Sábado, 20 de agosto de 2011
Hoy parecía que era el día de masajes en la comuna. Cuando hice mi ronda, una buena parte de los residentes estaban tumbados boca abajo como cadáveres, con otras personas encima, literalmente sentadas sobre sus culos, apretando sus carnes morenas con silenciosa concentración. Nunca antes había visto una sesión de masajes propiamente dicha —a veces yo le daba uno a mi madre, pero solo en las manos o los pies— y me resultó bastante violento. También era incómodo, ya que debía acercarme mucho a los contorsionados rostros de aquellos que estaban siendo sometidos al golpeteo, para ver si les reconocía o no.
Al final pude comprobar que todos eran gente «vieja» a quienes ya había enseñado la foto de Tess y no encontré ningún recién llegado hasta por la tarde, cuando aparecieron tres jóvenes franceses en una ruidosa furgoneta de color naranja. Cuando me acerqué a ellos me dijeron que no habían estado aquí el verano pasado y que esta era la primera vez que visitaban la comuna, pero les enseñé la foto de todas maneras.
—Non, lo siento —dijeron.
Uno de ellos, mirando a los otros, añadió:
—Mais, très belle.
Lo comprendí gracias a las clases de Francés de secundaria. Ese hombre estaba terriblemente afectado por el acné, con pequeños volcanes rojos que cubrían todo el espacio disponible de su cara y se arrastraban por el cuello hasta encontrarse con el pelo de su desnudo pecho. Me imaginaba que el acné se extendía por todo su cuerpo como una lenta corriente de lava y que lo único que quedaba incólume era las plantas de sus pies. Era difícil no inmutarse y me pregunté si le importaría el hecho de que nadie fuera a decirle nunca que él era très belle.
Al verlo, me acordé de que no me había mirado en un espejo desde mi llegada, así que cuando regresé a la cueva le pedí uno a Annie. Fue un poco chocante verme la cara: a pesar de que pasaba la mayoría de las horas de sol bajo el árbol, mi piel estaba rosa como la mousse de fresa Angel Delight. Debía de ser por la excursión a la ciudad de ayer.
Annie, que me estaba mirando, insistió en untarme las mejillas y la nariz con algo que llamaba aloe vera, que, según afirma, tiene «propiedades curativas», aunque sin Internet no puedo comprobar si es cierto o no.
—¡Qué tontita! —dijo—. Con una piel como la tuya, deberías llevar un factor de protección 50. ¿Tu madre nunca te dijo que tenías que echarte crema solar?
La informé de que no había necesidad de esas cosas en Kentish Town y menos cuando apenas salía de casa.
Me doy cuenta ahora de que no he mencionado el papel de Adrian en la fase de preparación del proyecto. Eso se debe a que apenas participaba; estaba mucho menos involucrado de lo que me había esperado. Al principio creía que iba a enviarle informes sobre el progreso de mi recogida de información, el estado de ánimo de Tess y todo eso, así que estuve tomando muchos apuntes de todo, pero pasaron los días y las semanas y nunca me pidió nada.
Después de quince días, todavía no sabía nada de Adrian y empecé a pensar que tal vez estaba esperando que me pusiera en contacto con él, que se trataba de una especie de prueba para ver si tomaba la iniciativa. Así que preparé un informe de mis progresos y estaba lista para enviárselo cuando me di cuenta de que no sabía adónde mandarlo. Aquel día en Hampstead Heath me había dicho que no deberíamos hacer referencias al caso en Red Pill, ni siquiera en mensajes personales. Había explicado que unos cuantos miembros eran hábiles hackers y tan grande era la devoción que sentían por el foro que incluso podrían tomar la iniciativa de infiltrarse en su correo electrónico para aprender más sobre su manera de pensar. Sin embargo, no me había pasado ninguna dirección alternativa de e-mail ni un número de teléfono.
Recordé lo que me había dicho cuando nos vimos en Hampstead Heath —«¿Supongo que estás en Facebook?»—, lo cual daba a entender que él también estaba, pero busqué su nombre y no dio ningún resultado. Por lo tanto, no tuve otra opción que enviarle un MP, cuidadosamente formulado, a través de Red Pill.
Adrian:
Me estaba preguntando si hay alguna información que necesitas de mí, a propósito del proyecto que tenemos entre manos.
Leila
Su respuesta llegó siete horas y media más tarde: «Confío plenamente en ti, estoy seguro de que tienes todo bajo control. Mejor no usar la vía de MP».
Como ya he dicho, me sorprendió que no estuviera más «encima» del proyecto, pero también me satisfacía que confiara en que fuera a llevarlo a buen puerto sin su supervisión. Algo sí que cambió después de que me pusiera en contacto con él: a partir de aquel momento, cada miércoles me enviaba un MP que, aunque no mencionaba el proyecto, contenía una cita inspiradora aislada, sin más comentarios, como si quisiera mostrarme que estaba presente, apoyándome desde lejos: «Las grandes personas son como águilas y construyen sus nidos en cimas solitarias» o «Todas las personas viven la vida, pocas la conocen».
Naturalmente, también lo «vi» todos los días, en los foros de Red Pill. Tal y como habíamos quedado, me mantuve activa en la web, entrando todos los días y dejando comentarios en cualquier debate que fuera para los más iniciados. Sin embargo, como estaba absorta en el proyecto, no tenía el corazón puesto en esos debates y me sentía alejada de lo que estaba sucediendo en el foro con todas aquellas discusiones sobre nociones abstractas.
Me resultaba extraño ver la cara pública de Adrian y al mismo tiempo compartir este secreto con él, sabiendo cosas que los demás no conocían. Por ejemplo, durante el debate acerca de un podcast que Adrian había subido sobre la rivalidad entre hermanos, se refirió a su «hermana». Sin embargo, yo sabía que era hijo único, como yo, porque me lo había dicho aquel día en Hampstead Heath. Comprendí que usaba esa referencia a su «hermana» para apoyar su argumentación, pero los otros participantes debieron de pensar que de verdad tenía una hermana. Reconozco que la idea de que solo yo, entre todos los miembros, tenía acceso a más información me resultaba excitante, pero también me ponía nerviosa. Sin embargo, sentía que no era el momento para dejarme llevar por las emociones. Tenía que mantener la cabeza fría y pensar de manera racional, en beneficio del proyecto.
También había una razón más prosaica para no involucrarme más en la web: en aquellas últimas semanas de la preparación, el tiempo era cada vez más escaso. El trabajo con Tess me llenaba todas las horas del día, pero como no empezaría a recibir mis ochenta y ocho libras semanales hasta que no se marchara, también tenía que seguir con el trabajo de probar software para Damian.
El mes siguiente apenas salí del piso. Pasaba dieciocho horas al día delante del ordenador, a veces hasta veinte, a la sombra del cartel del restaurante. Y debo reconocer que, conforme se acercaba el 14 de abril, me sentía cada vez más alterada, de una manera que no es normal en mí. Me había dado cuenta de que nunca iba a conocer completamente todas las facetas de la vida de Tess; era como tratar de llenar un agujero y luego darse cuenta de que no tenía fondo.
A veces, durante aquellos últimos días, tuve la impresión de que daba lo mismo. A efectos prácticos, no iba a necesitar tanta información para hacer de Tess, porque normalmente la gente solo se interesa por sí misma y no presta mucha atención a los otros, ni siquiera a sus amigos más íntimos. Pero otras veces tenía la sensación de que no estaba para nada preparada y que me iban a pillar enseguida. Alternaba entre estos dos extremos, como un regulador de volumen que gira primero hasta lo más bajo y después sube hasta un nivel ensordecedor.
Poco a poco se fue completando la cronología de la vida de Tess, pero mi nueva obsesión residía en averiguar sus opiniones acerca de diferentes asuntos. En algunos casos estaban escondidas en la información que me pasaba. Por ejemplo, cuando me dijo que su amiga Susan acababa de dejar un trabajo en el sector de la publicidad para volver a la universidad, quedaba claro por su comentario —«Buena chica»— que apoyaba la decisión. Pero en muchos otros temas no había aclarado su postura de ninguna manera y yo había prestado tanta atención a procesar los datos que se me había pasado preguntársela.
Empecé a configurar otra larga lista de preguntas. Nuestras sesiones de Skype se alargaban. ¿A quién había votado en las últimas elecciones? ¿Cuál era su flor preferida? ¿Tomaba el té con azúcar? A diferencia de lo que había sucedido antes, a Tess ya no le impacientaban mis preguntas. Estaba de un humor extraño aquellas últimas semanas, formal pero a la vez distante y preocupada.
Aparte de aquella noche en la que lloró.
—Tengo mucho miedo —reconoció.
Ahora recuerdo más de aquella conversación. Me acuerdo de que le hice un resumen de lo que Sócrates decía sobre la muerte. «La muerte es o bien un letargo eterno sin sueños en el que no percibes nada o bien el momento en el que el alma se traslada a otro lugar». Le expliqué que por eso no había nada que temer.
Como no dejaba de llorar, cité a Marco Aurelio: «Saber si es el momento de abandonar este mundo o no es una de las funciones más nobles de la razón».
Era como si no me hubiera oído.
—Es que… es el vacío… ¿Me entiendes?
Sollozó, se secó los ojos y repitió de nuevo, con voz más clara: «¿Me entiendes?».
Quería que encendiera la cámara y tuve que recordarle que Adrian me había aconsejado no hacerlo.
—Que se joda Adrian —replicó.
—No creo que sea una buena idea.
Y luego dijo, con esa voz débil, apenas reconocible:
—No puedo hacerlo.
—Claro que puedes —aseveré.
¿Qué otra cosa podía decir?
La policía me preguntó:
—¿Alguna vez expresó dudas sobre su decisión? ¿Se mostró dubitativa en alguna ocasión?
Negué con la cabeza.
Todo lo que puedo decir es que ella estaba alterada y yo trataba de consolarla, de la misma manera en que mi madre me consolaba a mí cuando le decía que no iba a ser capaz de seguir viviendo sin ella.
—Claro que podrás —afirmó—. Eres una chica brillante y fuerte. Lo harás muy bien.
No veía en aquello una actitud contradictoria con su deseo de llevar a cabo el acto. El miedo parecía formar parte de ello. Y el suicidio tampoco era una idea que se le hubiera metido en la cabeza de repente. Tess me afirmó repetidas veces que llevaba años deseando hacerlo. Si durante alguna de nuestras conversaciones me hubiera dicho claramente que no quería, entonces, es evidente, habría apoyado esa decisión por completo. Por supuesto que lo habría hecho.
Aquella conversación puso de manifiesto que, por mucho que yo supiera de ella, había algo que no quería contarme. Ya he comentado que nunca dijimos explícitamente que fuéramos a eludir el tema del suicidio —me refiero a los aspectos prácticos—, pero había un acuerdo tácito de que era algo de lo que no hablaríamos. Supongo que era el único aspecto privado que le quedaba.
Al mismo tiempo, yo era consciente de que en aquellas últimas semanas, mientras yo ultimaba los detalles de mi plan, ella, secretamente, estaba haciendo lo mismo.
Cuando ya solo faltaban dos días para llegar al 14, estábamos hablando por teléfono y le pedí que revisara la manera de escribir los nombres de algunos amigos de la universidad. Cuando terminó de hacerlo, se quedó callada. Luego me miró y dio unos golpecitos a la cámara.
—¿Tienes todo lo que necesitas?
Su tono de voz era tan impersonal como el de un empleado en la ventanilla de un banco.
Recuerdo que eché un vistazo a la tabla —a esas alturas tenía más de dos metros de largo— que había puesto en la pared encima de mi mesa. Había pegado nuevos folios con celo y todo estaba lleno de anotaciones. Lógicamente, también tenía una gran cantidad de información en mi ordenador, pero esa tabla visual me proporcionaba ayuda para la memoria y palabras clave. Sabía que eso podía continuar indefinidamente, que podía añadir un folio tras otro hasta que la tabla de la vida de Tess llenara todos los recovecos de mi piso, continuara desparramándose por las escaleras y siguiera por Albion y a través del túnel de Rotherhithe y más allá, pero había que poner el punto final en algún sitio.
Así que le dije:
—Sí, creo que sí.
Por extraño que parezca, la tristeza que sentí en aquel momento fue incluso más intensa que la que había sentido por mi madre al final; supongo que era porque el sufrimiento de Tess no era visible, parecía mucho más joven y sana. Parecía imposible que no fuera a seguir en este mundo, que alguien con quien había tenido una relación tan cercana fuera a desaparecer.
Sin embargo, eso no se lo podía confesar. Así que no dije nada. Entonces, de repente, estábamos hablando por última vez. Su última mirada a la cámara, aquel saludo dándome las gracias; yo dándoselas estúpidamente a ella; luego mirándola fijamente, absorbiendo todos los detalles de su rostro, la nariz, los pómulos, la boca, hasta que ella levantó la vista, alargó el brazo y apagó la cámara.
El día que se marchó, el 14 de abril, fue un día «normal». No podía arrancar con el trabajo todavía, porque «Tess» pasaría todo el día viajando a Canadá, así que tuve que esperar hasta el día siguiente antes de enviar los primeros e-mails y colgar los textos que anunciaran que había llegado bien a Sointula. Tampoco podía empezar por la mañana; debido a la diferencia horaria, no podía empezar a trabajar de Tess hasta las cinco de la tarde en Reino Unido, que eran las nueve de la mañana en Sointula.
Aunque, claro, no fue un día normal. Aquella mañana me fue imposible hacer nada, aparte de estar tumbada en el sofá con los ojos abiertos pero sin ver. Era como si me hubieran desactivado. Ni siquiera tenía hambre. Solo podía pensar en lo que estaría haciendo Tess; sin embargo, no tenía ni idea de cómo lo estaba haciendo. Mi cabeza daba vueltas, pero sin engranajes que movieran el mecanismo. En cambio, reproducía una serie de diapositivas de escenas imaginarias. Tess a cuatro patas gateando hacia el interior de una pequeña cueva, en alguna cadena montañosa remota, con un bote de pastillas y una botella de vodka metidos en los bolsillos. Después del último trago, se acurrucaba con los ojos cerrados mientras los rayos del sol penetraban en la cueva iluminando su cara. Tess, que salía a la azotea del edificio más alto de Londres, con el viento revolviéndole el pelo mientras miraba por última vez la silenciosa ciudad antes de dar un salto grácil con la cabeza por delante, como una nadadora. Tess, de noche, forzando las puertas de un zoo y metiendo la mano lentamente en un terrario lleno de escorpiones letales. Cuando le picaban, apenas sufría un pequeño sobresalto antes de desplomarse en el suelo.
Naturalmente, sabía que el escenario de la cueva era el único que podía tener alguna semejanza con la realidad, aunque solo remotamente, ya que era imprescindible que con el método utilizado no se pudiera encontrar su cuerpo. También sabía, además de sobra, que la muerte no era un asunto romántico. Sin embargo, sí que lo eran las imágenes que mi mente había decidido reproducir.
Me quedé así varias horas, tumbada en el sofá, presa de aquel estado discapacitado, y luego, de repente, sin previo aviso, se me retorcieron las tripas y tuve un ataque de diarrea tan agudo que me dejó jadeando sobre el váter.
A media mañana sonó el timbre de la puerta, lo cual era un acontecimiento chocante incluso en días normales, y estaba tan tensa que se me escapó una pequeña exclamación. Era el cartero, que venía con una carta certificada para mí. En el interior, doblados dentro de una hoja de periódico, había cuatro billetes de veinte libras, uno de cinco y tres monedas de una libra pegadas con celo en un trozo de cartón; en total, ochenta y ocho libras en efectivo. Debajo de las monedas, alguien había dibujado la boca, los dos ojos y la nariz de una cara sonriente. No parecía un acto propio de Adrian, así que supuse que este primer pago venía directamente de Tess. Ninguno de los pagos siguientes llevaba una sonrisa.
La recepción del dinero me reafirmó un poco en mi propósito —el proyecto Tess ya era mi trabajo oficial—, así que fui a mi mesa y envié un e-mail a Damian: «Te escribo para notificarte mi dimisión con efecto inmediato». Luego traté de distraerme jugando a World of Warcraft, pero por primera vez no fui capaz de meterme en el juego. Me parecía absurdo mandar un manojo de píxeles de aquí para allá. Así que, en lugar de eso, decidí meterme en las cuentas del correo electrónico y de Facebook de Tess. Esta todavía no podía enviar mensajes, pero seguían llegando e-mails a su cuenta y no había ninguna razón que me impidiera leerlos y preparar las respuestas, de modo que estuvieran listas para enviarlas al día siguiente.
Entré en su cuenta de Facebook. A estas alturas, las claves de Tess eran como las mías propias; de hecho, las que me costaba recordar eran las mías. Habíamos redactado las palabras de la última actualización de su estado juntas y la había introducido la noche anterior: «¡Por fin me voy! Me espera una nueva vida. Os quiero a todos». Había veintitrés mensajes debajo, todos eran variaciones de «¡Suerte!» y «¡Te echaremos de menos!».
Aquel día recibió cinco e-mails nuevos, aparte de correo basura; cuatro le deseaban suerte en sus viajes y otro era de una mujer llamada Marnie, que evidentemente no sabía que se marchaba, ya que la invitaba a la fiesta de un cuarenta cumpleaños ese mismo mes en Clapham. «Código de vestimenta: maduras vistiéndose de jovencitas».
No miré mis mensajes en Red Pill hasta más tarde y encontré uno de Adrian. Consistía únicamente en una cita de Aristóteles: «La excelencia moral es fruto de la costumbre. Nos volvemos justos por realizar acciones justas, comedidos por realizar acciones comedidas, valientes por realizar acciones valientes».
Tal y como os he dicho, ahora ya tengo más claro lo que pasó aquel día, debido al rastreo que la policía hizo de su pasaporte. Viajó a Portsmouth y allí se embarcó en el ferry con destino a Bilbao. Llegó a España al día siguiente a la hora de comer y su pasaporte quedó registrado en el puerto. A partir de ahí, nadie sabe adónde fue ni qué hizo. Desapareció.
He visto el barco en el que viajó, el Pride of Bilbao. Hay algunos vídeos en YouTube, subidos por gente que ha hecho esa travesía, y los he visto todos. Tiene una pinta horrible. Los camarotes son tan fríos como la sala de espera de un hospital. Los pasajeros son o muy mayores y están tomando té en silencio junto a las mesas de la cafetería o bien son muy jóvenes y ruidosos, grupos de chicos o de chicas idiotas con cervezas en vasos de plástico echándoselos los unos a los otros. Hay unas cuantas filas de máquinas tragaperras y una tienda de regalos donde se venden peluches baratos y cajas de caramelos de chocolate Minstrels. No es para nada un sitio del estilo de Tess.
La explicación más evidente para una elección tan sorprendente del medio de transporte es que tuviera la intención de tirarse por la borda en mitad de la noche, pero que, a la hora de la verdad, no se hubiera atrevido. Pensé en ella, sola en la oscuridad de la cubierta, apoyada en la barandilla mirando hacia abajo, incapaz de ver el mar, pero escuchando el siseo oscuro de la masa de agua, lista para recibirla.
Pero, si había tenido la intención de suicidarse en aquel momento, ¿por qué no lo hizo?
A menudo he pensado en Tess en aquel ferry, tumbada en un minúsculo camarote de plástico, con la cabeza sobre una almohada plana, escuchando los chillidos de los gamberros borrachos que estarían en el pasillo, al otro lado de la puerta. En uno de los vídeos se ven delfines nadando junto al barco. Espero que al menos viera algunos.
Como ya he dicho, cuando llegó a España desapareció sin dejar rastro.
Pero volvamos al día de su marcha. Según fue pasando el tiempo, ya no aguantaba ver cómo se sucedían las horas mientras un montón de ideas improductivas daban vueltas en mi cabeza y, a media tarde, hice algo que no había hecho antes: me tomé unas pastillas para dormir de mi madre y me quedé sopa.
Me desperté, aturdida, a la hora de comer del día 15 y, por fin, llegaron las cinco de la tarde y podía comenzar. Me metí en la cuenta de correo de Tess y envié los mensajes ya redactados a su madre y a sus amigos Simon y Justine. El cuerpo de texto de cada mensaje era el mismo: había llegado; el viaje había sido interminable; había atisbado una foca desde el transbordador; la isla era muy bella, y había alquilado una habitación en la casa de huéspedes, que se encontraba a una manzana del mar. En los e-mails a Simon y Justine, añadí que, cuando el barco atracó, había un hombre tocando el ukelele en el muelle, «como si un comité de bienvenida hubiera esperado mi llegada», y que la casa de huéspedes era un poco disparatada pero de una forma encantadora, con cortinas rosas de algodón y animalitos hechos de hormigón en el jardín.
A continuación actualicé su estado en Facebook. Esto me causaba más aprensión, ya que, a diferencia de los e-mails, era «en vivo». La actualización decía: «¡Por fin he llegado! Echa polvo, pero feliz. ¡He visto mi primera foca!». Escribí la palabra «hecha» mal, sin la hache, tal y como pensaba que la escribiría Tess.
Casi al instante, la gente comenzó a responder con excitados mensajes de ánimo. Había decidido que no respondería inmediatamente, porque después de meterme en Facebook para actualizar su estado me había —Tess, en realidad— vuelto a meter en la cama para neutralizar los efectos del jet lag.
Puede sonar extraño, pero la vida de Tess en Sointula me pareció real desde el principio. No porque tuviera mucha imaginación, más bien era porque había investigado tanto sobre ella y la isla que cada detalle cobraba vida. Recuerdo que, después de cerrar la sesión de Facebook aquel primer día, me tumbé en el suelo y cerré los ojos. Los ruidos de Albion se desvanecieron y yo era Tess, tumbada en la cama de la casa de huéspedes, aturdida por el sueño, sufriendo los efectos del jet lag, a miles de kilómetros de distancia de cualquier cara conocida. No había echado las cortinas del todo, por lo que el último sol de la tarde iluminaba una parte de la habitación, calentando las motas de polvo que flotaban en el aire. Se oían los chillidos de las gaviotas desde el mar y algún que otro coche pasaba lentamente por la calle, delante de la casa.
Sabía exactamente cómo transcurriría el resto de su día. Se despertaría tras un sueño ligero, se pondría sus pantalones cortos de denim —aunque en realidad no hacía tan buen tiempo como para llevarlos— y caminaría hasta la calle principal de la isla, a unas pocas manzanas de distancia. Entraría en la tienda de ultramarinos y observaría las filas de extraños alimentos canadienses pensando que, en poco tiempo, las desconocidas marcas de pan y sopa se volverían familiares y dejarían de llamarle la atención. Me la imaginé caminando por las calles y mirando por las ventanas de las casas de madera; viendo las palabras «Se alquila» pintadas sobre un trozo de madera recuperada del mar colgado delante de una de ellas y preguntándose si esa sería su nueva casa.
Lógicamente, yo ya sabía qué apartamento iba a alquilar —porque lo había planificado e investigado— y no se trataba de esa casa. Pero era como si la Tess que vivía en mi cabeza no lo supiera todavía. Me lo estaba imaginando como si Tess todavía estuviera viva y todo ocurriera de verdad; como si fuera un personaje que realmente se estaba embarcando en esta aventura, este «viaje a lo desconocido». Como si no supiera que yo era la que llevaba las riendas de su destino.
Aquellas primeras semanas de la nueva vida de Tess en Sointula fueron las más ajetreadas en cuanto al volumen de correspondencia, pero también las más fáciles. Todos los e-mails que enviaba y recibía se parecían: impresiones sobre la isla, expresiones de excitación plagadas de signos de exclamación porque había visto un albatros y —para aquellos que todavía no se habían enterado— explicaciones sinceras de los motivos por los que se embarcaba en esta nueva vida, además de aclarar que el nombre «Sointula» significaba «lugar de armonía» en finés. Había dedicado tanto tiempo a preparar cada detalle de su nuevo plan de vida que no tenía necesidad de crear nada nuevo. La tarea consistía, simplemente, en ir racionando la información poco a poco, como rellenar un examen cuyas respuestas conocía perfectamente de antemano.
Naturalmente, había algunos mensajes que no encajaban con lo que había planeado. Por ejemplo, a los diez días, Tess recibió un e-mail de una mujer llamada Jennifer, que no estaba en Facebook y que al parecer no sabía que Tess se había ido a Sointula. Decía que la había visto el día anterior en la Alhambra, que es un lugar turístico de Granada, en España. «Iba a acercarme a saludarte, pero a Ned le dio uno de sus ataques —ponía— y, cuando terminé con él, ya te habías ido. P. D. ¡Me encanta tu nuevo pelo!». Pensé en la posibilidad de contestarle que se había equivocado, pero no tenía información sobre esa Jennifer y no estaba claro si Ned era su marido o su hijo, así que no lo hice.
Durante aquellas primeras semanas en Sointula, Tess descansaba y exploraba la isla. Descubrió algunas cosas que la sorprendieron agradablemente, como la sauna pública y la tienda de una cooperativa en la que trabajaban voluntarios dos horas cada semana a cambio de alimentos a precio reducido. La isla tenía un solo cajero automático y un bar que gestionaba un anciano. Este se presentó a Tess cuando ella pasó por delante del local —no iba a beber nada de alcohol, porque pretendía ser abstemia en su nueva vida—. «Pintoresco» era una palabra que usaba frecuentemente. Se compró una bicicleta de segunda mano por treinta dólares. Un día, mientras desayunaba crepes de trigo sarraceno, la casera le contó que habían visto una orca cerca de la costa el día antes de su llegada a la isla. Le encantaban la paz y el ritmo lento de la vida en la isla. «Tengo la sensación de que puedo respirar por primera vez en años», escribió. No tenía ninguna duda de que la decisión de venir aquí había sido acertada.
Al cuarto día cambié su foto de perfil y subí otra en la que aparecía de pie en la playa de Sointula. Monté la foto recortando la silueta de Tess en pantalones cortos de una de las fotos que se había sacado en su habitación y superponiéndola a una imagen de Sointula que encontré en Flickr.
Después de seis días, Tess encontró su apartamento y entró a vivir en él una semana más tarde. Redacté una descripción florida de su nueva casa: era pequeña pero dulce, y se podía ver un atisbo del mar desde la ventana de la cocina. Incluso el pequeño retrete le pareció «pintoresco».
Hubo algo que me resultó difícil aquella primera semana. El quinto día dejé uno de los mensajes ya grabados en el contestador de la madre de Tess. Ella me había asegurado que Marion nunca faltaba a las sesiones del grupo de lectura los miércoles por la noche y que no habría nadie que pudiera contestar al teléfono fijo, pero por si acaso llamé activando la opción de número oculto. Todo transcurrió según el plan previsto. Marion no contestó, saltó el buzón de voz e inicié la reproducción del mensaje grabado en el momento exacto. Pero cuando sonó la voz de Tess —«Hola, soy yo. Solo quería decirte que estoy bien»— produjo un efecto inesperado en mí y los pensamientos que había reprimido desde el día de su marcha volvieron a aflorar. Ella estaba muerta en alguna parte del mundo. ¿Cómo lo había hecho? ¿Dónde estaba su cuerpo? ¿Alguien la había encontrado? Las imágenes que inundaron mi mente ya no eran románticas: el calor del sol había abandonado la cueva hacía mucho y el cuerpo acurrucado de Tess estaba frío y tieso. Pensé, de manera irracional, que debía de sentirse muy sola en la muerte.
Sin embargo, procuré no recrearme en semejantes reflexiones, porque aquellas primeras semanas fueron ajetreadas. Me sumergí en la tarea de construir la vida de Tess. Imaginaba lo que llevaba puesto cada día, lo que comía y lo próximo que compraría para su nuevo apartamento. Era como tener un avatar, pero mucho mejor.
Sin embargo, también había reglas o, mejor dicho, una regla principal. Fuera la que fuese la actividad de Tess, tenía que ser algo que la auténtica Tess habría hecho. Tenía que mantenerme fiel a su carácter, incluso en lo referente a los detalles más pequeños a los que nadie de su entorno prestaría atención.
Por ejemplo, por medio de mi investigación descubrí que había una pequeña tienda de antigüedades en Sointula, en una perpendicular a la calle principal. La propietaria era una mujer que exponía sus artículos en la sala de estar de su casa y solo atendía con cita previa. Habría podido obviar su existencia en los e-mails —personalmente, no tenía ningún interés por las antigüedades— y ninguno de los amigos y familiares de Tess se habría enterado. Sin embargo, sabía que era muy probable que Tess acabara descubriendo esa tienda. Le gustaba caminar y, ya que la isla era tan pequeña, lo más seguro era que hubiera bajado por esa calle, hubiera visto el cartel en la ventana de la casa de esa mujer y hubiera llamado al número de teléfono allí escrito para concertar una cita y ver qué artículos tenía. Así que eso fue lo que hizo. Describí a Justine en un largo e-mail lo que había encontrado en la tienda. La adquisición que más le gustó fue una jabonera de peltre en forma de venera. Yo lo había visto anunciado en la página web de la tienda y pensé que pegaba totalmente en el retrete de su casa.
Del mismo modo, me di cuenta de que necesitaba saber todo lo que estaría haciendo Tess y la ropa que llevaría, no solo lo más básico para actualizar Facebook o mandar en un e-mail. Me pareció importante conocer todos los detalles de su día a día, incluso aquellos que no fuera a utilizar.
Siempre he sido así. Cuando pensábamos que iba a ir a la universidad, mi madre me dijo que debía llevar un traje para la entrevista, así que fuimos a comprar uno a Evans, en Brent Cross. La americana que encontramos tenía el forro de color rosa claro, pero solo en el cuello y en los puños, de modo que cuando la llevabas puesta no se notaba que no estaba completamente forrada. Sin embargo, si te la quitabas se veía el nailon sin forro del interior. Eso no me gustaba nada y le pregunté a mi madre si podíamos comprar una que estaba completamente forrada, a pesar de que costaba veinte libras más. Ella explicó que daba lo mismo, ya que no me iba a quitar la americana en toda la entrevista; pero a mí no me daba igual, porque sabría que no estaba completamente forrada por dentro. Fue una de las pocas ocasiones que pueda recordar en las que no estuve para nada de acuerdo con ella.
Teniendo en cuenta la diferencia horaria con respecto a Sointula, solo podía «ser» Tess por la tarde y por la noche, así que me adapté rápidamente a una rutina de trabajo desde las cinco de la tarde hasta las ocho de la mañana. Dormía durante el día y me despertaba de nuevo a las tres de la tarde para preparar el trabajo de ese día. Una vez me contaron que los actores de teatro necesitan estar solos en el camerino media hora antes de subirse al escenario para «meterse en la piel» de su personaje. Pero eso es solo para una función de dos horas y tienen un guion con todo lo que van a decir. En mi caso, cuando daban las nueve de la mañana en Sointula yo ya estaba subida en el escenario asumiendo el papel de Tess, y ahí me quedaba las siguientes dieciséis horas. Tenía que improvisar cada día y la historia podía tomar cualquier rumbo.
Lógicamente, no estaba enviando y recibiendo mensajes cada minuto del día, pero, incluso cuando no estaba conectada, seguía trabajando. Tenía que planificar mis respuestas, comprobar detalles, investigar anécdotas que quería usar más adelante. También tenía que preparar los siguientes pasos que iba a dar, y eso requería mucho trabajo mental. Encontré una web que daba consejos a escritores de ficción. Recomendaba crear una «historia de trasfondo» para los personajes, de modo que cobrasen vida. Decidí aplicar esto con cada nuevo personaje que entraba en la vida de Tess. Me pareció difícil, hasta que un día me di cuenta de que podía tomar prestados detalles de las vidas de personas que yo conocía. De manera que Jack, el hombre mayor con el que Tess estuvo charlando en la puerta de la sauna, había perdido a su mujer después de treinta y siete años de matrimonio por culpa de un cáncer de ovarios, se tomaba un gran vaso de Bailey’s Irish Cream todos los días a las cinco de la tarde y mantenía en secreto su adicción por el juego en Internet —igual que el señor Kingly, el jefe de mi madre en Bluston’s—. La madre de Natalie —la alumna de Tess— estaba pensada tomando como modelo a nuestra vecina Ashley, que vivía dos portales más abajo en Leverton. Criaba conejillos de Indias y podíamos oír sus chillidos desde nuestro jardín.
También tenía que practicar para escribir como ella. Nuestros estilos eran muy diferentes —por ejemplo, ella raras veces escribía frases completas— y tenía que revisar incluso las palabras más simples y cotidianas para decidir si sonaban auténticas o no. Incluso debía concentrarme cuando escribía las actualizaciones de estado o los e-mails más breves y sencillos. Tess tendía a dirigirse a sus interlocutores de manera enfática, con signos de exclamación y a veces mayúsculas —¡¡NINA!!— y a menudo con motes, como Bollito, Pauly o Big J. Como si no bastara con su ortografía y su gramática erráticas, también usaba un argot desconocido para mí: «eso está de menta», «¿te encularon anoche?». A veces no conseguía dar con el significado de una frase determinada ni después de una amplia búsqueda en Google y tenía que tratar de sacarlo por el contexto. Aún no sé si llamar a alguien «peluche» es un cumplido o todo lo contrario.
A lo largo de la fase previa a su marcha, estuve practicando escribir con el estilo de Tess, bajo su supervisión. Ya que tenía acceso a sus cuentas de Facebook y correo electrónico, y los consultaba con más regularidad que ella a lo largo del día, a menudo era la primera en ver los nuevos mensajes que habían llegado o lo que cualquiera escribía en su muro. Así que organizamos un sistema mediante el cual yo redactaba la respuesta como si fuera Tess y la guardaba en su carpeta de borradores. Luego, cuando entraba en su cuenta, veía si mis esfuerzos habían tenido resultado y lo comentábamos en la conversación de Skype por la noche, como si ella fuera mi profesora.
—No uses «qué pasa» para saludar a Misha Jennings —me dijo—. Solo le digo eso a Daniel Woolly, es algo entre nosotros dos. Con Misha normalmente uso «tía» al principio, pero me despido con «la di da». Es una referencia a la película Annie Hall.
O también:
—Aunque escribiese a Alex que la fiesta de Steve fue a.l.u.c.i.n.a.n.t.e., eso no quiere decir que tengas que poner puntos después de cada letra en todos los adjetivos que uso. Solo lo hago de vez en cuando para divertirme, no es una costumbre.
Había muchas pequeñas cosas que tenía que aprender, entre códigos, chistes privados y costumbres, y aunque apuntaba todo en mis documentos, todavía no tenía la suficiente confianza como para escribir como ella sin buscar otras referencias y comprobar varias veces la correspondencia previa. Además, todavía quedaban varios misterios que no habían sido esclarecidos: en el 2008, por ejemplo, hizo varias referencias a alguien llamado el Zetty, pero, por mucho que lo intenté, no fui capaz de descubrir a quién se refería ni por qué añadía el artículo delante de un nombre de persona.
Luego estaba el tema de las fotos. Tenía que encontrar fondos apropiados en Flickr que pudieran pasar por ser de Sointula, pero sin que estuvieran demasiado definidos, que pertenecieran a la estación del año adecuada y que mostrasen las condiciones meteorológicas de ese momento en la isla, y además que encajaran con las poses de Tess.
Por todo ello, en aquel primer mes solo dejé el piso para comprar comida. Tesco Extra estaba abierto las veinticuatro horas del día, así que una vez por semana hacía una pausa en el trabajo y salía en medio de la noche, a las cuatro de la madrugada. Solo estábamos los reponedores de mercancías con los cascos puestos, un solitario cajero demasiado agotado como para ponerse a cotorrear y yo. De esta manera, mi contacto con el mundo «real» quedó minimizado hasta tal punto que podía ignorar su existencia totalmente.
Dejé de lado mi propia vida tal y como había sido. Seguía metiéndome en Facebook y en mi cuenta de correo electrónico todos los días, lo primero por costumbre y lo segundo para ver si Adrian me había enviado algún mensaje. Aparte de las citas semanales que me enviaba a través de Red Pill, no había tenido noticias de él desde la marcha de Tess —incluso desde un tiempo antes de eso—. Su dirección de Red Pill era la única que tenía de él, mi única forma de ponerme en contacto, pero me había dejado claro que no debíamos hablar del tema por ese canal, por miedo a los hackers cotillas. Sabía que él podría encontrar mi correo electrónico consultando los datos con los que me había registrado en el sistema de la web, así que supuse que nos comunicaríamos por esa vía.
Hasta el momento no había necesitado su ayuda y sospechaba que me estaba dejando en paz para demostrar que confiaba en mí. Sin embargo, pensé que estaría bien que hubiera una vía de comunicación abierta para el momento en que lo necesitara, si es que ese momento llegaba; después de todo, aquel día en Hampstead Heath Adrian había afirmado que, si me encargaba del trabajo, él estaría a mi lado hasta el final, que lo tendría siempre presente para darme consejos y apoyo.
No había nada hasta que una noche, dieciséis días después del inicio del proyecto, miré mi e-mail, donde solo esperaba encontrar los típicos correos basura, y vi un mensaje que me notificaba que tenía una nueva solicitud de amigos en Facebook.
Esto no era un evento muy común. Habían transcurrido varios meses desde que había recibido la última, y en esa ocasión se debió a un error: era de un hombre que me llamaba «nena» y que me decía que la noche anterior yo tenía «un aspecto estupendo».
Esta nueva solicitud también era de una persona que no conocía, llamada Ava Root. Era un nombre peculiar que seguramente habría recordado si me lo hubiera encontrado antes, por lo que estaba a punto de eliminarlo cuando vi que había un mensaje asociado a la solicitud: «¿Qué pasa? ¿Cómo lo llevas?».
Era una pregunta neutral, pero había algo de ese «¿qué pasa?» que me sonaba y solo tardé un momento en darme cuenta de que era una frase que Adrian usaba al principio de cada uno de sus podcasts. Era, esencialmente, su latiguillo, y la pronunciaba de manera diferente cada vez: a veces con énfasis, como si fuera el presentador de un concurso televisivo, mientras que en otras ocasiones lo hacía de manera rápida y en voz baja, sin apenas articular las sílabas.
No había pensado en la posibilidad de que pudiera contactar conmigo a través de Facebook, pero eso se debía solo a que no había encontrado a ningún Adrian Dervish cuando lo había buscado. No se me había ocurrido que podría haberse registrado bajo una identidad falsa para comunicarse conmigo, aunque entonces me percaté de que tenía sentido: a fin de cuentas, no había razones para pensar que un hacker pudiera interesarse por los mensajes entre mi vieja amiga Ava y yo.
Mis intuiciones fueron confirmadas cuando acepté la solicitud de amistad y eché un vistazo al perfil de Ava Root. No había nada allí, solo una página vacía, aparte de su nombre, y yo era su única amiga. Ahora me daba cuenta de que incluso la elección del nombre de «Ava Root» señalaba que Adrian estaba detrás: ese nombre tenía la misma cantidad de letras y sonaba parecido al de su heroína, Ayn Rand.
Me alegré y me sentí aliviada de que por fin se pusiera en contacto conmigo, aunque, como ya he dicho, tenía la sensación de que estaba manejando la situación adecuadamente por mi cuenta y no tenía ninguna pregunta ni asunto concreto que comentar. Contesté a su mensaje con un breve resumen del progreso del proyecto hasta la fecha, pero sin referencias explícitas, por si acaso. Si alguien, por casualidad, se topaba con el mensaje, no tendría ni idea de sobre qué trataba. «La susodicha llegó a su destino sin interferencias; se está habituando bien a su nuevo entorno, explorando la isla. Madre: siete correos hasta la fecha y una solicitud de llamada telefónica, aplazada por la susodicha» y datos de este tipo. Al final, añadí: «Solo para confirmar, ¿a partir de ahora nos comunicaremos por esta vía en lugar de con MP?».
Un día después llegó la respuesta: «Buen trabajo. Sí, usa esta vía».
Luego, la semana siguiente, llegó una intromisión menos bienvenida desde el mundo exterior. Una tarde, mientras estaba durmiendo en el sofá, me despertó bruscamente el timbre de la puerta. No había explicación para una visita: era jueves y ya había recibido mi dinero de esa semana. Abrí la puerta y encontré a un hombre indio que llevaba una camisa manchada, quien me explicó que venía del restaurante de abajo.
—Tenemos un problema con el agua —dijo.
No sabía de qué me estaba hablando, así que, apremiada por aquel hombre, me puse el albornoz encima del pijama y lo acompañé hasta el restaurante. Era la primera vez que entraba. Como solo eran las tres de la tarde y todavía no habían abierto el restaurante, no había clientes y las mesas estaban vacías, a excepción de los manteles de papel. Había luces de Navidad pegadas a la pared con cinta americana y un olor rancio a levadura en el aire.
Él hizo un gesto señalando la zona del bar, donde otro camarero estaba secando el mostrador con bolas de papel de cocina. Dijo que había una fuga que venía de mi piso y, efectivamente, se veía una gran mancha húmeda en un punto del techo que aproximadamente estaba debajo de mi cuarto de baño. Me explicó que el agua había mojado los cables y el equipo electrónico del mostrador, de modo que no podían usar ni el teléfono ni el lector de tarjetas, sin los cuales no podía funcionar su negocio. Estaba claro que esperaban que hiciera algo para remediarlo.
Os ahorraré los detalles de lo que pasó, pero, en resumen, uno de los camareros llamó a un fontanero, quien descubrió que las tuberías perdían agua debajo de mi baño. Tendría que abrir el suelo para arreglarlas. Además, el camarero me dijo que tendría que pagar por los daños causados en el restaurante. En total, me costaría unas seiscientas libras.
—Te lo pagará el seguro —explicó el fontanero, un hombre excesivamente jocoso con la cabeza rapada y llena de bultos.
El problema era que yo no tenía seguro. No pensé en contratar uno cuando compré el piso. Y tampoco tenía ahorros. El dinero que ganaba por mi trabajo con Tess cubría mis gastos más básicos y nada más; no se me había ocurrido que podría necesitar más para cualquier imprevisto. Busqué maneras de obtener dinero de manera rápida en Google y me salieron una serie de enlaces a empresas financieras que ofrecían préstamos personales. Llamé al primer número y un hombre aceptó prestarme seiscientas libras a cambio de unos intereses absurdamente altos.
Estaba claro que para poder pagar el préstamo iba a necesitar ingresos adicionales. Envié un e-mail a Damian preguntándole si podía recuperar mi empleo y recibí una respuesta seca diciendo que no había trabajo para mí y que, además, mi manera de dimitir le había parecido ruda y poco profesional. Así que me puse a buscar en Internet otro trabajo de probadora de software que pudiera hacer desde casa. Pero los pocos trabajos disponibles requerían acudir a una oficina; además, parecían exigir un título universitario que yo no tenía, además de cartas de recomendación, y dudaba mucho que Damian fuera a redactarme una. Supongo que no había sabido apreciar que, aunque el trabajo para Testers 4 U fuera aburrido, era muy raro que te dejaran trabajar desde casa y elegir tu propio horario.
Otro trabajo «normal» quedaba descartado. Para empezar, no tenía tiempo. Mi trabajo con Tess me ocupaba casi toda la noche y tenía que dormir durante el día. Y aunque el tiempo no hubiera sido un problema, mis experiencias previas me habían demostrado que no era apta para trabajar con otras personas. Primero, el verano después de terminar el bachillerato, intenté trabajar como voluntaria en una tienda benéfica de la Asociación de Protección de Gatos, en Kentish Town Road. Uno de los voluntarios era un hombre obeso que fumaba y el olor que desprendía al volver a la tienda después de fumarse un cigarrillo, la mezcla de nicotina y ropa vieja y sucia, era tan repulsivo que solo duré una mañana.
Luego estaba la semana en Caffè Nero. Me dieron una redecilla para el pelo y me enviaron a la sección de pastelería. Un cliente pedía el café a mi compañero en la caja, un chico que se llamaba Ashim, quien preguntaba si quería algún pastelito; si decía que sí, yo tenía que recoger el dulce en cuestión con unas pinzas y colocarlo en una bolsa o sobre un plato, dependiendo de que fuera para llevar o para tomar allí. Fuera de la vista de los clientes, había una lámina pegada con celo que mostraba fotos de todos los productos.
Después de una hora, ya estaba a punto de decirle a la encargada que no estaba dispuesta a seguir trabajando en semejante puesto. Ella se me adelantó echándome la bronca por comer los trozos que se desprendían de los cruasanes, a pesar de que eran un desecho que no se podía vender, tal y como le señalé. Me envió al puesto de friegaplatos, que era mejor, porque así podía dar la espalda a los clientes, pero la encargada no tardó en encontrarme errores también allí. Para aliviar el tedio, había decidido canturrear, tratando de mantener la misma nota durante el tiempo que me llevaba fregar cada objeto, y eso, al parecer, molestaba a los clientes. Sin embargo, estaba decidida a seguir canturreando y bajé el volumen de mi voz gradualmente, hasta que dejó de venir a quejarse.
Durante los descansos de quince minutos me quedaba en una habitación al fondo sentada sobre una caja que contenía pañuelos de papel, escuchando el pum-pum-pum de la música de los cascos de Ashim mientras él enviaba SMS a sus amigos y viendo a Lucy, la camarera, sacarse de las mangas de la cazadora las pruebas de maquillaje que acababa de robar en la droguería.
Cuando lo dejé, no fue con un dramático arrebato de ira; no tiré mi redecilla de pelo al suelo para después salir corriendo. Un día, a la hora de comer, salí a comprar patatas fritas y simplemente no volví. Era un viernes y me debían el sueldo de aquella semana, pero no se lo reclamé. Mi madre comprendió por qué lo había dejado. Creo que le gustaba tenerme otra vez en casa a su lado.
Una vez, Tess puso un ejemplo en una cafetería para explicar cómo sus diferentes estados de ánimo afectaban a su comportamiento.
—Cuando estoy en forma, es como estar en un Starbucks regateando con el chico del mostrador, intentando que me rebaje cincuenta peniques de mi café exprés doble —explicó—. Solo para divertirme, para demostrar lo encantadora que soy. Pero cuando estoy de bajón me siento como si no mereciera siquiera que me den el cambio.
En todo caso, volviendo al hilo de mi argumentación, yo no estaba hecha para un trabajo «normal». Fue entonces cuando empecé a pensar en alquilar una habitación a alguien.
Supongo que no hace falta que os diga que la idea de tener a otra persona viviendo en el piso no me parecía muy atractiva. No era el hecho de que tendría que dejar mi habitación y trabajar y dormir en el salón; eso no me importaba. Pero no me gustaba la idea de tener que conversar a la ligera y atender las necesidades de un extraño. Yo me encontraba a gusto en el piso tal y como estaba, pero era consciente de que mi forma de vivir podía no gustarle a todo el mundo y que el inquilino podría desear tener muebles, cortinas y más de dos cucharillas. También significaría obrar con muchísimo más cuidado en mi trabajo con Tess. Como ya he mencionado, hasta ese momento había tenido mis notas abiertamente expuestas en la pared encima de la mesa. Necesitaría poner una cerradura en la puerta para cuando no estuviera en casa y tal vez tendría que pegar mi gran póster de El Señor de los Anillos sobre las notas para mayor seguridad cuando estuviera en casa.
Sin embargo, un inquilino parecía la opción más lógica; de hecho, la única opción. Pensé que lo mejor sería poner en el anuncio que se trataba de una habitación con un alquiler bajo, el mínimo que necesitaba para poder pagar el préstamo, y dejar muy claro que, a cambio, el inquilino debía aceptar ciertas reglas.
Puse un anuncio en la sección «Habitación en alquiler» de la web Gum-tree.com:
Pequeña habitación en un apartamento compartido en Rotherhithe. Es fundamental que seas una persona tranquila y que pases mucho tiempo fuera. Cuando estés en casa, «mantendremos las distancias». Los aficionados al curry serán bien atendidos. Sesenta libras a la semana.
Menos de diez minutos después de publicar el anuncio, ya había recibido siete respuestas. Al final del día, había más de cien. No era consciente de que podía haber tanta demanda de alojamiento barato en Londres. Compuse una lista de finalistas al azar, uno por cada diez e-mails que recibía, y les invitaba a ir a ver el piso. Las visitas serían a partir de las tres de la tarde, para que el olor a cebolla del restaurante estuviera en su punto álgido y no tener que sufrir discusiones sobre ese tema más adelante, cuando descubrieran esa característica. De hecho, algunos de ellos se despidieron en cuestión de minutos. A otros, la cama individual era lo que no les terminaba de convencer.
Sin embargo, la mayoría no eran tan escrupulosos e incluso trataban de ver el lado positivo del piso.
—¡Muy minimalista! —exclamó un hombre de mediana edad y se embarcó en un larga explicación, que no le pedí, de cómo él también se encontraba en una fase de transición en su vida. Preguntó si me importaba que su hija de cuatro años viniera a verlo cada dos fines de semana. Le informé de que sí me importaba. Una chica de Polonia trató de establecer una conversación preguntándome sobre mis gustos musicales y otros temas, hasta que me di cuenta de que me estaba entrevistando para averiguar si íbamos a llevarnos bien o no. Le tuve que dejar claro que no necesitaba una amiga; solo necesitaba a alguien que pagara el alquiler y que se mantuviera alejado la mayor parte del tiempo.
A menudo me veía obligada a interrumpir las visitas yo misma, cuando era evidente que aquello no iba a funcionar. Un candidato —un hombre mayor que estaba calvo salvo por una banda de pelo alrededor de la cabeza, como los anillos de Saturno, y apestaba a humanidad— me informó de que le iban «las chicas grandes». Otro, un chico joven africano, llevaba una Biblia en el bolsillo de la chaqueta de pana, lo cual significaba que había que excluirlo, a pesar de que, por lo demás, cumplía con los requisitos; apenas hablaba y se limitaba a asentir y a sonreír.
La mayoría de los candidatos eran extranjeros, estudiantes de África o de Europa del Este. No sabía si era mejor tener a un extranjero, porque su inglés sería más limitado, o peor, porque todos, sin excepción, estaban aprendiendo inglés durante su estancia y podían pretender practicar conmigo. Después de analizarlo, llegué a la conclusión de que un extranjero sería mejor, porque también sería una ventaja para mí que no estuvieran familiarizados con las costumbres y las tradiciones inglesas, ya que así era más probable que aceptaran las mías.
De modo que resulta bastante irónico que fuera Jonty quien terminó quedándose, porque no solo es inglés —bueno, galés—, sino que también es una de las personas más locuaces que he conocido en mi vida. Pero eso no lo sabía cuando lo acepté como inquilino. Aquel primer día me causó una falsa impresión. Durante la visita estuvo inusitadamente callado; más tarde me confesó que tenía tal resaca que temía vomitar si abría la boca. Su aspecto era llamativo, pero no desagradable: era bajo y fuerte, con unos hombros desproporcionadamente anchos bajo una trenca y un pelo rubio de pincho. Dijo que tenía veinticinco años, pero por su cara parecía mucho más joven.
Asintió con la cabeza cuando le pregunté si iba a pasar mucho tiempo fuera del piso y volvió a asentir cuando le expliqué que mi trabajo requería mucha concentración y que tenía que trabajar toda la noche y dormir todo el día, así que, si lo que buscaba era una «compañera», estaba en el lugar equivocado. Negó con la cabeza cuando le pregunté si tenía muchas pertenencias. Parecía que el piso le gustaba de verdad, lo cual resultaba extraño. No le importó que la cama fuera individual —«de todas maneras, nunca consigo pillar» fue una de las pocas cosas que dijo— y la ausencia de cortinas y otros muebles no pareció sorprenderle. Así que inmediatamente pensé que podría valer. Estaba ya cansada de ver a tanta gente, ese proceso me estaba quitando un tiempo que debería haber dedicado a Tess, y no me quedaba dinero.
El día que entró Jonty, con una bolsa de deporte como único equipaje —la falta de posesiones fue la única promesa que cumplió—, ya era mucho más hablador, muy a mi pesar. Llamó a mi puerta y apenas esperó antes de entrar, como si una conversación en mi habitación hubiera formado parte de un horario acordado. Gracias a Dios, había sido lo suficientemente precavida como para cubrir los apuntes de Tess con un póster. Jonty se sentó en el sofá, que ya era mi cama, y empezó a contarme todo sobre él. Era natural de Cardiff, donde había tenido un trabajo bien remunerado como comercial de American Express, pero había decidido venir a Londres para convertirse en actor. Me contó una larga anécdota sobre su «revelación», que había tenido lugar mientras estaba convenciendo a una mujer de que obtuviera otra tarjeta de crédito. De repente se dio cuenta de que debía hacer algo más provechoso con su vida: «Seguir mis sueños, todas esas bobadas». Se había matriculado en una academia dramática en King’s Cross y se había puesto un plazo de un año para triunfar; sus ahorros no daban para más.
Parecía que Jonty no era capaz de hacer nada sin informarme previamente. Su primera noche en el piso llamó a mi puerta para contarme que iba a «explorar el barrio». Le dije, sin abrir la puerta, que no le llevaría mucho tiempo, ya que no había nada que ver en Rotherhithe. Lo oí entrar unas horas más tarde y, cuando salí de mi habitación para ir al baño, se abrió la puerta de su dormitorio y comenzó a cotorrear sobre su experiencia.
—¡No me habías dicho que estábamos tan cerca del río! —exclamó (yo no lo sabía).
Continuó charlando sobre un pub «increíble» en la siguiente calle que se llamaba el Queen Bee, que estaba, y cito literalmente, «lleno de un montón de ancianos chiflados de la vieja guardia». Uno de ellos le había invitado a tomar un huevo en escabeche que estaba en un bote al lado de la barra. Sabía que seguiría alargando aquella agotadora conversación si le decía que yo no había «explorado» nada más allá de Tesco Extra.
El caso es que Jonty es así. Cualquier respuesta que le des, incluso un simple «¿de verdad?», es como echar leña al fuego. Así que, cuando regresaba de sus aventuras por Londres con todas esas historias —que había encontrado una tienda con animales disecados en Islington, que había nadado en una piscina al aire libre en el parque de Brockwell—, yo asentía con la cabeza, pero no contestaba.
Jonty afirmaba que no conocía a nadie en Londres, pero parecía hacer nuevos amigos muy rápidamente. Una noche, solo unas semanas después de su llegada, sus nuevos compañeros de la academia dramática lo metieron en un contenedor y lo tiraron rodando por la colina de Primrose. Aparentemente, eso era un gesto afectuoso.
Por suerte, su deseo de «disfrutar a tope de Londres» significaba que pasaba la mayoría de las noches fuera, pero, aun así, yo debía tomar precauciones, porque nunca sabía cuándo iba a regresar. Escondí la cronología de Tess bajo tres grandes pósteres de El Señor de los Anillos y coloqué una cerradura en mi puerta. También quité la alfombra del pasillo para poder oírlo cuando se acercaba caminando sobre el suelo de madera. Regresaba en plena noche, cuando yo estaba despierta trabajando en el proyecto Tess. Me quedaba de piedra cuando oía sus pasos y dejaba de teclear. Oía cómo se paraba delante de mi puerta un momento antes de regresar a su habitación.
Con todo, los aspectos prácticos de la convivencia fueron un reto. Por fortuna, mi horario de trabajo con Tess implicaba que podía usar la cocina por la noche, cuando él dormía, pero alguna que otra vez todavía estaba despierto y, cuando oía mis movimientos en la cocina, se acercaba vestido con los pantalones del chándal para «charlar». A veces encargaba comida en el restaurante de abajo y los camareros se la subían a casa; la primera vez que sonó el timbre estuve a punto de caerme de la silla. Rápidamente empezó a conocer a todos los camareros y le oía charlar con ellos en la calle delante de la casa mientras fumaban. Él les contaba cómo le habían ido sus audiciones y luego les preguntaba cosas sobre ellos, como si fueran amigos suyos.
Incluso cuando estaba fuera, se dejaba notar su presencia. Le gustaba preparar platos elaborados usando extraños ingredientes de supermercados étnicos; a menudo me encontraba restos del último plato que había preparado en la puerta de alguno de los armarios de la cocina o un bote con una salsa de olor muy fuerte tapado a medias. En el lavabo del baño se endurecían las gotas de su espuma de afeitar, con restos de pelos.
Yo antes no había tenido apenas relación con hombres y, de repente, aparecieron dos. Porque no fue mucho tiempo después de que Jonty se viniera a vivir a casa cuando recibí el primer e-mail de Connor.
Ocurrió seis semanas y media después de que Tess se marchara. En Sointula todo iba sobre ruedas. Tess había entrado a vivir en su piso y había empezado con su nuevo trabajo, dando clases de arte a Natalie, de cuya educación se ocupaban sus padres en casa. Acudía a clases de yoga tres veces por semana y, con gran sorpresa, se había aficionado a pescar. También había hecho algunos nuevos amigos y aquel día, el mismo que llegó el e-mail de Connor, había decidido que iba a pasar el día en tierra firme con su nueva amiga Leonora, una mujer mayor que regentaba una pintoresca cafetería en la isla.
La actualización de su estado en Facebook aquel día era enigmática: «Quería una piña y me dieron un par de pies». A Tess le agradaba ese tipo de actualizaciones misteriosas, así que yo procuraba poner una cada cierto tiempo, aunque a mí no me gustaban, en parte porque no me parecían correctas desde un principio, pero también porque siempre suscitaban respuestas curiosas de sus amigas, a las que Tess debía contestar después.
Lo que ocurrió fue que la noche anterior Tess había ido a tomar el té a casa de Leonora. Tess había admirado una cubitera con forma de piña que estaba en el salón y le había preguntado a Leonora dónde la había comprado. Leonora le contestó que la había encontrado en una tienda de la costa que vendía muebles y utensilios de menaje baratos y «curiosos». A Tess, cuyo piso todavía carecía de muebles, le apetecía mucho echar un vistazo a esa tienda y decidieron viajar a la costa al día siguiente.
Tomaron el transbordador de las nueve y veinte de la mañana y llegaron a las diez y media. Cogieron el autobús hasta Main Street, donde estaba situada la tienda. No les quedaban cubiteras con forma de piña, pero Tess vio un par de sujetalibros que le gustaron: unos pies de hombre hechos de piedra. «Sé que pueden parecer vulgares —escribió en un e-mail a Justine más tarde, el mismo día—, pero, si te soy sincera, son bastante guays. Los ves y piensas: ¿dónde habrán estado esos pies?». Además compró un pie de cama de seda roja de dos metros por uno.
También había una butaca de color azul claro que le gustaba; sin embargo, no estaba segura de que fuera a caber en su piso, por lo que pidió al dependiente que se la reservase para que pudiera volver a casa y medir el espacio donde tenía pensado colocarla. Llamaría ese mismo día más tarde para confirmar si la quería o no. Luego, ella y Leonora echaron un vistazo a algunas de las otras tiendas de la calle. Tess estuvo pensando en comprarse un suéter a rayas con los colores del arco iris, pero se reprimió. «Este lugar es tan jodidamente rústico —le dijo a Justine— que tengo que esforzarme para no convertirme en una vieja hippy con pelos en la cara y alpargatas».
Almorzaron en una cafetería llamada Rosewood, donde Tess pidió una ensalada de quinoa. Le estaba costando, pero seguía con su veganismo; descubrió que la tranquilizaba y mejoraba su digestión, y estaba dispuesta a jurar que el blanco de sus ojos se había aclarado. Además le parecía «éticamente correcto». Cuando Tess mencionó en un e-mail a Justine que se había vuelto vegana, esta le señaló la contradicción entre la postura anticarne y su recién descubierto interés por la pesca. «¿Y desde cuándo soy una persona coherente?», contestó Tess. Yo estaba bastante orgullosa de aquella respuesta.
De todas maneras, en la cafetería Rosewood las dos mujeres hablaron del nuevo novio de Leonora, un hombre de la zona llamado Roger que organizaba excursiones para avistar ballenas y era amable y atractivo, pero con posibles «compromisos» con otras. Tess le contó a Leonora lo de su breve matrimonio con el australiano. A Tess le gustaba Leonora, aunque era bastante sincera y probablemente no fuera el tipo de persona de la que hubiera sido amiga en Londres. «Esto es lo que pasa en este sitio. Te amplía los horizontes, hace que veas las cosas de una manera diferente de lo normal».
Después de almorzar, las dos mujeres tomaron el transbordador de las dos y media de la tarde y volvieron a Sointula, donde Tess se pasó el resto de la tarde leyendo una novela rusa titulada Ana Karenina, que siempre había querido leer y que le pareció muy emotiva. A las ocho menos veinte de la tarde vio una película en blanco y negro que se llamaba Luna nueva, en el canal CBC Canada, y se tomó un poco de arroz integral con tofu y revuelto de berza antes de irse a la cama a las diez y media de la noche.
Pero cuando llegó el e-mail de Connor, nada de esto había sucedido todavía. Era la una menos dos minutos del mediodía, hora de Sointula, y Tess no estaba conectada; estaba almorzando en el Rosewood Cafe. Yo estaba sentada delante del ordenador preparando el relato de su excursión para enviárselo a Justine cuando volviera a casa. Miré su bandeja de entrada, tal y como hacía varias veces cada hora, y descubrí uno de alguien que no conocía: Connor Devine. Como asunto solo había puesto una palabra: «Entonces…».
El e-mail continuaba: «¿Te acuerdas de tu teoría sobre Benny? He llegado a la conclusión de que tenías razón. Está claro que se estaba follando a las dos».
Y eso era todo. Ni firmas ni saludos, ni nada. Una línea al final del mensaje informaba de que el e-mail había sido enviado desde un BlackBerry.
Como os podéis imaginar, me quedé estupefacta. Tanto el remitente como el tema que mencionaba eran desconocidos para mí, y aun así el e-mail estaba redactado en un tono informal y directo, como si Tess y él estuvieran en medio de una conversación. Busqué su nombre en las dos cuentas de e-mail de Tess y no había constancia de ningún Connor Devine, ni tampoco en los apuntes que había tomado durante nuestras sesiones de Skype. Sabía que no era uno de sus amigos de Facebook, pero miré para ver si era amigo de alguna amiga suya. El nombre era sorprendentemente común —había treinta y ocho solo en Londres—, pero ninguno tenía conexiones con nadie que Tess conociera. Busqué el nombre de «Benny» entre mis documentos sobre Tess, sin encontrar nada. Hice una búsqueda en Google, pero, como ya he mencionado, había mucha gente que se llamaba Connor Devine y no podía encontrar ninguna conexión evidente entre Tess y alguien con ese nombre.
No era la primera vez que Tess había recibido un e-mail de un remitente desconocido para mí. Unas semanas antes había llegado un mensaje en Facebook de una mujer llamada Chandra Stanley, pero se trataba de un saludo estándar, del tipo «Hola, ¿cómo estás? Uau, ¿qué tal por Canadá?», y pude contestar con algo similar. Esto, sin embargo, era difícil. El tono del remitente era «jocoso» y el contenido era una referencia clara a una broma privada entre los dos.
Decidí ignorar el e-mail, pensando que tenía que haber sido enviado por error. Pero luego, al día siguiente por la tarde, Connor Devine volvió a escribir: «¿Te apetece un poco de tuétano en el Saint John? ¿Sin perejil?».
El perejil era una de las cosas que Tess detestaba, así que parecía probable que el remitente la conociera y que el primer e-mail no hubiera sido un error. El nombre de «Saint John» también me sonaba. Ocho años antes, Tess había tenido una breve relación con un chef llamado Toby que había trabajado en un restaurante Saint John, en el este de Londres. Era un lugar que parecía asqueroso, y que servía partes de animales que no deberían ser comidas. Tess me dijo una noche que Toby pesaba ciento cincuenta kilos y se había acostado con él porque nunca lo había hecho con un hombre gordo y quería ver cómo era. Al parecer, agarrar sus carnes «era como trepar por una pared» y su piel despedía un olor dulce parecido a la levadura, como el de las galletas digestivas. A ella le gustaba porque era «patéticamente agradecido», pero la novedad dejó de serlo poco después.
Me picó la curiosidad y repasé mis apuntes sobre aquella época de su vida, cuando vivía con la Katie Catatónica y llevaba la tienda de ropa de segunda mano en Spitalfields. Había tenido relaciones con varios hombres, pero nunca había mencionado a ningún Connor. Tampoco encontré ninguna pista que le relacionase con el restaurante.
También averigüé que el restaurante había abierto en 1994 y en una reseña en un periódico del mismo año se mencionaba un plato con tuétano, así que en realidad no ayudaba a definir mejor el plano temporal: Connor y Tess podían haber comido allí en cualquier momento a lo largo de los últimos diecisiete años.
El mensaje sí revelaba algo, naturalmente: era casi seguro que Connor Devine no sabía que Tess estaba en Canadá. Decidí contestarle. «Suena fantástico, pero no se merece un viaje de ida y vuelta de más de diez mil kilómetros».
Contestó con un único: «?».
Le envié un breve e-mail explicando que me había ido —que Tess se había ido— a vivir a Canadá, manteniendo el mismo tono jocoso e informal que él había establecido. Tenía ya varias versiones preparadas de este e-mail «introductorio» que solía usar en función del destinatario. Oscilaban desde el informal «¡Me apetecía un cambio y me encanta!» para amigos no muy íntimos hasta un relato más profundo y personal, mencionando su depresión, para aquellos en los que confiaba y que ya conocían un poco su situación. Para cubrirme las espaldas, decidí usar la primera versión con Connor, porque desconocía lo que sabía de los problemas de Tess.
Y menos mal, porque quedó claro por su respuesta que no tenía ni idea de la depresión de Tess o, al menos, no de su gravedad. En la respuesta expresó su sorpresa y se puso otra vez a bombardearla con preguntas y alusiones a lo que yo suponía que eran asuntos privados entre los dos, enviando cada una en un e-mail diferente, de manera que el buzón de entrada de Tess estaba siempre a rebosar. «¿Cómo vas a sobrevivir sin un buen whisky sour?», «¿Dónde vas a comprar tus medias con liga?», «No acabo de verte haciendo tu propia boina de punto»…
Luego, en el quinto de una serie de e-mails de una sola línea, llegó la mayor pista que había conseguido hasta ese momento. «¿Y Joan qué? —escribió—. ¿Te la has llevado en el equipaje de mano?».
Joan era una gata que Tess había tenido entre los años 2000 y 2003; le había puesto ese nombre por una actriz llamada Joan Crawford. Desapareció de repente, un incidente que provocó un silencio de dos semanas. Así que, a partir de esta referencia, pude deducir que Connor llevaba por lo menos nueve años sin hablar con Tess.
Un par de e-mails más tarde, me proporcionó una segunda información útil, que me ayudó a delimitar el plano temporal aún más. Cuando mencioné que solo se podía llegar a Sointula en ferry, escribió: «Ah, ya sé lo que te gustan los ferrys… ¿o tienen que estar relacionados con alguna catástrofe importante?».
Esto, pensé, seguramente era una referencia a un incidente de 2001, el día de los atentados del 11 de septiembre en Nueva York. Tess había viajado con una amiga, Juliet, a una isla griega llamada Patras y estaban en un ferry que había partido de Italia cuando otro pasajero les contó la noticia de los aviones. Era una travesía de doce horas y aquella noche Tess se acostó con un extraño que conoció a bordo, un chico de dieciocho años de clase alta llamado Rollo, que tenía el pelo rubio y rizado, «igual que un angelito de Botticelli», y una reserva de plaza en Oxford. Lo hicieron en la cubierta, con los otros pasajeros durmiendo a su alrededor.
Por eso Connor tuvo que haber conocido a Tess después de 2001, pero había dejado de comunicarse con ella antes de 2003, que fue cuando desapareció la gata. Sin embargo, seguía sin saber nada de él ni qué tipo de relación habían tenido. Tampoco sabía por qué se había puesto en contacto con ella otra vez después de todo ese tiempo. Desde el principio, el tono de sus e-mails mostraba un grado de intimidad que no casaba con la relación que había mantenido con Tess los últimos años —que era, como digo, inexistente—. Escribía como si nunca hubieran perdido el contacto y estuvieran en medio de una conversación fascinante. Sus mensajes daban una impresión de, ¿cómo decirlo?, de complicidad. Y era bastante directo con Tess, de una forma diferente a la mayoría de la gente. Creo que muchos de sus amigos le tenían un poco de miedo o, al menos, le daban cuerda cuando empezaba a soltar cosas absurdas o locas.
Y era extremadamente curioso, preguntando cosas que me obligaron a repasar los detalles más misteriosos de Tess. «¿Todavía piensas que Aha es un grupo muy infravalorado?». «¿Al final Shauna terminó trabajando en aquella casa de huéspedes de Sri Lanka?».
O, si no, me enviaba un chiste pidiéndome que lo terminara o un videoclip tonto de YouTube. Era, con mucho, el corresponsal más frecuente que tenía Tess, y me di cuenta de que pasaba gran parte de mi tiempo pensando en qué escribirle.
Al principio, usaba la táctica de ignorar sus preguntas y aprovechar para hacer yo algunas, intentando reunir más información. Al principio sus respuestas eran superficiales y me proporcionaban poca información: parecía incapaz de dar una respuesta clara. Por ejemplo, le pregunté qué estaba haciendo ahora y me contestó: «Todavía me pagan demasiado, todavía ando luchando contra los bellacos», lo cual no me ayudaba mucho. Después de un par de correos chistosos, decidí arriesgarme y pedirle que contestara claramente a mis preguntas.
«Key, tío —una de las costumbres de Tess en sus e-mails era suprimir la «o» de la palabra okey—, vamos, suéltalo. Hace un siglo que no sé nada de ti. Cuéntame qué es de tu vida».
Exigir respuestas de manera tan explícita es posible que no fuera la manera normal de Tess de tratar con él, pero estimé que podría salirme con la mía, ya que había pasado tanto tiempo desde la última vez que habían hablado.
La estrategia funcionó. El siguiente e-mail de Connor era mucho más largo y, aunque no estaba del todo libre de frivolidades, me proporcionó unos cuantos datos. Trabajaba como abogado en un bufete importante con sede en el barrio de Temple, estaba especializado en el sector inmobiliario y vivía en Kensal Rise. Había estado casado, pero se había separado de su mujer, Chrissie, el año anterior. Tenían dos hijos, con la custodia compartida; una niña de cinco años llamada Maya y un niño de dos que se llamaba Ben. No dijo cuánto tiempo llevaba casado, pero no podía ser mucho más de siete años, incluso si había conocido a Chrissie justo después de que Tess y él perdieran el contacto.
Fue un e-mail breve e informativo, pero más tarde, a las once y media de la noche, hora de Londres, envió otro con el asunto «Continúa»:
Me preguntas por qué he vuelto a ponerme en contacto contigo. Te lo diré. Ya sabes que cuando estuve contigo fue el periodo más feliz de mi vida. Tú ríete; sé que no fue mucho tiempo. Pero, sinceramente, me acuerdo de aquellos meses como si fueran una especie de vacaciones en otra vida, la vida que me había imaginado que iba a tener cuando era adolescente. Llena de brío, retos y riesgos, la sensación de que todo era posible. No estabas atada a nada. Hablábamos de asuntos de gran envergadura, temas importantes, sobre cómo vivir la vida de la mejor manera posible. Fuiste una inspiración para mí. Me animaste a tomarme la fotografía en serio, a no venderme a nadie, a vivir con coraje.
No estoy intentando que tengas cargo de conciencia, solo quiero ser sincero. Haces que quiera ser sincero. Me destrozaste por completo cuando terminaste. Me sentía peor que destripado. Fingí que no era para tanto, que sabía que no eras la chica adecuada para mí y que estaba de acuerdo con los bobos argumentos racionales que usaste: «No estamos sacando del otro la mejor versión posible de nosotros mismos» o lo que fuera. Pero sí que sacaste de mí mi mejor «yo». Creo de verdad que sabía ya por aquel entonces que tú eras mi oportunidad de tener la vida que quería, que la había cagado (sigo sin saber cómo exactamente) y que el resto de mi vida iba a ser una concesión.
Chrissie fue un error. La conocí algo así como un mes después de que me dejaras, en una cena organizada por mi colega Dennis con el fin de animarme, porque seguía destrozado por lo tuyo. Esos amigos míos eran buena gente, pero bastante aburridos, ya sabes. Abogados. Y Chrissie era también como ellos: dulce, guapa, de trato fácil y absolutamente conforme con el statu quo. No tenía ambiciones que fueran más allá de lo ordinario. No sé si fue porque estaba simplemente agotado y necesitaba un poco de seguridad o porque pensaba, de alguna manera absurda, que así me vengaba de ti (aunque te habría importado una mierda). Pensé: «Vale, lo haré. Puedo ser esto. Sentaré cabeza, me dejaré llevar. Puede que tengan razón y que yo esté equivocado, que una vida estable y tranquila sea la clave para la felicidad. Los matrimonios de conveniencia tienen los niveles más altos de felicidad», etcétera, etcétera.
Es increíble lo fácil que es caer en estas cosas, de verdad. Cuando llegas a los treinta y tantos años, especialmente si eres tío, en el momento en que dejas de luchar, es como si te llevaran por el camino hacia el matrimonio, los niños y el coche familiar. Empecé a salir con Chrissie y de repente estábamos ahí, paseando por South Bank, llevando botellas de Wolf Blass a cenas con amigos, yendo de minivacaciones por doscientas libras la noche en cabañas de pescadores en Whitstable, siendo llevado aparte en fiestas por sus amigas, que me decían que más me valía que fuera en serio con ella, porque no se puede andar mareando a mujeres a los treinta, ya sabes…, y lo gran madre que sería, siendo una persona tan propicia…, quedando con sus padres estirados en Gloucester, ella confesando su trastorno alimenticio de la adolescencia, bla, bla, bla. Y luego ya había pasado un año y eso quería decir que ya había llegado el momento de irnos a vivir juntos. Así que eso fue lo que hicimos. Luego llegaron las visitas a Habitat y las recopilaciones. Los almuerzos en grupo en pubs de alta cocina, las opiniones previsibles copiadas de The Guardian, el agitador de sabores Jamie Oliver.
Simplemente me dejé llevar por todo eso, tomando el camino de la menor resistencia. Sé que no respetas este tipo de comportamientos y que va en contra de todas tus convicciones. Así que me estoy arriesgando mucho al contarte esto, porque lo último que quiero es que me desprecies.
Debo reconocer que no fui infeliz todo el tiempo. Había periodos en los que estaba contento, cuando pensaba que la vida tal vez fuera de eso. Especialmente cuando aparecieron Maya y Ben. Son maravillosos, de verdad, te encantarían. Me esforcé mucho por ellos, pero Chrissie y yo no hacíamos más que separarnos progresivamente y al final resultaba insoportable. Cuando regresaba de trabajar, no era ella la persona con la que quería hablar. No quería hablarle de mis pequeños pensamientos, las cosas que veía en la calle que me hacían sonreír o sentir tristeza. Simplemente sabía que no lo comprendería, ella no «se dedicaba» a las cosas complicadas o oscuras, no cuestionaba. El mundo para ella era blanco y negro y no le interesaba la escala de grises. Al final me di cuenta de que lo único que importa es encontrar a alguien con quien puedas conectar de verdad, alguien que te comprenda. Si no, ¿qué sentido tiene la vida?
Así que la dejé. No fue fácil tomar esa decisión. El asunto me angustiaba durante meses y meses. Fui a un psicólogo. Hablé con mis amigos. Todos trataron de convencerme de que no lo hiciera. Pero tuve que hacerlo para mantener la cordura.
No diría que tú fuiste la razón por la que lo hice. Después de todo, llevaba años sin hablar contigo. Pero sí que pensé mucho en ti, en lo que representabas, y creo que eso fue lo que me dio fuerzas para dar ese paso. Tú fuiste —eres— la única persona que conozco con el coraje suficiente como para no vivir una vida gobernada por las convenciones.
P. D. Comprendo que no sabrás cómo contestar a esto, así que, por favor, no lo hagas. No espero nada de ti; solo quería contártelo.
Al día siguiente, había vuelto otra vez a sus e-mails alegres y superficiales de una sola línea, como si no hubiera pasado nada. Sin embargo, aquella tarde me pidió que le enviase una fotografía. Le dije que había una en mi página de Facebook y le pedí que me mandara una solicitud de amistad; para mi sorpresa, contestó diciendo que no «hacía» Facebook. «Es una mierda. Prefiero los e-mails de toda la vida».
Le envié debidamente una foto de Tess apoyada en la barandilla del puerto de Sointula; era mi experimento más exitoso con Photoshop.
«Hay que joderse —contestó—, estás incluso más buena que hace nueve años. ¿Cómo lo consigues?».
Pero, claro, si él no me enviaba una solicitud de amistad en Facebook, yo no podía ver cómo era, y a esas alturas me picaba la curiosidad por saberlo. Aun así, lo busqué, por si con no «hacer» Facebook se refería a que no le gustaba, no que no lo usaba para nada. Como ya he dicho, había decenas de Connor Devine de Londres en Facebook y lógicamente no sabía quién de ellos era; para empezar, ni siquiera sabía si era uno de ellos. Además, varios carecían de fotografía o la fotografía del perfil no permitía ver la cara de la persona, solo su silueta o la parte posterior de su cabeza, así que también era posible que fuera uno de estos.
Evidentemente, no podía arriesgarme a preguntarle qué perfil era el suyo, por si era uno de los que tenían foto; tampoco podía arriesgarme a enviar una solicitud de amistad a todos los Connor Devine probables, por si varios de ellos aceptaban. Esa información aparecería en mi perfil y resultaría sospechoso.
Le contesté preguntándole si podía enviarme una fotografía él también —«vamos, ahora ya me has visto tú; si no, no es justo»— y en menos de media hora recibí un e-mail con una imagen adjunta.
La imagen mostraba la cara de un hombre en primer plano; parecía que estaba en un parque. Llevaba gafas de sol pero también tenía un pañuelo alrededor del cuello atado con una lazada, así que deduje que podía ser otoño o primavera, cuando hacía sol pero el aire todavía estaba frío. Tenía el pelo corto, con un pequeño flequillo que sobresalía, como aquel personaje de cómic —no recuerdo su nombre y sin acceso a Google no puedo averiguarlo—, y sus orejas también sobresalían. Tenía las cejas espesas y una incipiente barba que le cubría todo el rostro. Estaba sonriendo a la cámara, pero yo no podía ver sus ojos detrás de las gafas. Si era de la edad de Tess, tendría cerca de cuarenta años.
Se me hace bastante difícil escribir sobre Connor de forma objetiva, sin dejar que me afecten la emoción ni una percepción retrospectiva, pero es lo que estoy intentando. Por aquel entonces, lo que recuerdo que pensé al leer el e-mail con su confesión fue que resultaba sorprendente que una relación pudiera significar tanto para una persona y tan poco para otra. Ahí estaba Connor asegurando que el tiempo que había pasado con Tess era el periodo más excitante de su vida; en cambio Tess nunca lo había mencionado, aunque le había pedido una y otra vez que me relatara todas sus relaciones personales, por muy breves e insignificantes que hubieran sido. No creo que fuera por ningún motivo en particular; a fin de cuentas, me había contado cantidad de cosas terribles que había hecho y no parecía importarle la opinión que yo pudiera tener de ella. Tenía que haberlo olvidado por completo.
Una noche dijo algo por Skype a propósito de esto.
—Es muy extraño, ¿no te parece? Puedes acostarte con una persona una vez y no olvidarla nunca, y sin embargo sales con alguien durante algo así como seis meses y no deja el menor rastro. En el momento en que termina, ya te has olvidado. ¿No te parece extraño?
—Hum —contesté.
Evidentemente, Tess y yo éramos dos personas muy diferentes. Pero tenía la sensación de que si yo hubiera hecho cualquiera de las cosas que Connor dijo que él y Tess habían hecho juntos —bailar en un bar español en el Soho, colarse en la ceremonia de entrega de unos premios en un hotel exclusivo fingiendo ser instaladores de la compañía de gas, ir a París solo para comer— o si alguien me hubiera dicho que yo era la persona más extraordinaria que había conocido jamás, me habría acordado de esa persona.
Ha pasado otra cosa en la comuna hoy. No iba a mencionarlo, pero confieso que todavía me encuentro bastante alterada y tal vez me ayude a relajarme ponerlo por escrito.
Me desperté esta mañana con la habitual película de grasa cubriéndome la piel y con el pelo tieso y pegajoso. La acostumbrada sesión de limpieza con las toallitas húmedas no parecía surtir efecto y sentí una imperiosa necesidad de lavarme con agua normal. Recordé que Annie me había dicho el día anterior que ella y los niños habían bajado al río para bañarse, así que le pregunté por el camino. Se ofreció inmediatamente a acompañarme, pero le dije que no; a juzgar por su despreocupada manera de exponer los pechos, sospechaba que tal vez esperase que nos desnudáramos juntas.
Las instrucciones que me dio me parecieron innecesariamente complicadas. Después de todo, pensé, siempre y cuando descendiera de la montaña, no podía equivocarme demasiado. Eché a andar por un pedregoso caminito bordeado de matorrales en el extremo sur del campamento y poco después los ruidos de la comuna, los bongós y los ladridos se desvanecieron. El sol estaba alto en el cielo y quemaba. Me había olvidado de ponerme el sombrero y el calor no tardó en debilitarme. Matorrales puntiagudos me pinchaban los tobillos. Comencé caminando en línea recta hacia abajo, pero el suelo era irregular y una y otra vez me vi obligada a ascender de nuevo. El sol me estaba martilleando la cabeza implacablemente, el pelo me pesaba como un casco y mis extremidades se convirtieron en unos trozos de carne hinchados y unidos a mi cuerpo. Empecé a sentirme desorientada, así que me encaminé a la sombra de unos árboles. Eso me proporcionó algo de alivio del sol; el problema era que los árboles me impedían ver hacia dónde iba. A estas alturas, el ruido del campamento había desaparecido por completo y había sido sustituido por un feroz chirrido de insectos y, de fondo, lo que yo imaginaba que era el rumor en la distancia de una corriente de agua. Fue entonces, allí en el bosque, cuando tuve una sensación muy extraña. De repente me sentí increíblemente sola; mucho más de lo que me había sentido en toda mi vida, incluso después de que mi madre muriera. De hecho, fue una sensación totalmente diferente, más de miedo que de vacío.
Me resulta difícil describirlo.
Recuerdo que Tess dijo una vez que a veces, cuando estaba deprimida, tenía la impresión de que no era más que la suma de sus partes, su educación y las influencias, que no había nada que fuera intrínseca y únicamente «ella». Cuando lo dijo no comprendí a qué se refería. Pero en ese momento sí lo entendí. Luego, de repente, me di cuenta de que un día yo dejaría de existir. Sobrecogida, me entraron ganas de gritar, pero, aunque gritara tan alto como fuera capaz de gritar un ser humano, no sería suficiente para expresar lo que sentía. Después de ese pensamiento, que era demasiado enorme, amorfo y terrible para abarcarlo, empecé a imaginar cosas minúsculas y específicas: que después de mi muerte otra persona entraría a vivir en mi piso y colocaría su ordenador junto a la ventana, que seguirían vendiendo tiendas de campaña en Tesco Extra, que otro grupo de viejos comerían huevos cocidos en escabeche en el pub Queen Bee. Las personas y las cosas seguirían existiendo en un mundo en el que yo faltaría y nadie pensaría en mí nunca.
Y, si esto fuera así, para empezar, ¿qué sentido tenía vivir? Podría expirar justo allí, bajo aquel árbol. Imaginé mi cuerpo afectado por el paso del tiempo, descomponiéndose y hundiéndose en el suelo hasta que, en cuestión de segundos, ya no quedaba rastro de mí.
Tal vez, pensé, este fue el lugar exacto donde Tess murió; no sería imposible. Podría estar ya en el suelo; yo podría unirme a ella, nuestras moléculas se mezclarían en el humus. Esa idea no me resultaba repugnante.
Quiero resaltar que no tenía ganas de morir exactamente; más bien, lo que sentía era que estar muerta no sería tan terrible. Después de todo, Tess no estaba viva; mi madre no estaba viva.
No sé cuánto tiempo pasé en el bosque. En cierto momento se activó algo, supongo que fue el instinto de supervivencia, y comencé a caminar hacia la luz del sol. Salí del bosque, subí por la cuesta y poco a poco los ruidos de la comuna se oyeron con más claridad, y después estaba de vuelta en la tienda. Annie estaba preparando la cena y me preguntó alegremente por el baño.
—¿Has encontrado algo de agua? Ya no queda más que una pequeña corriente. Es triste, ¿verdad? No sé cómo aguantan los pobres animales. Si no llueve pronto, se secará por completo. ¿Quieres cenar un poco?
Lo único que pude hacer fue negar con la cabeza.