III. ANÁLISIS EXISTENCIAL DE LA CONCIENCIA

P

ara explicar con la mayor precisión posible eso que primero caracterizábamos como el «inconsciente espiritual» y que luego hemos contrapuesto netamente al inconsciente impulsivo, vamos ahora a utilizar en nuestras disquisiciones, a manera de modelo, el fenómeno «conciencia». Esta última, en efecto, pertenece incondicional y categóricamente al ser humano de acuerdo con lo que antes hemos dicho sobre el ser responsable como fenómeno primario. Todas las conclusiones a que ya antes hemos intentado llegar mediante un procedimiento deductivo deberían aquí, al tratarse del fenómeno de la conciencia, hacerse patentes inductivamente o, por mejor decirlo, fenomenológicamente. De hecho sucede también ahora que lo que llamamos conciencia alcanza una profundidad inconsciente, un fondo inconsciente que es donde tiene su origen; precisamente las grandes y auténticas (existencialmente auténticas) decisiones del ser humano como «existente» son siempre enteramente irreflejas y por ello también inconscientes. En su origen, pues, la conciencia se halla inmersa en el inconsciente.

En este sentido la conciencia ha de ser también calificada de irracional; es alógica o, mejor aún, prelógica. Efectivamente, del mismo modo que existe una comprensión o inteligencia precientífica del ser y, previa todavía a esta última, una inteligencia prelógica, hay también una inteligencia premoral de los valores, asimismo fundamentalmente previa a toda moral explícita: precisamente la conciencia.

Ahora bien, la conciencia es irracional porque, al menos en su inmediata realidad de ejecución, nunca es totalmente racionalizable; esto sólo puede darse en una etapa posterior, la conciencia sólo es capaz de descubrirse a una «racionalización secundaria». Así, todo «examen de conciencia» es únicamente concebible como algo que sucede después; por lo demás, también el fallo de la conciencia es en última instancia inescrutable.

Si nos preguntáramos a continuación por qué la conciencia actúa necesariamente de modo irracional, tendríamos que reflexionar sobre el hecho siguiente: A la conciencia (Bewuβtsein) ontológica se descubre un ser que es (Seiendes), a la conciencia (Gewissen) ética, en cambio, no un ser que es, sino más bien un ser que todavía no es, es decir, un ser que debe ser (Sein-sollendes). Este ser que debe ser no es por consiguiente nada real, sino algo que primero ha de hacerse real; no es real, sino meramente posible (sin perjuicio, desde luego, de que esta pura posibilidad pudiera, en un sentido más amplio, constituir de nuevo una necesidad). Dado, pues, que lo que nos descubre la conciencia es algo que está por hacerse real, que ha de realizarse previamente, surge en seguida la cuestión de cómo se hará real si no es de alguna manera anticipado espiritualmente. Ahora bien, este anticiparse, esta anticipación espiritual, se da en lo que llamamos intuición:

La anticipación espiritual ocurre en un acto de «visión».

Así pues, la conciencia se revela como una función esencialmente intuitiva. Para anticipar lo que ha de realizarse, la conciencia debe primero intuirlo; y en este sentido la conciencia ética es de hecho irracional y sólo en segundo término racionalizable. Pero ¿acaso no conocemos ya un caso análogo?, ¿no es también el eros irracional, y por ende intuitivo? En realidad también el amor intuye; también él percibe un ser que todavía no es, pero no, como la conciencia, un «ser que debe ser», sino que ese ser que todavía no es que descubre el amor es solamente un «ser que puede ser» (Sein-könnendes). Es decir que el amor contempla y descubre posibles valores en el tú amado. También él, por consiguiente, anticipa algo en su visión espiritual, a saber, lo que un hombre concreto (la persona amada) puede encerrar en sí mismo en cuanto a posibilidades personales aún no realizadas.

Mas la conciencia y el amor no sólo se parecen en el hecho de que tanto la una como el otro tratan con meras posibilidades y no con realidades; no es esto únicamente lo que ya de antemano nos proporciona la evidencia de que ambos sólo pueden moverse por caminos intuitivos. Más bien hay una segunda razón de su modo de actuar necesario —por ser esencialmente intuitivo—, irracional y consiguientemente nunca tampoco del todo racionalizable: ambos, tanto la conciencia como el amor, sólo tienen que ver con el ser absolutamente individual.

La misión de la conciencia es, en efecto, descubrir al hombre «lo uno necesario». Ahora bien, este «uno» es siempre en cada caso «único». Se trata de esa única y exclusiva posibilidad de una persona concreta en su situación concreta, posibilidad que de alguna manera Max Scheler trató de designar con el concepto «valores de situación» (Situationswerte). Es, pues, un algo absolutamente individual, un «deber ser» individual que no puede ser abarcado por ninguna ley general, por ninguna «ley moral» (por ejemplo en el sentido del imperativo kantiano formulada en términos universales), sino que es prescrito precisamente por una «ley individual» (Georg Simmel); en ningún caso es cognoscible racionalmente, sino sólo intuitivamente. Y esta función intuitiva es de hecho la que corresponde a la conciencia.

Siendo así que la conciencia descubre intuitivamente tales posibilidades concretas e individuales de valores, nos veríamos ahora tentados a calificar de instintivo el modo en que lo lleva a cabo y, en consecuencia, a hablar de la conciencia como de un instinto ético, en contraposición a la «razón práctica». Pero un examen más detenido de las cosas nos haría descubrir inmediatamente que este instinto ético se opone; y no en pequeña medida, a lo que ordinariamente llamamos instinto, es decir, al instinto vital. El instinto de los animales, por ejemplo, tiende a un algo general o universal; únicamente actúa en general, lo que significa que es esencialmente esquemático. En efecto, los animales, cada uno según su instinto, reaccionan ante determinadas señales de su respectivo medio ambiente conforme a un esquema rígido, fijo de una vez para siempre y para todos los individuos. La eficacia de este esquema instintivo coincide por lo tanto con el hecho de que sólo es real en términos generales, o sea universalmente, ajustándose a la ley del mayor número. En cambio en los casos individuales no sólo falla, sino que aun induce al individuo a comportarse «irrazonablemente» en determinadas circunstancias, y ello actuando el animal enteramente de acuerdo con su instinto, mas precisamente por eso de modo manifiestamente contraproducente. Así, por ejemplo, el mismo esquema de reacción instintiva que determina que la mayoría de las hormigas, es decir, el conjunto de la colonia, conserve o salve su vida, puede llevar a una hormiga aislada a perderla. Desde el punto de vista, pues, del instinto hay que dar por sentado este hecho, a saber, que el instinto vital descuida lo individual.

De modo totalmente distinto, más aún, en oposición con lo que acabamos de ver, actúa el instinto ético, cuya eficacia queda garantizada por el hecho de no tender a un universal, sino siempre y solamente a lo individual; se dirige, como ya hemos dicho, a lo concreto. Y mientras el animal es a veces extraviado por su propio instinto vital, ocurre que también el hombre de vez en cuando es inducido a error por su razón ética, y sólo su instinto ético, o sea la conciencia, es capaz de hacerle ver ese «uno necesario» que precisamente no es un algo universal; sólo, en efecto, la conciencia puede como si dijéramos sintonizar la ley «eterna» o, por atenemos al concepto ordinario, la «ley moral» con la respectiva situación concreta de una persona concreta. Lo que significa que una vida a partir de la conciencia es siempre una vida absolutamente personal que tiende a una situación absolutamente concreta, a eso que puede importar a nuestro ser individual y único en las condiciones determinadas de su existencia: la conciencia incluye siempre el «ahí» concreto de mi «ser» personal.

Por supuesto, en todas las explicaciones que preceden nada debe interpretarse como dicho en contra de la «ley moral». Todas ellas contribuyen más bien a exaltar la conciencia.

Ahora intentaremos mostrar que también a este respecto, es decir, en lo que se refiere a la intención esencialmente individual de la conciencia, el amor acusa con esta última un cierto paralelismo. No sólo, en efecto, la decisión de la conciencia se orienta a una posibilidad absoluta y totalmente individual, sino también la decisión del amor, pues así como la conciencia descubre «lo uno necesario», el amor a su vez descubre «lo único posible», es decir, las posibilidades únicas en su género que ofrece la persona amada. El amor es, en verdad, lo primero y único que está en condiciones de contemplar a una persona en su singularidad, de verla como «el individuo absoluto». En este sentido le es propia una importante función cognoscitiva. Y quizá esta acción cognoscitiva suya fuera ya de antiguo comprendida y apreciada en su valor, como parece ilustrarlo el hecho de que el acto del amor y el acto del conocimiento se designaran en hebreo con la misma palabra.

Pero ¿con qué derecho nos hemos atrevido aquí a hablar de una «decisión del amor» por analogía con una decisión de la conciencia?, ¿acaso tiene el amor algo que ver con una decisión? Ciertamente. Porque en el amor, más todavía, en él especialmente, el ser hombre es un «ser que decide». De hecho una elección de compañero, una elección amorosa, es sólo verdadera elección cuando no se halla dictada por impulsos. Mientras mi elección amorosa venga determinada por algo así como un modelo inconsciente, una imagen fuera del yo, «elloificada», no puede tratarse en absoluto de amor. No sólo en poesía, sino también en psicología es improcedente la rima de Liebe (amor) con Triebe (impulso). Mientras un yo sea «impulsado» hacia un tú por un ello, no es posible hablar de amor. En el amor ningún yo es impulsado por un ello, sino que el yo es quien se «decide» por un tú.

Mas no únicamente lo ético y lo erótico, no sólo la conciencia y el amor, tienen sus raíces en una profundidad emocional y no racional, o sea en una profundidad intuitiva del inconsciente espiritual; también un tercer aspecto, lo «pático», radica en cierta manera aquí, puesto que en el inconsciente espiritual existe junto al inconsciente ético, junto a la conciencia ética, lo que podríamos llamar un inconsciente estético: la conciencia artística. Tanto en lo que respecta a la producción[7] como a la reproducción artística el artista depende también de una espiritualidad inconsciente en este sentido. A la intuición de la conciencia, en sí irracional y por tanto tampoco del todo racionalizable, corresponde en el artista la inspiración, y esta última radica asimismo en una esfera de espiritualidad inconsciente. A partir de ella crea el artista, y en ella están y permanecen las fuentes en que este se nutre, en unas tinieblas que nunca es posible iluminar totalmente con la luz de la conciencia. Más aún, constantemente tenemos pruebas de que al menos una conciencia excesiva más bien se interfiere en esa producción «que arranca del inconsciente»; no pocas veces la introspección o autoobservación impuesta, la voluntad de un hacer consciente en lo que de por sí debiera realizarse en una profundidad inconsciente, constituye un serio estorbo para el artista creador. Toda reflexión innecesaria no puede menos de perjudicarle en su obra.

Conocemos el caso de un violinista que trataba siempre de tocar de la manera más consciente posible; desde el ajuste del violín hasta el más insignificante detalle técnico de la ejecución, todo quería «hacerlo consciente», pasarlo por una autorreflexión. Esto sólo pudo llevarle, como era de esperar, a un completo fracaso artístico. El tratamiento terapéutico a que fue sometido tuvo que eliminar de una vez para todas esa tendencia a una «hiperreflexión» y a querer como contemplarse a sí mismo; puso sus miras en lo que en otro contexto hemos designado con el nombre de «des-reflexión» (Dereflexion[8]). La acción psicoterapéutica hubo de devolver a este paciente su confianza en el inconsciente, al instruirle de que no dejara en ningún momento de considerar cuánto «más musical» era su facultad inconsciente que su conciencia. De hecho, el tratamiento así enderezado condujo a una desinhibición de las «fuerzas creadoras» del inconsciente, precisamente al liberarse el proceso de (re—) producción artística, que es esencialmente inconsciente, de un exceso de conciencia.

Ahora bien, en el caso que acabamos de comentar se pone de manifiesto un factor importantísimo en toda finalidad psicoterapéutica: Hoy día no es ya posible en modo alguno aferrarse a la opinión de que en la psicoterapia se trata a toda costa de hacer que algo se vuelva consciente, pues el psicoterapeuta sólo efectúa esta operación provisionalmente. Su tarea es la de hacer consciente algo inconsciente (y por tanto también algo espiritualmente inconsciente) para finalmente volverlo a restituir a su inconsciencia; facilita el paso de una «potencia» inconsciente a un «acto» consciente, pero no con otro objeto que el de crear en definitiva un «hábito» nuevamente inconsciente. En último término el psicoterapeuta tiene por misión restablecer la evidencia de las relaciones inconscientes.

Esto que acabamos de decir ¿habrá que interpretarlo en el sentido de que toda producción o reproducción artística (o quizá también, junto a las realizaciones «páticas», todas las éticas y eróticas) deba atribuirse a lo que llamamos sentimiento? A este respecto toda posible cautela por nuestra parte será poca, pues en la actualidad el concepto de sentimiento ha llegado a ser sumamente inexacto. Especialmente nunca sabemos con claridad si con esta palabra se designa —y nos permitimos aquí aludir a la importante distinción de Scheler— un sentimiento «de estado» (zuständliches Gefühl), un mero «estado afectivo» (Gefühlszustand) o finalmente un «sentimiento intencional» (intentionales Gefühl). Es decir, que mientras los sentimientos intencionales podrían muy bien atribuirse al inconsciente espiritual, los simples estados afectivos o sentimentales tendrían tan poco que ver con el ser hombre espiritual-existencial, o sea el propio y auténtico ser hombre, como cualquiera de los estados impulsivos.

Hemos de hacer notar, sin embargo, expresamente que nuestro reproche de una cierta inexactitud sólo se refiere al vocablo «sentimiento», y en modo alguno al sentimiento mismo. En efecto, el sentimiento propiamente dicho, al menos en los casos en que en el lenguaje de Scheler habría de calificarse de intencional, está muy lejos de ser inexacto, ya que el sentimiento puede ser mucho más fino y delicado en su esfera que agudo el entendimiento en la suya.

La dificultad de la investigación cuando intentamos penetrar en el terreno del inconsciente, incluso tratándose de algo secundario respecto al proceso formativo, esencial por ser necesariamente inescrutable, del actuar espiritual, se pone ya de manifiesto en este sencillo hecho: Siempre y en todas partes se han hecho y seguirán haciéndose chistes, y la gente se ha reído y seguirá riéndose con ellos; pero hasta el presente no se ha encontrado todavía una explicación científica plenamente satisfactoria del fenómeno chiste o del fenómeno risa. Esto prueba lo poco que depende la ejecución de los actos de un conocimiento reflexivo o aprensión cognoscitiva de los mismos.

Volviendo a los paralelismos ya mencionados, podemos aún añadir lo siguiente: Allí donde el yo (espiritual) penetra y se mueve en una esfera inconsciente como en su propio terreno, puede hablarse respectivamente de conciencia, amor o arte. Allí donde, por el contrario, el ello (psicofísico) hace irrupción en la conciencia, hablamos de neurosis o de psicosis, en cada caso según lo que caracterice dicha patogenia; según sea una psicogenia (como en la neurosis) o una fisiogenia (como en la psicosis).