I. LOGOTERAPIA Y TEOLOGÍA

L

a religión es un fenómeno en el hombre, en el paciente, un fenómeno entre otros fenómenos con los que se encuentra la logoterapia; en principio la existencia religiosa y la no religiosa son para la logoterapia fenómenos coexistentes, y la logoterapia tiene el deber de observar frente a ellos una actitud neutral. La logoterapia es una orientación determinada de la psicoterapia y por consiguiente, al menos según las leyes vigentes en Austria, sólo puede ser ejercida por médicos. Así pues la logoterapia, aunque no fuera por otra razón que la de haber pronunciado como médico el juramento hipocrático, ha de cuidarse de que su técnica y método logoterapéutico sean aplicables a todos sus enfermos, creyentes o no creyentes, y por cualquier médico sin que a ello obste su ideología personal. Dicho de otra manera, para la logoterapia la religión puede ser solamente un objeto, y no un «lugar» o posición. De acuerdo con esta determinación del lugar de la logoterapia dentro de la medicina, nos ocuparemos ahora de su delimitación con respecto a la teología, delimitación que a grandes rasgos podría bosquejarse como sigue.

El fin perseguido por la psicoterapia es la curación psíquica, el fin de la religión consiste en la salud (o salvación) del alma. Cuán distintos sean uno del otro estos dos fines podría deducirse del hecho de que el sacerdote en ciertos casos luchará por la «salud» del alma de su creyente, aun exponiéndose conscientemente a aumentar en este las tensiones emocionales, y no hará nada por evitárselas, ya que primariamente y ante todo al sacerdote no le mueve motivo alguno psicohigiénico; la religión es algo más que un simple medio de evitar a la gente úlceras de estómago psicosomáticas, como observaba en broma un padre jesuita estadounidense. Ahora bien, por más que la religión sea, según su intencionalidad primordial, ajena a toda curación o profilaxis de tipo médico, sucede que en sus resultados —y no según su intención— produce efectos psicohigiénicos e incluso psicoterapéuticos, al originar en el hombre un sentimiento de alivio y anclarle en algo que no ha podido hallar en otra parte, a saber, en la trascendencia, en el Absoluto. Por otra parte, también en la psicoterapia podemos ver que se da a veces, sin haberlo pretendido, un efecto secundario análogo al que acabamos de describir, cuando en ciertos casos particulares el paciente, en el curso de su tratamiento, se remonta a las fuentes, durante mucho tiempo cegadas y escondidas, de una fe primordial, inconsciente y reprimida. Mas cuando esto ocurre, nunca puede legitimarse en una búsqueda intencional del médico, a menos que este se haya situado como creyente en el mismo terreno confesional que su paciente y establecido con él una especie de unión a nivel personal. En tal caso, sin embargo, ya desde un principio no ha tratado a su paciente como médico.

Fig. 1[23]

Queda claro que esto no significa que los respectivos fines de la psicoterapia y de la religión se sitúen en el mismo plano esencial. Más bien habrá que decir que el nivel de la salud psíquica (seelische Gesundheit, salud en sentido médico) está a una altura distinta del de la salud o salvación del alma (Seelenheil). La dimensión en que avanza el hombre religioso es por tanto superior, tiene una mayor amplitud que la dimensión en que se desenvuelve algo como la psicoterapia. La irrupción de una dimensión en la otra más elevada no se da en un conocimiento, en un saber, sino en la fe.

Para determinar la relación de la dimensión humana a la divina, es decir ultrahumana, nos puede ser útil el símil matemático de la sección áurea, según el cual la parte más pequeña está en relación a la más grande como esta última lo está respecto al todo. ¿Acaso no sucede algo análogo con la relación del animal al hombre y del hombre a Dios? Como es sabido, el mundo del animal es un «mundo ambiental» (Umwelt), mientras que el hombre, como dice Max Scheler, «tiene mundo» (Welt); ahora bien, este mundo humano está en relación a un «ultramundo» (Überwelt) de la misma manera que el mundo del animal lo está al mundo de los hombres. Esto quiere decir que, así como el animal no puede estar en condiciones de entender al hombre y el mundo de este último a partir de su propio mundo ambiental, tampoco es posible que el hombre llegue a hacerse una idea clara de ese ultramundo, es decir, a comprender a Dios o a penetrar en sus designios.

Tomemos como ejemplo el caso de un simio al que han puesto una inyección dolorosa con el fin de experimentar un suero. ¿Podrá el animal comprender por qué sufre? A partir de su propio mundo no está en condiciones de seguir los razonamientos del hombre que experimenta con él; porque el mundo humano, un mundo «de sentido», no le es accesible, no está a su alcance, se halla en una dimensión que le es totalmente ajena. ¿No habremos, pues, de aceptar que el mundo humano es a su vez superado por otro mundo a él inaccesible, cuyo sentido, o mejor, ultrasentido es lo único que precisamente podría hacer comprender al hombre el sentido de su sufrimiento?

La psicoterapia, por consiguiente, ha de moverse «en el plano de acá» con respecto a la fe revelada, pues el reconocimiento de la revelación como tal presupone ya una decisión de fe. Sería por tanto del todo improcedente sugerir a un incrédulo que existe una revelación, porque si así lo admitiera sería ya creyente.

Ahora bien, aun cuando la religión sea para la logoterapia «sólo» un objeto, como hemos dicho al principio, no por esto ha de dejar de interesarle en grado sumo, y ello por una sencilla razón: Para la logoterapia, logos es equivalente a «sentido». Efectivamente, la existencia humana sale de sí misma en cuanto que apunta a un sentido. Así, el ser humano en su existir no va tanto en pos de placeres o de poder, ni siquiera de una plena realización de sí mismo, como de llenar su vida de sentido. Por eso en la logoterapia hablamos de una «voluntad de sentido».

El sentido es un muro tras el cual no podemos volver hacia atrás; más bien hemos de aceptarlo sin condiciones. Hemos de aceptar este sentido último porque más allá de él no es posible seguir preguntando, y esto no es posible porque al tratar de responder a la pregunta por el sentido del ser nos encontramos siempre con el «ser del sentido» ya presupuesto. En una palabra, la fe del hombre en el sentido es, en términos kantianos, una categoría trascendental. Así como desde Kant sabemos ya lo absurdo de preguntar por categorías como espacio y tiempo, simplemente porque no nos es posible pensar ni por ende preguntar sin presuponer ya dichas categorías, así el ser humano es un ser de por sí ya orientado a un sentido, aunque apenas conozca este último; se trata como si dijéramos de un «preconocimiento» del sentido, y esta especie de premonición constituye la base de lo que llamamos «voluntad de sentido». Lo quiera o no, lo reconozca o no, el hombre cree en un sentido desde que comienza a respirar. Incluso el suicida cree en un sentido, si no de la vida, al menos de la postvida, de la muerte. Si de veras no creyera absolutamente en ningún sentido, ni siquiera sería capaz de mover un dedo o de tomar la determinación de suicidarse.

He visto morir a ateos convencidos, que durante toda su vida se opusieron tajantemente a creer en un Ser superior o algo parecido, en un sentido superior de la vida con alcance dimensional; sin embargo en su lecho de muerte, «en la hora suprema», han dado testimonio de lo que jamás durante décadas hubieran estado en condiciones de anticipar a nadie, a saber, de un sentimiento de seguridad, de descanso sereno, que no sólo se burla de su ideología pasada, sino que tampoco se puede intelectualizar o racionalizar. De profundis brota algo, resuena algo, surge una confianza total que no sabe ni a quién se dirige ni en qué confía, pero que no obstante contradice todo su saber y todos sus infaustos pronósticos. En la misma llaga pone el dedo Walter v. Baeyer cuando escribe: «Hagamos un alto en las consideraciones y pensamientos manifestados por Plügge. Objetivamente no hay en ellos nada que permita abrigar una esperanza. El enfermo que goza de lucidez debiera comprender que todo lo tiene perdido. Sin embargo sigue esperando, espera hasta el fin. ¿Qué es lo que espera? La esperanza de estos enfermos, que en primera línea puede tratarse de una esperanza ilusoria de curación en este mundo y sólo en un fondo más o menos recóndito deja entrever un sentido trascendental, debe ser inherente a la propia esencia del hombre, que nunca puede estar sin esperanza; apunta sin duda a una consumación futura en la que es razonable y natural creer, aun para el hombre sin dogma[24]».

Cuando la psicoterapia considera el fenómeno de creer no como una fe en Dios, sino de una manera más amplia como fe en un sentido, entonces le es enteramente legítimo ocuparse de este fenómeno. En ese caso lo ve precisamente con los ojos de Albert Einstein, para quien preguntarse por el sentido significa ya tener religión.

Quisiera añadir aquí que también Paul Tillich piensa de modo análogo, como lo prueba al ofrecernos la siguiente definición: «Ser religioso significa preguntarse apasionadamente por el sentido de nuestra existencia[25]». En cualquier caso podría decirse que la logoterapia —que no deja de ser primariamente una psicoterapia y de pertenecer como tal a la psiquiatría, a la medicina— está en su derecho de ocuparse no sólo de la voluntad de sentido, sino también de la voluntad de un último sentido, un «ultra sentido», como yo suelo llamarlo, y que la fe religiosa es en último término una fe y una confianza en este ultrasentido.

Claro está que este concepto nuestro de la religión tiene muy poco que ver con estrechas miras confesionales y lo que estas implican, es decir, con esa miopía religiosa que al parecer ve en Dios a un ser para el que en el fondo sólo cuenta una cosa: que el mayor número posible de hombres crea en él, y ello además en la manera prescrita por una determinada confesión religiosa. Sencillamente no puedo imaginarme a un Dios tan mezquino. Tampoco puedo imaginarme que tenga sentido el que una Iglesia me exija creer, ya que yo no puedo querer creer, lo mismo que no me es posible querer amar, o sea obligarme a mí mismo a amar, y tampoco puede obligarme a tener esperanza, por ejemplo cuando lo que sé me persuade en sentido contrario. En una palabra, hay cosas que no pueden «quererse» sin más y que, por lo tanto, no pueden condicionarse a una exigencia o una orden. Por citar un ejemplo sencillo: yo no puedo reírme porque me lo manden. Si alguien quiere que yo ría, ha de tratar de conseguirlo contándome un chiste.

De manera análoga sucede con el amor y la fe: no pueden ser manipulados. Como fenómenos intencionales que son, se producen cuando surge ante ellos un contenido y objeto adecuado.

En cierta ocasión fui entrevistado por una reportera de la revista norteamericana «Time». Me preguntó si nuestra tendencia natural nos aparta de la religión. Yo le respondí que nuestra tendencia no nos aparta de la religión, y sí en cambio de aquellas confesiones que no parecen tener otra cosa que hacer sino luchar entre ellas logrando así que sus propios fieles acaben por abandonarlas. Siguió preguntándome la periodista si acaso esto significaba que tarde o temprano iríamos todos a parar a una religión universal, cosa que yo negué: al contrario, dije, más bien vamos hacia una religiosidad personal, es decir, profundamente personalizada, una religiosidad a partir de la cual cada uno encontrará su lenguaje propio, personal, el más afín a su naturaleza íntima, cuando se torne a Dios.

Ni mucho menos quiere esto decir, por supuesto, que no han de existir rituales y símbolos comunes. También existe un gran número de idiomas; sin embargo ¿no utilizan muchos de ellos un alfabeto común? De alguna manera las diferentes religiones se asemejan en su diversidad a las lenguas. Nadie puede decir que su lengua sea superior a las demás, en todas y cada una de ellas puede el hombre acercarse a la verdad, que es una; y en todas ellas puede también equivocarse e incluso mentir. Así también puede servir al hombre de vehículo cualquier religión para llegar a Dios, al único Dios[26].