S
i en vez de observar únicamente los resultados obtenidos en los últimos capítulos los relacionamos con otros resultados anteriores derivados del análisis existencial, se vislumbra como un proceso en tres etapas, que jalonan la dirección en que van desarrollándose nuestras investigaciones:
Partieron estas del hecho fenomenológico primario del ser hombre como ser consciente y ser responsable o, dicho de otro modo, de la síntesis o «potenciación» de ambas cosas en la conciencia de responsabilidad, en el ser consciente del tener responsabilidad.
En una segunda fase, el análisis existencial se internó en el campo de la espiritualidad inconsciente; al añadir con su logoterapia lo espiritual a lo psíquico —hasta entonces único objeto, esto último, de la psicoterapia—, aprendió y enseñó a ver lo espiritual también dentro del inconsciente, algo así como un logos inconsciente: Al ello como inconsciente impulsivo vino a sumarse como nuevo hallazgo el inconsciente espiritual. Con esta espiritualidad inconsciente del hombre, que calificábamos de enteramente «yoificada», venimos a descubrir aquella profundidad inconsciente en que precisamente tienen lugar las grandes y existencialmente auténticas decisiones; de aquí, por fin, deducíamos ni más ni menos que esto, a saber, que además de la conciencia de responsabilidad o, si se prefiere, de la responsabilidad consciente tenía que haber por fuerza algo así como una responsabilidad inconsciente.
Con el descubrimiento del inconsciente espiritual el análisis existencial escapa, ya lo hemos visto, al peligro propio del psicoanálisis, que consistía en «elloificar» y «desyoificar» el inconsciente. Pero además evita otro peligro que quizá, podríamos decir, le toca más de cerca: Al reconocer el inconsciente espiritual, sale al paso de toda posible intelectualización y racionalización unilateral respecto a la esencia del hombre. El hombre no se le presenta ya como un ser exclusivamente racional, es decir, como un ser que ha de entenderse exclusivamente a partir de la «razón» teórica o «práctica».
Ahora bien, en una tercera etapa de su desarrollo el análisis existencial descubre dentro de la espiritualidad inconsciente del hombre algo así como una religiosidad inconsciente en el sentido de un estado inconsciente de relación a Dios, que aparece como una relación a lo trascendental inmanente al propio hombre, aunque a menudo latente en él. De este modo, mientras que con el descubrimiento de la espiritualidad inconsciente aparece el yo (lo espiritual) detrás del ello (el inconsciente), con el descubrimiento de la religiosidad inconsciente se hace visible todavía detrás del yo inmanente el tú trascendente. Si antes el yo se nos mostraba como pudiendo ser «también inconsciente» o el inconsciente como algo «también espiritual», ahora este inconsciente espiritual se descubre como algo «también trascendente».
Esta especie de «fe» inconsciente en el hombre, que aquí se nos revela —y que viene englobada e incluida en el concepto de su «inconsciente trascendental»—, significaría que hay siempre en nosotros una tendencia inconsciente hacia Dios[14], es decir, una relación inconsciente pero intencional a Dios. Y precisamente por ello hablamos de la presencia ignorada de Dios.
Y si llegamos a hablar de «Dios inconsciente» no quiere decir que Dios en sí mismo y por sí mismo sea inconsciente; más bien significa que Dios a veces nos es inconsciente, que nuestra relación con él puede ser inconsciente, es decir, reprimida y por tanto oculta para nosotros mismos[15].
Ya en los salmos se alude al «Dios oculto», y en la antigüedad helenística existía un altar consagrado «al Dios desconocido». Nuestra fórmula «Dios inconsciente» vendría pues a significar la relación escondida del hombre a Dios, a su vez escondido.
En el modo de entender dicha fórmula, sin embargo, es menester precaverse contra tres tipos posibles de desviación. En primer lugar, sería erróneo entenderla en sentido panteísta; nada más lejos de nuestra intención, en efecto, que afirmar que el inconsciente o incluso el ello pueda ser divino. Por más que se haya demostrado que el inconsciente encierra un algo «también espiritual» y asimismo una religiosidad inconsciente, jamás podría esto servir de excusa para rodear el propio inconsciente con el nimbo de lo divino. El que exista en nosotros una relación inconsciente a Dios en ningún modo significa que Dios esté «en nosotros», que «viva» inconscientemente dentro de nosotros mismos. Todo esto no pasaría de ser tesis de una teología de aficionados.
Pero también sería posible una segunda desviación: Nuestra tesis del «Dios inconsciente» podría interpretarse falsamente, por ejemplo, en un sentido ocultista; la paradoja que encierra acerca de un «conocimiento inconsciente» de Dios desembocaría así en el aserto de una omnisciencia del inconsciente, o al menos en creer que el inconsciente sabría a este respecto más que uno mismo; se daría por sentado que el ello sabe más que yo. Sin embargo, como ya lo hemos dicho, el inconsciente no sólo no es divino, sino que tampoco se le puede atribuir ningún atributo divino, en este caso la omnisciencia. De la misma manera, pues, que designábamos la primera desviación como propia de una teología de aficionados, diríamos que esta segunda pertenece a una metafísica «cortocircuitada», es decir, irreflexiva y de cortos alcances.
Ninguna ciencia puede entenderse o juzgarse a sí misma sin salir y elevarse por encima de sí misma. Y ninguna ciencia tampoco, como óntica que es, puede juzgar sus resultados y prever las consecuencias de estos sin abandonar su propio terreno, el terreno óntico, y someterse a una verificación ontológica. Repetidas veces nos hemos visto también nosotros obligados a traspasar las fronteras del campo estrictamente científico para confrontar los resultados científicos con las expectativas ontológicas. Pero por esto mismo ha de ser para nosotros aún más importante seguir pisando tierra firme, un suelo empírico, para no caer precisamente en eso que llamábamos metafísica cortocircuitada o teología de aficionados. Más bien creemos que nuestra tarea consiste en tomar como punto de partida los simples hechos de la experiencia y valorarlos a continuación científicamente con los métodos acostumbrados. Así es como tratábamos también de utilizar el método clásico de la asociación espontánea para nuestra propia interpretación de sueños. Sólo que en este caso era preciso situar los hechos fenomenológicos en el justo puesto que les correspondía como a tales, y nada más. Estos hechos eran de una realidad tan sólida que nos tuvimos que negar a someterlos a toda costa a una ulterior reducción analítica. Nos referimos aquí en primer lugar, naturalmente, a tantos sueños manifiestamente religiosos que se dan en personas abiertamente irreligiosas; en especial nos encontrábamos en tales casos con un sentimiento extático de dicha nunca experimentado en estado de vigilia, sentimiento que, si hemos de seguir siendo sinceros, en ningún caso podemos ya simplemente remitir a otro sentimiento de felicidad sexual subyacente, como se ha pretendido[16].
Pero hemos hablado también de otra posible desviación, la tercera y más importante: No insistiremos nunca con bastante firmeza en nuestra explicación de que el inconsciente no sólo no es divino y ni siquiera omnisciente, sino que, en la medida en que encierra una relación inconsciente a Dios, no es un algo por sí mismo, no es un ello independiente.
Este fue el gran error de C. G. Jung, pues aunque sin duda alguna tenga este investigador el mérito de haber visto dentro del inconsciente también el elemento religioso, cometió sin embargo el error fundamental de «elloificar» la religiosidad inconsciente, es decir, de dar a la presencia ignorada de Dios una falsa localización. Jung situó la religiosidad inconsciente en el ello, la asignó al ello; en su modo de ver las cosas, el yo no es, por así decirlo, responsable de lo religioso, lo religioso está fuera de la competencia del yo, no entra en la responsabilidad y en la decisión del yo.
Según Jung, hay en mí un algo, un «ello», religioso, no es que «yo» sea religioso; «ello», ese algo, me impulsa por tanto hacia Dios, no soy yo quien se decide por Dios.
En Jung, en efecto, la religiosidad inconsciente está ligada a arquetipos religiosos y por ende a elementos del inconsciente arcaico o colectivo. De hecho la religiosidad inconsciente se halla muy lejos de representar para Jung una decisión personal del hombre; más bien es un suceso colectivo, típico, incluso arquetípico en el hombre. Nosotros, por el contrario, opinamos que precisamente la religiosidad no podría originarse en ningún inconsciente colectivo, por pertenecer a las decisiones personales, mejor, a las más personales y propias del yo; estas decisiones pueden muy bien ser inconscientes, pero, como ya lo hemos demostrado hace tiempo, no por eso han de pertenecer forzosamente a la esfera de los impulsos del ello.
Sin embargo, para Jung y su escuela la religiosidad inconsciente es algo esencialmente impulsivo; más aún, H. Bänziger[17] declara rotundamente: «Podemos hablar de un instinto o impulso religioso como hablamos de un impulso sexual o agresivo» (¡subrayado en el original!). Mas nosotros preguntamos: ¿Qué clase de religiosidad sería esta, a la que el yo se vería impulsado precisamente de la misma manera que a la sexualidad?
¡De mucho nos serviría una religiosidad que habríamos de agradecer a un «impulso religioso»! La verdadera y auténtica religiosidad no tiene carácter impulsivo, sino decisivo; la religiosidad permanece con su carácter decisivo y deja de ser tal si se asimila a la impulsividad. Porque la religiosidad o es existencial o no es en absoluto.
Para Jung, no obstante, lo mismo que para Freud, el inconsciente y por tanto también el inconsciente «religioso» es un algo que determina a la persona. En cambio para nosotros la religiosidad inconsciente, y de modo general todo el inconsciente espiritual, es un ser inconsciente que decide, y no un ser impulsado a partir del inconsciente; para nosotros, repetimos, el inconsciente espiritual y muy en particular la religiosidad inconsciente, es decir el «inconsciente trascendental», no es un inconsciente determinante, sino existente.
Como tal pertenece en todo caso a la existencia espiritual (inconsciente), y no a la facticidad psicofísica. Jung empero entiende «por arquetipos una cualidad o condición estructural propia de la psiquis que a su vez está ligada de algún modo al cerebro[18]». Así la religiosidad se convierte por completo en algo perteneciente a lo «psicofísico» humano, siendo así que en realidad pertenece al portador de eso «psicofísico», es decir, a la persona espiritual. Para Jung los arquetipos religiosos no son sino imágenes impersonales de un inconsciente colectivo, las cuales vienen a encontrarse ya más o menos concretadas en el inconsciente individual precisamente como hechos psicológicos, o sea formando parte de la facticidad psicofísica; y a partir de aquí invaden arbitrariamente, cuando no forzosamente, nuestra persona, instalándose como si dijéramos por encima de ella. Nosotros pensamos en cambio que la religiosidad inconsciente emerge del centro del hombre, de la persona misma (y en este sentido verdaderamente «ex-siste»), en cuanto que en la profundidad de la persona, en el inconsciente espiritual, no se queda en estado latente como religiosidad reprimida.
Por el hecho mismo de reconocer a la religiosidad inconsciente su carácter espiritual existencial en lugar de atribuirla a la facticidad psicofísica, nos es también imposible, naturalmente, considerarla como algo innato. A nuestro juicio la religiosidad no puede ser innata al no estar encadenada a lo biológico. Con ello en modo alguno pretendemos negar que toda religiosidad se mueva siempre dentro de ciertas líneas y ciertos esquemas formados de antemano; pero tales esquemas no son arquetipos innatos o congénitos, sino las correspondientes formas confesionales ya existentes en que se vierte dicha religiosidad. Así pues, no podemos dejar de admitir que existen y están disponibles esas formas ya hechas, pero estas protoimágenes religiosas no son en manera alguna arquetipos latentes en nosotros, que se nos transmiten de modo biológico, sino imágenes recibidas por tradición de nuestro correspondiente medio religioso. Este mundo de imágenes no es por consiguiente innato en nosotros, sino que somos nosotros los nacidos en él.
De ningún modo, pues, negamos que el hombre se encuentra ya con algo por donde canalizar su religiosidad, con algo fácticamente preexistente que hará suyo de manera existencial. Mas esto que hemos encontrado, estas imágenes primeras, no son arquetipos cualesquiera, sino que son las plegarias de nuestros padres, los ritos de nuestras iglesias, las revelaciones de nuestros profetas y los ejemplos de nuestros santos.
Hay suficientes de estas tradiciones a nuestra disposición, nadie tiene necesidad de inventarse primero a Dios; pero nadie tampoco lo trae ya consigo en forma de arquetipos innatos. La auténtica y primordial religiosidad no tiene por tanto absolutamente nada que ver con una religiosidad arcaica y, en este sentido, primitiva. De otra cosa se trata, como es natural, cuando a menudo observamos que esta religiosidad primordial ya existente en el origen y luego reprimida en muchos hombres es ingenua: ingenua en el sentido de una fe de tipo infantil. En efecto, en la medida en que la religiosidad inconsciente está reprimida sólo puede esperarse que allí donde no está del todo cegada, donde sobresale, aparezca adherida todavía a las vivencias de la infancia. De hecho, al ir el análisis existencial en busca de esta religiosidad que se mantiene reprimida y remontarse a sus antecedentes, llevando así a cabo una verdadera «an-amnesis» en el auténtico sentido de la palabra, vemos cómo una y otra vez saca a luz una especie de fe inconsciente que en su sentido más propio y verdadero hemos de llamar infantil. Pero por más que sea infantil, y en este sentido ingenua, de ningún modo puede calificarse de primitiva o arcaica con el significado que a estos términos atribuye Jung. Nada hay en ella, según lo demuestra el resultado de un análisis imparcial, de esa mitología arcaizante con la que nos topamos en las interpretaciones de la escuela de Jung; al contrario, dichas vivencias religiosas inconscientes, tal como aparecen a veces en el análisis existencial, se ajustan perfectamente a las antiguas y añoradas imágenes de la época infantil.
El análisis existencial nos sitúa, pues, en posiciones que hace tiempo han superado ya las del psicoanálisis. Hoy no le damos ya más vueltas al problema del «futuro de una ilusión», sino que con mucha más razón nos preocupamos de la eternidad de una realidad, de la eternidad y actualidad, mejor aún, omnipresencia, de esa realidad que constituye, como se nos ha puesto de manifiesto, la religiosidad del hombre: una realidad en el sentido empírico más estricto; realidad, lo repetimos, que también puede permanecer o hacerse inconsciente, e igualmente ser reprimida. Precisamente en estos casos la tarea del análisis existencial consiste en actualizar o volver a actualizar esta realidad espiritual inconsciente, pero siempre presente. El análisis existencial debe efectivamente ir hasta el fondo del modo de ser neurótico, investigar su última causa alegable; y no pocas veces dicha causa del modo de existir neurótico apunta al hecho de que el hombre neurótico acusa una deficiencia: su relación a la trascendencia se halla perturbada. Esta su dimensión trascendental está reprimida. Pero desde lo recóndito de este «inconsciente trascendental» emerge de cuando en cuando la trascendencia reprimida en forma de una «inquietud del corazón[19]», que en ocasiones puede asimismo muy bien dar lugar a evidentes síntomas neuróticos, es decir, que dicha inquietud puede manifestarse en forma de una neurosis. En este sentido vale para la religiosidad inconsciente lo que puede decirse de todo lo inconsciente en general, a saber, que puede ser patógeno. También la religiosidad reprimida puede ser una religiosidad «desdichadamente reprimida[20]».
Asimismo esto es válido desde un punto de vista rigurosamente clínico. Veamos el ejemplo de un paciente con una grave neurosis obsesiva que duraba en él desde hacía décadas y había resistido a reiterados y largos intentos de tratamiento psicoanalítico. El centro de sus temores neurótico-obsesivos lo constituía la fobia de que tales o cuales actos suyos podrían ser causa de que su difunta madre o hermana «se condenaran». Por este motivo nuestro paciente no quiso, por ejemplo, entrar a trabajar en la administración pública, ya que hubiese tenido que prestar el juramento exigido por el Estado; ahora bien, en alguna ocasión podría suceder que lo llegara a quebrantar, aun en grado mínimo, y entonces pensaba que se condenarían su madre y su hermana. Tampoco se atrevió nuestro paciente a contraer matrimonio, sólo por el hecho de tener que dar el «sí» en la boda y porque, si luego alguna vez fuera infiel a este «sí», con ello arrastraría a sus parientes difuntos a la condenación. Y recientemente también, según contaba, había dejado de comprarse un aparato de radio porque en aquel momento le sobrevino el mismo pensamiento obsesivo, a saber, que si no lograba entender por completo cierto detalle técnico su madre y hermana serían condenadas en el más allá.
Ante tal abundancia de elementos imaginativos de tipo religioso, si bien en estado latente, preguntamos a nuestro paciente por su vida religiosa, es decir, su actitud frente a las cuestiones religiosas. En respuesta se nos declaró decididamente «librepensador» y «seguidor de Haeckel». Todo esto lo dijo haciendo además resaltar orgullosamente lo mucho que a ello había contribuido su conocimiento de la física moderna; por ejemplo, declaró dominar perfectamente la teoría electrónica. A la pregunta de si se consideraba versado en cuestiones religiosas, admitió que las conocía bien, pero añadió que «conocía su devocionario como el criminal conoce las leyes», o sea que conocía la religión sin confesarla o profesarla en manera alguna. «¿Luego es usted incrédulo?», seguimos preguntándole; a lo que contestó: «¿Quién puede decir eso de sí mismo? Ciertamente, con la razón soy incrédulo, aunque con el sentimiento puede ser que crea a pesar de todo. Con la razón, en todo caso, no creo en nada sino en un determinismo sometido a las leyes naturales, y no en un Dios que premia y castiga». Hagamos notar que la misma persona que pronunciaba estas palabras nos declaraba poco antes, refiriéndose a una de sus perturbaciones en la capacidad de actuar: «En aquel instante me vino la obsesión de que Dios podría vengarse de mí».
Cuando Freud dice: «La religión es la neurosis obsesiva común al género humano; como en el caso del niño, proviene igualmente del complejo de Edipo, de la relación al padre[21]», nosotros, ante un ejemplo como el que acabamos de describir, nos sentimos tentados a dar la vuelta a esas palabras, atreviéndonos más bien a afirmar: La neurosis obsesiva es la religiosidad psíquicamente enferma.
Cuando la fe se atrofia, parece como que se deforma o desfigura. ¿Acaso no hemos visto también en el terreno cultural, es decir, no sólo a escala individual sino social, cómo la fe reprimida degenera en superstición? ¿Y que esto ocurre doquiera que el sentimiento religioso es víctima de una represión, ya por parte de una razón absoluta y despótica, ya por una razón o inteligencia tecnicista[22]?. En este sentido, muchas cosas en la situación cultural de nuestro tiempo nos merecerían, en efecto, el calificativo de «neurosis obsesiva común al género humano», por emplear los términos de Freud; muchas, decimos, excepto una: precisamente la religión.
De las neurosis obsesivas a nivel no colectivo, sino individual, e incluso de toda neurosis pura y simplemente, puede en no pocos casos decirse esto: En la existencia neurótica se venga de sí misma la deficiencia de su trascendencia.