibilidades de encontrar un sentido a la vida, volviéndolo a expresar en el lenguaje del hombre sencillo, para precisamente ponerle en condiciones de encontrar por sí mismo ese sentido de su vida.

Esto es perfectamente posible. A tal propósito quisiera citar el caso de una enfermera que me fue sometido con ocasión de un seminario que tuve que dirigir para el Departamento de Psiquiatría de la universidad de Stanford. Dicha paciente sufría de un cáncer inoperable, y lo  sabía. Envuelta en lágrimas penetró en la habitación en que se hallaban reunidos los psiquiatras de Stanford y, con la voz ahogada en sollozos, les habló de su vida, de las cualidades y éxitos de sus hijos, y de lo duro y difícil que era ahora para ella tener que despedirse de todo. Hasta ese momento, he de confesarlo, no había yo aún encontrado un punto de apoyo a partir del cual me hubiera sido posible introducir en la discusión algún pensamiento logoterapéutico. Pero en seguida cambió la situación ante la posibilidad de poder transformar aquello que aparecía como lo más negativo a los ojos de la enferma, el tener que abandonar lo más precioso para ella en el mundo, en algo positivo, lleno de sentido.

Sólo tuve que preguntarle qué diría en su caso una mujer que no tuviera hijos; yo estaba persuadido que incluso la vida de una mujer sin hijos no era ni mucho menos carente de sentido, le dije, pero podía muy bien imaginarme que tal mujer en su mismo caso llegara a desesperarse precisamente por no tener nada ni a nadie «que dejar atrás en el mundo». En aquel momento se iluminaron los rasgos de la enferma. Repentinamente cayó en la cuenta de que lo más importante no era tener que abandonar la vida, cosa que a todos nos llega antes o después. Lo que verdaderamente importa es que exista algo que podamos abandonar, algo que podamos dejar tras nosotros en el mundo, que constituya la realización de nuestro sentido y de nosotros mismos antes que llegue ese día en que nuestro tiempo se habrá consumado. Apenas podemos describir el alivio experimentado por nuestra paciente a partir del instante en que nuestro diálogo socrático hubo tomado este giro copernicano.

Quisiera ahora comparar el estilo logoterapéutico de una intervención con el estilo psicoanalítico, como se desprende de un trabajo de Edith Weisskopf-Joelson (adepta norteamericana del psicoanálisis, convertida hoy a la logoterapia): «El efecto desmoralizador de la negación de un sentido de la vida, sobre todo del sentido profundo potencialmente inherente al sufrimiento, puede muy bien ilustrarse con la psicoterapia aplicada por cierto freudiano a una mujer aquejada de un cáncer incurable». A continuación Weisskopf-Joelson cede la palabra a K. Eissler: «(La enferma) comparó la plenitud de sentido de su vida anterior con la falta de sentido de su situación presente; pero incluso ahora, cuando no podía ya seguir trabajando y debía permanecer en su lecho durante varias horas cada día, encontraba todavía sentido a su vida, me decía, puesto que su existencia seguía siendo importante para sus hijos, y así aún Je parecía tener una misión que cumplir. Mas una vez que hubo de ser trasladada al hospital sin esperanza de volver a su casa e incapaz ya de abandonar el lecho, quedó prácticamente convertida en un conglomerado de carne inútil y fétida, perdiendo su vida todo sentido. Todavía se hallaba dispuesta a soportar todos sus sufrimientos, si hubiera podido encontrar en ellos algún sentido; pero ¿por qué había yo de condenarla a soportar con paciencia sus dolores en un momento en que la vida había ya dejado hacía mucho tiempo de tener sentido para ella? Le respondí, pues, que en mi opinión estaba en un gran error, porque en realidad su vida entera carecía de sentido, y nunca lo había tenido, aún antes de que se pusiera enferma. Encontrar un sentido a la vida, le dije, es cosa que los filósofos han intentado siempre en vano, de suerte que la única diferencia que existía entre su vida anterior y su estado presente consistía sólo en que durante su fase anterior ella podía aún creer en un sentido, mientras que ahora le era imposible hacerlo. De hecho, insistí, ambas fases de su vida carecían total y absolutamente de sentido. A estas palabras mías la paciente reaccionó dando muestras de desconcierto, al no ser capaz de entenderme, y rompió a llorar[34]».

Eissler no sólo no dio a su paciente la fe para creer que aún su sufrimiento podía todavía tener un sentido, sino que incluso le quitó la fe en que su vida entera pudiese haber tenido el más mínimo sentido. Preguntémonos ahora no cómo trataría un psicoanalista, sino un terapeuta del comportamiento, un behaviorista, cosas humanamente tan trágicos como el que acabamos de describir, ya se trate de la propia muerte o de la muerte de otra persona. Uno de los representantes más característicos de la teoría de la «modificación del comportamiento» (Verhaltensmodifikation) nos dice que en tales casos «el paciente debiera hacerse cargo de las llamadas telefónicas, cortar la hierba del césped o lavar la vajilla, y estas actividades han de ser alabadas o retribuidas de alguna otra manera por el terapeuta[35]»

Cuando en el sufrimiento debidamente llevado consigo todavía hacer visible una última posibilidad, por cierto la posibilidad suprema, de encontrar sentido, estoy prestando no un primero, sino un último socorro. Una cinta magnetofónica, de la que ofrecemos a continuación un fragmento, reproduce la conversación sostenida entre una de mis pacientes y yo, habiéndose grabado durante una de mis lecciones clínicas. Yo hablaba con la enferma en presencia de mis oyentes, estudiantes de medicina, filosofía y teología. Huelga añadir que del principio al final dicha conversación fue espontánea e improvisada. La paciente tenía 80 años de edad y sufría de un cáncer que no podía ya ser operado.

Frankl: «Bueno, querida señora Kotek, ¿qué opina usted de su larga vida ahora, cuando mira hacia atrás?, ¿fue agradable?».

Paciente: «Ah, señor profesor, de veras tengo que decir que ha sido una vida buena. ¡Qué bonita ha sido la vida! ¡Y cuánto tengo que agradecer a Dios por todo lo que me ha dado! He ido al teatro, he oído conciertos, y ¿sabe usted?, la familia en cuya casa he servido aquí en Praga durante tantas decenas de años me llevaba a menudo con ellos a los conciertos. Y por todas estas cosas tan bellas tengo que dar gracias a Dios».

Pero yo deseaba hacer aflorar a su conciencia su desesperación inconsciente y reprimida. Tenía la enferma que luchar con ella como Jacob luchó con el ángel hasta que este acabó bendiciéndolo. Deseaba yo llevarla hasta el extremo de que ella misma bendijera su propia vida, de que pudiera llegar a decir «sí» a su destino, que ya no podía cambiar. Quería llevarla, aun cuando esto pueda parecer paradójico, a que primero dudase del sentido de su vida en un plano consciente, y no, como hasta ahora lo había hecho, con una duda reprimida.

Frankl: «Habla usted de sus experiencias tan hermosas, señora Kotek. Pero ¿no se le acaba ahora todo?».

Paciente (pensativa): «Sí, ahora todo se acaba».

Frankl: ¿Cómo es eso, señora Kotek? ¿Acaso cree usted que con esto todas esas cosas maravillosas que usted ha vivido desaparecen ahora por completo?, ¿que ya no valen nada, que se acabaron del todo?.

Paciente (aún sumida en sus pensamientos): «Estas cosas maravillosas que he vivido…».

Frankl: «Dígame, señora Kotek, ¿puede alguien quitarle a usted ahora esa felicidad que experimentó en su vida?, ¿puede alguien borrar todo eso?».

Paciente: «Tiene usted razón, señor profesor, nadie puede deshacer lo hecho».

Frankl: «¿Puede alguien borrar esa bondad que usted ha encontrado en su vida?»

Paciente: «No, eso nadie lo puede tampoco».

Frankl: «¿Puede alguien borrar todo lo que usted ha logrado y conseguido con su esfuerzo?».

Paciente: «Tiene razón señor profesor, nadie puede destruir eso».

Frankl: «¿O acaso puede alguien anular lo que usted ha sabido soportar con arrojo y valentía? ¿Puede alguien quitárselo de su pasado?, ¿de ese pasado en el que ha conservado y cosechado usted todo esto?, ¿en el que usted lo ha atesorado y amontonado?».

Paciente (llorando ahora de emoción): «Nadie puede hacerlo, ¡nadie!». Después de una pausa: «Cierto que también he sufrido mucho. Pero he procurado encajar los golpes que me daba la vida. ¿Comprende usted, señor profesor? Yo creo que el sufrimiento es un castigo. Porque creo en Dios».

Por mí mismo, nunca hubiera tenido el derecho de hablar del sentido a la luz de un sentido religioso y dejarlo luego a juicio de la enferma; pero a partir del momento en que afloró espontáneamente la positiva actitud religiosa de la paciente, nada se oponía ya a que este hecho fuese incluido en la psicoterapia.

Frankl: «Pero dígame, señora Kotek: ¿No puede también el sufrimiento ser una prueba?, ¿no puede ser que Dios haya querido ver cómo la señora Kotek es capaz de soportarlo? Y al final tal vez se haya dicho: sí, hay que reconocer que lo ha llevado valientemente. Y ahora dígame de verdad: ¿Cree usted que alguien puede quitarle ahora todas esas victorias que ha ganado?».

Paciente: «No, nadie lo puede».

Frankl: «Luego eso queda, ¿no es así?».

Paciente: «¡Claro que queda!».

Frankl: «Mire, señora Kotek, no sólo ha logrado usted toda clase de cosas en su vida, sino que también ha sacado el mayor provecho posible de su sufrimiento. Y en esto es usted un ejemplo para nuestros pacientes. ¡Felicito a sus compañeros de enfermedad por poderla tomar a usted como ejemplo!».

En este instante sucedió algo que nunca había ocurrido antes en mis clases: ¡Los 150 oyentes rompieron en un aplauso espontáneo! Me volví entonces de nuevo a la anciana y le dije: «¿Ve, señora Kotek? Esos aplausos son para usted para su vida, que ha sido un gran triunfo como no hay otro. Puede usted sentirse orgullosa de esa vida. ¡Y qué pocas son las personas que pueden estar orgullosas de su vida! Quisiera decirle esto, señora Kotek: su vida es un monumento, ¡un monumento que ningún hombre en el mundo puede destruir!».

Lentamente la anciana salió del aula. Una semana más tarde fallecía. Murió como Job, repleta de años. Pero durante la última semana su vida no estuvo ya deprimida. Por el contrario, se mostraba orgullosa y llena de fe. Al parecer conseguí ver que también su vida tenía sentido y que hasta su sufrimiento tenía un sentido profundo. Antes de esto la anciana, como ya hemos dicho, se hallaba angustiada por la preocupación de no haber llevado sino una vida inútil. Ahora bien, sus última palabras, tal como quedaron registradas en su historial clínico, fueron las siguientes: «Mi vida es un monumento, ha dicho el profesor a los estudiantes de la clase. Así que mi vida no ha sido inútil…».