Sábado, 29 de octubre de 2011

Estoy escribiendo esto en mi mesa de trabajo en Albion. Son las dos y diez de la madrugada de un sábado y acabo de oír a Jonty entrar por la puerta. Ha ido a una fiesta de Halloween disfrazado de presentador del telediario, con la cabeza metida en una caja de cartón pintada para que pareciera un televisor y abierta para que se le viera la cara. Afirmó que solo iba a abrir la boca para dar noticias toda la noche, pero, conociéndolo, no me puedo imaginar que eso haya durado demasiado tiempo.

Cuando volví de España estaba convencida de que se habría marchado. No era un miedo racional; a fin de cuentas, no se había ido cuando se enteró de lo que yo había estado haciendo, por lo que no había motivos para pensar que lo fuera a hacer después. Aun así, me imaginé que abriría la puerta de la calle y notaría las ruedas de mi maleta saltando por encima de las llaves de Jonty, porque las habría dejado bajo el felpudo. Su habitación estaría vacía: solo una cama solitaria, marcas en la pared donde estaban sus pósteres, los dos agujeros en el enlucido donde había intentado colocar aquella estantería y ningún otro rastro de él. Mis sospechas parecieron confirmarse cuando me encontré las dos cerraduras de la puerta cerradas con llave, pero al entrar en el piso vi su abrigo colgado sobre el pasamanos y un gran alivio me inundó como si alguien hubiera abierto un grifo.

Volvió después de veinte minutos. Estaba sentada junto a la mesa, enchufando otra vez mi portátil a la red, cuando oí el ruido de su llave en la puerta y luego, segundos más tarde, la puerta de mi habitación se abrió de par en par.

—¡Mierda! —exclamó—. Quería estar en casa cuando volvieras.

Me dio un abrazo incómodo —quiero decir que a mí me pareció incómodo— y a continuación me bombardeó a preguntas sobre el viaje. Para mi sorpresa, me di cuenta de que realmente quería hablar sobre el tema, así que nos sentamos fuera.

A Jonty le gustaba usar la terraza «informal» del piso; había encontrado dos sillas en un contenedor y las había colocado en la irregular superficie de asfalto. Al principio, yo me mostré reticente a salir, pero cuando lo hice me resultó más agradable de lo que me había esperado. La vista se extiende más allá del vertedero de abajo; se puede ver el patio trasero del vecino, ocupado casi por completo por una enorme cama elástica, y los balcones de los pisos de enfrente, algunos de los cuales han sido decorados con macetas de flores. Total, que estuvimos sentados allí y le hablé del viaje; de todo menos de lo de Synth, mi madre y la policía.

Han transcurrido dos meses desde entonces. Ahora estoy sentada aquí, mirando la pantalla, tratando de concentrarme. Jonty pulula por el piso —acabo de oír cómo tira de la cadena en el baño— intentando no molestarme, pero sospecho que está borracho. Esta noche he hecho un descubrimiento importante, pero mi mente yerra continuamente hacia temas que resultan totalmente irrelevantes. ¿Qué tal había ido la fiesta? ¿Por qué se emborracha la gente si el alcohol les hace actuar como idiotas y se sienten fatal al día siguiente? ¿Cómo sería ir a una fiesta con Jonty?

Tengo ganas de salir a preguntarle por la fiesta y contarle lo que he descubierto esta noche. Seguro que le interesará, ya que ha seguido la historia hasta ahora. Pero el piso ya está silencioso. Se habrá quedado dormido sobre la cama con la ropa puesta. Espero que se haya acordado de quitarse la caja de la cabeza.

Decía que acabo de encontrar la respuesta a algo que me estaba picando la curiosidad desde hace un tiempo. En realidad son dos cosas: dónde se conocieron Tess y Adrian, y dónde estuvo Tess durante esos tres meses perdidos en la primera mitad de 2008. Pero la respuesta a ambas cosas es la misma. Una residencia psiquiátrica en West London que se llama Clínica Zetland, coloquialmente conocida como «el Zetty».

Si no hubiera oído ese mote, seguramente nunca lo habría averiguado. Desde que había vuelto a casa, no había progresado mucho en mis investigaciones, pero esta noche la alerta de Google con el nombre de Adrian me ha proporcionado una noticia interesante. En una entrevista en un periódico, un hombre ha afirmado que una vez compartió habitación en una clínica con el «malvado depredador de Internet» Adrian Dervish. Lo único que no era el nombre que él, Adrian, tenía por aquel entonces; ese hombre decía que su nombre era Stuart Walls. Al parecer, tampoco tenía acento americano por aquel entonces. Le dijo a este hombre que era de Worcester, que está en el centro de Inglaterra.

Stuart Walls, de Worcester. Podía comprender por qué había usado un seudónimo para montar Red Pill, pero ¿para qué querría asumir una nacionalidad diferente? Parecía un riesgo innecesario, ya que alguien con un conocimiento profundo de los acentos americanos podría haber escuchado sus podcasts y detectado una nota discordante en todos esos «¿qué pasa?» y «jopetas».

Puede que lo hiciera por el riesgo en sí.

En todo caso, en la entrevista, este hombre describía que Adrian le mantenía despierto toda la noche contándole sus planes para dominar el mundo y que nunca se cambiaba de jersey, y daba la casualidad de que se refería a la clínica como «el Zetty».

El nombre me sonó levemente de algo relacionado con Tess. Repasé mis notas y descubrí que en 2008 esa palabra había salido en sus e-mails. No había podido averiguar lo que significaba y Tess había dicho que no se acordaba cuando se lo pregunté en una de nuestras sesiones de Skype, así que, como lo consideraba un asunto de baja prioridad, lo aparqué por el momento. Mi mejor conjetura era que se trataba del mote de algún novio o amigo de poca duración. Veréis, a menudo hacía eso: ponía el artículo delante del nombre de alguien sin ninguna razón aparente. Decía cosas como: «¿Preguntamos al Jack si puede hacer de DJ?» o «Parece el tipo de chorradas que el Gran Mel podría haber soltado». Usar ese innecesario artículo determinado era una de sus costumbres.

De modo que ahora mi teoría es la siguiente: tras un intento de suicidio a principios de 2008, Tess había sido ingresada, voluntaria o involuntariamente, en la Clínica Zetland, donde había permanecido alrededor de diez semanas. Durante ese tiempo había conocido a Adrian, otro paciente. Habían mantenido el contacto —supongo que por teléfono, ya que nunca encontré ningún intercambio de e-mails entre ellos— y tres años más tarde, cuando ya dirigía el foro de Red Pill, le había pedido ayuda para quitarse la vida. O quizá él se la hubiera ofrecido. Puede que las otras personas, como por ejemplo «Mark», el de Randall Howard, también conocieran a Adrian allí.

Obviamente, puedo comprender por qué Adrian no querría que yo supiera nada sobre el Zetty, pero ¿Tess? No es que fuera una persona cortada y me había contado por su cuenta detalles sobre otros intentos de suicidio, colapsos y encuentros sexuales desagradables. ¿Por qué no había admitido que había estado en esa clínica? No me puedo creer que realmente se hubiera olvidado. O puede que sí. Podría haber sido un periodo particularmente malo, que había reprimido. Supongo que nunca lo sabré.

Todavía no han encontrado a Adrian. Para ser sincera, tengo cada vez menos interés en saber dónde está. La última vez que pensé en ello fue hace un mes, animada por algo que Jonty me contó. Acababa de cenar con su hermana y su nuevo novio, quien era, en palabras de Jonty, «un friki de las teorías de la conspiración». «No paraba de machacarme con sus ideas de que Obama estaba detrás de toda la crisis financiera, que todo era un montaje —según dijo—. Yo solo quería esconderme tras el plato de cuscús».

Recordé un comentario que había dejado caer Adrian el día de nuestro encuentro en Hampstead Heath sobre lo sencillo que sería montar una teoría de la conspiración sobre Obama y los bancos. Me pareció lo bastante curioso como para buscarlo en Google y, en efecto, salió una página web dedicada a defender esa particular postura.

En 2008 tuvieron lugar dos acontecimientos trascendentales. Barack Obama se convirtió en el hombre más poderoso del mundo y la economía global comenzó a colapsarse. ¿Una coincidencia? ¿De verdad?

La página web estaba montada deprisa y corriendo, y, aparte de una dirección de e-mail anónima, no había más detalles sobre la persona que estaba detrás de ella. Esto, naturalmente, no resultaría sorprendente si esa persona fuera Adrian. La única pista posible era una cita al final de la página —«La pregunta no es quién me lo va a permitir, sino quién me va a parar»— de Ayn Rand, la heroína de Adrian. Pero no se puede asegurar que eso demuestre nada definitivamente. E incluso si tuviera pruebas de que Adrian estaba detrás de esa página, no acudiría a la policía. No quiero tener nada más que ver con él, pero tampoco quiero ser la culpable de que lo encuentren.

Desde que se fugó, Adrian ha sido diagnosticado por los medios de comunicación como «psicópata narcisista» y víctima de «un trastorno de personalidad antisocial». En mi opinión, lo último no suena tan mal —de hecho, suena como algo que podría tener yo misma—, pero lo busqué y resulta que es algo bastante serio. «Un comportamiento persuasivo que denota falta de respeto y violación de los derechos de otras personas». «Fraude, reflejado mediante mentiras constantes o engaño a terceros por placer o beneficio personal».

Adrian habría rechazado cualquier etiqueta de este tipo. No creía en las enfermedades mentales. Habló del tema en varios de sus podcasts: los médicos, dijo, convertían en patologías unas reacciones frente a la vida que eran totalmente normales, para ganar dinero y controlar a los miembros más difíciles de la sociedad. Escuché su argumentación con atención y pensé que estaba de acuerdo. A fin de cuentas, esa fue la razón por la que ayudé a Tess: porque estaba convencida de que su deseo de quitarse la vida era un sentimiento legítimo que no debía ser desestimado ni paliado con medicamentos.

Claro que por aquel entonces también pensaba que Adrian era racional. El asunto era ese. Si hubiera sabido, antes de que me dijera que las enfermedades mentales no existían, que le habían diagnosticado una enfermedad mental, ¿le habría escuchado de la misma manera?

Supongo que nunca lo sabré. Lo único que sí sé es que no me arrepiento de lo que hice. Pudo haber sido Adrian el que me incitó a hacerlo en primer lugar, pero después, durante todas esas semanas de preparación antes de que Tess se marchara, solo estuvimos ella y yo. Por mucho que Marion me criticara, de verdad pienso que conocía mejor a Tess que cualquier otra persona en el mundo y que, aparte de aquel único y comprensible momento de miedo en el Skype, solo una noche, nunca flaqueó en su empeño, deseado durante tanto tiempo, de desaparecer del mundo. Yo la ayudé a conseguir eso.

No es que haya llegado a una conclusión con respecto a Tess; o, mejor dicho, no de la manera que deseaba cuando empecé a escribir esto en España. No sé más ahora sobre lo que hizo después de marcharse que cuando me bajé del avión en Málaga, en agosto. Su cadáver no ha sido encontrado. Sin embargo, ahora he elaborado una teoría que considero bastante buena.

Pero estoy adelantando acontecimientos. Primero necesito explicar lo que me sucedió en España y la razón por la que abandoné la comuna de manera tan abrupta.

En la mañana del miércoles, estaba adormilada bajo el árbol cuando escuché voces hablando cerca, primero en español y luego en inglés. Noté que una mano me sacudía el hombro para despertarme. Estaba medio dormida y lo primero que pensé fue que se trataba de Milo, pero la mano era mucho más fuerte y más insistente, y cuando abrí los ojos vi a un hombre que se erguía sobre mí. El sol estaba detrás de él, así que al principio no vi que llevaba uniforme y lo primero que pensé fue que era un hombre de la comuna, tal vez enviado por la irritante mujer que no paraba de quejarse de que no usara la letrina oficial.

Luego, en un inglés con fuerte acento, dijo: «Por favor, levántese».

Me levanté y vi que también había otro hombre, al lado del primero, y que los dos llevaban uniforme de policía. Me sentía tan confusa que por alguna razón pensé que el relato que estaba redactando sobre Tess se había fundido de alguna manera con la vida real. Después de todo, había llegado hasta un punto en la historia en el que me encontraba en la comisaría en Londres; al escribir sobre la policía, podría haber conseguido que cobrasen vida, como por arte de magia. De alguna manera se habían enterado de mis motivos para ir a la comuna y habían ido a decirme que el cadáver de Tess había sido hallado.

Me puse en pie. Los dos hombres eran grandes y fornidos, llevaban gafas de sol y sudaban dentro de sus uniformes. Detrás de ellos había un coche de policía y, al lado, un rectángulo de hierba aplastada donde había estado la furgoneta de Annie. Uno de ellos me pidió que deletrease mi nombre y luego me informaron de que me arrestaban como sospechosa de haber asesinado a mi madre.

Me metí en el asiento trasero del coche, todavía con la sensación de no haberme despertado del todo. Por extraño que parezca, no me puse nerviosa. Bajamos por la pista y continuamos hacia la ciudad. Los dos hombres no hablaron, ni a mí ni entre sí, y el único ruido que se oía era algún crepitar ocasional de la radio en un español rápido. Cuando llegamos a los invernaderos de plástico, pensé en mi tienda y en mis pertenencias y me pregunté qué iba a ser de ellas. Aparte de eso, por raro que suene, no pensé ni sentí nada especial durante el viaje. Fue como si mi cerebro estuviera desconectado. El aire acondicionado estaba puesto a la máxima potencia y la temperatura era deliciosamente fresca. Estar sentada sobre aquel asiento de plástico agrietado era lo más confortable que había tenido en toda mi semana en España.

En la comisaría me llevaron a una habitación decorada con pósteres raídos que avisaban del peligro de robo y fraudes a los turistas. Aparte de eso, el decorado era el mismo que en la comisaría de Fleet Street: una mesa, cuatro sillas y una grabadora de cinta, que era incluso más anticuada que la de Londres.

El policía que me notificó la acusación y leyó mis derechos lo hizo con un tono de voz monótono, como si el asunto no fuera más importante que el robo de un bolso de mano. Tenía derecho a un abogado que hablara inglés, ¿conocía a alguno? Después de repetirme la pregunta, saqué fuerzas para negar con la cabeza. ¿Quería que me buscaran uno? Asentí con la cabeza.

Me dijeron que podía hacer una llamada y me llevaron junto a un teléfono cubierto de plástico en una esquina de la habitación. El problema era que no sabía a quién llamar. La única persona que se me ocurrió fue Jonty, pero no llevaba su número de teléfono encima. Así que marqué el único número que me sabía de memoria, que era el fijo de nuestra antigua casa en Leverton. Un hombre contestó, presumiblemente la persona a quien habíamos vendido la casa.

—¿Sí? ¿Quién es? —preguntó y, como no contesté, soltó un taco y colgó.

Volví a mi asiento. Un policía había salido de la habitación, posiblemente para ir a buscarme un abogado; el otro estaba sentado junto a la puerta, dando tan pocas señales de vida que podía haber estado dormido detrás de sus gafas de sol. Miré los pósteres de las paredes, con los dibujos que avisaban sobre delitos relacionados con el turismo —uno mostraba un bolso de mano colgado sobre el respaldo de una silla con una raya roja que lo atravesaba— y pensé que para cuando la gente viera el póster, expuesto dentro de la comisaría, seguramente ya sería tarde para hacer caso al aviso.

Miré fijamente las palabras be careful! y pensé en el rectángulo de hierba aplastada donde había estado la furgoneta de Annie. No estaba decepcionada con ella por haber avisado a la policía, sino más bien conmigo misma y con mi propio juicio. No la había sabido interpretar adecuadamente. «Lo comprendo», fue lo que dijo cuando se lo conté, pero no había comprendido de verdad. Igual que Connor, que había dicho «te quiero» sin sentirlo de verdad. A esas alturas, debería haber aprendido que la gente no siempre es sincera cuando habla.

Luego pensé en la palabra «asesinato» y la posibilidad de que la atribuyeran a lo que hice con mi madre resultaba tan ridícula que estuve a punto de echarme a reír.

De repente me entró un miedo atroz. No quería que me encerrasen en una celda. Eso sí que lo tenía muy claro. Cuando entré en la comisaría de Londres, la idea de ir a la cárcel me había parecido atractiva, pero ahora las cosas habían cambiado. El mero hecho de pensar en ello me llenó de pánico; eché un vistazo al policía inerte y, por un breve momento loco, pensé en la posibilidad de echarme a correr.

Una parte de mí tenía la sensación de que ellos lo entenderían todo si se lo explicaba —¿cómo no iban a entenderlo?—, pero tampoco era una ingenua. Desde la muerte de mi madre había seguido los juicios por eutanasia y sabía que algunos jueces eran comprensivos y mostraban indulgencia, pero otros no eran así. El hecho de que mi madre no hubiera sido miembro de ninguna organización que abogara por el derecho a una muerte digna y que nunca hubiera dejado constancia oficial de ese deseo no contaría a mi favor, ni tampoco me ayudaría ser la única beneficiaria de sus bienes.

De repente eché tanto de menos a mi madre que me quedé sin aliento. Me imaginé cómo se abría la puerta y ella entraba para salvarme. Me abrazaría y me cuidaría, igual que yo había cuidado de ella. Nos echaríamos unas buenas risas; todo había sido un terrible malentendido y ella estaba otra vez en plena forma, estábamos de vuelta en Leverton, yo estaba sentada junto a la mesa, ella se movía al ritmo de la música del segundo canal de la radio mientras cocinaba. Yo estaba segura y me sentía querida, y, cuando sufriera el acoso escolar en clase, ella me estaría esperando en la salida con una bolsa de donuts de Greggs y me apretaría la mano fuerte, igual que yo apreté la suya cuando finalmente dejó de respirar.

El policía me miró. Me agarré a la mesa de plástico e inspiré profundamente, tratando de recuperar el control. Después, la puerta se abrió y volvió a entrar el otro policía. Detrás de él había otra persona, pero no era un abogado que hablara inglés. Era Annie.

Venía con Milo y el bebé, y parecía aún más sonrosada que de costumbre, con el pelo húmedo pegado a la cara.

—¿Estás bien? —me preguntó.

La miré, estupefacta, y asentí con la cabeza.

—Estaba en el supermercado —dijo—. Cuando volví no te encontré y me dijeron que la policía había ido a buscarte.

Dijo que era Synth la que se lo había contado, que había visto en su cara que había sido ella la que había llamado a la policía. Tenía que habernos oído mientras hablábamos junto a la hoguera.

—He explicado a la policía que ha habido un malentendido —dijo—. El inglés de Synth no es muy bueno y no comprendió lo que dijiste. No dijiste «matar», sino «morir». Te referías a que tu madre había fallecido por causas naturales, como resultado de su enfermedad. —Me miró fijamente a los ojos—. He dicho a la policía que estarías dispuesta a hacer una declaración para confirmar esto y que colaborarías completamente con ellos, proporcionando detalles de la muerte de tu madre para que puedan corroborar los datos.

No hice más que asentir con la cabeza. A continuación, Annie se dirigió a los policías hablando en un español rápido y complicado. No sabía que lo hablaba con tanta fluidez.

Annie y yo nos quedamos en la comisaría otras tres horas. Encontraron una abogada que hablaba inglés, una mujer flaca de mediana edad llamada María, y le repetí la versión de Annie. Les hablé de la noche en que mi madre murió, omitiendo mis acciones, y les di el nombre del doctor Wahiri, quien había llegado a la mañana siguiente para firmar el certificado de defunción, en el que afirmaba que había muerto por complicaciones derivadas de EM.

Dijeron que tendrían que llamar a Inglaterra para comprobarlo. Mientras esperábamos, Annie acercó una silla y se sentó a mi lado. No hablamos de lo que estaba pasando, sino que no paró de charlar sobre otras cosas en un tono alegre y despreocupado, mientras Milo caminaba de un lado a otro de la habitación, dando patadas a las patas de las sillas. En un momento me pasó el bebé para que lo cogiera. Fue la primera vez que tenía uno en mis brazos; tenía el mismo peso y temperatura que nuestro viejo gato Thomas.

Después de una hora, Annie salió a comprar algo de beber y mientras estaba fuera oí, a través de la puerta, unos gritos cabreados que venían de la recepción. Me preocupé, pero cuando Annie volvió me explicó que el altercado no tenía nada que ver con nuestro caso.

Mientras ella se esforzaba para sacar unas bebidas de la máquina expendedora que estaba en la recepción, habían traído a dos hombres acusados de agresión. Al parecer, la discusión versaba sobre un tema de agua.

—Por lo que he podido oír, uno de ellos es agricultor —dijo—. Ha estado desviando agua de esos invernaderos, los que se encuentran cerca de donde estamos acampados. Dice que el agua es suya porque atraviesa sus tierras. Todo el mundo está desesperado por la sequía.

No pensé mucho en ello en aquel momento. Todavía estaba demasiado preocupada por la llamada de la policía al doctor Wahiri. El caso es que aquella mañana, cuando llegó para examinar a mi madre y le dije que cuando me había despertado ya estaba muerta, me había mirado raro. Fue una mirada muy breve, una fracción de segundo, y en aquel momento lo interpreté como: Sé lo que hiciste y te comprendo. Pero podía haberlo malinterpretado una vez más y la mirada en realidad podría haber sido de recelo.

Pasó otra media hora y mi preocupación fue en aumento. El bebé comenzó a llorar, así que Annie se subió la camiseta y empezó a darle el pecho. Milo también estaba lloriqueando e intenté entretenerlo jugando a esconderme tras las manos, lo mismo que mi madre solía hacer conmigo. Funcionó durante un rato —incluso se echó a reír—, pero luego se aburrió otra vez y comenzó a tirar de la falda de su madre.

Después oímos unos pasos acercándose. Gracias a Dios, Annie ya había dejado de dar el pecho cuando se abrió la puerta y el mayor de los policías entró. Habló en español a Annie y ella asintió con la cabeza. No pude averiguar lo que estaba diciendo por la expresión de su cara. Mi corazón latía fuerte.

Annie se giró hacia mí y me dijo:

—El doctor Wahiri ha confirmado que la muerte fue natural. Puesto que la acusación contra ti estaba basada en un testimonio de oídas y no hay pruebas que la justifiquen, podemos irnos.

Ya estaba oscuro cuando regresamos a la comuna. Annie me preguntó qué iba a hacer.

—Creo que debería irme a casa —dije.

Recogí la tienda a primera hora de la mañana del día siguiente y Annie me llevó al aeropuerto. No hablamos mucho durante el trayecto. Sin embargo, no era un silencio incómodo. En el aeropuerto, aparcó la furgoneta atravesada en medio de la fila de taxis. Me despedí de Milo y luego de ella:

—Muchas gracias por todo.

Ella le restó importancia con un gesto que daba a entender que no hacía falta decirlo.

—Que te vaya bien todo. —Después, cuando arrancó el motor y yo ya me dirigía a la entrada del aeropuerto, dijo en voz alta—: Estoy en Facebook, búscame.

Hace tres días ha ocurrido algo interesante.

Annie me ha escrito en Facebook varias veces desde mi vuelta a Inglaterra. Me envía saludos cariñosos, informaciones triviales sobre ella y Milo y, una vez, una invitación a una exposición de artesanía de madera que estaba ayudando a organizar en Connecticut. Para contestar a su invitación, reciclé la respuesta de Tess al e-mail de Connor en el que le preguntaba si quería salir a cenar con él: «Suena fantástico, pero no se merece un viaje de ida y vuelta de más de diez mil kilómetros».

Sin embargo, el último mensaje contenía algunas noticias relevantes.

«¿Has oído que no ha llovido en las Alpujarras desde que estuvimos allí? Al parecer, es la sequía más severa que se recuerda. El río se ha secado por completo y ha habido más broncas entre los agricultores y los dueños de los invernaderos. Pero lo que más me preocupa es la pobre fauna salvaje».

Repasé algunas páginas de noticias de España, que confirmaron la sequía en la región. Al hacerlo, me llamó la atención una pequeña noticia. Informaba del hallazgo de un esqueleto humano femenino en el lecho del río seco, a unos seis kilómetros de distancia de la comuna.

Me quedé pensando unos minutos, hasta que mi portátil cerró la sesión.

Una vez, por teléfono, Tess había mencionado la muerte por ahogamiento. Acababa de ver una película sobre una escritora que se llamaba Virginia Woolf, quien se suicidó entrando en un río con piedras en los bolsillos.

—Parece que es la mejor manera de marcharse —dijo—. Al principio luchas y sientes pánico, pero cuando te quedas sin oxígeno te rindes y luego hay un momento de felicidad, que es lo último que sientes.

Naturalmente, puede que no sea ella. El esqueleto podía estar allí desde hacía años. Podía haber sido alguien que hacía senderismo y se perdió desorientada por el calor, podía haber sido la víctima de un asesinato u otro suicidio. Podría ser una inmigrante sin papeles, una de las trabajadoras de los invernaderos, alguien a quien no se echaría en falta nunca.

Pero también podía haber sido ella. Comenzó a tomar forma un posible escenario. El día que se marchó, Tess se embarcó en el ferry a Bilbao y desde allí o bien hizo autoestop, o bien cogió el tren hasta la comuna. Pasó una semana en aquel lugar, interrumpida por su visita a la Alhambra en Granada —en una página web ponía: «¡Visite la Alhambra antes de morir!»—, hasta que comprobó que estaba segura de su decisión y lista para continuar con el plan. Esa noche debió de caminar hasta el río y, después de esconder sus posesiones, entrar en el agua. Tal vez esperase hasta el atardecer.

Pensé que desaparecer de esa manera sería coherente con su carácter romántico. Me la imaginé bajo la luz de la luna; seguramente se habría llevado algo de alcohol, tal vez una botella de tequila. La veía pararse y escuchar, por última vez, el sonido de los grillos entre los árboles.

Después de dos días de deliberaciones, envié un e-mail a Marion. Le hablé de mi viaje a España y le conté lo que había descubierto, explicándole mi teoría sobre el suicidio en el río. Dejé que ella decidiera si quería seguir con la investigación. No me ha contestado, pero tampoco lo esperaba.

De hecho, estoy contenta de que no lo haya hecho. Si encuentran el cuerpo de Tess, no quiero saberlo. Porque eso eliminaría la otra posibilidad: que siga con vida. Tal vez, aquella semana en la comuna decidió no hacerlo. Puede que pensara que, ya que se había librado de su antigua identidad, la vida sería soportable. Podría reinventarse a sí misma, volver a empezar de cero como una nueva persona y esta vez todo saldría bien.

Es posible que abandonara la comuna, que simplemente se fuera haciendo autoestop a otra y que todavía siga allí, sentada alrededor de otra hoguera, fabricando algo con plumas y cuerdas, hablando del precio del pan con algún australiano con pelo de rata. Puede haberse enamorado de un hombre y ahora andar recorriendo el país con él en su furgoneta. O quizá haya abandonado España por completo; cuando estuvo en Granada, podría haber entrado en un bar y preguntar a alguna persona de aspecto dudoso si podía hacerle un pasaporte falso, para después viajar a cualquier parte del mundo.

Quizá su nuevo nombre sea Ava Root y es mi amiga en Facebook.

La idea se me ocurrió hace tan solo unos días. Como ya sabéis, suponía que Ava Root era Adrian, un alias que usaba para que pudiéramos comunicarnos sobre el proyecto Tess sin que nadie se percatase de ello. Cuando se fastidió todo en Red Pill, le envié un mensaje preguntándole dónde estaba y qué estaba pasando, pero no recibí ninguna respuesta y aquello fue el final de nuestras comunicaciones.

Sin embargo, el domingo pasado colgué en Facebook algunas fotos que había sacado el día anterior, cuando salí con Jonty y sus amigos a dar un paseo por el parque Brockwell. El parque estaba lleno de hojas de colores otoñales, era una estampa atractiva, y una de las fotos mostraba a Saskia, la amiga de Jonty, arrojándome un puñado de hojas mientras caminábamos. No me importó —era un gesto amistoso y no otra cosa— y en la foto las dos estamos sonriendo.

A varios de mis amigos de Facebook les «gustó» la foto —a Jonty, a Saskia y a otra chica del instituto dramático de Jonty llamada Betts—. Después, ayer, vi que había otro «me gusta». Era de Ava Root.

Naturalmente, puede que sea un mensaje de Adrian. Pero sospecho que gustarle una foto en la que me arrojan hojas en un parque de South London no estaría en las primeras posiciones de su lista de prioridades.

De modo que «Ava Root» puede haber sido Tess desde el principio. Pudo haber decidido no suicidarse y tal vez, una vez iniciada su nueva vida, no pudo resistir la tentación de ponerse en contacto. Puede que estuviera aburrida y que quisiera jugar con fuego; quizá solo quisiera comprobar si yo estaba bien. Y cuando se dio cuenta de que yo pensaba que era Adrian y le contaba detalles de cómo avanzaba el proyecto —cómo estaban sus amigos y parientes, qué estaba sucediendo en su nueva vida en Sointula—, bueno, no puedo culparla por no haberse dado a conocer. No habría podido resistir tener noticias sobre esas cosas.

Si Ava Root y Adrian no son la misma persona, está claro que la actitud confusa que mostró hacia mí en nuestro encuentro en Westfield, que tuvo lugar varios meses después de iniciarse el proyecto, tendría más sentido. No se debería a que de repente hubiera perdido el interés por mí y por Tess, después de todos aquellos mensajes de ánimo. Más bien habría perdido el interés mucho antes de eso; probablemente en cuanto Tess se marchara. He leído que «la tendencia al aburrimiento» es una característica clave de los psicópatas.

El perfil de Ava Root sigue completamente vacío y yo continúo siendo su única amiga. He pensado en la posibilidad de enviarle un mensaje preguntándole directamente si es Tess, pero mi instinto me dice que sería una mala idea y que nunca volvería a saber nada de ella. Creo que estoy empezando a aceptar que la vida no es un asunto de blanco o negro y que no hay respuestas para todas las preguntas. Algunas cosas permanecerán para siempre en la escala de grises y puede que eso no sea tan malo.

Tengo también algunos otros amigos en Facebook: el número ha ascendido a noventa y siete. La mayoría de ellos son amigos de Jonty, a quienes he conocido cuando han venido al piso. La última es una chica que se llama Tia, de su instituto dramático. Es simpática. Hace dos noches me fui con ella y con Jonty a un pub a orillas del río y pasé una hora agradable tomando jarabe de saúco y escuchando las penurias de una aspirante a actriz en Londres. Me dijo que tiene un empleo temporal en diferentes oficinas a través de una agencia que te permite trabajar el tiempo que quieras y que puedes darte de baja avisando con poca antelación si se presenta otra cosa, como un casting.

—El trabajo no es muy excitante —dijo—, pero te permite dedicarte también a otras cosas. Casi todos los que trabajan allí son actores, pero estoy segura de que te aceptarían a ti también.

—Ah, estoy seguro de que Leila puede hacer de actriz —dijo Jonty guiñándome un ojo.

Tia me envió un SMS con el número de la agencia y he quedado en ir a verles la semana que viene. La mujer al otro lado del teléfono pensó que me había entendido mal cuando le dije que podía escribir noventa palabras por minuto.

Mientras tanto, Jonty ha dejado su carrera de actor.

—Lo último que el mundo necesita es otro actor inútil en paro —fue lo que dijo.

Ha decidido convertirse en guía turístico de Londres y trabajar en un barco que sube y baja por el río. En mi cumpleaños, me regaló una visita guiada. Me alegré de haber decidido seguir con el pelo corto, porque en algunas zonas el barco iba bastante rápido y a los pasajeros con melena el pelo se les volaba por todas partes.

Jonty no era el guía, porque todavía estaba aprendiendo, pero no dejó de añadir sus propios comentarios al discurso oficial:

—Pobre Cannon Street, el puente más aburrido del Támesis. —Y luego, cuando dejamos un teatro a nuestra izquierda—: Acabo de darme cuenta: si no voy a ser actor, no tengo que ir al Globe y estar de pie durante cuatro horas viendo obras de Shakespeare. ¡Mejor! —En la noria London Eye—: Cuando me subí, un niño pequeño potó en nuestra cabina. Fueron los cuarenta y cinco minutos más largos de mi vida.

No paró de cotorrear. Parecía que había tenido alguna anécdota en cada punto de interés por el que pasábamos; era su particular visita guiada de Londres.

El barco continuó hasta el mismo Parlamento y pasamos por donde había estado aquel día después de enfrentarme a Connor, justo antes de ir a la policía. Mientras lo veía, pensé: «Podría hacer mi propio comentario». Por un momento pensé en hablarle a Jonty de Connor, pero decidí no hacerlo. Es tan complicado explicarlo… Además, ya tengo otras cosas de las que hablar.