Miércoles, 17 de agosto de 2011

Aquí no hay Internet, ni siquiera acceso telefónico.

No había contado con no poder conectarme. Lógicamente, me había informado antes de venir, pero la comuna no tiene página web y en otros sitios la única información práctica que encontré fue la de cómo llegar. En los foros solo había comentarios poco útiles, del estilo de «Me encanta, hay mucha paz y es muy bonito». Sabía que la gente va a las comunas para «volver a la naturaleza», pero tenía entendido que además son sitios donde se vive y se trabaja de manera permanente o casi permanente, por lo que daba por hecho que habría alguna manera de conectarse. Después de todo, España es un país desarrollado.

Comprendo que Tess tenía que acudir a un lugar remoto, pero un sitio en medio de la montaña sin un solo repetidor de telefonía móvil… simplemente es innecesario. De todos los lugares que hay en el mundo, ¿por qué eligió pasar los últimos días de su vida justo aquí?

Sin embargo, reconozco que el entorno no es desagradable. He montado la tienda de campaña en un claro con amplias vistas sobre el valle. Las montañas que nos rodean son enormes y, según la distancia, tienen diferentes matices de verde, azul o gris. A sus pies corre un pequeño río plateado. Las cumbres más lejanas están cubiertas de nieve, una imagen que resulta incoherente con todo este calor. Ahora, que está atardeciendo, el cada vez más oscuro cielo adquiere un misterioso tono azul nebuloso.

Aquí hay una mujer que viste como una elfa, con un top que le deja la barriga al aire y unas sandalias con cordones atados hasta las rodillas. Otra tiene el pelo teñido de rojo claro y dos trenzas que sobresalen a los lados como si fueran cuernos. Muchos de los hombres llevan el pelo largo y barba, y algunos visten túnicas como si fueran sacerdotes.

Sin embargo, la mayoría se parecen a esos mendigos que piden dinero junto a los cajeros automáticos de Kentish Town Road, solo que estos de aquí están extremadamente morenos. Yo pensaba que no desentonaría demasiado en este lugar, de hecho mi madre solía decirme que tenía el pelo como los hippies: con la raya en medio y tan largo que casi me llega a la cintura. En cambio tengo la sensación de venir de otro planeta.

Nadie parece estar haciendo nada de particular. Por lo que he podido ver, no hacen más que encender hogueras y preparar té en cazuelas sucias, tocar los bongós o diseñar objetos inclasificables empleando plumas y cuerdas. Muy poco de lo que veo parece tener relación con lo «comunal», aparte de un deseo colectivo de vivir de manera sórdida a cambio de nada. Hay algunas tiendas de campaña como la mía, pero al parecer la mayoría duerme en furgonetas cutres pintadas con colores chillones o en refugios construidos entre los árboles con láminas de plástico y colchas. Todo el mundo fuma y parece que es obligatorio tener perro, aunque nadie recoge los excrementos; he tenido que usar la mitad de mis existencias de toallitas húmedas para limpiar las ruedas de mi maleta.

En cuanto a las instalaciones para los humanos, sabía que iban a ser rudimentarias, pero me quedé de piedra cuando me llevaron a un lugar detrás de unos árboles señalizado con un cartel en el que ponía: «Cagadero». No es más que un hoyo en el suelo, sin asiento y sin papel, y cuando miras hacia abajo puedes ver la mierda que los demás han dejado dentro. Me había prometido a mí misma que, después de lo de mi madre, no iba a tener más trato con los excrementos de otras personas, por lo que he decidido hacer mi propio agujero detrás de unos arbustos cercanos.

Naturalmente, es un derecho que cada uno haga lo que le plazca con su vida, siempre y cuando no dañe a los demás. Pero ¿de esta manera?

Cuando estaba en Londres, casi tenía la seguridad de que ella había venido aquí. Todo parecía encajar. Sin embargo, ahora comienzan a entrarme dudas.

En cualquier caso, me he dicho a mí misma que iba a pasar aquí una semana investigando, y eso es lo que pienso hacer. Mañana comenzaré a enseñar su foto por ahí. He pensado decir que se trata de una amiga de la que he perdido la pista, pero que sé que vino a este lugar el verano pasado y creo que sigue por la zona. En realidad no es mentira. Simplemente, no mencionaré que he venido a buscar pruebas de su muerte.

Ya son casi las nueve y media, pero sigue haciendo un calor bochornoso. Naturalmente, ya había averiguado qué temperatura iba a hacer, pero no estaba del todo preparada para la sensación de vivir a treinta y dos grados. Tengo que secarme los dedos con un trapo cada cierto tiempo para que no entre humedad en el teclado.

Hizo todavía más calor en agosto del año pasado, que es cuando debió de estar Tess por aquí. Treinta y cinco grados: lo busqué. Sin embargo, a ella le gustaba el calor. Se parecía a esta gente, con sus omoplatos afilados. Puede ser que llevara un pequeño top, igual que la mujer elfa, porque tenía ropa de ese estilo.

He abierto la puerta de mi tienda y veo una erupción de estrellas y la luna, que es casi tan luminosa como la pantalla de mi portátil. El lugar ya está tranquilo, a excepción del susurro de los insectos y de algo que creo que es —espero que lo sea— un generador eléctrico cerca de aquí. Mañana indagaré. Tengo una batería de repuesto para el portátil, pero aun así necesitaré electricidad.

El caso es que lo que voy a hacer durante mi estancia aquí es lo siguiente: redactaré por escrito todo lo que ha pasado.

Fue Tess la que me dio la idea. Una de las primeras cosas que me envió fue una autobiografía que había escrito para un psiquiatra. El texto me aportó bastante información útil, aunque, como todo lo que hacía Tess, estaba lleno de digresiones e incoherencias; los hechos quedaban ocultos tras unas emociones retrospectivas. Esto no va a ser así. Lo único que quiero hacer es exponer la verdad. Ya he contado bastantes cosas a la policía, pero no tienen todos los detalles. Me parece importante que haya un relato definitivo.

Algunas cosas no se las he contado a nadie, como por ejemplo lo de Connor. La verdad es que tampoco he tenido a nadie a quien contárselo. Supongo que a la policía no le habría interesado mucho. Aparte de eso, aunque hubiera tenido a alguien a quien contárselo, no creo que hubiera podido hacerlo. Cada vez que pensaba en él, en Connor —lo cual sucedía con bastante frecuencia, incluso en medio de todo el follón con la policía, incluso cuando pensaba que podía ir a la cárcel—, era como si fuera alérgica a ese tema. Me sentía muy mal en un primer momento y después mi cabeza rechazaba esa idea, como si estuviera intentando protegerme de las fuertes emociones vinculadas a ella.

Todavía no sé muy bien qué hacer con todo esto. Nada, probablemente. Desde luego, no lo voy a colgar en la web. Sé que eso es lo que se supone que nosotros, «los jóvenes», deberíamos hacer, pero nunca me ha gustado. Eso de colgar información que nadie te ha pedido presuponiendo que alguien se va a interesar por tu vida me parece absurdo y ofensivo. Claro que en la página de Red Pill colgábamos nuestras opiniones, pero eso era diferente. Ahí manteníamos una discusión racional sobre temas filosóficos y no soltábamos la primera bobada que se nos ocurría. Es verdad que algunas personas usaban la web como un confesionario y escribían largos textos contando su «viaje» o su terrible infancia, aprovechando para sacar fuera su angustia. Pero yo nunca actué así. Nunca puse nada personal. De hecho, aparte de Adrian, no creo que nadie supiera qué edad tenía, ni siquiera que soy una chica.

Así que lo primero que quiero decir es que no es verdad que Adrian «acechaba» a «personas vulnerables» o «socialmente aisladas». Diana, la psicóloga de la policía, también hurgaba sin parar en esto y sacaba todo tipo de conclusiones del hecho de que mi madre hubiera fallecido, dejándome sola. Sin embargo, en primer lugar, cuando yo encontré el foro mi madre ya llevaba muerta casi tres meses y, en segundo lugar, tampoco es que nunca hubiera tocado un ordenador cuando ella vivía. Es verdad que mi actividad en Internet se intensificó después de su muerte, pero eso parece más bien una consecuencia lógica de disponer de tanto tiempo libre.

Es posible que, si mi madre hubiera estado viva, todo hubiese salido de otra manera, porque no me habría dejado ir a ver a Adrian en Hampstead Heath aquel día. Pero también es cierto que habría podido mentirla. Podría haberle dicho que tenía que ir al oculista a hacerme una prueba o poner cualquier otra excusa que justificara pasar unas horas fuera de casa. No solía mentir a mi madre, pero algo que he aprendido de esta experiencia es que a veces resulta necesario ocultar la verdad por el bien de todos.

De modo que es imposible demostrar que no habría entablado relaciones con Adrian ni con Tess en el caso de que mi madre hubiera estado viva. Por eso, estas conjeturas no tienen sentido.

En cuanto a lo de «socialmente aislada», es verdad que después de su muerte, cuando fui a vivir a Rotherhithe, no vi a mucha gente. Mi madre y yo llevábamos toda la vida viviendo en la misma casa en Kentish Town y el nuevo apartamento estaba lejos de toda la gente que conocía. Ni siquiera sabía que Rotherhithe existía antes de irme a vivir allí. Cuando Diana se enteró de eso, le dio mucha importancia y me preguntó por qué me había ido a vivir tan lejos por voluntad propia. Pero no fue así; acabé allí de manera accidental.

Cuando le dijeron a mi madre que le quedaba un año de vida, llegamos a la conclusión de que teníamos que vender la casa y comprarme un apartamento donde pudiera vivir después de su muerte. Las razones fueron económicas. La casa tenía una hipoteca y quedaba mucho por pagar. Además teníamos deudas de las tarjetas de crédito y, aunque yo cuidaba de ella y una enfermera venía todos los días para administrarle las medicinas, pensábamos que tendríamos que contratar a otra persona de forma privada para los últimos meses. El desarrollo de su EM suponía que en breve necesitaría ayuda para levantarse de la cama, acostarse e ir al baño, y yo no podría hacerlo sola. Además, tarde o temprano yo tendría que buscar un trabajo. Como no tenía formación universitaria, decidimos que haría un cursillo de probadora de software a distancia. Mi madre tenía una amiga cuyo hijo, Damian, acababa de abrir una empresa de pruebas de software. Acordaron que yo trabajaría para él desde casa como freelance en cuanto terminase el cursillo. Necesitaba estudiar tres horas al día para obtener el certificado, así que esa fue otra razón para contratar ayuda adicional.

Mi madre y yo nos preguntamos cuánto dinero tendríamos para comprarme el apartamento. La respuesta fue que casi nada. Kentish Town era demasiado caro, así que ampliamos la zona de búsqueda al extrarradio. Sin embargo, las únicas casas que nos podíamos permitir quedaban descartadas: antiguos pisos de protección oficial en la última planta de torres amenazadoras o, una de ellas, en medio de la Circunvalación Norte, la sucia carretera de seis carriles por la que mi madre y yo íbamos en autobús para llegar al centro comercial. A menudo le decía al agente inmobiliario que ya había visto suficiente antes incluso de visitar los pisos.

De vuelta en casa, contaba a mi madre lo que había visto en las visitas, haciendo que se estremeciera con las descripciones de moquetas guarras en el suelo de la entrada o de coches sin ruedas apoyados sobre ladrillos delante del portal. Penny, la mujer que habíamos contratado para acompañar a mi madre, siempre escuchaba furtivamente nuestras conversaciones y un día levantó los ojos de los anuncios inmobiliarios de un ejemplar de su Daily Express.

—Aquí pone que la zona de Rotherhithe tiene una buena relación calidad-precio —comentó enfatizando las últimas palabras, como si no las hubiera oído nunca—. Por el tema de los Juegos Olímpicos.

No le hice caso. Era una mujer tonta que siempre aireaba sus triviales opiniones, perdía el tiempo en el almuerzo y había aprendido rápidamente a pasar inadvertida. Pero no dejó de entrometerse, venga a darle con el tema de Rotherhithe. Después de un tiempo, mi madre y yo decidimos que iría a ver un piso en esa zona, que quedaba dentro de los límites de nuestro presupuesto, para que se callase de una vez.

El piso estaba situado en la primera planta, encima de un restaurante indio en Albion Street, justo detrás del túnel de Rotherhithe. Había un cartel enorme encima del restaurasnte que afirmaba (sin justificación) que era «el mejor restaurante de curry en Rotherhithe». Albion Street era pequeña, pero tenía vida; en la concurrida acera, adolescentes en bici se abrían paso entre la gente que iba de compras y se oía una música marchosa que venía de una peluquería. Las ventanas del pub de la esquina estaban cubiertas por banderas del Reino Unido, así que no se podía ver qué pasaba dentro. Delante del pub había hombres tomando pintas y fumando, aunque solo eran las tres de la tarde. Cuando encontré el portal de la casa, vi que estaba reluciente de grasa y en el peldaño de la entrada se veían los restos de una caja de comida rápida y un pequeño montón de huesos de un pollo asado a medio comer.

Todo resultaba muy poco prometedor, pero, ya que me había desplazado tan lejos —había tardado más de una hora en llegar en metro desde Kentish Town—, pensé que por lo menos le echaría un vistazo.

Era evidente que el piso estaba vacío desde hacía algún tiempo; costó abrir la puerta de la calle debido a la correspondencia que se había acumulado dentro. Al entrar, noté un fuerte olor a cebolla.

—Esto es solo un par de horas por las mañanas —dijo el agente de la inmobiliaria—. Cuando comienzan a preparar el curry.

Me enseñó primero una habitación individual y después me llevó a la cocina. En el anuncio se mencionaba una terraza «informal», que resultó ser solo un trozo de asfalto al otro lado de la ventana con vistas al patio interior del restaurante. Parecía que el patio hacía las veces de vertedero, ya que estaba lleno de bidones de aceite de cocina y botes enormes de Nescafé. Un arbusto solitario había crecido en una grieta del hormigón. Cuando el agente de la inmobiliaria regresó al estrecho pasillo, rayó la pared con las llaves del coche, dejando dos surcos en la pintura.

Finalmente, fuimos al salón. Estaba oscuro, a pesar de que fuera el día era soleado. Me di cuenta de que la oscuridad se debía a que el cartel del restaurante tapaba la mitad inferior de la ventana, impidiendo el paso de la luz.

Estuvimos allí un momento, en medio de la penumbra, y luego dije que quería irme. El agente no pareció sorprendido. Una vez fuera, mientras cerraba la puerta con llave, dijo:

—Bueno, por lo menos no tendrías que ir muy lejos a comprar curry.

No contesté. Sin embargo, cuando estaba volviendo en el metro pensé que el comentario en realidad había sido bastante divertido, así que cuando llegué a casa se lo repetí a mi madre.

Naturalmente, mi intención era que se riera. O, por lo menos, sacarle una sonrisa; por aquel entonces ya llevaba la máscara de oxígeno puesta todo el tiempo y le costaba respirar. Pero, en vez de eso, dijo con su tono de voz a lo Darth Vader:

—Eso está bien.

—¿El qué? —pregunté.

—Que me parece práctico —contestó—. Para cuando no quieras preparar la comida. Nunca se te ha dado muy bien cocinar.

Esa no era la reacción que me esperaba. Se suponía que era una broma, ya que no toleraba la comida picante. Ese era el asunto. Cuando tenía once años, había comido pollo al curry en casa de mi amiga Rashida y me había puesto totalmente roja y había vomitado. Mi madre había tenido que ir a buscarme.

Admito, no sin vergüenza, que me enfadé. Recuerdo que la miré, con su máscara en la cara y los tubos metidos por la nariz, y se me pasó por la cabeza la absurda idea de que esos tubos, en lugar de ayudarla a vivir, en realidad le estaban chupando las neuronas del cerebro, vaciándola por dentro.

—¡Odio el curry! —exclamé y luego grité más alto—: ¡Lo sabes de sobra! Me puse mala de cojones en casa de Rashida, ¿no te acuerdas?

Normalmente no decía palabrotas, y menos ante mi madre, lo cual da una idea de lo alterada que estaba. Recuerdo que Penny, que estaba apalancada en el sofá, alzó la vista del sudoku y que la cara de mi madre pareció que se hundía hacia dentro.

Me fui a la cocina enfadada. Ahora sé —ya lo sabía entonces— que fue una reacción irracional, pero no estaba pensando de forma lógica. Analizándolo ahora con perspectiva, creo que aquellos olvidos de mi madre solo anticipaban cómo sería la vida cuando ella ya no estuviera, porque no quedaría nadie que conociera esos pequeños detalles sobre mí.

Me quedé en la cocina un par de minutos para tranquilizarme. A esas alturas ya había dejado de ser una cocina; era más bien una especie de almacén donde guardábamos los utensilios médicos y las pastillas de mi madre. Recuerdo que me quedé mirando fijamente las cajas de pañuelos de papel que estaban amontonadas encima de la mesa. Era la misma mesa que mi madre dejaba preparada para el desayuno todas las noches antes de irse a la cama, donde yo le había enseñado a jugar al ajedrez, donde me había trenzado el pelo antes de la entrevista de trabajo en Caffè Nero. Entonces tuve algo parecido a una revelación. No entraré en detalles, puesto que, como ya he dicho, mi intención es que esto sea un relato basado en hechos y no en sentimientos personales. Baste decir que me di cuenta de que cada hora que pasaba viendo pisos era una hora menos en compañía de mi madre. Además, en realidad no importaba mucho cómo iba a ser mi nuevo piso. Por aquel entonces aún no había oído hablar del principio de mediocridad, que dice que ningún lugar es más privilegiado que otro, pero creo que apliqué ese principio.

Regresé al salón. Mi madre estaba con la cabeza caída a un lado y tenía los ojos cerrados. Llevaba un pijama de raso rojo que facilitaba los movimientos corporales y la parte frontal de la chaqueta estaba oscura por las manchas de baba. Penny estaba intentando limpiarle la mejilla sin éxito, así que me puse yo a limpiarla. Le acaricié el pelo y le pedí perdón; después le cogí las manos, que eran como un par de pájaros muertos, y le dije que en realidad el piso era maravilloso, perfecto, que teníamos que comprarlo.

Así fue como acabé viviendo en Rotherhithe.

En el funeral, unos amigos de mi madre y unos parientes lejanos de York que no conocía me dijeron que irían a verme a mi nuevo piso y que les llamara si necesitaba algo. Pero no les animé y tampoco insistieron demasiado. Supongo que no querían entrometerse y que se imaginaron que mis amigas cuidarían de mí.

Rashida era la única persona con la que quería hablar de lo que había pasado, porque conocía a mi madre. Nos habíamos hecho amigas en secundaria, cuando íbamos a octavo. Como su padre no le dejaba usar el ordenador más que a determinadas horas, solía venir a mi casa después de clase para jugar con el mío. Mi madre nos traía galletas Boasters cubiertas de nata montada y le contaba a Rashida que de joven quería ir a la India, pero como se había quedado embarazada de mí no había podido. Le decía que esperaba que yo pudiera hacer ese viaje en su lugar. Por aquel entonces, antes de que se pusiera enferma, me impacientaba porque repetía las cosas una y otra vez y decía tonterías.

—Pero ¡es que yo no quiero ir a la India! —le decía.

Entonces Rashida soltaba una risita y me susurraba:

—Yo tampoco.

Aunque llevaba varios años sin hablar con Rashida, le seguía la pista en Facebook y sabía que se había ido a vivir a Rottingdean con su novio, un asesor administrativo. Le envié un mensaje contándole que mi madre había fallecido. Me contestó diciendo que lo sentía y que si alguna vez iba a Rottingdean tenía que hacerles una visita a ella y a Stuart. Me di cuenta de que había colgado una nueva foto en la que mostraba su anillo de compromiso y que se había pintado las uñas igual que las chicas del instituto, con una estúpida raya blanca en la parte superior; eso me decepcionó.

No se lo conté a nadie más, pero anuncié mi cambio de dirección en Facebook. Una chica llamada Lucy, con la que había trabajado en Caffè Nero, me envió un mensaje de respuesta diciendo que estaba llevando una bocadillería cerca de allí, en Canary Wharf, y que teníamos que quedar. Pero Lucy siempre había sido una chica bastante extraña. En los descansos, solía bajar a la tienda de cosmética que estaba en la misma calle para robar muestras de maquillaje. Una vez me preguntó si quería que robase algo para mí y se ofendió cuando le dije que no, y eso que podía ver claramente que yo no llevaba maquillaje.

Tenía setenta y tres amigos más en Facebook, sobre todo chicas del instituto; pero no eran amigas en el sentido estricto de la palabra. En realidad toda nuestra promoción nos habíamos hecho «amigos». Era como en Navidad, que todo el mundo enviaba tarjetas de felicitación, tanto a amigos como a los que no lo eran, para que a su vez les felicitaran; de esta manera engrosaban su cosecha de tarjetas y luego podían competir en el comedor por ver quién tenía más. Algunas de estas compañeras de clase incluso nos atacaban todo el rato a Rashida y a mí, pero eso cambió al final de secundaria, en el décimo año, porque comenzaron a interesarse por los chicos y a fijarse más en las chicas que rivalizaban con ellas.

Cada cierto tiempo alguien colgaba una invitación para una fiesta a la que invitaba a todo el mundo. Fui a una de ellas, organizada por Tash Emmerson. Eso fue en 2009; mi madre me lo sugirió cuando se dio cuenta de que llevaba siete meses sin salir. La fiesta tuvo lugar en un bar de Holborn que parecía una cueva y la música estaba terriblemente alta; recuerdo que había una canción en particular que sonaba una y otra vez, Tonight’s going to be a good night («hoy va a ser una buena noche»), lo cual resultaba irónico. Un vaso de zumo de naranja costaba tres libras y media. Todo el mundo charlaba sobre sus experiencias en la uni —un tema en el que yo no podía aportar nada— y, si no, se sacaban fotos. Me sentía tan vacía por dentro estando cerca de ellos que tuve que retirarme a una esquina y apoyarme en la pared.

Lo raro era que todo el mundo quería sacarse fotos conmigo, aunque, como ya he dicho, en realidad no éramos amigos. Recuerdo que Louise Wintergaarden y Beth Scoone se acercaron al mismo tiempo, cada una desde un lado, y me rodearon con los brazos como si fuéramos íntimas amigas. Después de sacar la foto, dejaron caer los brazos y se largaron sin decir palabra. Pasó lo mismo con Lucy Neill, Tash y Ellie Kudrow. Después, cuando colgaron las fotos en Facebook, ni siquiera se molestaron en etiquetarlas con mi nombre. Le enseñé una de las fotos a mi madre y me dijo que pensaba que esas chicas eran muy vulgares, con el pelo desteñido y la cara naranja, y que yo me parecía a Cenicienta, atrapada entre las dos hermanastras malvadas. No le conté que alguien había puesto bajo la foto este comentario: «¿Qué? ¿Las de siempre al lado de un orco?». Aunque a mí no me importaba, sabía que mi madre se lo tomaría a mal.

Después de aquello no fui a más fiestas, pero leí los comentarios. Normalmente no comprendía de qué iban. Eran chismorreos sobre gente que yo no conocía o referencias a programas de televisión, famosos y vídeos de YouTube que no me sonaban. A veces pinchaba en los enlaces que tanto les excitaban, pero siempre eran algo estúpido, como una foto de un gatito metido en una copa de vino o un adolescente de Moscú cantando con voz desafinada en su habitación. Y siempre fotos de ellas mismas, esmeradamente vestidas, mordiéndose las mejillas por dentro y poniendo una pierna delante de la otra como si fueran caballos. Era como si hubieran dado un curso al que no me habían invitado —y al que tampoco quería asistir— en el que habían aprendido que tenían que llevar el pelo liso, que sus uñas debían tener esa raya blanca en la punta y que había que llevar el reloj en la parte interior de la muñeca y el bolso de mano colgando del pliegue del codo, con el antebrazo apuntando hacia arriba como si estuviera roto.

Pasaba lo mismo con sus actualizaciones en Facebook. A veces dejaban mensajes elípticos que no tenían sentido más que para ellas mismas, cosas como «es mejor no saber» o «en fin, esto ya lo ha jodido todo», sin dejar claro a qué se referían. Sus vidas estaban llenas de dramas banales. Recuerdo que Raquel Jacobs escribió en una ocasión que —¡¡¡por Dios!!!— se le había caído su tarjeta de transporte Oyster en el váter. Quiero decir, ¿quién necesita o quiere conocer estas cosas? Parecía increíblemente estúpido y absurdo, pero todo el mundo contestaba a esos mensajes como si fueran interesantes, importantes y divertidos. Usaban expresiones inventadas, como uuuuups, o palabras mal escritas, como wapa, o abreviaban otras sin necesidad y al final de cualquier mensaje ponían «XXX».

No es que yo quisiera ser así. Simplemente no comprendía cómo todo el mundo parecía dominarlo tan bien, sabía qué lenguaje usar y contestaba inmediatamente a todo de manera «correcta». Incluso la gente que en clase era realmente estúpida, como Eva Greenland, parecía capaz de hacerlo.

Muy de vez en cuando, alguien formulaba una pregunta clara, como qué ventajas tenía una memoria externa del ordenador frente a una interna. Yo solía responder a esas preguntas y a veces me contestaban a mí. Esther Moody, por ejemplo, cuando la aconsejé sobre cómo cambiar su configuración de Google desde Autofill puso: «Gracias t debo 1 XXX». Sin embargo, la gran mayoría de sus mensajes eran bobadas que no guardaban ninguna relación con mi vida.

Supongo que lo que quiero decir es que, si estaba «aislada», era por voluntad propia. Si de verdad hubiera querido, habría podido quedar con Lucy, la de Caffè Nero, o podía haberme apuntado a alguna de esas fiestas que anunciaban en Facebook. Pero no tenía ninguna gana de hacerlo.

Me gustaba estar sola. Antes de que mi madre se pusiera enferma, todo había sido perfecto. Me pasaba las noches y los fines de semana leyendo o delante del ordenador en el piso de arriba, mientras que mi madre estaba abajo limpiando, viendo la tele o haciendo sus miniaturas. Me llamaba de vez en cuando para que bajara a comer o para hacerme mimos. Era lo mejor de ambos mundos.

Heredé los muebles de mi antigua casa, que habíamos guardado en un almacén. Antes de morir, mi madre quedó con Penny en que su hijo fuera a recogerlos con la furgoneta y los llevara a mi piso. Pero Penny y yo al final acabamos mal. Tuvimos una discusión tonta por su revista de sudokus, porque descubrió que yo había resuelto algunos. Le expliqué que solo había hecho los más avanzados, porque sabía que ella no iba a ser capaz de completarlos sola; pero, aun así, se ofendió.

Cuando mi madre murió, Penny no paró de hablar de lo raro que era que el día anterior no hubiera mostrado señales de su inminente muerte: «No tenía los pies fríos y se tomó un sobre entero de sopa de la marca Cup-a-Soup».

Total, que el resultado de todo esto fue que su hijo nunca se puso en contacto conmigo para resolver el tema de los muebles. No me importó, porque me di cuenta de que no los quería. Una vez cogí el metro hasta el almacén y eché un vistazo a todo: la mesa de centro con el cristal ahumado, la cómoda blanca todavía con las gomas elásticas que habíamos puesto en los tiradores para que mi madre pudiera abrir los cajones, el tresillo de cuero negro, el gong, la alargada lámina enmarcada de nuestro árbol genealógico por la que mi madre había pagado 900 libras que demostraba que un pariente lejano se había casado con la tía de Ana Bolena… Recuerdo sobre todo la vitrina esquinera, que mi madre usaba para colocar sus miniaturas. Siempre había estado allí, desde que yo podía recordar, y siempre me había encantado mirar todo lo que tenía dentro. Pero en ese momento, en aquel almacén, no era más que un mueble barato con baldas y las miniaturas se encontraban en una de las cajas cerradas con cinta de embalar que estaban apiladas al lado. Pensé que, aunque llevase la vitrina y la caja a mi nueva casa, limpiase todo y colocara las miniaturas exactamente de la misma manera en que mi madre las tenía, no sería lo mismo. Decidí dejar todo allí y seguir pagando las 119,99 libras al mes que costaba almacenarlos.

Entonces compré todo nuevo en los grandes almacenes Tesco Extra de Rotherhithe. No necesitaba mucho: un colchón hinchable y sábanas, una pequeña mesa, un puf y una tostadora. Apilé mis libros junto a la pared, ordenados por colores, y guardaba la ropa en bolsas de basura. La ropa sucia la metía en otra bolsa y cuando esta se llenaba la llevaba a la lavandería. De todas formas, estaba trabajando en casa, así que no necesitaba arreglarme mucho.

Aprobé el curso de probadora de software con facilidad y comencé a trabajar para Damian —el hijo de la amiga de mi madre— nada más entrar a vivir en el piso. No era muy difícil. Cada cierto tiempo me enviaba un enlace a alguna web en versión beta para que la probara. La analizaba con un programa que verificaba la calidad y comprobaba si tenía errores, defectos o puntos débiles y después enviaba un informe. Me pagaban por cada encargo; la mayoría de ellos me llevaban menos de un día, pero los más complejos podían requerir dos. Después de terminar el trabajo, me quedaba conectada jugando a algo o, más adelante, escribiendo comentarios en Red Pill. Había colocado una mesa junto a la ventana y no tardé en darme cuenta de que el cartel del restaurante que tapaba la mitad inferior del cristal suponía una gran ventaja, porque así la luz no producía reflejos en la pantalla de mi portátil.

Más adelante, la policía insistió una y otra vez en preguntarme los motivos exactos por los que me había inscrito en Red Pill. Les contesté que no me acordaba, que había pinchado un enlace al azar, pero sabía perfectamente cómo había llegado al foro. Simplemente no se lo quería contar.

Como estaba diciendo, cuando entré a vivir en el piso comencé a dedicar cada vez más tiempo a los juegos de ordenador, hasta unas ocho horas al día. Destacaba un juego en particular: World of Warcraft. Supongo que me lo tomaba como un trabajo de jornada completa y que los encargos de pruebas de software eran una actividad complementaria. Me gustaba lo rápido que transcurría el tiempo cuando estaba jugando: pasaba tardes enteras sin esfuerzo alguno, era como tomarse un donut de dos bocados. No tardé en alcanzar el nivel sesenta y fui invitada a unirme a un buen club, un grupo que se reunía dos o tres veces por semana para realizar asaltos y saqueos. En varias ocasiones me nombraron líder. En una reunión de planificación, mientras estábamos hablando de estrategias, un jugador inició un debate acerca de cómo las decisiones que se toman en el juego reflejan tu filosofía en la vida real. Por ejemplo, si después de una incursión repartías el botín de oro que habías conseguido individualmente con los otros miembros del grupo o te lo quedabas todo. No me había planteado el juego desde ese punto de vista y me pareció interesante. Ese jugador me sugirió que echara un vistazo a una página web: redpill-uk.info. «Es un foro de filosofía muy guay —escribió—. Te vas a quedar flipada». Me envió por e-mail un enlace a un podcast del foro de la persona que lo llevaba: Adrian Dervish.

Acabé escuchando casi cien podcasts de Adrian, pero todavía recuerdo el primero con claridad. Tomé apuntes —anoto todas las cosas importantes que suceden—, pero no necesito consultarlos para recordarlo ahora. El título era ¿Es un portátil esto que tengo delante de mí? Empezaba con estas palabras de Adrian: «Muy buenas, la primera pregunta de hoy es: ¿cuánto podemos llegar a saber en realidad?». Luego hizo un repaso relámpago de la epistemología clásica, empezando por Sócrates y terminando con Matrix, que era una de mis películas favoritas. Planteaba una afirmación: «Estoy seguro al cien por cien de que ahora mismo estoy hablando a un micrófono». Y enseguida añadía: «Pero ¡espera un momento! ¿Qué significa, en realidad, “al cien por cien”?». La mejor manera de describirlo es que era como pasarse interminablemente la patata caliente: al desmenuzar cada idea, descubrías que había otra escondida dentro. Recuerdo que, conforme avanzaba el podcast, comenzaba a partirse de risa con cada «Pero ¡espera un momento!», como si fuera lo más divertido que había hecho en su vida.

Había algo seductor en el tono de voz de Adrian. Era norteamericano y su acento sonaba cálido e íntimo. Soltaba esas ideas que expandían tus horizontes, pero de una manera simpática, usando expresiones raras como «colega» o «caray». Afirmaba: «De verdad os digo que esto sí que os va a sacar la vena más filosófica». O bien: «Si esto os ha parecido interesante, pues ahora sí que vais a alucinar». Después de unos minutos, paré el podcast, me senté en el suelo y me acerqué el portátil a la cara para que el ruido de la calle no interfiriera antes de volver a escucharlo desde el principio.

Después de aquel primer podcast, me preparé una tostada con queso y luego volví al ordenador y escuché otros cuatro, de principio a fin. Mientras lo hacía, exploré la web. Su lema era «Elige la verdad». El nombre de Red Pill era otra referencia a Matrix: los personajes de la película que no saben que se encuentran en un mundo virtual reciben la invitación de tomarse una pastilla azul para permanecer en la ignorancia o una roja para encontrarse cara a cara con la realidad, por alarmante que esta pueda ser.

Estuve navegando por los foros. En uno de ellos, los miembros estaban debatiendo el podcast del portátil. Recuerdo que me impresionó la capacidad que tenían para articular sus opiniones y argumentar de manera convincente. Leía una afirmación y me parecía totalmente razonable, pero luego llegaba alguien contradiciéndolo con otro argumento tan convincente como el primero. Por ejemplo, recuerdo que un miembro —creo que era Randfan— puso que solo un cretino afirmaría con seguridad que cualquier cosa en el mundo material existe de verdad. «Conocemos nuestras percepciones y eso es lo único que podemos conocer». Como respuesta, Juliusthecat dijo: «Pero ¿cómo puedes saber que eso es así? O más bien, ¿cómo sabes que sabes que eso es así?». Discutían sobre estas ideas tan grandes y abstractas como si fueran temas de conversación cotidianos, con un tono tan informal como el que empleaban mi madre y Penny para comentar qué supermercado tenía las mejores ofertas esa semana.

Aparte de los foros dedicados a filosofía «pura», había otros que versaban sobre temas más específicos y actuales; por ejemplo, si invitar a alguien a cenar era lo mismo que contratar los servicios de una prostituta o las implicaciones éticas de descargar música. También había un sitio donde la gente podía dejar comentarios sobre dilemas de su vida personal en el que se les contestaba de manera racional. Por ejemplo, un miembro dijo que se había hecho amigo de una compañera de su trabajo que le parecía que compartía sus gustos y opiniones, pero luego había descubierto que esta amiga creía en los ángeles y ya no sabía cómo hablar con ella.

En la página web había un comentario introductorio de Adrian en el que se presentaba como el fundador de la web y afirmaba que, aunque le interesaba toda la filosofía, ante todo era libertario. Me da vergüenza admitir que no sabía qué significaba esa palabra. Ni siquiera la había oído antes. Adrian explicaba que los libertarios creían que todos eran dueños de sus propios cuerpos y los productos de su trabajo, y que estaban en contra del empleo de la fuerza. Esencialmente, que todos deberíamos tener libertad para hacer lo que queramos, siempre y cuando no hagamos daño a nadie. No parecía haber motivos para no estar de acuerdo.

Algunos miembros estaban obsesionados con los aspectos políticos y económicos del libertarismo y tenían muchos planes para derrocar a los gobiernos y realizar acciones de protesta contra los impuestos, pero tendían a mantenerse en sus propios foros, así que resultaba fácil evitarlos. La gente solía adherirse a uno o dos temas, los que más les interesaban; yo me di cuenta de que pasaba más tiempo en el foro que trataba de ética, pero también había foros de religión, artes, lógica, matemáticas, etcétera.

Esta página web era un antídoto contra el resto de Internet; en realidad, contra el resto del mundo. Solo se toleraban las ideas racionales y se le llamaba la atención inmediatamente a cualquiera que se desmarcase de esta pauta. No se usaban las palabras a la ligera —«literalmente» significaba «literalmente»— y, a diferencia de otros foros, se esperaba que te expresaras con una puntuación y una ortografía correctas.

Esto no quiere decir que fuera una comunidad hostil. Solo se expulsaba a un miembro si se mostraba radicalmente opuesto a algún principio básico del foro —si no era ateo, por ejemplo— o como última medida para deshacerse de quienes no hacían más que buscar bronca continuamente, como JoeyK.

Se veía venir cuando alguien iba a ser expulsado. El miembro en cuestión solía mostrarse excesivamente gallito en el foro, retando a Adrian solo por placer, creyéndose muy listo. Adrian le contestaba pacientemente, argumentando de manera racional, pero si seguía causando problemas, buscando el protagonismo a toda costa y fastidiando a todo el mundo, no le quedaba otra opción que pedirle que se marchara. Era como decía él, si esa gente se mostraba contraria a sus opiniones de una manera tan enfática, tendría que haber un sitio mejor para ellos. Había muchos más foros dedicados a la filosofía por ahí.

Después de pasar unas semanas escuchando los podcasts y recalando en los foros, me lancé a participar. Elegí un nombre de usuario, Sombragris, y dediqué un tiempo a decidir cuál de mis citas favoritas debería usar como firma. Al final opté por una de Douglas Adams que siempre me hacía reír: «No creas nada de lo que leas en Internet. Excepto esto. Bueno, ni esto, supongo».

Dejé mi primer comentario en una discusión sobre altruismo. Iba sobre si una acción puede ser realmente altruista o si el motivo último de todas nuestras acciones es el beneficio propio. Los demás estaban en líneas generales de acuerdo en que nada de lo que hacemos carece de interés propio, pero yo tenía otra opinión al respecto. Manifesté la idea de que cuando tenemos una relación estrecha con alguien la distinción entre lo que es mejor para mí y lo que es mejor para el otro se vuelve artificial. Lo que es mejor para mí a menudo implica sacrificar algún interés propio para ayudar al otro. En cuestión de segundos, alguien contestó mostrándose de acuerdo conmigo en un plano general, pero señaló algún matiz que yo no había tenido en cuenta. Poco después se unió más gente y se convirtió en un debate en toda regla. Hobbesian2009 escribió: «¡Buen comienzo, Sombragris!». La mayoría de los recién iniciados en el foro se limitaban a dejar algún tímido mensaje de presentación antes de lanzarse abiertamente a discutir un tema. Yo había causado cierto impacto.

Dos semanas más tarde, decidí iniciar mi propio hilo. Estuve un tiempo pensando en qué tema elegir; tenía que llamar la atención, pero no debía ser tan escandaloso ni provocador como para parecer un trol, que es como se denomina en los foros a quienes solo quieren molestar. Opté por un tema que llevaba algún tiempo rondándome la cabeza: si estaba bien que una persona no hiciera nada en su vida, salvo cuando le apeteciera hacer algo —por ejemplo, jugar a World of Warcraft—, siempre y cuando fuera capaz de valerse por sí misma y no causara daño a nadie.

Nada más iniciar el hilo, pasé un par de minutos nerviosa pensando que nadie iba a responder, pero enseguida llegó el primer comentario. En total, el hilo tuvo siete comentarios, lo cual era un resultado bastante bueno, al parecer. La mayoría de los miembros sénior eran reacios a relacionarse con los recién iniciados; preferían esperar hasta que estos demostraran su compromiso con el foro antes de involucrarse en sus asuntos. Para mi sorpresa, el propio Adrian se unió al hilo y opinó que quienes fueran lo suficientemente afortunados como para ser económicamente independientes deberían usar parte de sus privilegios para ayudar a los que habían tenido un peor comienzo en la vida.

No voy a decir que me pareciera fácil debatir en Red Pill desde el primer momento, pero sí que me salía de manera bastante natural. Lo que más me gustaba era que, una vez que tenías las herramientas, podías aplicarlas casi a cualquier tema, incluso a aquellos en los que carecías de experiencia. Por ejemplo, fui una de las participantes más activas en una discusión sobre si era más ético adoptar niños que dar a luz a tus propios hijos. Durante las siguientes semanas participé en varios debates y comencé a pasar la mayor parte de las noches en el foro. Llegué a conocer a los miembros sénior. La página tenía casi cuatro mil usuarios registrados por todo el mundo, pero solo había alrededor de cincuenta personas que participaban en los debates con regularidad, así que no tardaron en convertirse en conocidos.

Era una «peña» bastante cerrada, pero podías entrar en el grupo si mostrabas inteligencia y racionalidad. Poco a poco fueron aceptándome. Para mí fue un momento importante cuando, para responder a un recién iniciado que había formulado una pregunta sobre un asunto de ética, No-un-Borrego escribió: «Sombragris, ¡te necesitamos!», porque se me consideraba una autoridad en esta materia particular.

También comencé a leer. Adrian había elaborado una lista de libros —«el canon», como lo llamaba él— que consideraba lectura obligada para cualquiera que quisiera sacar el máximo provecho del foro, entre ellos los Diálogos de Platón, Hume, Descartes y Kant. Compré algunos en Amazon. Ya era una ávida lectora, pero en realidad solo leía novelas de fantasía y ciencia ficción. Al principio me parecieron libros un poco densos, pero perseveré y me impuse a mí misma una hora de lectura todas las noches, en la que tomaba apuntes.

Había recibido varios MP (mensajes privados) del mismo Adrian. El primero fue un mensaje de bienvenida cuando me uní al foro. Después de tres meses me envió otro en el que me felicitaba por haber sobrevivido al periodo de iniciación —al parecer, la mayoría de los participantes lo dejaba antes de acabar—. Luego, después de casi seis meses haciendo comentarios con regularidad, recibí un MP de él pidiéndome que solicitase la categoría de pensadora de élite.

El foro funcionaba de la siguiente manera: cuando hacías el decimoquinto comentario, dejabas de ser RI, que quiere decir recién iniciado, y te convertías en miembro capacitado. La mayoría de la gente permanecía en ese estado, pero a un pequeño número se le invitaba a hacer un test para convertirse en pensadores de élite. Eso quería decir que Adrian te consideraba capaz de un raciocinio más avanzado y, si pasabas la prueba, podías acceder a un foro especial en el que el debate estaba en un nivel más alto.

Era una suscripción que costaba veinte libras mensuales.

En el MP, Adrian decía que le había impresionado especialmente mi participación en un debate sobre la diferencia entre la vergüenza y la culpabilidad. «Te aseguro que me has dejado impresionado, Sombragris. Está claro que tienes un coco privilegiado». Aquel fue un momento excitante, lo confieso.

Naturalmente, acepté la invitación. Adrian me envió un enlace al test, que tenía dos partes. La primera parte consistía en responder a una serie de dilemas éticos del tipo que estaba acostumbrada a tratar en el foro —si, por ejemplo, mataría a una persona para salvar a cinco—. La segunda parte de la prueba era más como un test de personalidad, una lista de afirmaciones a las que había que responder simplemente sí o no. «Es difícil conseguir que te alteres por algo». «Estás siempre dispuesta a ayudar a la gente sin esperar nada a cambio». «Te resulta muy fácil comprender el principio general que se encuentra detrás de los fenómenos particulares».

Un par de horas después de rellenar el test, Adrian me envió un e-mail diciéndome que había aprobado y que estaba admitida en el grupo de los pensadores de élite. Desde ese momento, pasé la mayor parte de mi tiempo en el foro de los PE. Había alrededor de quince miembros que participaban muy activamente dejando varios comentarios al día, y yo era uno de ellos.

Luego llegó el día de aquel mensaje.

Llegó a última hora de la tarde, cuando estaba realizando un informe de pruebas de software que entregaba fuera de plazo. Desde que había entrado en Red Pill, descuidaba mi trabajo un poco. La semana anterior, Damian me había enviado un e-mail en tono muy serio en el que me decía que, aunque comprendía mi dolor tras la muerte de mi madre, tendría que dejar el trabajo como no entregara los informes a tiempo.

Así que estaba tratando de terminar ese informe, pero a pesar de ello no pude resistir la tentación de abrir el MP de Adrian. Desde el momento en que lo abrí, me quedó muy claro que era un mensaje diferente de los habituales. En la web se me conocía por mi nombre de usuaria, Sombragris, pero esta vez Adrian usó mi nombre real. Tenía que haberlo sacado de mi tarjeta de crédito.

El mensaje decía lo siguiente:

«Leila, he seguido tu progreso en la web con gran interés. ¿Te apetece quedar CaC?».

Quedar cara a cara. Propuso un lugar cerca de Hampstead Heath para vernos y una hora al día siguiente por la mañana.

Recuerdo que mis dedos se quedaron tiesos sobre el teclado. Mi primera reacción fue pensar que había hecho algo malo, pero no tardé en desestimarlo usando la lógica. Adrian era un hombre importante; ¿por qué iba a tomarse la molestia de quedar conmigo para decirme que me iba a expulsar si lo podía hacer a través de la web? Además, que yo supiera no había hecho nada que le pudiera desagradar. Al contrario, me felicitaba con regularidad por mis comentarios e incluso el día anterior había dicho en el foro que yo tenía «una mente de primera clase».

Las únicas opciones que quedaban eran, hasta cierto punto, más exigentes. O bien estaba pensando en ofrecerme un puesto como moderadora del foro y por eso me iba a entrevistar, o bien quería otra cosa de mí. La cuestión era qué quería.

Esto es suficiente por esta noche. Son las 4.40 de la madrugada y empiezan a picarme los ojos. La lona de la tienda se está poniendo de un color más claro y, tras el maravilloso frescor de la noche, ya noto cómo está subiendo la temperatura.