A
l hablar en el capítulo anterior de la interpretación analítico-existencial de sueños, hemos venido a dar con el hecho psicológico de la religiosidad inconsciente o, en su caso, reprimida. Nuestro propósito ahora es mostrar hasta qué punto estos resultados psicológicos del análisis existencial corresponden también a sus expectativas ontológicas. De hecho tal es el caso, puesto que el análisis existencial de la conciencia, como lo hemos abordado en el capítulo precedente, deberá por fuerza desembocar, si lo llevamos hasta sus últimas consecuencias, en un hallazgo de suma importancia que ya desde ahora quisiéramos designar con el nombre de trascendencia de la conciencia. Ahora bien, para explicar lo que significa esta trascendencia de la conciencia hemos de partir de los siguientes hechos: Toda libertad tiene un «de qué» y un «para qué». Si preguntamos «de qué» es libre el hombre, la respuesta es: de ser impulsado, es decir que su yo tiene libertad frente a su ello; en cuanto a «para qué» el hombre es libre, contestaremos: para ser responsable. La libertad de la voluntad humana consiste, pues, en una libertad de ser impulsado para ser responsable, para tener conciencia.
Este hecho, con su doble aspecto, lo viene a describir del mejor modo posible la sencilla frase imperativa de Maria von Ebner-Eschenbach: «Sé dueño de tu voluntad y siervo de tu conciencia». De esta frase, de esta exigencia ética, vamos nosotros a partir para explicar lo que entendemos por trascendencia de la conciencia. He aquí la forma que toman nuestras reflexiones:
«Sé dueño de tu voluntad…». Dueño de mi voluntad lo soy ya por el hecho de ser hombre, pero con la condición al mismo tiempo de entender debidamente este mi ser hombre, de comprenderlo precisamente como ser libre, de concebir todo mi ser existente como plenamente ser responsable. Empero si además he de ser «siervo de mi conciencia», más aún, si he de poderlo ser en absoluto, la conciencia entonces debe ser otra cosa, algo distinto de mí mismo; tiene que ser algo que esté por encima del hombre, este hombre que escucha «la voz de la conciencia»; tiene que ser algo extrahumano. Dicho de otra manera, sólo podré ser siervo de mi conciencia si, al entenderme a mí mismo, entiendo esta última como un fenómeno que trasciende mi mero ser hombre, y por tanto me comprendo a mí mismo, comprendo mi existencia, a partir de la trascendencia. Así pues, no he de concebir el fenómeno de la conciencia simplemente en su facticidad psicológica, sino en su trascendentalidad esencial; sólo puedo por tanto ser propiamente «siervo de mi conciencia» cuando el intercambio con esta es un auténtico diálogo, por consiguiente más que un mero monólogo, cuando mi conciencia es algo más que mi propio yo, cuando es portavoz de algo distinto de mí mismo.
¿Nos equivocamos, pues, en nuestro modo de expresamos cuando hablamos de una voz de la conciencia? Porque, según lo dicho, la conciencia no podría «tener voz», ya que ella misma «es» voz: voz de la trascendencia. Esta voz la escucha el hombre solamente, pero no procede de él; al contrario, sólo el carácter trascendente de la conciencia nos permite comprender por vez primera al hombre, y en especial su personalidad, en un sentido profundo. A esta luz la expresión «persona» vendría a adquirir un nuevo significado, puesto que ahora podríamos decir que en la conciencia de la persona humana per-sonat[11] una instancia extrahumana. Qué instancia sea esta no lo podemos descubrir a partir de aquí, sólo en relación con la problemática del origen de la conciencia o con su raigambre trascendental; pero al menos puede muy bien afirmarse que también esta instancia extrahumana ha de ser forzosamente de carácter personal; ahora bien, esta conclusión ontológica no puede menos de remitirnos a aquello que llamaríamos una fiel reproducción o reflejo de la persona humana.
La conciencia como hecho psicológico inmanente nos remite, pues, ya por sí misma a la trascendencia; es decir que sólo puede entenderse a partir de la trascendencia, únicamente como un fenómeno él mismo de alguna manera trascendente. Del mismo modo que el ombligo humano considerado por sí mismo no parecería tener sentido, porque ha de entenderse solamente a partir de la «prehistoria» del hombre o, mejor todavía, de su historia antes de nacer, y considerarse como un «resto» en el hombre que trasciende a este último y lo remite a su procedencia del organismo materno en que fue formado, así también la conciencia sólo puede entenderse en su sentido pleno cuando la concebimos remitiéndola a un origen trascendente. Mientras contemplemos al hombre dentro de la ontogenia biológica como a individuo considerado en sí mismo, sin tratar de comprenderlo a partir de sus orígenes, no nos será posible entender todos los aspectos de su organismo; de la misma manera, tampoco dentro de la ontología del hombre podemos comprender todos sus aspectos, y en especial la conciencia, si no recurrimos a un origen trascendente. La conciencia sólo se nos hace comprensible a partir de una región extrahumana, y sólo, por lo tanto, propia y plenamente cuando comprendemos al hombre en su condición de «criatura», de tal modo que podamos decir: Como señor de mi voluntad soy creador, como siervo de mi conciencia soy criatura. En otras palabras, para explicar la condición humana de ser libre basta la existencialidad; para explicar la condición humana de ser responsable debo empero remitirme a la trascendentalidad del «tener conciencia».
De este modo la conciencia, que ya desde un principio hemos considerado como modelo del inconsciente espiritual, se convierte en una especie de punto clave en el que se nos revela la esencial trascendencia de este inconsciente espiritual. El hecho psicológico de la conciencia es, pues, sólo el aspecto inmanente de un fenómeno trascendental, la pieza que penetra como una cuña en la inmanencia psicológica. La conciencia es sólo el lado inmanente de un todo trascendental, que como tal desborda el plano de la inmanencia psicológica, es decir, precisamente trasciende dicho plano.
De aquí se sigue lógicamente que la conciencia nunca puede proyectarse sin violencia desde el ámbito de lo espiritual al plano de lo anímico, como tratan en vano de hacerlo todas las explicaciones del psicologismo[12].
Se ha dicho ya que la conciencia es voz de la trascendencia y que, por lo tanto, ella misma es trascendente. Así pues, el hombre irreligioso no es sino aquel que ignora esta trascendencia de la conciencia. Porque también el hombre irreligioso tiene, en efecto, conciencia, también él tiene responsabilidad; sólo que no pregunta más allá, no pregunta ni por el «ante qué», de su responsabilidad ni por el «de dónde» de su conciencia. Mas esto no debe extrañarnos:
En el primer Libro de Samuel (3, 2-9), se describe cómo el joven Samuel dormía una noche en el templo al lado del sumo sacerdote Elí. De repente lo despierta una voz que lo llama por su nombre. Entonces se levanta y se dirige a Elí para preguntarle qué es lo que quiere de él; pero el sumo sacerdote, que no era quien le había llamado, le manda que se vuelva a acostar. Lo mismo se repite por segunda vez, y sólo a la tercera el sumo sacerdote aconseja al muchacho que, si oye que de nuevo lo llaman por su nombre, se levante y diga: «¡Habla, Señor, que tu siervo escucha!».
Incluso, pues, el profeta, siendo todavía un adolescente, ignora como tal la llamada que le viene de las trascendencia. ¿Cómo podrá entonces un hombre ordinario reconocer sin más el carácter trascendente de esa voz con que le habla su conciencia? ¿Y cómo habrá de extrañamos que en general no vea en esa voz que resuena en él sino algo fundamentado en su propio ser?
El hombre irreligioso es, por consiguiente, aquel que acepta su conciencia en la facticidad psicológica de esta, el que ante este hecho prácticamente se detiene en lo mero inmanente, se para, por decirlo así, antes de tiempo. En efecto, considera la conciencia como una cosa última, como la última instancia ante la cual ha de sentirse responsable. Sin embargo, la conciencia no es el último «ante que» del ser responsable; no es una «ultimidad», sino una «penultimidad». El hombre irreligioso se ha detenido antes de tiempo en su camino en busca de sentido porque no ha ido, no ha preguntado más allá de la conciencia. Es como si hubiera llegado a una cumbre inmediatamente inferior a la más alta. ¿Por qué no sigue adelante? Porque no quiere dejar de seguir teniendo «tierra firme bajo sus pies»; porque la verdadera cima se esconde a su vista, se halla oculta por la niebla, y en esta niebla, en esto desconocido, nuestro hombre no se atreve a internarse. A ello sólo se atreve precisamente el hombre religioso. ¿Qué puede sin embargo impedir que ambos, allí donde el uno se queda parado y el otro se decide a emprender la ruta final, se despidan mutuamente sin rencor?
Justamente el hombre religioso debiera también ser capaz de respetar esta decisión negativa de su semejante; debiera no sólo reconocerla como posibilidad de principio, sino igualmente aceptarla como realidad de hecho. Porque precisamente el hombre religioso ha de saber que la libertad de tal decisión ha sido querida, creada por Dios; en efecto, hasta tal punto el hombre es libre, ha sido hecho libre por su Creador, que esta libertad es una libertad hasta el no, va tan lejos que la criatura puede decidirse aun en contra de su propio Creador, puede incluso negar a Dios.
A decir verdad, el hombre a veces se contenta con negar solamente el nombre de Dios; con arrogancia habla entonces de «lo divino» o de «la divinidad», y aun a esta última preferiría dar un nombre particular u ocultarla a toda costa con expresiones vagas y nebulosas de tinte panteístico. Pues así como se requiere un poco de valentía para confesar abiertamente algo, una vez que se ha conocido, también se requiere un poco de humildad para llamar a eso mismo con la palabra que los hombres vienen utilizando desde hace miles de años; simplemente con la palabra: Dios.
Hasta aquí hemos tratado principalmente del «ante qué» de la responsabilidad humana, y hemos visto cómo el planteamiento ético de esta cuestión se convierte en religioso. Pero la conciencia no solamente nos remite a la trascendencia, sino que brota también dentro de la misma trascendencia; es, por tanto, ónticamente irreductible. Para salir de la problemática del origen de la conciencia no existe camino alguno psicológico o psicogenético, sino únicamente ontológico.
Ya Hebbel dejó constancia de la inutilidad de todos los intentos llevados a cabo en pro de una reducción óntica de la conciencia, es decir, de una solución óntica al problema de su «de dónde», al escribir a Uechtritz en una carta (del 13-5-1875) lo que sigue: «La conciencia está en aguda contradicción con la totalidad de los fines que se asignan al hombre desde el punto de vista del materialismo, y aun cuando pudiera basarse en ella el instinto de conservación de la especie en el sentido de un regulador o correctivo de lo individual, cosa que sucederá tarde o temprano si es que no ha sucedido ya, no por este hecho se podrá explicar ni tampoco anular». Ahora bien, lo que Hebbel profetizó aquí ha ocurrido ya de hecho, y al psicoanálisis precisamente se debe el haber intentado explicarla por la impulsividad, el haber querido reducirla a esta última: el psicoanálisis llama a la conciencia «superyo», y este superyo lo deriva de la «introyección» de la imagen del padre.
Pero así como no es posible derivar el yo del ello, tampoco el superyo puede derivarse del yo. Nos hallamos aquí más bien ante una doble aporía: por una parte la existencialidad del yo, y por otra la trascendentalidad del llamado superyo. Respecto al primer caso ya hemos visto que el ser responsable (existencial) del hombre jamás puede reducirse a su ser impulsivo, que el yo nunca puede derivarse de la impulsividad, que el concepto de los «impulsos del yo» es más bien una idea llena de contradicciones en sí misma. Jamás podrían los impulsos reprimirse, censurarse o sublimarse a sí mismos, y aun cuando existiera una energía impulsiva capaz de contener o encauzar la propia impulsividad, eso mismo tampoco podría derivarse de la impulsividad propiamente dicha.
Ahora bien, de la misma manera que el ello no puede reprimirse a sí mismo, tampoco el yo puede ser responsable ante sí mismo. El yo nunca puede ser su propio legislador ético. Así que en definitiva tampoco puede haber un «imperativo categórico» autónomo, ya que todo imperativo categórico ha de estar a fin de cuentas legitimado por la trascendencia, y no por la inmanencia. Su carácter categórico está y coincide con esta trascendencia suya y, por tanto, no puede derivarse de la inmanencia. Al decir, en efecto, que el yo es fundamentalmente ser responsable, en contraste con el ello que es ser impulsivo, no se afirma ni mucho menos que este yo responsable sea responsable sólo ante sí mismo. Ser libre es poca cosa, no es nada, sin un «para qué»; pero ser responsable tampoco lo es todo sin un «ante qué». Por consiguiente, del mismo modo que de los impulsos (ello) no puede derivarse la voluntad (yo), tampoco del «querer» puede derivarse el «deber» (superyo), «ya que —recordemos las bellas palabras de Goethe— todo querer sólo es un querer precisamente porque debiéramos».
El deber se presupone pues siempre de alguna manera a todo querer; el deber precede ontológicamente al querer. Porque así como yo solamente puedo responder si me han preguntado, así como toda respuesta hace necesario un «a qué» y este «a qué» ha de ser anterior a la respuesta misma, así también el «ante qué» de toda responsabilidad precede a la responsabilidad misma. Mi «deber» tiene que presuponerse en cuanto que «debo querer».
Ningún superyo, ningún «ideal del yo» podría actuar eficazmente si procediera simplemente de mí mismo, si sólo fuese un modelo concebido y creado por mí y no de alguna manera ya dado, encontrado; nunca podría tener efecto si se tratara únicamente de mi propia invención.
Y cuando Jean-Paul Sartre dice que el hombre es libre y le pide que elija, que se invente a sí mismo, que el hombre «idee» al hombre, cuando con esto quiere decir que el hombre puede inventarse a sí mismo sin intervención de algo procedente de una región esencialmente extrahumana, debemos preguntarnos: ¿No se parece semejante comienzo al truco indio de la soga? Con este truco el fakir quiere hacer creer que un muchacho sería capaz de trepar por la soga que él ha lanzado al aire. De esta misma manera el hombre, según Sartre, proyecta o lanza su deber ser hacia la nada sin punto alguno de apoyo que le venga de otra parte, y cree que así, a partir de esta propia proyección, de este modelo que él mismo se ha trazado, el hombre puede seguir trabajando por perfeccionarlo y desarrollarlo.
Ya vemos que esto no es sino un psicoanálisis ontologizado, una ontologización de la teoría psicoanalítica del superyo. Lo que el psicoanálisis afirma es ni más ni menos lo siguiente: El yo se saca a sí mismo de la ciénaga del ello asiéndose al mechón del superyo.
En realidad, Dios no es una «imagen del padre», sino el padre de una imagen de Dios. Para nosotros no es el padre el prototipo o imagen ideal de toda divinidad, sino más bien exactamente lo contrario: Dios es el prototipo de toda «paternidad». El padre sólo es el primero ontogenética, biológica y biográficamente; pero Dios es el primero ontológicamente. Así pues, psicológicamente la relación hijo-padre es, sí, anterior a la relación hombre-Dios, pero ontológicamente la primera no es modelo para la segunda, sino al revés. Considerando las cosas ontológicamente, mi padre camal, que me ha engendrado, es el primer representante, en cierta manera sólo casual, de Aquel que lo ha engendrado todo; desde el mismo punto de vista ontológico, mi creador natural es pues únicamente el primer símbolo, y de algún modo también la imagen, del Creador sobrenatural de toda naturaleza[13].