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uestras disquisiciones en el capítulo anterior han corregido esencialmente la idea que hasta aquí se tenía del alcance y contorno del inconsciente. Por ello, al querer delimitar el concepto de «inconsciente», nos creemos obligados a emprender algo así como una revisión de fronteras: no se trata ya de un mero inconsciente impulsivo, sino también de un inconsciente espiritual; el inconsciente no se compone únicamente de elementos impulsivos, tiene asimismo un elemento espiritual; el contenido del inconsciente aparece así fundamentalmente ampliado, y el inconsciente mismo clasificado en impulsividad inconsciente y espiritualidad inconsciente.
Tras haber intentado con la logoterapia —así llamada por nosotros al considerarla como una «psicoterapia a partir de lo espiritual» y un complemento necesario a la psicoterapia tradicional en un sentido más estricto de la palabra— introducir en la práctica médica el concepto de lo espiritual como un campo de actividad esencialmente distinto e independiente de la esfera de lo psíquico sen. su strictiori, nos vemos ahora en la necesidad de englobar lo espiritual dentro también del inconsciente, lo que precisamente llamamos el inconsciente espiritual.
De esta manera llegamos ni más ni menos que a una especie de rehabilitación del inconsciente… lo que en sí no es un hecho enteramente nuevo. Hace ya mucho tiempo, en efecto, que en la literatura especializada se venía hablando de algo así como las «fuerzas creadoras» del inconsciente, o de la tendencia «prospectiva» de este último. Pero, como aún lo hemos de ver, todavía no se había llevado a cabo la división nítida, tan necesaria, de que hablábamos: división o, si se prefiere, confrontación de lo impulsivo y lo espiritual dentro del inconsciente.
En todo caso, Freud sólo vio en el inconsciente la impulsividad inconsciente; para él el inconsciente era ante todo un almacén de impulsividad reprimida. En realidad, sin embargo, no sólo existe lo impulsivo inconsciente, sino también lo espiritual; más aún, como trataremos de explicarlo, lo espiritual, o sea la existencia, es algo tan forzoso, y por ende tan necesario, por ser esencialmente inconsciente: En cierto sentido la existencia es siempre irrefleja, sencillamente porque es irreflexionable.
Una vez establecido que puede haber un elemento inconsciente tanto impulsivo como espiritual o, de otro modo, que lo espiritual puede ser tanto consciente como inconsciente, hemos de preguntarnos ahora hasta qué punto son nítidas las líneas de demarcación en esta doble frontera. Vemos en primer lugar que la frontera entre consciente e inconsciente es sumamente vaga o, por decirlo así, porosa: de una parte a otra se pasa con mucha frecuencia. Por lo que a nosotros toca, sólo hemos de atenernos a la realidad de aquello que desde el psicoanálisis y en este último se designa como represión: En el acto de la represión algo consciente es hecho inconsciente, y viceversa, al cesar la represión algo inconsciente vuelve a hacerse consciente. Esto nos sitúa ahora, después de haber sido confrontados con el hecho de la «rehabilitación del inconsciente», ante un nuevo hecho, a saber, el de una relativización del estado de conciencia: tal conciencia no puede ya tenerse por criterio fundamental.
Mientras la frontera entre lo consciente y lo inconsciente se nos presenta «porosa», como lo acabamos de apreciar, será poco en cambio todo cuanto digamos de la neta línea divisoria que separa lo espiritual de lo impulsivo. Nadie mejor que M. Boss ha sabido caracterizar en pocas palabras tal estado de cosas, al afirmar este autor que «impulso y espíritu» son «fenómenos inconmensurables». Ahora bien, puesto que, como ya sabemos, el ser hombre —propiamente— representa un ser espiritual, es evidente que la distinción entre consciente e inconsciente no puede servirnos de criterio, no ya sólo relativo, sino de cualquier manera que sea, respecto del ser humano; dicha distinción no nos proporciona un verdadero criterio, al no constituir un criterio cualitativo de propiedad (cualidad de ser propio, distinto de otro ser). Este criterio de propiedad lo tenemos solamente en el acto de decidir si algo en el hombre pertenece a su espiritualidad o a su impulsividad, sin que importe nada que sea consciente o inconsciente.
En efecto, el verdadero y propio ser hombre es precisamente —muy al contrario del concepto psicoanalítico— un no ser impulsado; se trata más bien, para decirlo con Jaspers, de un ser que decide o, un poco en el sentido de Heidegger y también de Binswanger, de un «ser ahí»; en el sentido analítico-existencial que nosotros le damos es un «ser responsable»: ser existencial.
El hombre puede muy bien, por tanto, ser él mismo o ser propiamente, aun en el terreno donde no es consciente; pero por otra parte sólo puede serlo allí donde no es impulsado, sino responsable. El ser hombre propiamente comienza por tanto allí donde deja de existir el ser impulsado, para a su vez cesar cuando cesa el ser responsable. Se da allí donde el hombre no es impulsado por un ello, sino que hay un yo que decide.
Ahora podemos comprender cómo el psicoanálisis ha llegado a cosificar o, más exactamente, a «elloificar» —y consiguientemente también a «desyoificar»— el ser humano.
Hemos afirmado antes que será poco cuanto digamos sobre la nitidez de la frontera que separa lo espiritual, como lo propio del hombre, de lo impulsivo; de hecho vemos en cierto modo en ella un hiato ontológico, que divide uno de otro dos campos fundamentalmente distintos dentro de la total estructura de esa entidad que llamamos hombre: por un lado la existencia misma, por otro lado aquello que pertenece a la facticidad. Mientras la existencia, como sabemos, es algo esencialmente espiritual, la facticidad se compone tanto de elementos psicológicos como fisiológicos; contiene hechos tanto anímicos como corporales. Y mientras la frontera entre existencia y facticidad, precisamente ese hiato de que hablamos, constituye una línea divisoria absolutamente rigurosa, dentro en cambio de la facticidad no se da tan fácilmente una frontera semejante entre lo psíquico y lo físico. Quien en calidad de médico haya intentado alguna vez aclarar por ejemplo una neurosis vegetativa en la diversidad de su estructura, sabrá exactamente lo difícil que es separar aquí lo que pudiera ser (primariamente) psicógeno de lo fisiógeno.
Con todo esto resulta evidente que, tras haber relativizado la conciencia o inconsciencia como criterios de propiedad (de ser propio), nos topamos ahora con una segunda relativización: El antiguo problema psicofísico (por cierto no liquidado, sino siempre actual) aparece ahora como un problema totalmente relativizado en cuanto a su importancia, al ser relegado a un segundo plano; ahora, en efecto, es un problema secundario frente al muchísimo más importante que se ofrece de aquí en adelante a nuestra consideración, a saber, el problema «de la existencia espiritual frente a la facticidad psicofísica». Este problema no es solamente de una mayor dignidad ontológica, sino también de una más exquisita relevancia terapéutica. Efectivamente en la psicoterapia se trata en todo momento de movilizar y hacer valer una y otra vez la existencia espiritual, precisamente en el sentido de un estado de responsabilidad libre que nos ponga dicha existencia ante los ojos, contraponiéndola así a la condicionalidad, sólo en apariencia tan fatal, de la facticidad psicofísica. Frente a esta facticidad es menester, pues, despertar la conciencia de libertad, de esa libertad y responsabilidad que constituyen lo propio del ser hombre.
En todo este nuestro trazado de fronteras ontológicas no hemos tenido en cuenta todavía que el ser humano no es solamente un «ser que decide», sino también un «ser separado». Ser hombre no es pues otra cosa que ser individuo, existir como individuo. Ahora bien, como tal ¿se halla siempre centrado, centrado respecto a un medio, un centro propio de cada individuo? ¿Y qué hay en este centro suyo?, ¿qué es lo que lo llena? Recordemos la manera en que Max Scheler define la persona: La concibe como portadora o soporte, pero también como centro de actos espirituales. Si bien la persona es aquello de que proceden los actos espirituales, también es el centro espiritual en torno al cual se agrupa todo lo psicofísico. Después de centrar así el ser humano podemos ya, en lugar de hablar como antes de existencia espiritual y facticidad psicofísica, aludir ahora a la persona espiritual y «su» elemento psicofísico. Aquí no queremos pasar por alto el «su» de nuestra formulación, con el que damos a entender que la persona «tiene» un elemento o un algo psicofísico, mientras que ella misma «es» un algo espiritual. En realidad, si yo hablara seriamente, de ningún modo podría decir «mi persona», ya que no «tengo» una persona, sino que eso que llamo mi persona «soy» yo; propiamente tampoco puedo decir: «mi yo», puesto que yo soy yo en efecto, pero no tengo un yo… A lo más podré tener un ello, precisamente en el sentido de mi facticidad psicofísica.
Ahora bien, por el hecho de que el ser hombre esté centrado en una u otra persona determinada (como centro espiritual-existencial), por este mismo hecho, decimos, y sólo a partir de él el ser humano es también un ser integrado: sólo la persona espiritual viene a fundar la unidad y totalidad del ente humano. Y la funda como totalidad corpóreo-anímico-espiritual. Nunca podremos insistir demasiado en que esta triple totalidad es lo que constituye el hombre entero. Así pues, de ningún modo está justificado hablar del hombre, lo que sucede con harta frecuencia, como de una «totalidad corpóreo-anímica»: cuerpo y alma pueden muy bien formar una unidad, por ejemplo la unidad psicofísica, pero nunca jamás podría dicha unidad representar la totalidad humana. A esta totalidad, al hombre entero, pertenece también lo espiritual, y le pertenece incluso como lo más propio suyo. De aquí se desprende que mientras se hable únicamente de cuerpo y alma, eo ipso no se está hablando de totalidad.
Con lo dicho respecto a la estructura ontológica del ser humano hemos dado preferencia a una conformación estratificada más que a una escalonada, es decir, que en vez de una especie de escalonamiento vertical (inconsciente-preconsciente-consciente) ponemos estratos concéntricos. Ahora podemos hacer algo más. Podemos combinar la imagen estratificada con la imagen escalonada de manera que tengamos de ella como una proyección, como el plano, por así decirlo, de toda una construcción tridimensional. Para ello tenemos simplemente que concebir el núcleo de la persona —en cuanto dicho núcleo constituye el centro espiritual-existencial en torno al que se agrupan lo psíquico y lo físico en sendas capas periféricas— como una cosa alargada; en lugar de hablar de un núcleo deberíamos hablar de un eje de la persona, un eje que, junto con las capas psicofísicas que lo rodean, va atravesando el consciente, el preconsciente y el inconsciente. Este modo de ver las cosas nos daría finalmente una imagen más o menos utilizable, más o menos idónea, de la verdadera realidad, a saber, que tanto dentro del eje personal como en las capas psicofísicas cualquier manifestación aislada puede tener lugar ya en el plano consciente, ya en el preconsciente o inconsciente.
Si los conceptos aquí vertidos en el contexto de un modo de proceder analítico se referían a una «psicología profunda», nos será preciso rectificar en adelante esta última noción. Hasta el presente la psicología profunda propiamente sólo se había ocupado de seguir las huellas de la impulsividad humana en su profundidad inconsciente, pero muy poco de investigar la espiritualidad del hombre, de seguir los pasos de la persona humana asimismo en su profundidad inconsciente; dicho de otra manera, la psicología profunda era, por lo menos en cierto grado, una psicología del ello inconsciente, y no una psicología del yo inconsciente[6]. De este modo el objeto de su investigación no era otra cosa que la llamada persona profunda (en el sentido de la facticidad psicofísica), descuidando en cambio la persona propiamente dicha (centro de la existencia espiritual).
Sin embargo, como ahora ya sabemos, también y sobre todo esta persona espiritual-existencial, este yo y en modo alguno solamente el ello, tiene una profundidad inconsciente; a decir verdad, siempre que aludimos a la «persona profunda» podríamos con todo derecho referirnos únicamente a esta persona espiritual-existencial, a su profundidad inconsciente, ya que sólo ella es una verdadera persona profunda. Porque en efecto, dejémoslo bien sentido, lo que en sentido tradicional se entiende por persona profunda nada tiene que ver con un modo de ser personal, sino que ya de buenas a primeras representa un ser como si dijéramos «criaturístico», es decir, un algo que no atribuimos a la existencia, sino a la facticidad, y que tendríamos que incluir dentro de lo psicofísico, no dentro de lo espiritual. La expresión «persona profunda», tomada en el sentido que ordinariamente suele dársele, no significa ni mucho menos lo espiritual-existencial, o sea lo propio del ser hombre, sino que ex definitione más bien se entiende por ello algo totalmente vegetativo o, en el mejor de los casos, propio del animal, que está «en» o como «pegado» al hombre.
Sin embargo, como ya se ha indicado, la verdadera persona profunda, es decir, lo espiritual-existencial en su dimensión profunda, es siempre inconsciente. La persona profunda por tanto no es algo que pudiéramos considerar, por ejemplo, como meramente facultativo, sino que por fuerza ha de ser inconsciente. Esto es debido a que la ejecución espiritual de los actos, y consiguientemente la entidad personal como centro espiritual de dichos actos, es propiamente una pura «realidad de ejecución»; en la ejecución de sus actos espirituales la persona queda de tal modo absorbida que deja por completo de ser reflexionable en su verdadera esencia, es decir, que de ninguna manera puede aparecer en la reflexión. En este sentido la existencia espiritual, el yo propio y auténtico o, por decirlo así, el yo «en sí mismo», es irreflexionable y en consecuencia solamente ejecutable, sólo «existente» en sus realizaciones o, dicho de otro modo, como «realidad de ejecución». La existencia propiamente dicha es por consiguiente irrefleja al ser irreflexionable, y por ello en último término tampoco puede ser objeto de análisis. De hecho, cuando utilizamos la expresión «análisis existencial», jamás queremos decir análisis de la existencia, sino, como ya lo hemos definido, «análisis sobre la existencia». La existencia misma sigue siendo un fenómeno primario e irreductible. Asimismo cada uno de sus aspectos elementales, como la conciencia y responsabilidad (ser consciente y ser responsable) a que antes hemos aludido, constituye un estado fenomenológico primario del mismo tipo. Como se pondrá especialmente de manifiesto al tratar del fenómeno de la conciencia, esta clase de fenómenos primarios o elementales no tolera ulteriores reducciones, o mejor expresado, dentro de lo óntico tales fenómenos son irreductibles. Su esclarecimiento no resulta del proceso de reducirlos en el seno de lo óntico, sino de que trascendamos a lo ontológico. Tanto el ser consciente como el ser responsable son y siguen siendo problemas irresolubles en el plano de una reflexión psicológica inmanente; pero tan pronto como los pasamos al plano ontológico cesan inmediatamente de ser tales problemas: allí se convierten precisamente en fenómenos primarios, propios del ser humano como caracteres existenciarios suyos, como los dos atributos principales que pertenecen al ser existencial cada uno como un «algo contenido en él».
Retengamos pues este hecho: La persona profunda, y en concreto la persona profunda espiritual, es decir, esa persona profunda que únicamente merece ser llamada así en el verdadero sentido de la palabra, es irrefleja por ser irreflexionable, y en este orden de cosas puede también llamarse inconsciente. Así pues, mientras la persona espiritual puede fundamentalmente ser tanto consciente como inconsciente, debemos decir que la persona espiritual profunda es forzosamente inconsciente, y por tanto no, por ejemplo, meramente facultativa; en otras palabras: en su profundidad, «en el fondo», lo espiritual es necesario por ser inconsciente.
De todo ello se desprende no menos que este hecho: Justamente el centro del ser humano (la persona) es inconsciente en su profundidad (la persona profunda). Dicho en otros términos, el espíritu es, precisamente en su origen, espíritu inconsciente.
Por ilustrar lo que acabamos de decir con un ejemplo, podríamos compararlo con lo que sucede en el ojo. De la misma manera que en el lugar de origen de la retina, o sea en el lugar de entrada del nervio óptico, la retina tiene su «punto ciego», así también el espíritu, precisamente allí donde tiene su origen, es ciego a toda autocontemplación y autorreflexión; allí donde es enteramente primordial, totalmente «él mismo», es inconsciente de sí mismo. Y a él podríamos aplicar lo que leemos en los antiguos Vedas indios: «Ve y no puede ser visto, oye y no puede ser oído, piensa y no puede ser pensado».
Pero no sólo en su origen, no sólo en lo primero el espíritu es inconsciente, sino también en lo último, «en última instancia»; no sólo es inconsciente en lo más profundo, sino también en lo más alto: la instancia suprema, la que, como si dijéramos, tiene que decidir entre conciencia e inconsciencia, es ella misma inconsciente. A este respecto bástenos recordar que en el sueño existe un estado llamado sueño parcial o semivigilia como instancia que vigila si el durmiente, el hombre que sueña, ha de despertarse o puede seguir durmiendo. Esta semivigilia es la que hace que la madre se despierte inmediatamente al menor disturbio en el ritmo respiratorio de su hijito, mientras permanece del todo indiferente a ruidos mucho más fuertes que provienen de la calle. El mismo estado de semivigilia se hace igualmente sentir en la hipnosis: también aquí despierta la persona sometida en cuanto sucede en tomo a ella o con ella algo que en el fondo de sí misma no quiere; sólo en la narcosis, a partir de cierto grado, se silencia esta instancia, es decir, que la semivigilia se queda ella misma dormida. Empero por otra parte podemos siempre decir que esa instancia que regula el dormir y el despertar no duerme, sino que vela, aunque, por supuesto, sólo en cuanto permanece vigilante; en efecto, como vigilia durante los sueños un algo en el hombre lo vigila, vela sobre él, pero solamente como si ese algo estuviera despierto: dicha instancia sólo es por tanto casi consciente; sólo en cierta manera conoce lo que sucede alrededor del durmiente, pero no puede hablarse de una verdadera conciencia.
La instancia que decide si algo se vuelve consciente o permanece inconsciente funciona, pues, ella misma inconscientemente. Pero para decidir es preciso que pueda de alguna manera diferenciar. Ahora bien, ambas cosas, decidir como diferenciar, sólo son posibles a un algo espiritual. Y en este sentido vuelve a ponerse en evidencia (¡y en qué medida!), que lo espiritual no sólo puede ser inconsciente, sino que también, tanto en su última instancia como en su origen, tiene que ser inconsciente.