Viernes, 19 de agosto de 2011

Han pasado dos cosas esta tarde. Un hombre y una mujer que parecen relativamente cuerdos han dicho que puede ser que hayan visto a Tess. La otra es que he podido conectarme a Internet.

Hoy ha empezado mejor el día. Para no tener que despertarme con la misma desagradable sensación que ayer, había dejado la puerta de la tienda abierta y me había tumbado boca arriba con la cabeza fuera de la tienda y el antifaz alrededor del cuello. Cuando la luz del sol me ha despertado, me he arrastrado fuera de la tienda y he vuelto a colocar la esterilla bajo la sombra de un árbol. Después me he puesto el antifaz y me he vuelto a dormir inmediatamente. Ha sido una interrupción mínima y no me he despertado otra vez hasta las dos de la tarde, bastante descansada.

Después de comer tres galletas y limpiarme por encima con las toallitas húmedas, he cogido la foto de Tess y he hecho una ronda por el campamento. Una pareja de recién llegados estaban montando su tienda cerca del claro que está en el centro. No era evidente a primera vista quién era el hombre y quién la mujer; ambos tenían el pelo largo, lacio y oscuro, y estaban esmirriados; además, la chica tenía muy poca delantera. El hombre tenía unos círculos negros, del mismo tamaño que una moneda de un euro, metidos en los lóbulos de las orejas.

Les pregunté si habían estado aquí el verano anterior. Contestaron que sí, así que les enseñé la foto. Estuvieron hablando entre sí en una lengua extranjera y al final el hombre dijo que sí que se acordaban de una mujer inglesa que estaba sola y que tenía un aspecto parecido, pero llevaba el pelo más largo y estaban bastante seguros de que su nombre no era Tess. Tenía un nombre más largo que empezaba por «S».

Naturalmente, ya había contado con que Tess podría haber usado un nombre diferente aquí. Les pregunté si se acordaban de más detalles de su ropa o de algo que les hubiera dicho. Respondieron que no, pero que, si recordaban algo nuevo, me lo contarían. De todas maneras, no quiero emocionarme demasiado. Necesito más pruebas.

Luego regresé a mi esterilla bajo el árbol y acababa de quedarme dormida cuando sentí algo que me sacudía la mano levemente. Era Milo. Dijo:

—Annie dice que si quieres venir con nosotros.

Annie había deslizado la puerta trasera de la furgoneta para cerrarla y estaba sentada tras el volante. Me explicó que se iba a la ciudad más cercana para ir al banco y que había pensado que me podría interesar acompañarla y comprar algo de comida.

—Una mujer no puede vivir solo de galletas —afirmó.

—¿Habrá algún cibercafé por allí? —pregunté.

—Seguramente habrá —dijo—. Es el típico sitio turístico cutre en la costa.

Me senté delante junto a Milo; el bebé iba en el asiento trasero. Ya había viajado en una furgoneta antes, cuando llevamos los muebles de mi madre al almacén, pero esto era diferente. Para empezar, la furgoneta era antigua. Dentro hacía calor y el ambiente era rancio, como una mezcla de plástico, leche y calcetines viejos cociéndose en un horno. El suelo se encontraba lleno de libros, publicidad y cedés, y las ventanillas estaban cubiertas de pegatinas cutres de vivos colores. Había un objeto peludo y extraño que colgaba del espejo retrovisor; cuando Milo vio que lo estaba mirando, me dijo que era la pata de su mascota, un conejo.

—Fue una muerte natural —explicó Annie, que al parecer estaba realizando un inmenso esfuerzo para mover el volante. La furgoneta emitía unos ruidos alarmantes que surgían de sus entrañas, en cierta manera parecidos a los que hacía mi madre cuando se aclaraba la garganta por la mañana.

Cuando iniciamos el laborioso descenso por el camino pedregoso, Annie comentó:

—Bueno, ¿qué pasa con esa amiga tuya que andas buscando?

Ya le había contado la historia a Annie el día anterior, cuando le había enseñado la foto de Tess, pero, aun así, comencé a recitar otra vez el cuento de que estaba buscando a una vieja amiga y que creía que todavía estaba por aquella zona. Me interrumpió:

—No, ya sé que la estás buscando. Pero ¿por qué? —Me miró de reojo con una ligera sonrisa pícara—. ¿Estás enamorada de ella?

Como no contesté, insistió:

—No pasa nada si lo estás, ya sabes.

Pensé que lo mejor era no darle importancia a su pregunta respondiendo, así que no dije nada y me puse a mirar por la ventanilla. Funcionó, porque cambió de tema y comenzó a contarme cosas sobre ella. No me interesaba mucho, pero cuando me di cuenta de que no hacía falta que participara en la conversación me relajé un poco; incluso resultaba tranquilizante ver pasar el paisaje al otro lado de la ventanilla con el sonido de su voz cantarina de fondo.

Su acento norteamericano me recordaba a Adrian y cuando cerraba los ojos me encontraba de nuevo escuchando sus podcasts, aunque, claro, lo que estaba diciendo Annie no era ni de lejos tan interesante. Estaba hablando de su vida en Connecticut, donde tenía un pequeño negocio dedicado a la venta de muebles de madera artesanales y compartía casa con otra madre soltera. Habló también del padre de Milo. Le había «mandado a tomar por saco» cuando Milo tenía dos años, pero veía a su hijo esporádicamente.

—¿A que te estás preguntando quién es el padre del pequeño? —preguntó señalando con un gesto al bebé, que estaba atado en uno de los asientos traseros.

Lo cierto es que no me lo había preguntado. Explicó que quería tener otro bebé, pero sin tener que aguantar a un hombre, así que «se folló» a un desconocido en un «momento oportuno». Admitió que a veces se preguntaba si los niños iban a sufrir por no tener una figura paterna en sus vidas.

—No creo que los padres sean muy importantes —comenté.

—¿De verdad? —dijo.

Le conté que nunca había conocido a mi padre porque había desaparecido cuando mi madre todavía estaba embarazada y que eso no me había causado ningún tipo de daño. Annie emitió un ruidito parecido a un «hum» y luego preguntó:

—¿Y a tu madre no le importaba vivir sin pareja?

—En absoluto —afirmé—. Nos teníamos la una a la otra. Continuamente me decía que no necesitaba a nadie, siempre y cuando me tuviera a mí.

Annie me preguntó sobre mi padre y le conté lo que sabía: que antes trabajaba en Irlanda vendiendo coches, que su sueño era tener su propio caballo de carreras y que tenía unas manos elegantes, igual que las mías.

Conforme avanzábamos por la carretera, me di cuenta de que el paisaje se iba transformando. Ya habíamos salido de la zona montañosa y estábamos en un llano donde los árboles habían sido sustituidos por grandes carpas de poca altura hechas de plástico blanco barato y conectadas entre sí, de tal forma que parecían una única estructura casi infinita. Pregunté a Annie qué eran y me explicó que se trataba de invernaderos donde se cultivaban lechugas para venderlas en los supermercados.

—Es de aquí de donde salen tus tomates —aclaró.

Podría haberle dicho que yo no comía tomates, pero no lo hice.

Cuando Annie paró la furgoneta para que Milo hiciera pis, inspeccioné los invernaderos más de cerca. El plástico era opaco, pero se podían ver unas sombras moviéndose al otro lado. En algunos puntos el plástico estaba roto y se había desprendido de la estructura, por lo que se podía mirar dentro. Vi filas interminables de hojas y las siluetas de unos hombres negros con la espalda encorvada entre las plantas. Debía de hacer un calor insoportable allí dentro. Lo que más me llamó la atención fue el silencio. Los sitios en los que se trabajaba físicamente que había conocido casi siempre eran bastante ruidosos, pero allí no se oía el ruido de voces ni de música, solo el suave susurro de los aspersores de riego. Annie me había contado que había sequía en esa zona —el río que pasaba cerca de la comuna estaba prácticamente seco—, así que me pareció extraño que estos invernaderos estuvieran usando tanta agua. Me parecía casi inmoral.

Cuando volvimos a la furgoneta, Annie explicó que los trabajadores eran africanos, en su mayoría inmigrantes sin papeles. Dijo que la costa de esta parte de España era una de las zonas de Europa que estaban más cerca de África y que los inmigrantes se metían en pateras y cruzaban el estrecho clandestinamente por la noche, en busca de una vida mejor. Algunos apostaban por seguir más allá de las fronteras del país, pero la mayoría se quedaba aquí, trabajando en los invernaderos, porque no tenían documentación.

Después de una hora y quince minutos llegamos a la ciudad. Annie dejó la furgoneta medio cruzada en la cuneta. Quedamos en ese mismo sitio una hora más tarde y luego Annie se marchó al banco con los niños. Eché a andar por una calle que parecía que iba al centro. Era una población amplia y polvorienta, con edificios bajos; me extrañaba que todo estuviera tan tranquilo y desierto. Encontré una señal con unas olas dibujadas, lo cual interpreté como que por allí se iba al mar, y continué en esa dirección. Conforme me acercaba a la playa, los edificios se volvían más altos, lo cual parecía ilógico. Era como tener a un montón de gente alta en la primera fila, de forma que tapaban la vista a la población que estaba detrás.

Las calles tenían más vida cerca de la orilla del mar y estaban llenas de turistas. No podía haber más diferencia con la gente de la comuna. Llevaban ropa normal, pantalones cortos y camisetas, y estaban muy blancos, muy sonrosados o exageradamente morenos, pero no de una manera que les hiciera parecer más atractivos. Había gente sentada alrededor de mesas en las terrazas de los bares tomando cerveza, aunque no eran más que las cuatro y media de la tarde. Había tiendas donde se vendían artículos de playa de plástico de las que salía música pop por los altavoces. Una, por raro que parezca, estaba llena de tostadoras y microondas. Todos los carteles en las tiendas y los restaurantes estaban en inglés y en los soportes para la prensa también había periódicos ingleses.

No sé si fue porque me aliviaba salir de la comuna, pero todo me pareció bastante agradable. Soplaba la brisa del mar, que arrastraba una mezcla de olores reconfortantes —a patatas fritas y crema solar— y la gente me resultaba familiar, como en un Tesco Extra, solo que parecía más feliz y más relajada.

Después de deambular unos minutos, encontré un cibercafé. Pagué dos euros y me conecté. En el ordenador que estaba junto al mío, una mujer enormemente gorda con un problema respiratorio estaba viendo imágenes de máquinas cortacésped en eBay. Primero me metí en Facebook, pero al introducir mis datos me di cuenta de que se me había olvidado la clave; en mi cabeza, había sido sustituida por la de Tess. Me costó tres intentos acordarme de que era la segunda serie de televisión que más le gustaba a mi madre: «inspectormorse».

Cuando conseguí entrar, las actualizaciones que había en mi página tenían tan poco sentido como si estuvieran escritas en ruso. Hasta me resultaba difícil recordar las caras y los nombres de mis «amigos»; a pesar de que los veía en clase todos los días, lo cierto es que no los conocía y en ese momento me resultaban totalmente extraños. Tash, Emma y Karen eran solo nombres al azar pegados a fotos de chicas tontas a las que les gustaba aquello y colgaban enlaces para lo otro, y se emocionaban por esto o lo de más allá.

Salí de Facebook y eché un vistazo a mi e-mail. Catorce mensajes, todos eran correo basura.

Después me quedé sentada mirando fijamente la barra de herramientas de Google en la pantalla. Llevaba varios días deseando conectarme, pero ahora que lo había conseguido no se me ocurría nada que pudiera hacer. No podía empezar una sesión de World of Warcraft; aunque hubiera recordado el usuario y la clave después de tanto tiempo, solo me quedaban cuarenta y ocho minutos antes de volver a la furgoneta con Annie, lo cual apenas era tiempo suficiente para que mi avatar pudiera ponerse la armadura. Tenía una imagen fantasiosa de él en mi cabeza, pensaba que se mostraría protestón y reacio a colaborar, dolido por todos los meses que había pasado de él, que se negaría a meter los brazos en la cota de malla y dejaría que la espada se le cayera de las manos cuando se la colocara.

Cerré la conexión cuando todavía faltaban diecisiete minutos del tiempo que había pagado. Junto al cibercafé había un pequeño supermercado y entré en él. Dentro hacía mucho frío y noté cómo se me ponía la piel de gallina en los brazos. Me recordaba un poco a Londis, solo que la mitad de la tienda estaba llena de alcohol. Me preocupaba que los productos tuvieran la etiqueta en español o que fuera comida extranjera extraña, pero la mayoría de ellos eran ingleses, productos que reconocía, como ketchup Heinz o patatas fritas de la marca Walkers. Compré tres bolsas de patatas fritas de tamaño familiar y dos cajas de galletas Hobnobs.

Después de hacer la compra, todavía me quedaba casi media hora antes de encontrarme con Annie, así que tomé la decisión improvisada de comer un gofre en una cafetería, atraída por las fotografías de comida que colgaban en la entrada. La camarera hablaba inglés. En la mesa que estaba al lado de la mía había un señor mayor en una silla de ruedas. Una mujer de la misma edad le estaba dando de comer algo que parecía un bocadillo con una salchicha dentro. La escena hizo que me preguntara si mi madre y yo deberíamos habernos esforzado más por ir de vacaciones los últimos años. Habíamos hablado del tema, pero habíamos llegado a la conclusión de que iba a ser demasiado complicado viajar con todo el equipo y tener que moverla de la silla. Sin embargo, al ver la pareja que tenía al lado pensé que habría sido posible. No habríamos podido ir a un país caluroso como España, porque la enfermedad de mi madre le había originado intolerancia al calor, pero podríamos haber intentado ir a Cornualles. Una serie de televisión que le gustaba había sido rodada en un pueblo de esa región y siempre había querido ir a verlo.

A las cinco y media de la tarde volví a la furgoneta de Annie y regresamos a la comuna. Cuando llegamos al aparcamiento del campamento se oía música que llegaba de una furgoneta que no había visto antes; eran unos recién llegados. Le pedí a Annie que me dejara salir y fui a hablar con ellos. La puerta estaba abierta y había un grupo de chicos jóvenes descansando dentro, una masa de piernas morenas y peludas. Eran extranjeros —italianos, creo—. Aunque tenían el típico aspecto que suelo asociar a las comunas —pelo enmarañado, el torso desnudo y collares de cuentas de madera—, todavía no aparentaban ese aspecto mohoso que los demás tienen aquí. Les conté la historia de Tess y les enseñé la foto. Se juntaron alrededor y echaron un vistazo. Uno de ellos dijo:

—Ah, sí, Luigi se acuerda de ella. ¿Verdad, Luigi? —Entonces le dio una pequeña patada de refilón al amigo que estaba sentado a su lado en el sofá.

Todos se echaron a reír y uno de ellos dijo algo en italiano, moviendo las manos en lo que supuse que sería un gesto obsceno. Tuve que insistir, poniéndome bastante seria, para asegurarme de que no, no conocían a Tess; simplemente me estaban gastando una broma.

Vi que estaban tomando una botella de vino, por lo que los informé, cuando ya me dispuse a partir, de que estaba prohibido tomar alcohol en la comuna.

Pasé el resto de la tarde bajo el árbol, luego cené un poco y me limpié con las toallitas húmedas. Ahora son las 9.46 de la noche y he vuelto a la tienda de campaña. Fuera, los insectos se han impuesto al ruido de los bongós, que ya ha cesado.

Cuando me embarqué en el proyecto Tess, no tardé mucho en darme cuenta de que, si queríamos finalizar el trabajo, iba a tener que hacerme cargo yo sola. Los siguientes días, Tess me fue reenviando una serie de intercambios de e-mails que para mí no tenían mucho sentido, además de fotografías y anotaciones de su diario, sin añadir ningún tipo de información que explicara el contexto. Era como alguien que estuviera preparando la maleta para irse de vacaciones, pero no hacía más que meter la mano en el armario, sacar lo primero que tocaran sus dedos y echarlo dentro de la maleta. No seguía ningún orden.

Solo un ejemplo: poco después de empezar me envió una foto en la que aparecía junto a otra mujer; el documento se llamaba Debbie y yo. Sin embargo, la foto carecía de contexto —de cuándo era, quién era Debbie, cómo se habían conocido— y, sin eso, la foto resultaba prácticamente inútil. En las ocasiones en las que sí me explicaba algo, a menudo no tenía sentido. Por ejemplo, cuando se lo pregunté, Tess reveló que ella y la tal Debbie habían sido amigas durante un tiempo, hasta que un día que estaban paseando Debbie no se había parado a acariciar a un gato que vieron en la calle. A Tess eso le pareció razón suficiente para terminar una amistad que, por lo demás, había sido buena. Como ya he dicho antes, la presunción natural de uno es que la gente actúa motivada por razones, que hay una reflexión y un sentido que explican sus actos; pero, la mayoría de las veces, eso no era así con Tess.

Aparte de todo eso, la información que me pasaba estaba plagada de incoherencias. El asunto de si era La Dolorosa Mary o La Atea Mary solo fue el principio (al final era Atea). Parecía que guardaba un recuerdo borroso de los detalles, como si no tuvieran importancia. Decía: «Bueno, en algún momento del verano; Jim no sé qué». En parte, se debía a su extravagante personalidad; en parte, sospechaba yo, a su enfermedad. Había investigado un poco el tema del trastorno bipolar y un síntoma común es que te falla la memoria. Empeoraba con los medicamentos; en el caso de Tess, litio. Ponía: «Se esfuma toda la energía y la capacidad de raciocinio queda erosionada». Decidí contener mi irritación y tomar el mando de la situación.

Escribí en una hoja de Excel lo que necesitaría de ella y en qué orden. Lo primero en la lista era la información práctica más fundamental: nombre completo, dirección, número de teléfono y fecha de nacimiento de ella y de los miembros de su familia, además de los datos bancarios y otras cosas por el estilo.

Aparentemente, una petición relativamente sencilla. Pues incluso esto le parecía difícil. Por ejemplo, decía que no comprendía por qué necesitaba yo su número de la seguridad social —«No creo que mi hermano vaya a preguntar por él, ¿verdad?»— y luego, cuando insistí, me dijo que no se lo sabía y que tampoco sabía dónde encontrar esa información. Para facilitarle las cosas, le dije que llamara a la delegación de la seguridad social. Como pasó un día y todavía no había llamado, telefoneé yo, haciéndome pasar por ella, y me dieron esa información.

También le pedí las contraseñas de sus cuentas de correo electrónico —tenía dos, la de hueleelcafequerida de Gmail, que era su cuenta principal, y una dirección antigua de Hotmail— y de su cuenta de Facebook. Gracias a Dios no estaba en Twitter: tras unas semanas de entusiasmo en julio de 2010, había perdido el interés. Naturalmente, iba a necesitar esas contraseñas cuando arrancara en serio con el proyecto, pero de momento mi plan consistía en repasar su correspondencia en busca de información.

El primer paso fue Facebook, para hacerme una idea general de su vida. Todo parecía indicar que era una página totalmente normal. En su foto de perfil estaba en un museo de arte —después me enteré de que era el Louvre, en París— imitando la postura de la estatua que tenía al lado, con una mano en la frente en una pose dramática, como si fuera a desmayarse. Tenía trescientos sesenta y siete amigos, que, a juzgar por sus perfiles, parecían bastante típicos de su generación. Estaba apuntada a una larga lista de grupos, cuya diversa naturaleza temática —solidaridad con los monjes tibetanos, salvar una antigua sala de conciertos en East London, una campaña para pedir a Pizza Express que volviera a su receta original con salsa de tomate, apoyo a extraños grupos de música, libros, restaurantes y eventos, al igual que una miríada de «causas» infantiles, tales como ¡Haz que Aisling deje de llevar esa parka amarilla! o Me gusta cómo pronuncia Huw Edwards la palabra «Liverpool»— me hizo sospechar que no reflexionaba demasiado sobre lo que decidía apoyar.

Estaba etiquetada en ciento cuarenta fotos, lo cual era mucho menos que la mayoría de la gente de mi edad, pero para la suya parecía un número normal. Tess y sus amigos tampoco posaban tanto para la cámara, ni mucho menos. La mayoría de las fotos mostraban momentos «espontáneos» en fiestas, haciendo picnics o en pubs. Incluso en las escenas en las que posaban, parecían sonreír a la cámara de manera natural o ponían caras feas, en vez de ladear la cabeza y morderse las mejillas por dentro, como hacían las chicas de mi clase. La otra gran diferencia eran los niños; los álbumes de los amigos de Tess estaban llenos de interminables series de fotos, prácticamente idénticas entre sí, de ellos mismos, de sus parejas y de sus amigos en compañía de niños pequeños. Varios de ellos incluso usaban una imagen de bebé como fotos para su perfil.

En cuanto a Tess, no sentía una debilidad especial por los niños —«muerdetobillos» y «pequeños monstruitos» eran dos de los términos que usaba para referirse a ellos durante nuestras conversaciones—, pero tampoco se escapaba del aparentemente obligatorio trato con ellos: conté veintiocho fotos de ella con bebés de amigos en los brazos. El niño que salía con más frecuencia, desde que era bebé hasta los cinco años de edad, era el ahijado de Tess, Mowgli, que era hijo de una de sus mejores amigas, Justine.

Tess tenía algunas fotos que no eran de gente, como primeros planos de hierba en una puesta de sol, un par de manos o gotas de agua en el lavabo; pruebas de su «carácter artístico». Más interesantes eran las fotos granuladas de tiempos pasados, pertenecientes a la era predigital, que tenía que haber escaneado antes de colgarlas. Una de ellas mostraba a Tess como una mujer joven, más o menos de mi edad —«veintipocos años, probablemente» fue lo único que supo decir cuando la presioné para que me diera una fecha—. La escena era alegre: Tess y dos amigas risueñas en una sala de estar, preparándose para salir. Me costó unos momentos identificar a Tess; las tres se parecían mucho entre sí: pelo rizado, barrigas planas, zapatillas de deporte, un pequeño top parecido a un sujetador deportivo y leggings ajustados de colores vivos o pantalones cortos. Supuse que estaban preparándose para alguna actividad deportiva de equipo, pero cuando más tarde le pregunté sobre el tema dijo riéndose: «¡Esa sí que es buena!», y explicó que en realidad se iban a una rave.

Me contó esto en una conversación por Skype. Tess estaba de buen humor aquella noche y la mención de esa rave pareció evocar en ella buenos recuerdos. Empezó a hacer unos movimientos raros con las manos formando cuadrados en el aire mientras repetía:

—Caja grande, caja pequeña, caja grande, caja pequeña.

Perdió por lo menos dos minutos con esa actividad y cuando le pedí que explicara su extraño comportamiento dijo:

—Bah, es igual.

Otra de aquellas fotos viejas era más fácil de ubicar, a pesar de los limitados conocimientos que yo tenía por aquel entonces. Era un primer plano de la cara de Tess con el pelo muy corto, no más de un centímetro. Tuvo que sacársela poco después de raparse el pelo en la academia de arte, el incidente que había mencionado en su esbozo autobiográfico. Incluso así era guapa; las marcadas líneas de su rostro y sus ojos oscuros separados eran capaces de contrarrestar el extraño corte de pelo, y sonreía a la cámara con una expresión que mostraba confianza en sí misma. Solo viendo las fotos —cualquiera de las fotos de su página de Facebook—, era imposible inferir que era una persona infeliz.

Después de aquel primer vistazo a Facebook, intenté proceder de manera sistemática. Primero le pedí una lista de nombres de sus parientes y amigos más cercanos. Luego preparé otra hoja de Excel y confeccioné un esquema de su familia: su madre Marion, su padre Jonathan, su medio hermano William. Este era fruto del primer matrimonio de Marion con otro inglés —Marion era chilena—, a quien dejó cuando William era pequeño para casarse con Jonathan, que le sacaba catorce años. Tess nació al año siguiente. William —al que nunca llamaban Will— estaba casado con una mujer que se llamaba Isobel y tenía dos hijos: Poppy, de seis años, y Luke, de cinco.

En columnas tituladas edad, trabajo, vida personal, rasgos de personalidad; etcétera, apunté lo que sabía de cada uno de ellos a partir de la información que me había proporcionado Tess. Luego efectué una búsqueda de cada uno de ellos en las cuentas de correo electrónico de Tess y saqué sus mensajes y las respuestas de Tess. Las conclusiones que sacaba las añadía a nuevas columnas con encabezamientos como información adicional, frecuencia de correspondencia, estilo y datos similares. Tess había tenido su cuenta de Gmail activada durante los últimos seis años y la de Hotmail diez, así que había mucho que repasar. Luego pasé a analizar los mensajes de sus tres mejores amigos: Simon, Justine y Shona.

Le pedí a Tess que me enviara por lo menos una fotografía —a poder ser dos— de cada uno de ellos. Naturalmente, la mayoría de las personas relevantes estaban en Facebook, donde había fotografías para dar y tomar, pero algunos no; entre ellos, sus padres. Aparte de eso, pensé que la mayoría de las fotos colgadas en Facebook habrían sido cuidadosamente escogidas para mostrar el mejor lado de las personas retratadas, mientras que aquellas que estaban sacadas de manera fortuita era más probable que fueran auténticas y revelaran algún aspecto de su carácter. Además de guardarlas en mi ordenador, imprimí una foto de cada una de las personas importantes y las pegué en la pared enfrente de mi mesa de trabajo, señalando el nombre y los detalles más importantes de cada cual. El espacio encima de mi escritorio comenzaba a parecerse a esos tablones en los que cuelgan las pruebas de la investigación de un asesinato en las series policiacas de la televisión.

Tess me envió una foto de grupo de su familia. Estaba sacada en una casa en el sur de Francia en la que William e Isobel solían pasar sus vacaciones. Se habían reunido para celebrar el setenta cumpleaños de Jonathan; incluso Tess era capaz de recordarlo. La familia había ido a pasar el fin de semana allí junto con el mejor amigo de Jonathan: un hombre al que Tess llamaba tío Frank, aunque no era su tío carnal.

—Era un pez gordo de los maderos, pero lo tuvo que dejar porque se había dejado untar.

Así fue como lo describió. Con el tiempo, terminé comprendiendo que se trataba de un exjefe de la policía que se había visto obligado a retirarse prematuramente al verse cuestionada su integridad.

En la foto salían todos —excepto Tess, que estaba tras la cámara— sentados alrededor de una mesa en el jardín, después de una comida. Marion, su madre, se encontraba en medio del grupo. Se parecía bastante a Tess, con el mismo pelo oscuro y la piel morena, pero, incluso estando sentada, se apreciaba que era más baja —medía uno sesenta y uno frente al uno setenta de Tess— y estaba más flaca. Tess me contó que era anoréxica. Llevaba una camisa blanca con el cuello levantado y un collar con unos enormes pedruscos verdes, debajo del cual se le veían los huesos del pecho, que sobresalían como una parrilla. Tess me contó que Marion consideraba que las joyas eran su principal «emblema personal» —aunque no sé muy bien qué significa eso— y que, como sus amigos la piropeaban frecuentemente por ellas, había iniciado un pequeño negocio importando piedras de Chile y vendiéndolas por Internet. Llevaba el pelo recogido en un moño alto, como un panecillo encima de la cabeza, y tenía los labios de color rojo intenso. Todo el mundo levantaba su copa hacia la cámara, pero, mientras las otras estaban medio vacías, la de Marion permanecía llena y su sonrisa parecía tensa y forzada.

A su lado estaba Jonathan. Esto fue poco antes de que le diagnosticaran la demencia. Tess me contó que en aquel viaje Jonathan no se acordaba de dónde estaba el baño, a pesar de que había estado muchas veces en esa casa, y le costó mucho recordar la palabra «queso», pero todos supusieron que no era más que la típica señal de la cuesta abajo de los años. Tenía el pelo tan blanco como Gandalf, corto y bien peinado, y mostraba una amplia sonrisa, con las mejillas sonrosadas y brillantes. Me recordaba un poco a Richard Briers, de quien mi madre siempre decía que le hubiera gustado estar casada con él.

Al lado de su madre estaba William, que era moreno como Marion y Tess, pero con la cara más ordinaria, fofa y nada cincelada. Llevaba unas gafas finas sin montura y, como Marion, exhibía una sonrisa controlada. Junto a él estaba su mujer, Isobel, con una melena rubia que le llegaba hasta los hombros. La cara era tan normal y poco característica que podría haber sido generada por un programa informático. Luke, que también era rubio, estaba sentado en su regazo y su hermana Poppy, con el pelo ligeramente más oscuro, estaba en la silla de al lado. Ambos eran muy ricos e iban muy aseados, como los niños que salen en la televisión. Las fotos de Isobel en Facebook mostraban a la familia inmersa en numerosas actividades; en una de ellas estaban en un barco y en otra caminaban por la nieve con su gran perro de pelo claro. Los dos niños llevaban un mono de esquiar rojo idéntico.

Tess no se llevaba bien con Isobel. Describió a su cuñada como una «gilipollas WASP» —me enteré después de que es el acrónimo de white anglo-saxon protestant («protestante anglosajón blanco») y puede usarse de manera despectiva— que se había puesto un límite de dos copas de vino a la semana y obligaba a los niños a llevar casco cuando iban a jugar al parque de la urbanización de Holland Park, que era donde vivían. Desde que se había casado con William, Isobel había dejado de trabajar y se dedicaba a gestionar el alquiler de sus inmuebles. Cuando Tess le pidió que le dejara la casa de Francia para celebrar su treinta y cinco cumpleaños, Isobel montó todo un numerito y le dijo que le podía hacer un precio especial por ser de la familia, lo que al final solo suponía un diez por ciento de rebaja sobre el precio habitual. Isobel aseguraba que envidiaba la «vida salvaje» de Tess. «Ojalá tuviera el tiempo y la energía suficientes», decía.

Tess estaba especialmente molesta con William e Isobel porque, hacía poco, habían empezado a coleccionar arte contemporáneo y preferían lo que Tess describía como «chorradas y mierdas conceptuales», que era lo opuesto al estilo de los cuadros que pintaba Tess, lo cual, en su opinión, era una ofensa. Isobel aparentaba interesarse por la opinión de Tess sobre los artistas del momento:

—¿Qué pintor de los actuales merece la pena, Tess?

Tess le podía contestar lo mismo «Durero» que «Otto Dix», quienes, al parecer, son artistas de otra época, que no era lo que Isobel le estaba preguntando.

Tess me informó de que sus relaciones con William también eran tensas y un repaso de la correspondencia entre los dos lo confirmó. Cuando le escribía, Tess pasaba de despedirse con sus habituales besos, mientras que él terminaba sus mensajes con «Saludos cordiales». En una de las conversaciones, Tess se quejó de su madre y él defendió a Marion argumentando que siempre había hecho todo lo posible por sus hijos. Tess contestó con una agria diatriba y le acusó de que siempre había sido el favorito de Marion, el niño mimado, y que por eso era imposible que lo comprendiera, y el hecho de que Marion se las diera de bohemia y poco convencional, y que, al mismo tiempo, disfrutara viendo el éxito de William en el distrito financiero revelaba que solo era una pose. William no había contestado a ese e-mail o, si lo había hecho, Tess lo había borrado. Ella afirmó que no se acordaba.

Tess solo veía a su hermano y a su cuñada en eventos familiares y no había constancia de ninguna relación más «informal» entre ellos en Internet, así que yo no les veía como una amenaza importante para mi futuro trabajo. Pero Marion sí que me preocupaba. Por muy mal que se llevara con Tess, parecía altamente improbable, por no decir imposible, que no fuera a querer hablar con Tess por teléfono en alguna ocasión. Digo esto porque en las pocas ocasiones que yo había salido sola cuando mi madre vivía, ella me había llamado varias veces cada hora.

Cuando mencioné esta preocupación en mi encuentro con Adrian, él me aseguró que Marion prefería comunicarse por e-mail más que por teléfono, porque era bastante sorda. Tess tampoco daba importancia a mis preocupaciones.

«Nada, que se pondrá muy contenta de que ya no ande por ahí molestando —escribió—. De todas maneras, casi no hablamos».

Esto me pareció extraño, pero al repasar la correspondencia entre Tess y Marion pude comprobar que, ciertamente, era una relación extraña y difícil. Los e-mails aparecían en chorreos esporádicos, y en su mayoría eran breves y relataban hechos: lo que estaba haciendo cada una de las dos o cómo estaba Jonathan. Pero la descripción que Tess hacía de su vida a menudo distaba mucho de la realidad. A su madre le decía con frecuencia que todo le iba bien y que se encontraba en lo que ella llamaba «un buen lugar»; sin embargo, en otro e-mail enviado a un amigo, describía una situación muy diferente y le contaba que se había pasado toda la tarde llorando en la bañera hasta que el agua se había enfriado y había comenzado a tener calambres en las piernas o que había ido sola a un bar para emborracharse y luego no se acordaba de nada más hasta el momento en que se despertaba en un sofá en el piso de un hombre al que nunca había visto antes.

Cada seis meses, más o menos, intercambiaban una larga serie de mensajes acalorados y amargos en los que Tess criticaba duramente a Marion echándole en cara lo mala madre que era («he interiorizado tu locura, haces que sienta que no tengo derecho a existir»), que no era más que una mujer de bandera y, más recientemente, la acusaba de que estaba resentida con Jonathan porque padecía alzhéimer y tenía que cuidar de él. También había referencias que no comprendía: «tonos rencorosos» en cenas, celebraciones navideñas destrozadas y cosas parecidas. «Cuando viniste a mi casa a buscarme aquella vez después de salir del hospital, yo no quería que lo hicieras porque sabía que lo usarías contra mí el resto de tu vida como una prueba de lo buena madre que eres», escribió Tess.

Jonathan me preocupaba menos. Solo había treinta y dos e-mails entre Tess y su padre, repartidos a lo largo de siete años, todos cariñosos pero formales, tratando sobre todo temas de dinero: él le había prestado dinero a lo largo de los años y, por lo que yo podía ver, ella no se lo había devuelto. Tess me explicó que no se solían comunicar por e-mail muy a menudo antes del alzhéimer y que ya no podía hacerlo. «No te preocupes —escribió—. Dentro de unos meses ni recordará que tiene una hija».

Hice una serie de tablas en las que señalé distintos acontecimientos en la vida de Tess. Una era para los acontecimientos más importantes, en los que incluía los que sus padres conocerían: cambios de trabajo, mudanzas, la muerte de su abuelo, la boda de su hermano y el nacimiento de sus sobrinos. Otra tabla era para los sucesos que su familia probablemente no conocía: encuentros esporádicos con hombres, discusiones con amigos, consumo de drogas y ese tipo de cosas. Cada acontecimiento tenía una columna en la que ponía el nombre de todas las personas que lo conocían, que yo supiera, qué era lo que sabían exactamente y cuál era su opinión al respecto, hasta donde yo podía llegar.

Había que tener en consideración tanta información que me di cuenta de que no bastaba solo con recogerla y guardarla en mi portátil. Lo mejor hubiera sido tener una pantalla complementaria para trabajar, pero no tenía dinero para comprarla, así que terminé haciendo una tabla a mano en un folio grande, con flechas que relacionaban diferentes asuntos, y la clavé con chinchetas en la pared, junto a las fotografías.

Como os podéis imaginar, todo esto me llevó mucho tiempo. La vida de Tess había sido caótica y, además, no tardé en darme cuenta de que ella contaba distintas versiones de los acontecimientos a diferentes personas. Si a eso añadimos el hecho de que sus referencias a nombres y localidades ya de por sí eran imprecisas, os podéis imaginar lo difícil que resultaba.

Había muchas cosas que no tenían sentido o que no cuadraban. Algunas de ellas eran asuntos de una importancia fundamental. El mismo mes, por ejemplo, dijo a una persona que vivía en Shoreditch y a otra distinta que vivía en Bethnal Green, aunque no había constancia de ninguna mudanza. Algunos detalles menores se podían resolver con una búsqueda en Google —Farrow and Ball, el Groucho Club, la casa en la que había vivido Virginia Woolf—, pero en otros casos era imposible saber a qué se refería. Por ejemplo, en un e-mail describió a una mujer diciendo que tenía «el pelo del Teatro Nacional»; en otro, dijo a su amigo Simon lo mucho que le gustaba ver «cómo se quitan los chicos el jersey».

En ocasiones, los sucesos en sí estaban claros, pero yo no comprendía su reacción ante esos hechos. Eso me ocurrió con un intercambio de e-mails del 17 de agosto de 2005 entre Tess y una amiga que se llamaba Zanthi. Estaban discutiendo porque, al parecer, Zanthi se había alojado en casa de Tess un fin de semana y había tirado unas flores secas que Tess había guardado «por su belleza». Parecía que Tess pensaba que el hecho de que Zanthi no lo entendiera demostraba falta de comprensión de su personalidad y de lo que llamaba «la poesía de la vida». Tess afirmaba que Zanthi ya no podía ser su amiga. El comportamiento en sí resultaba extraño, pero luego, dos semanas más tarde, las dos estaban otra vez escribiéndose como si nunca hubiera pasado nada.

Cuando le preguntaba a Tess sobre estas cosas, normalmente no se acordaba de los detalles; de hecho, ni siquiera recordaba que se hubieran producido esos hechos. «Ya te lo dije —me escribió—: mi cerebro está hecho una mierda». En una ocasión se extendió un poco más: «Te diré cómo es. ¿Conoces esas manos mecánicas que hay en las salas de juego, esas que manipulas para intentar pillar un osito de peluche de mierda? Así soy yo, trato inútilmente de atrapar algún recuerdo o una idea. Si no consigo pillarlo, no es más que basura barata».

Aparte de esto, había muchos periodos en blanco que había que rellenar con datos; las temporadas en las que no se comunicaba con nadie, cuando —ahora lo sé— estaba tan deprimida que no era capaz siquiera de reunir las fuerzas suficientes para quitarse el pelo de la cara y menos para escribir un e-mail.

Además de todo esto, tomaba apuntes de los e-mails recibidos por Tess que no eran personales. Había facturas de entradas de teatro y de cine, y de compras en Amazon; las guardé todas en una carpeta dedicada a sus gustos. Compraba mucho por Internet, y lo que compraba era o increíblemente caro —un solo par de bragas le costaron doscientas treinta libras— o muy barato —como una «bandeja de época» que compró por veinte peniques en eBay—. Había días que gastaba enormes cantidades de dinero, miles de libras, en cosas que no debería necesitar para nada o que compraba en cantidades extrañas. Recuerdo que una factura era de veinte paños de cocina blancos, cada uno al precio de doce libras.

En cada uno de estos casos, yo registraba la fecha y los detalles de la transacción en una tabla separada. ¿Cómo podía permitirse una crema hidratante de ciento veinte libras cuando trabajaba como modelo de artistas y ganaba sesenta libras a la semana? Luego comprobaría en sus extractos de cuentas sacados de Internet si había pedido un préstamo o si se había pasado del crédito de su tarjeta.

Mi primer repaso de su bandeja de entrada me dejó con una larga lista de preguntas para Tess, pero rellenar los largos periodos vacíos de su biografía fue mi prioridad. Normalmente, sus respuestas eran poco satisfactorias. Le preguntaba algo muy sencillo, como, por ejemplo, qué programas de televisión solía ver cuando tenía trece años, y ella tardaba días en contestar o se enfadaba y me decía que no se acordaba, cuando no mencionaba un programa que había sido emitido por primera vez cuando ella tenía quince años.

Me esforcé por ser profesional en nuestra correspondencia, pero a veces hacía falta ejercer cierto nivel de presión. Le recordaba la seriedad del asunto y lo que necesitaba para llevar a cabo ese trabajo. A modo de respuesta, ella escribía: «Por Dios, déjame en paz. ¡No tengo ni puta idea!». Si estaba de un humor más triste y reflexivo, podía pedir disculpas varias veces, repitiendo que era una persona terrible y que no se merecía mi ayuda.

Después de algunas semanas, me sentía bastante frustrada. Todavía seguía con mi trabajo de probadora de software, pero comenzaba a dejar de lado los informes y, en lugar de redactarlos, simplemente me quedaba esperando la llegada de los e-mails de Tess. Ella insistía una y otra vez en que tenía muchas ganas de terminar con todo y repetía lo desesperada que estaba por «marcharse» —ese era el término que usábamos—. Sin embargo, resultaba cada vez más evidente que, con el ritmo de trabajo que llevábamos, si seguía tardando días en contestar a un e-mail y aun así ni siquiera respondía a mis preguntas adecuadamente, tardaríamos meses antes de estar mínimamente preparadas.

Entonces tuve una idea. Habíamos acordado que no quedaríamos en persona, pero no parecía haber ninguna razón que nos impidiera hablar. Eso agilizaría las cosas considerablemente y, si usábamos el Skype, no nos supondría ningún gasto. Pensé en consultar antes con Adrian, pero decidí que el asunto no era tan importante como para molestarle. Sin embargo, recordaba que, en nuestro encuentro en Hampstead Heath, Adrian había subrayado la importancia de «minimizar la involucración emocional» en las relaciones entre Tess y yo, por lo que pensé que sería mejor no activar las cámaras cuando habláramos.

Envié un mensaje a Tess para proponérselo y le pareció bien. Quedamos en hablar a una hora determinada, un día a las once de la noche.

Redacté una lista de las preguntas que se me habían ocurrido hasta esa fecha:

1. En un e-mail con fecha de 27-12-2008, William escribió: «Gracias por fastidiarme la comida». ¿Qué hiciste para fastidiarla? ¿Y por qué te lo agradece?

2. ¿Llegaste a quedar con «Pete, el Proveedor» el día de San Valentín de 2006 en la plaza de Saint Wenceslas, tal y como prometiste en un e-mail enviado el 2-10-2005?

3. ¿El mote de Tetas Dulces lo usaba todo el mundo o solo Steven Gateman?

4. ¿Cuál es el pronóstico del alzhéimer de tu padre?

5. En un e-mail sobre una cita con un hombre llamado Jamie en mayo de 2009 dices: «Él estaba intelectualmente por debajo de mí». Sin embargo, en las pruebas de acceso a la universidad solo conseguiste un sobresaliente en Arte. ¿Qué notas obtuvo él?

6. No hay e-mails ni rastro de ti entre febrero y abril de 2008. ¿Dónde estuviste y qué hiciste durante ese periodo?

7. En varias ocasiones afirmas que You’re Nobody till Someone Loves You de Dinah Washington, Natural Woman de Aretha Franklin y I Want You Back de The Jackson Five son tu «canción favorita siempre». ¿Cuál de ellas lo es?

8. En un e-mail a Shona sobre una cena a la que habías acudido la noche anterior, escribes que odiabas a la anfitriona porque afirmó que le gustaba «cocinar para relajarse». A mí eso no me parece una afirmación ofensiva. ¿Puedes explicarlo?

9. En un e-mail a tu madre con fecha de 3-6-2007 le dices que era una madre terrible cuando tú eras pequeña. Sin embargo, en la «autobiografía» que redactaste para tu psiquiatra afirmas que tuviste una infancia relativamente normal y feliz. ¿Cómo fue en realidad?

10. Una vez, en febrero de 2005, registraste tus datos en la web de adultfriendfinder.com. ¿Qué tipo de uso hiciste de esa web y con qué frecuencia?

11. El 16-5-2008, escribiste a Mira Stollbach que estabas que «no podías esperar» hasta que llegara el día de su boda aquel verano, pero en un e-mail a Justine, el 2 de junio del mismo año, afirmaste que odiabas «las putas bodas». ¿Puedes explicarlo?

12. En aquel mismo intercambio de mensajes con Justine, respondiendo a sus preguntas sobre si debería quedarse con el hombre con el que salía aun cuando no le parecía satisfactorio en varios aspectos, le aconsejas que no debe «sentar la cabeza». Justine responde: «Para ti es fácil decirlo». ¿Por qué dice eso?

13. Las diferentes formas de despedirte en tus e-mails no son coherentes, incluso en distintos correos con una misma persona. A veces terminas con «un beso», a veces con dos, a veces con muchos y a veces con ninguno. ¿Cuál es la norma que aplicas a tus saludos? ¿Cambian en función del nivel afectivo hacia la persona en cuestión en el momento de escribir?

14. En un e-mail a jo@samaritans.org el 17-9-2010, escribiste que no creías que fueras a aguantar toda la noche. ¿Intentaste suicidarte aquella noche?

Extrañamente, me sentía nerviosa antes de hablar con Tess la primera vez. Tenéis que comprender que para entonces ya llevaba tres semanas totalmente inmersa en su vida, leyendo sus e-mails, examinando fotografías en las que aparecían ella y sus amigas, intentando catalogar su pasado. Si lo miro con perspectiva, incluso en aquella primera fase probablemente supiera más sobre ella que ninguna otra persona viva, porque relataba detalles muy diferentes de sí misma a distintas personas. Sin embargo, como todo había transcurrido por vía electrónica, era casi como si no fuera una persona real.

Pensé que lo mejor sería grabar nuestra conversación y transcribirla después, en vez de intentar tomar apuntes mientras Tess estuviera hablando. De esa manera, podía prestarle toda mi atención; nunca se me ha dado bien realizar dos tareas al mismo tiempo. En una ocasión leí que era ilegal grabar a alguien sin su consentimiento, pero decidí no informar a Tess de que estaría grabando nuestra conversación para evitar que eso la obsesionara y ralentizara todo aún más.

Eran las once de la noche de un martes. Tenía mi lista de preguntas delante. El teléfono de Tess sonó ocho veces antes de que contestara y el tono con que dijo «¿Sí?» sonó cauteloso. Cuando me presenté, ella reaccionó sorprendida, a pesar de que habíamos quedado en que iba a llamar a esa hora. Luego soltó una risa y dijo:

—Ah, joder, perdona. Pensaba que eras Sylvie.

No había oído hablar de Sylvie antes, así que ya desde el primer momento, antes incluso de empezar, tuve que alterar el plan de la lista y preguntarle sobre ese nuevo personaje. Mientras hablábamos, estuve navegando por la página de los amigos de Tess en Facebook y encontré a Sylvie: tenía una cara larga y triste y un pelo espeso de color rojo oscuro que, cuando lo dejaba caer sobre un hombro, parecía la cola de un zorro.

Pensaba que no tenía una idea preconcebida de cómo iba a ser la voz de Tess. Pero supongo que no era así, porque recuerdo que me quedé sorprendida cuando la oí. Su voz era profunda, clara y articulaba bien, para nada parecía angustiada.

Después de que me contara algo sobre Sylvie —era profesora y odiaba su trabajo, se había casado con un hombre italiano que le sacaba veinte años y estaba pensando en tener una aventura con alguien de su trabajo—, me embarqué en la lista de preguntas. Me complació descubrir que mi propuesta de comunicarnos por Skype era acertada. Resultó mucho más eficiente que el e-mail. Cuando Tess comenzaba a perder el hilo, podía redirigirla al tema que estábamos tratando.

Aquella primera sesión duró veinte minutos; luego Tess se cansó y perdió la concentración. Quedamos en llamarnos por Skype otra vez a la misma hora la noche siguiente y en esta ocasión se desenvolvió con más soltura. De hecho, con demasiada soltura: se expresaba espontáneamente, casi sin formular las ideas en su cabeza antes de soltarlas. Le pregunté sobre un trabajo en Threads, una tienda de ropa vintage en Bethnal Green que llevó durante cuatro meses, y pasó a una larga descripción de un festival al que había ido en el que todo el mundo llevaba ropa añeja y se podía bajar por un tobogán, lo cual la llevó a contarme que su madre había guardado un montón de ropa de diseño para ella de cuando era joven, pero que se había quedado muy decepcionada cuando descubrió que a Tess no le quedaba bien:

—Has heredado los hombros de tu padre.

La tercera vez que hablamos estaba alterada. Había ido a la función de tarde de una obra de teatro y una mujer que estaba sentada en la primera fila la había tratado mal. No fue capaz de dejar de hablar de ello. Despotricaba. Cuando estaba de ese humor, este tipo de asuntos insignificantes la molestaban sobremanera. Incluso cuando yo pensaba que había conseguido desviar su atención, volvía al mismo tema una y otra vez. Cualquier comportamiento que le pudiera parecer insensible o maleducado le provocaba esta reacción —aunque, irónicamente, ella misma podía ser muy insensible y maleducada—. Por ejemplo, odiaba que la gente la adelantara en el andén de una parada del metro con el fin de conseguir mejor posición para cuando se abrieran las puertas.

—Odio el ruido del golpeteo de sus tacones cuando andan buscando el mejor sitio —decía.

Cuando estaba esperando a que un semáforo se pusiera verde, le resultaba ofensivo que otra persona llegara después y pulsara el botón. ¿Acaso pensaba que ella no lo había pulsado antes? ¿Creía que era tonta?

Mientras transcribía una de las grabaciones, estaba escuchando una de estas digresiones cansinas cuando la oí mencionar un detalle que no conocía: Jonathan había vivido en Singapur. Se me ocurrió entonces que en realidad esas digresiones, aunque no sirvieran para contestar a mis preguntas directamente y mi tendencia natural fuera eliminar todo lo que decía salvo los hechos, podían ser bastante útiles. No solo por los detalles que pudieran salir de manera accidental, también porque revelaban aspectos de su personalidad.

En otras palabras, me di cuenta de que las digresiones podían ser tan importantes como los hechos constatables que estaba apuntando. Si yo quería «ser» Tess, necesitaba tomar nota de todas las facetas de su personalidad.

En nuestra siguiente sesión, el humor de Tess había cambiado otra vez. En esta ocasión se mostró reflexiva y, por primera vez, me hizo preguntas sobre mí. Me preguntó cuántos años tenía, dónde vivía y por qué estaba haciendo eso por ella. Yo no estaba muy cómoda hablando sobre mí, ya que era consciente de que cada minuto dedicado a mí significaba menos tiempo para sus respuestas. Pero contesté y le expliqué que lo estaba haciendo porque creía que cada uno era dueño de su cuerpo y defendía su derecho a decidir cuándo y cómo quería morir. Me preguntó qué opinaba de Adrian y le contesté que era un gran hombre y que Red Pill me había abierto los ojos con nuevas maneras de ver el mundo. A eso Tess contestó algo que me sorprendió.

—Sí —dijo—. Algún día tengo que meterme y echar un vistazo.

Veréis, yo había dado por hecho que ella conocía a Adrian por el foro. Analizándolo fríamente, sé que no habría durado más de dos minutos en Red Pill, por su forma de pensar tan imprecisa e irracional, pero no se me había ocurrido que podría haberlo conocido en otro sitio, en un contexto diferente.

—Entonces, ¿de qué conoces a Adrian, si no es a través del foro? —pregunté.

Su respuesta fue típicamente confusa:

—Ah, no me acuerdo exactamente. En alguna fiesta o algo así.

No podía imaginarme a Adrian asistiendo al tipo de fiestas a las que iba Tess y la presioné para tratar de sacar más detalles, pero afirmó que no se acordaba.

Luego, puesto que había salido el tema del foro y nuestra conversación había tomado un cariz más personal, le pregunté algo que no estaba en la lista, pero que había estado rondándome la cabeza desde que habíamos iniciado el proyecto. Tess repetía a menudo que los periodos oscuros y los eufóricos formaban parte de ella, que estaba tocada y que, por citar su expresión favorita, no habría nunca «ninguna esperanza de que me cure de ser yo». Me hizo preguntarme cómo podía saber que esos estados emocionales extremos formaban parte de su «verdadera» personalidad. También podían ser algo que alteraba su «auténtico yo», como si estuviera poseída por alguna fuerza exterior.

Cuando se lo pregunté, me contestó que estaba segura de que era su «auténtico yo». Le hice saber que era imposible estar segura, que lo único que podía hacer era adoptar una postura al respecto. Entonces su tono de voz se volvió más duro:

—Pensaba que estabas aquí para ayudarme, no para convencerme de dejarlo.

Así que tuve que explicarle que, ciertamente, estaba allí para ayudarla y no para tratar de convencerla de abandonar sus planes. Simplemente me interesaba debatir ese asunto. Estaba claro que Tess no había dedicado tiempo a la filosofía antes, así que le dije que eso de examinar las cosas desde todos los ángulos posibles era lo que me gustaba hacer.

Al oír eso se relajó otra vez y después dijo algo que me dejó perpleja. Dijo que su «marido» también pensaba que era algo que la poseía y que llamaba a ese lado de su personalidad «la bestia».

Por un momento me quedé sin palabras y luego le pedí que me confirmase que acababa de decir que estaba casada. Pareció sorprendida.

—Ah, ¿no lo había mencionado? —dijo, como si fuera un asunto de escasa importancia.

Resulta que había estado casada brevemente, «a los veintipocos años». Insistí en que me diera una fecha exacta y le costó un rato acordarse de que había ocurrido cuando tenía veinticuatro años. Fue con un australiano llamado Lee, a quien conoció en la cola de un banco en Delhi y se casaron cinco semanas más tarde. Menos de un año después, se separaron y Lee volvió a Australia. «Algún tiempo después» se confirmó el divorcio. Tess aseguró que había sido «un momento de locura» y, al parecer, pensaba que casi no merecía la pena comentarlo. Añadió que en ese momento ya no hablaban para nada y que resultaba muy improbable que se fuera a poner en contacto con ella.

—Ya te lo he dicho —concluyó—, he hecho un montón de cosas estúpidas.

Lo raro del asunto era que, aunque había estado casada con Lee, ni siquiera lo incluía entre los que ella llamaba sus «grandes amores». El número uno era para un hombre llamado Tivo, un DJ con quien estuvo saliendo un año cuando ella tenía veintisiete. Una imagen mostraba a un hombre moreno, relativamente bajo, con un sombrero trilby sobre la cabeza; Tess estaba sentada en su regazo y lo cierto es que parecía feliz, porque lo miraba arrobada.

—Simplemente caí rendida a sus pies —explicó—. Nos ocurrió a los dos.

Le pedí que se extendiera un poco más.

—Oh, ya sabes —dijo.

—No, no lo sé.

—Bueno, cuando estábamos juntos todo tenía sentido. Él comprendía todo lo que le decía, incluso lo que ni yo misma comprendía completamente. Podía contarle cualquier cosa y él lo aceptaba. Pero también sabía cuándo había que mandarme callar para que dejara de decir chorradas.

Terminó cuando Tess se acostó con otro —«el error más grande de mi vida»— y él se enteró.

La persona con la que había salido más tiempo era Matt, con quien había estado desde los diecinueve años hasta los veintitrés. Era «un buen chico», comentó Tess, pero lo dijo como si fuera algo malo. Marion creía que tenía que haberse casado con él —en ese momento era un hostelero de mucho éxito, tal y como solía recordarle a Tess— y que había echado a perder sus oportunidades.

Aparte de Tivo, Tess no tenía una opinión muy elevada de los hombres. Pensaba que eran débiles y simples, y solía dejarlos por transgresiones que a mí me parecían inofensivas. Cuando le pregunté por Charlie, con quien había salido seis meses en 2004, lo único que dijo fue que, en un viaje a Roma, había pedido que le envolvieran la maleta con plástico en el aeropuerto. Esto, según parecía, había sido razón suficiente para descartarlo.

El matrimonio de Tess no fue la única sorpresa. También me enteré de que había tenido una carrera televisiva muy breve como copresentadora de un «programa de debate» que se había emitido por la noche en Channel 4 en 1997. Se llamaba Gassing y en él se entrevistaba a gente que Tess calificaba de «buscafamas con la cabeza jodida». No hicieron más que una prueba y el programa no cuajó.

No solo la mayoría de sus experiencias me resultaban incomprensibles, sino que también sus actitudes. Lloriqueaba frecuentemente por envejecer, temiendo que perdería su belleza y «se volvería invisible». Cuando le expliqué que era irracional y absurdo temer algo inevitable que le sucedía a todo el mundo, soltó una risa seca y dijo:

—Tú espera y verás.

En otras ocasiones podía comprender su actitud, pero no las motivaciones subyacentes. Igual que a mí, no le gustaba viajar en metro, pero, mientras que mi aversión se debía a las aglomeraciones, los empujones y los comentarios ofensivos, la razón que ella me dio me pareció desconcertante: «empatizaba» demasiado con los otros pasajeros.

—Observo a esa gente y me imagino escenas enteras de su vida. Como, por ejemplo, un hombre que lleva un mono, evidentemente un obrero. Me lo imagino en el pub tomándose la quinta pinta del día, diciendo: «Vale, solo es un curro, ¿no?». Si hay una chica pelirroja, me la imagino en la cena de Navidad con los compañeros de trabajo y una de las ratas de oficina le dice: «Y bien, Lucy, ahora a todo el mundo nos gustaría saber si eres pelirroja del todo».

Una vez contó que había visto a un hombre viejo con una gorra que sacó un paquete de galletas de la bolsa de la compra, lo miró un rato y lo volvió a meter en la bolsa. Dijo que le entraron ganas de llorar solo con verlo.

—Ese hombre simplemente tenía ganas de llegar a casa y tomarse un té. Un placer tan simple como ese. Creo que soy demasiado sensible para este mundo. ¿Sabes a qué me refiero?

No lo sabía, pero de vez en cuando sí que podía comprender tanto su actitud como las motivaciones que tenía. Por ejemplo, un día me dijo que la noche anterior había ido a cenar a casa de una vecina y había estado sentada al lado de una mujer aburrida.

—Dedicó literalmente media hora a enumerar todos los países que había visitado; incluso, date cuenta de hasta dónde fue capaz de llegar, los aeropuertos en los que había hecho trasbordos, como si también contaran.

Le dije que Tash Emmerson había hecho lo mismo en el instituto y que a mí también me había molestado. Incluso había colgado una lista de los lugares que había visitado en su página de Facebook.

—¡No me jodas! —exclamó Tess—. Bórrala de tus amigos inmediatamente. ¿Por qué eres amiga de toda esa gente?

Le expliqué que Tash no me caía bien y que nunca la veía, pero que toda la gente de clase había invitado a todo el mundo en Facebook, porque querían tener el mayor número posible de amigos.

—Vale, igual les mola a esas gilipollas —dijo—, pero tú estás por encima de eso, ¿no? Simplemente, pasa de todas ellas.

Le aclaré que si borraba a toda la gente que en realidad no eran amigos míos, solo me quedaría Rashida. Decidí no mencionar que ya no la veía a ella tampoco.

—¿Y qué? —preguntó—. ¿A quién le importa? Dales puerta. Pasa.

Aprecié lo que estaba diciendo; a fin de cuentas, yo era una librepensadora. Pero me imaginé mi perfil: «Amigos 1».

—No puedo —dije.

—Dios, me alegro de que no existiera Internet cuando yo era más joven —replicó Tess.

En las raras ocasiones en que Tess me prestaba atención a mí en vez de hablar de sí misma, yo era muy consciente de que estábamos perdiendo el tiempo y, después de unos minutos, me esforzaba por mantener la profesionalidad y dirigir de nuevo la conversación hacia ella. Pero debo reconocer que disfrutaba con su atención cuando le daba por interesarse por mí; su manera de hablar me transmitía la sensación de que realmente le interesaba, que de verdad le preocupaba.

Una noche decidió darme un consejo.

—No tengo ninguna hija, tú eres lo más cercano a eso que he tenido —dijo—. Llevo toda la mañana pensando en esto.

Comencé a protestar, pero ella continuó.

—En primer lugar —dijo—, no eres tan inútil como te piensas.

—¡No pienso que soy inútil! —exclamé.

Me mandó callar y continuó con su discurso.

—Espera hasta que un hombre haya estado divorciado un año antes de acercarte a él siquiera. No pasa nada porque odies a tu familia. Pasarás el resto de tu vida tratando de recuperar la sensación de tu primera raya de coca. Merece la pena gastar dinero en cortarte el pelo.

Le dije que nada de eso formaba parte de mis aspiraciones ni podía imaginarme que fuera de otra forma nunca y añadí que apreciaba sus consejos, pero que sería más provechoso que dedicara sus energías a recordar dónde había estado entre febrero y mayo de 2008.

Se rio.

—Ah, eres muy joven, todavía hay tiempo. Espera y verás.

Luego suspiró y cambió de humor, como tendía a hacer.

—Pero para entonces ya serás vieja. La vida pasa en un periquete. Es terriblemente corta, ¿sabes?

Contesté sin pensarlo:

—Sí, especialmente en tu caso.

Se produjo un largo silencio y tuve la impresión de haber metido la pata. Miré fijamente el cuadradito negro del Skype en la pantalla hasta que se me ocurrió algo:

—Siempre parece que es jueves.

Lo dije porque quería que Tess supiera que no estaba sola, que la comprendía, pero también porque era verdad. Los días parecían pasar sin oponer resistencia: siempre parecía que eran las tres de la tarde y luego siempre parecía que era jueves otra vez y otra semana, otro mes habían desaparecido para siempre.

En otras ocasiones, como ya he dicho, nuestras conversaciones eran inservibles desde el principio. Si Tess estaba de mal humor, apenas conseguía sacarle nada de información. Daba respuestas breves y bruscas, contestaba «No lo sé» a todo y en general actuaba como una niña. Lloriqueaba.

—¡Oh, cuándo terminará todo esto! Solo quiero que termine de una vez. ¡Dijiste que habríamos terminado a estas alturas!

Yo tenía que recordarle que no había dicho nada parecido, porque no habíamos fijado ninguna fecha para acabar por aquel entonces. A veces tenía que hablarle con un tono de voz bastante serio.

También podía ser rencorosa. Recuerdo una noche en la que trataba de sacarle un detalle —creo que era saber si su amiga Katy Wilkins era la misma persona que la «Katie Catatónica» que había mencionado en otro e-mail— y decidió tomarla conmigo. Preguntó:

—¿No tienes nada mejor que hacer con tu vida que esto? Ahora en serio, ¿a qué te dedicas?

No dejó de jorobarme hasta que de repente paró y soltó un gran suspiro, como si estuviera aburrida.

—Da lo mismo. Supongo que me interesa que seas un muermo —dijo.

No me enorgullece reconocer que mi profesionalidad quedó tocada durante un momento.

—Bueno, puede que lo deje entonces —contesté—. Tienes razón, tengo mejores cosas que hacer.

Y con esas palabras terminé la llamada. Estaba temblando y tan enfadada que cuando intentó llamarme otra vez pasé de contestar. Dejé que lo intentara otras cuatro veces.

Cuando finalmente contesté, comenzó a disculparse y luego dijo:

—Espera.

Al momento había activado su cámara. Allí estaba, de repente, en la pequeña pantalla del Skype, mirándome directamente a los ojos. Creo que incluso llegué a soltar una exclamación de lo sorprendida que me quedé de tenerla presente de esa manera. Era casi como ver un fantasma, aunque no creo en los fantasmas. Llevaba una camiseta blanca que contrastaba con su piel y tenía el flequillo recogido con una horquilla, dejándole la cara al descubierto. Parecía muy joven. Su cara estaba cerca de la cámara y fruncía el ceño, porque se veía claramente una pequeña línea entre sus cejas.

—Cariño —dijo—, perdóname, por favor.

Se disculpó por haber «soltado su rabia»; había tenido un mal día. Luego añadió:

—Te necesito. Lo sabes. De verdad que te necesito.

Levantó la mano y tocó la cámara levemente, como si estuviera dándome su bendición.

Desde aquel momento, sin que lo hubiéramos hablado, siempre activaba su cámara cuando nos conectábamos. Yo mantenía la mía apagada. Había visto muchas fotos suyas, claro, pero era muy diferente observarla como una persona de carne y hueso. Normalmente, se le veía la cara desde abajo; comprobé que su postura habitual era estar medio tumbada en la cama con el portátil sobre las rodillas. En la pared que estaba detrás de ella se veía la esquina de un póster que mostraba algo que parecía una araña gigante. Le pedí a Tess que moviera la cámara para enseñarme el póster completo; lo hizo y me dijo que era una obra de una artista que se llamaba Louise Bourgeois. Tomé nota de aquello y, en nuestra siguiente sesión, le pedí que pasara la cámara por toda la habitación para que pudiera ver con más detalle cómo la había decorado.

Su cuarto estaba totalmente abarrotado de cacharros, de mierdas más bien, cuyo aspecto me parecía deprimente: plumas polvorientas de pavo real, pilas de revistas y en el suelo había ropa tirada por todas partes que me recordaba a los hatillos que la gente deja en la calle por la noche delante de la tienda de la Asociación de Protección de Gatos en Kentish Town. Encima de una cómoda había botes tumbados sin tapa y alrededor de su ventana una tira con luces para un árbol de Navidad. También había algunos objetos extraños y le pregunté sobre su origen: una enorme concha blanca, del tamaño de una almohada, que había comprado en una tienda de antigüedades en Islington; un sol pintado de madera que cubría media pared, que según Tess había fabricado ella misma para una obra de teatro. Sobre su mesilla de noche había un pequeño Buda dorado e incluso pude ver a través de la cámara que estaba cubierto de una capa de ceniza de incienso.

Ver sus posesiones de esta manera me hizo preguntarme qué iba a hacer Tess con todos esos cacharros cuando se marchara. Sabía que semejante pregunta se acercaba peligrosamente al terreno prohibido —aunque no había un acuerdo explícito, Tess había mostrado claramente que no quería tocar el tema de los detalles concretos de su suicidio—, así que se lo dije de una manera bastante discreta:

—¿Tienes algún plan para todos esos objetos?

Pareció confusa un momento. Después comprendió.

—No, la verdad —respondió—. Todavía no. No he pensado en ese tema.

Le dije que yo estaba usando un almacén relativamente barato, por si quería que le pasara el número de teléfono. Asintió vagamente con la cabeza, así que se lo envié por e-mail después.

La cámara fue útil, porque podía interpretar mejor de qué humor estaba cuando veía la expresión de su cara. Aunque, la verdad sea dicha, cuando estaba depre casi siempre resultaba evidente por el tono de voz. Se volvía espesa y oscura, como si estuviera sedada. Pero había pequeños detalles visuales que daban pistas. Por ejemplo, vi que era zurda y que, aparte de la pequeña arruga entre sus cejas, tenía otras dos: una en cada lado de la boca, tan finas como pestañas caídas. Una noche me fijé en un pequeño punto rojo encima del labio. Le pregunté por él y me dijo que era un herpes. Si no lo hubiera visto, quizá no me habría enterado de que tenía un herpes en el labio, así que escribí una nota para recordarlo. Tess era capaz de hacer que hasta un herpes labial resultara atractivo, como un lunar.

También solía fumar cuando hablaba conmigo. Suponía que eran cigarrillos, pero un día le vi desmenuzar algo y mezclarlo con el tabaco, y me di cuenta de que era cannabis. Le pedí que me lo confirmara y se rio.

—¿Te resulta chocante, Mary Whitehouse?

Después de averiguar el significado de esa referencia —según explicó Tess, Mary Whitehouse era «una vieja carca con una boca como el culo de un gato, famosa por quejarse de todo»—, le dije que no estaba para nada en contra y que tenía todo el derecho del mundo a hacer lo que quisiera con su cuerpo. Con el propósito de dejar clara mi postura, añadí:

—Si afectase a otra persona (si, por ejemplo, hubiera un niño pequeño en la misma habitación), no podría aprobar tus acciones. Pero, ya que estás sola, eres libre de seguir.

—Te lo agradezco —dijo Tess—. Es muy amable por tu parte.

La conversación parecía divertirla y sonrió al lamer el papel de liar.

—¿Cuánto cuesta? —le pregunté.

—No lo sé —contestó—. Una chica nunca tiene que comprar su propia droga, ¿verdad?

—Bueno, puede que tú no lo hagas —repliqué—, pero estoy segura de que algunas chicas sí tienen que comprarla. Muy posiblemente, te pasan droga gratis porque les gustas y quieren gustarte a ti, pero no todas las chicas son tan sexis como tú. Has hecho lo mismo antes: cuando usas la expresión «una chica», en realidad lo que quieres decir es «una chica como yo».

Llevaba tiempo queriendo soltarle eso y me resultó gratificante ver cómo le cambiaba la cara ligeramente al oírlo. Dio una calada profunda y dijo:

—Es posible que tengas razón.

Aquello pareció picarle la curiosidad y comenzó una de sus sesiones de acoso y derribo preguntándome por mi infancia, mis padres, etcétera. Le conté lo de la EM de mi madre y eso la animó.

—Igual que mi padre. Dios, ¡qué mierda!, ¿verdad? ¿Qué hiciste para aguantarlo?

Le dije que me imaginaba que el alzhéimer era peor que la EM por una razón: mi madre mantuvo la cabeza despejada y siguió siendo ella misma hasta el final, mientras que su padre, Jonathan, había perdido su identidad. Cuando pensaba en Jonathan, veía la imagen de una lata de Quality Street, esos bombones que solíamos comprar en Navidad, pero en el interior no había más que los envoltorios sin nada dentro. Pero eso no se lo conté a Tess; comprendía que tenía que ser duro ver cómo se esfumaban los recuerdos de su padre, hasta tal punto que había olvidado incluso que tenía una hija, y no poder hacer nada al respecto.

Tess asintió con la cabeza.

—Sí —confirmó—. Básicamente se podría decir que ya murió hace años.

Luego, después de apagar su cigarrillo en un pequeño cenicero hecho con una concha, que estaba junto a la cama, concluyó:

—Estoy contenta de no tener que envejecer.

Poco a poco, las tablas comenzaban a llenarse de datos. Ahora el ritmo de trabajo me resultaba satisfactorio. Por la noche teníamos nuestras conversaciones y al día siguiente transcribía las grabaciones, catalogando los datos y tomando nota de cualquier detalle útil pero extraño que hubiera podido salir, como las palabras poco comunes que usaba Tess o aspectos que había revelado de su personalidad sin darse cuenta.

Cuantos más datos recogía, más me tranquilizaba, pero todavía había una cosa que me preocupaba: las llamadas por teléfono. A pesar de que Adrian y Tess me habían asegurado lo contrario, parecía probable que hubiera momentos en el futuro en los que una llamada de Tess fuera deseable, aunque no estrictamente necesaria: días señalados, por ejemplo, o en el caso de que hubiera un accidente.

Un día, mientras escuchaba nuestras grabaciones, se me ocurrió algo. No parecía haber ninguna razón para no grabar algunos mensajes genéricos que luego podría transmitir por teléfono al contestador automático de alguien en determinado momento en el que yo supiera que no podría contestar.

Esa noche le comenté la idea a Tess y se mostró de acuerdo.

—¡No hay tiempo que perder! —la apremié.

Nos llevó un rato y tuve que pedirle, una y otra vez, que repitiera, porque el tono no era el adecuado; pero al final conseguimos varias grabaciones de diferentes mensajes. Uno era para felicitar un cumpleaños, otro para la Navidad y luego había algunos más generales, variaciones de «Hola, soy yo, siento no dar contigo». Para sus amigos, el tono de Tess era coloquial —«¿Qué pasa, chata?»— mientras que los mensajes dirigidos a su familia eran más formales. Conseguí que Tess me hiciera una lista de cuándo era probable que sus parientes y amigos más cercanos no contestaran al teléfono; su madre, por ejemplo, iba a un grupo de lectura todos los miércoles por la tarde —lo que Marion llamaba «tiempo para mí»— y los amigos que tenían hijos iban a buscarles al colegio a media tarde.

También pensé que tendríamos que sacar fotos de Tess para que yo pudiera superponerlas sobre escenas de lugares que fuera a visitar y luego subirlas a Facebook. Una noche le dije que me enseñara la ropa que tenía en el armario. Ella colocó el portátil a un lado de la cama, sacó las prendas de una en una y las extendió ante sí. Después de decidir las prendas adecuadas para las diferentes estaciones del año y condiciones climáticas, se las fue poniendo delante de la cámara y, como no se molestó en taparse, pude ver cómo se quitaba toda la ropa, menos las bragas.

Mientras se cambiaba examiné su cuerpo. Era muy diferente del mío. Su falta de grasa implicaba que podía ver partes de su esqueleto que nunca había visto en mí misma: las jorobillas de su espina dorsal y la caja torácica cuando doblaba el cuerpo, los huesos de su cadera cuando levantaba los brazos para ponerse un top. Era como si no hubiera más que una sábana fina sobre su cuerpo, mientras que el mío estaba cubierto por un edredón.

Una vez vestida, le di instrucciones sobre cómo utilizar el temporizador automático de su cámara para sacarse fotos a sí misma con ropa diferente, una pared clara de su habitación de fondo y en varias posturas. Después me envió las fotos por e-mail para que las revisase.

Tess parecía disfrutar con la sesión fotográfica. Revisó su ropa con cara de felicidad, enseñaba prendas a la cámara para preguntar mi opinión y chilló de alegría al encontrar fortuitamente una chaqueta favorita que creía perdida. No me interesa la ropa y la mitad del tiempo no sabía a qué se refería —«Ossie vintage, mi viejo top de Dries»—, pero también disfruté bastante. Daba gusto verla feliz. Recuerdo que pensé en aquella foto de Facebook en la que estaba con sus amigas preparándose para salir, cuando tenía mi edad, y me pregunté si lo que estaba viendo era una Tess parecida a aquella otra. «Diversión de chicas». En ese momento me sentí cercana a Tess y fue una sensación agradable.

Sin embargo, poco tiempo después pasó algo que nos devolvió repentinamente a nuestra relación profesional y me hizo pensar que no la conocía para nada. Una mañana, como siempre, me metí en su página de Facebook y vi que había enviado invitaciones a todos los amigos de su lista para una fiesta. Tenía que haberlo hecho en algún momento después de nuestra sesión de Skype de la noche anterior.

«La fiesta de despedida de Tess», ponía en la invitación. «Ven a tomar una copa o cinco antes de que me marche a otras latitudes». La fecha era el viernes siguiente, y el lugar, un pub de Bethnal Green. De momento habían aceptado la invitación dieciocho personas y su muro ya estaba lleno de mensajes de amigos intrigados: «¿Cómo que te marchas?». «¿Adónde?». «¿Cuándo?». «¿Qué me cuentas?». «¿Por qué no me habías dicho nada?».

Envié inmediatamente un e-mail a Tess para preguntarle por qué no me había consultado antes de dar un paso tan importante, pero no me contestó en todo el día y tuve que esperar hasta la sesión de Skype de aquella noche para oír su explicación.

—Ah, eso —dijo con un tono relajado que me exasperó—. Pensé que tenía que organizar un pequeño acto de despedida.

—¿Y por qué no me dijiste nada?

Se encogió de hombros y miró hacia otro lado.

—Fue algo que se me ocurrió de improviso. De todas maneras, ya te has enterado, ¿no?

—Pero ¡todavía no puedes organizar una fiesta de despedida! No hemos hablado de adónde vas a ir ni cuándo, ni…

Me di cuenta de que estaba hablando cada vez más alto e hice una pausa para relajarme.

—¿Qué es lo que vas a contar a todo el mundo?

—Bueno, ya pensaré algo —contestó en tono algo irritado mientras se volvía hacia mí—. Diré que me voy a ir al extranjero. Deja de preocuparte tanto.

—Lo que quieres decir es que seré yo quien pensará algo —contesté casi con un murmullo, pero Tess echó un vistazo breve a la cámara con los ojos entornados y supe que me había oído.

—Ah, y he dicho a todos que me voy dentro de un mes —añadió sonriendo adorablemente.

Como os podéis imaginar, me dejó bastante tocada. Hasta ese momento no habíamos hablado de fechas de cara a su marcha y yo estimaba que seguiría con el proceso de reunir información durante por lo menos dos meses más. No había visto pruebas ni en su e-mail ni en Facebook que respaldaran esta nueva afirmación de Tess y se me ocurrió que podía haber soltado esa fecha al azar, solo para agobiarme. Sea como fuere, después de decirlo no hubo manera de que cambiara; insistió en cerrar todo en el plazo de cuatro semanas.

—En tal caso —dije—, tenemos que empezar a planificar tu futuro.

—¿A qué te refieres?

—Tu nueva vida —le aclaré, haciendo lo imposible por mantener la compostura—. Dónde quieres vivir, qué quieres hacer, todo. Tenemos que preparar todos los detalles.

—Me da lo mismo —dijo suspirando impacientemente—. Yo no estaré aquí, ¿verdad?

Eso era verdad, claro, y en ese momento probablemente yo ya sabía lo suficiente de ella como para tomar una decisión coherente de adónde podría ir, a qué se dedicaría y todo eso. Pero su forma de actuar irreflexiva me irritaba y dolía.

—Lo que quiero decir es que para eso estás tú, ¿no? —añadió, echando sal en la herida.

Terminé la conversación de una manera bastante brusca, pero no tardé en recomponerme. Debía actuar de manera profesional; mi función era realizar un trabajo. Me puse manos a la obra tratando de ser racional y pensé posibles destinos para Tess. Tuve que estar un buen rato investigando en Internet antes de dar con la respuesta.

Evidentemente, el principal criterio debía ser que tenía que estar lejos. En mi primera reunión con Adrian, él había mencionado Australia como un destino posible, pero no terminaba de convencerme. Aparte del nuevo y fundamental dato de que Lee, el exmarido de Tess, era australiano, sabía que las principales ciudades australianas eran un destino habitual para muchos viajeros. Aunque Tess no viviera en una de estas ciudades, si alguno de sus parientes o amigos se tomara la molestia de volar veinticuatro horas hasta Sídney, por ejemplo, lo más probable era que quisiera realizar un pequeño esfuerzo añadido para ir a verla.

Aparte de eso, si quería que pareciera auténtico, Tess debía de tener algún motivo para acabar en ese lugar. Era, según me había dicho, «muy sensible al entorno» y tenía que estar «rodeada de belleza», por lo que no sería coherente con su personalidad ir a cualquier sitio. Tenía que haber algo que le resultase claramente atractivo.

Así que, en resumen, tenía que ser un lugar adonde fuera difícil llegar y con el suficiente «atractivo» como para incitar a Tess a quedarse a vivir, pero al mismo tiempo no podía ser el típico sitio del que cualquiera pudiera decir: «¡Oh, siempre he querido ir! Esta es mi oportunidad».

Al margen de esto, en el caso de Tess tendría sentido que se trasladara a un sitio totalmente diferente de donde vivía en ese momento, Bethnal Green. Además me di cuenta de que también tendría sentido para ella trasladarse a algún sitio que fuera «espiritual».

La «espiritualidad» era una faceta de Tess con la que me costaba empatizar. Las modas místicas le llamaban poderosamente la atención. Se obsesionaba con la homeopatía y las propiedades mágicas de los minerales, y me hablaba con auténtico interés de la ventosaterapia y las líneas ley. Para ser sincera, todo eso me resultaba ofensivo y lo cuestioné un par de veces delante de ella —«¿Dónde están las pruebas?»—, pero ella insistió obstinadamente en que hacía que se sintiera mejor.

Así que, teniendo todo esto en cuenta, encontré algunas páginas web dedicadas a temas new age y cotilleé un poco en un par de foros. Tomé apuntes de los temas sobre los que se conversaba y, cuando alguien mencionaba un sitio, lo buscaba. Así fue como oí hablar de Sointula.

Sointula se encuentra en una isla en la costa canadiense, cerca de Vancouver. Era una antigua colonia de hippies que fue fundada como una «utopía socialista» en los años setenta. Se había convertido en un lugar algo más normal, una colonia para pescadores, aunque todavía conservaba algo de aquel espíritu, por lo que podría ser un destino para gente con «inclinaciones espirituales». A juzgar por las fotos, tenía bastante buena pinta, con playas vacías y edificios sencillos de una sola planta. Había suficiente población como para generar empleo y era lo bastante tranquilo como para ser un refugio convincente para una persona «dañada» como Tess.

Sobre todo, era un lugar de difícil acceso. Había que volar hasta Vancouver, coger otro avión para llegar a Port Hardy, luego media hora en taxi hasta otro puerto y después un ferry. No había manera de que sus padres pudieran hacer ese viaje en el estado en que se encontraba Jonathan. Esperaba que la distancia resultara disuasoria incluso para sus amigos más viajeros; hasta para Sharmi, que había estado en Papúa Nueva Guinea. Además, Tess dejaría muy claro que no quería que nadie la fuera a ver, porque deseaba empezar de cero.

Cuando decidí que debía ser Sointula, dediqué un día a hacer un esbozo de las características generales de la vida de Tess en la isla. Busqué inmobiliarias y encontré un apartamento para ella. Era un sitio pequeño y agradable, en la planta baja de una casa forrada con tablas de madera que tenía un jardín compartido. Las fotografías mostraban unas habitaciones amplias y luminosas, con ventanas que llegaban desde el suelo hasta el techo, cortinas a cuadros y suelos de madera pintados de blanco. El piso estaba amueblado de manera muy sencilla, con lo mínimo y nada más —un pequeño sofá, una mesa redonda para cuatro— pero a pesar de ello conseguía transmitir una sensación de comodidad.

Por un breve momento, mientras estaba viendo las fotografías del piso, tuve ganas de irme a vivir allí. Recuerdo que era un viernes por la noche. Llegaba un ruido extremadamente alto de Albion Street, que estaba al otro lado de la ventana; el olor a cebolla se impregnaba en el piso, y se oía un ruido de cristales rompiéndose y risas embriagadas en el pub.

En la página web de la agencia inmobiliaria ponía que el piso de Sointula estaba en la planta baja de la misma casa en la que vivía la casera. Me imaginé que era una viuda que se llamaba señora Peterson y que tenía el mismo aspecto que mi madre.

Después de encontrar el piso de Tess —era más bien un apartamento—, comencé a buscarle trabajo. Tal y como os he contado, ella tenía un pasado profesional de lo más variopinto y resultaría totalmente plausible que tuviera un empleo de poca categoría, por ejemplo, como camarera en uno de los dos restaurantes de la isla. Pero esa idea no me satisfacía. Esta iba a ser su «nueva vida» y quería algo mejor para ella. Aparte de eso, pensé que en el caso de que hubiera alguna emergencia y alguien quisiera ponerse en contacto con ella, no sería muy difícil averiguar los nombres de los pocos restaurantes de la isla y llamarles directamente para hablar con ella.

Así que me puse a pensar en otras opciones. Sointula tenía una tienda de ropa llamada Moira’s y una pequeña biblioteca. Estuve pensando en la posibilidad de la biblioteca, pero luego, mientras andaba repasando los ficheros de Tess en busca de inspiración, me acordé de su breve paso por la academia de arte y se me ocurrió una idea. Tess podría ser la profesora particular de arte de una niña de alguna de las familias de la isla.

Reconozco que el planteamiento me pareció bastante satisfactorio. Significaba que Tess podía tener su móvil apagado durante mucho tiempo y de esta manera no estaría localizable. El papel del móvil en la nueva vida de Tess me había preocupado bastante, no solo porque evidentemente teníamos la voz diferente, sino también porque sabía que el tono del teléfono sonaba distinto en el extranjero y cualquiera que llamase a Tess se daría cuenta de que todavía se encontraba en el Reino Unido. Una solución satisfactoria a esto era encontrar una buena razón para tenerlo apagado.

Con los asuntos de la vivienda y el trabajo solucionados, compuse un paquete de información para Tess con fotos de la isla y detalles sobre el piso, como si fuera a vendérselo. Me contestó por e-mail con sorprendente rapidez y el tono del mensaje cambió una vez más desde la irritabilidad hasta el agradecimiento. Dijo que le encantaba la idea de Sointula, que el piso le parecía maravilloso y que la idea de las clases particulares era una genialidad.

«¡Es tan guay que casi me estoy planteando ir! —me ponía—. Cariño, eres un sol».

Tengo que reconocer que me gustaba cuando me trataba bien.