Martes, 23 de agosto de 2011
Tras el aguijonazo inicial que había supuesto mi expulsión de Red Pill, me pareció fácil apartar a Adrian de mi mente, porque había muchas otras cosas que seguían adelante. El e-mail que había enviado a Marion había sido un éxito, en el sentido de que había hecho caso a mi petición de no hablar por teléfono y no había vuelto a mencionar lo de «¿Quién eres tú?».
Sin embargo, el carácter reconciliatorio de mi e-mail también había provocado un inesperado flujo de emociones y recuerdos por su parte. Llegó una riada de palabras en los siguientes e-mails que envió, miles en cada uno, con las que Marion explicaba su punto de vista sobre la relación, y estaba claro que esperaba que Tess le respondiera. Hurgaba en el pasado y sacaba incidentes, muchos de los cuales no estaban detallados en mis apuntes, e hizo muchas preguntas comprometedoras: «¿A qué te refieres, exactamente, cuando dices que era narcisista?». «¿Qué más podía haber hecho por ti cuando eras una niña?». «¿Tenías celos de William?». Decidí que la solución más segura era ignorar sus preguntas por completo y contestar con anécdotas de la vida de Sointula, con un tono trivial y parlanchín, esperando que dejara de preguntar.
También estaba pensando en el sexo. Había decidido volver a quedar con Connor para realizar otro intento de promover nuestra relación. Quiero dejar claro que no tenía intención de acostarme con él la siguiente vez que le viera. Simplemente era consciente de que, en el caso de que mi plan se saldara con éxito, habría que ocuparse de ese asunto tarde o temprano. Empezó a pasárseme por la imaginación.
Ya antes había pensado en el sexo; de hecho, había pensado bastante en el tema. Cuando tenía diecisiete años, vi ciertas cosas en Internet y entendí cómo funcionaba. Incluso llegué a intentarlo por mi cuenta, en el verano de 2006. Con el fin de conocer a un compañero apropiado, me apunté en una web de encuentros y dediqué mucho tiempo a crear un perfil, lo cual era ridículo. Tenías que contestar a la pregunta «¿De qué seis cosas no podrías prescindir?», a lo que contesté: «Oxígeno, agua, comida, corazón, pulmones», y luego, porque me parecía que ya había dejado clara cuál era mi postura, añadí: «Internet». Solo recibí una respuesta, de un hombre de cuarenta y seis años que llevaba la cabeza rapada y afirmaba que era un activista que defendía los derechos de los animales, y «un radical en todos los aspectos de la vida». Me dijo que podía ir a visitarle a su piso en New Cross, pero no me dio una fecha ni una dirección, y luego dejó de contestar a mis e-mails.
Por lo tanto, abandoné aquella vía y, a cambio, empecé a hablar con un compañero de juego, Necromancer3000, en el videojuego en el que solía entrar antes de empezar con World of Warcraft. Su nombre real era Marcus. Me dijo que podíamos quedar en un pub de Edgware, donde él vivía, así que le conté a mi madre que iba a ir a una fiesta con gente de clase y cogí la Northern Line para quedar con él. En el metro me di cuenta de que no sabía cómo era, pero eso daba lo mismo, porque fue fácil identificarlo entre la gente de la terraza del pub: era verano y él era la única persona que llevaba un abrigo negro largo. Tenía mi edad y era tan alto que, incluso cuando estiraba el cuello, mis ojos solo llegaban a su nuez de Adán y era tan flaco que no se veía ni rastro de su cuerpo debajo de la camiseta y los pantalones negros. Tenía el pelo largo y oscuro, bastante parecido al mío, y una serie de tiras de cuero en su delgada y peluda muñeca.
Nos sentamos junto a una mesa, rodeados de gente joven y borracha que se reía en alto y vomitaba humo de tabaco. Marcus me habló de su trabajo en el puesto de información de Virgin Media y de su página web, Cui Bono, que estaba dedicada a divulgar información sobre el grupo Bilderberg. Parecía nervioso y enfadado al mismo tiempo y no paraba de mirar a las ruidosas chicas tontonas y ligeritas de ropa llamándolas «borregas». Yo no quería hablar, solo quería ir con él a su casa y hacerlo. Pero luego comenzamos a discutir sobre la carne —le dije que era una postura moralmente insostenible comerla— y después de cuarenta minutos decidió irse a casa sin invitarme a acompañarle. Y así acabó aquello.
De modo que esa posibilidad no era desconocida para mí. La diferencia era que en el pasado había contemplado tener sexo con un extraño, pero no con alguien por quien sentía algo.
También estaba la cuestión de qué era lo que se hacía en realidad. Ya he comentado que había visto algo en Internet y que tenía algunas nociones básicas claras, las embestidas y las sacudidas. Pero supongo que también he mencionado que Tess era una persona sexualmente muy activa y, según lo que decía, parecía que había más de lo que yo había visto. Había muchas referencias al acto en sus e-mails y trataba el tema sin tapujos, de la misma manera en que se emocionaba hablando de libros o de cualquier nueva moda new age que le interesara en un mes dado. La verdad es que algunos de los e-mails que habían intercambiado sus novios —Connor incluido— y ella eran bastante explícitos. No entraré en detalles, pero parecía claro que lo suyo iba más allá de lo que yo sospechaba que eran prácticas «normales».
Por ejemplo, en 2002 escribió a su amiga que, la noche anterior, se había vestido como una prostituta rumana y había ido al bar de un hotel. Su amigo de por aquel entonces, Raj, había acudido al bar y «le había puesto caliente» actuando como si no se conocieran. Fingió ser una prostituta y actuó como tal a lo largo de toda la noche.
En los e-mails entre Tess y Connor de la época en la que salían, las referencias no eran tan transgresoras, pero sí daban que pensar. Por ejemplo, él le pedía que la siguiente vez que se vieran le hiciera lo mismo que la última vez. Naturalmente, yo no tenía ni idea de a qué se refería y eso podría ser un problema si Connor esperaba que se lo hiciera yo.
También parecía que practicaban el sexting —es decir, que mantenían relaciones eróticas a través del móvil o el ordenador— y que habían usado una webcam al menos en una ocasión. «Anoche tenías pinta de calentorra», escribió Connor un día en el que, según mis datos, Tess estaba visitando a una amiga en Copenhague. No podía evitar pensar en la imagen de Tess tal y como la había visto por Skype, tumbada en la cama con su camiseta blanca, con esas piernas finas que no paraba de mover, sin importarle que yo pudiera verle las bragas. Apoyaba la cabeza sobre la pared del fondo y miraba a la cámara como si yo estuviera en la cama con ella; me la imaginaba haciendo lo mismo con Connor. Me preguntaba si yo tenía que practicar para tratar de adquirir la misma naturalidad que tenía ella con su cuerpo. Pensé que ojalá hubiera estado cerca para ayudarme.
Esto puede sonar extraño teniendo en cuenta las circunstancias, pero a veces sentía verdadera lástima de que Tess ya no estuviera. No era solo en momentos como este, cuando quería saber algo que solo ella podía contarme, sino también en momentos inesperados, como cuando estaba en Tesco y me daba cuenta de cuánta gente normal y aburrida había en el mundo. Era como si se hubiera matado a un pájaro en peligro de extinción, en vez de a una paloma cualquiera de un montón inagotable.
En todo caso, en ausencia de los consejos sobre sexo de Tess, mi única solución consistía en acudir a Google, algo de lo que me arrepentí casi enseguida. Había una vasta cantidad de información ahí, pero nada parecía responder a mis preguntas, que eran muy sencillas. Me recordaba a un cliente que entró una vez en Caffè Nero y, cuando Lucy le leyó la lista de opciones de bebidas, le gritó:
—¡Solo quiero un café normal! ¿Es mucho pedir?
Así que ya había algo más en lo que pensar. También decidí cambiar mi aspecto un poco, en el sentido de adquirir ropa nueva. Como os podéis imaginar, la posibilidad de un tercer encuentro con Connor me planteaba un dilema. Teniendo en cuenta que ya pensaba que me había visto en algún sitio después de darme doce peniques en una bocadillería, era casi seguro que se acordaría de que me había ofrecido una copa en el Dragon Bar, de que había tocado mi memoria USB, etcétera. La cuestión era si debía disfrazarme para que no me reconociera o llevar el mismo aspecto y arriesgarme a que se sintiera desconcertado por toparse conmigo «por casualidad» una vez más.
Opté por algo intermedio. No tenía mucho sentido disfrazarme de una persona totalmente diferente, ya que, si el encuentro tenía éxito y nuestra relación prosperaba, sería imposible mantener el engaño. Sin embargo, decidí que sería una buena idea cambiar de look y llevar ropa más parecida a la que habría usado Tess; pensaba que cuanto más me pareciera a ella, más fácil sería que Connor pudiera imaginarme como su sustituta.
Esa era la teoría, pero ponerla en práctica resultaba más complejo. En el pasado solo había comprado ropa en Internet —como la sudadera de la serie Red Dwarf— o en el Evans de Brent Cross o —cuando mi madre aún estaba viva— en Bluston’s, ya que podía aprovechar los descuentos que le hacían por ser empleada. Bluston’s se dirigía al mercado de la mujer madura y en su escaparate curvo exponían prendas como chubasqueros de color beis y conjuntos que mi madre decía que eran anticuados incluso para su generación; pero cuando entrábamos, las dependientas comenzaban a apelotonarse como gallinas alrededor de mí y decían que iban a sacar la ropa que estaba más «de moda». Cuando sacaban esas prendas de unos profundos cajones de madera, me daba cuenta de que no eran notablemente diferentes de la ropa que estaba en el escaparate, pero me daba lo mismo; a fin de cuentas, no era más que ropa y a mí me gustaba ir a la tienda, que estaba oscura y fresca y olía a algodón nuevo.
Sin embargo, nada de eso serviría para «Tess»: su ropa era ligera, ajustada y moderna. Recordé que las chicas de mi clase hablaban de Topshop, en Oxford Street —parecía que iban todos los fines de semana—, así que una tarde me encaminé a esa tienda.
No fue una experiencia positiva. La tienda era enorme y me confundía —me sentí igual que en Westfield— y la música era igual de ensordecedora que la de un bar. Las puertas automáticas no hacían más que abrirse para dejar pasar oleada tras oleada de jóvenes mujeres idénticas, que entraban como un ejército de orcos rumbo a la batalla. A continuación, fuimos tragadas por una escalera mecánica bordeada de espejos —las chicas se giraron con un solo movimiento coordinado para inspeccionarse en ellos— y escupidas a una enorme caverna subterránea. Allí, todas se dispersaron inmediatamente y comenzaron a toquetear las prendas, descartándolas según sus criterios personales. Estaban tan concentradas y eran tan implacables como Terminator, despejando su camino de obstáculos —yo— mediante empujones mientras avanzaban hacia los mostradores. La enérgica música impedía quedarse parada, insistiendo en mantener una velocidad constante hacia delante. La tienda no parecía tener límites y había ropa por todas partes, pero sin una estructura discernible. Paré a una mujer que llevaba un auricular y le pregunté dónde estaban las faldas. Hizo un gesto con la mano que englobó toda la tienda, dando a entender que «por todas partes».
Al final encontré unas faldas, pero eran horribles: cortas, de cuero naranja agujereado, y costaban ochenta libras. Además, no tenían la talla cuarenta y dos. Así que me escapé por las escaleras mecánicas y salí a la libertad. Nunca antes me había sentido tan contenta de estar en Oxford Street.
Al final acabé comprando mi ropa nueva en Tesco Extra. La sección de ropa tenía muchas prendas de mi talla y elegí una falda corta ajustada de color azul y un jersey de tela rosa fina. Cuando volví a casa, me lo probé todo. Antes nunca me había puesto ropa ajustada y el tacto me resultaba bastante extraño. No me parecía mucho a Tess. Aun así, pensé que me parecía más a ella que antes.
Mi plan para quedar con Connor seguía el mismo patrón que las veces anteriores. Al día siguiente por la tarde, el miércoles a las cinco, hora de Greenwich, intercambiamos nuestros saludos de «buenos días», «buenas tardes». Le dije que el ruido de las focas apareándose en la playa me había despertado pronto por la mañana; contestó con un «Arf, arf». Le pregunté qué iba a hacer por la tarde y dijo que iba a ir a la fiesta de cumpleaños de su amigo Toby. Le saqué la información de que iban a un lugar llamado The French House, en el barrio de West End.
Todo marchaba según el plan. Me vestí y me preparé para dejar el piso. Casi había alcanzado la puerta sin incidentes, cuando Jonty salió de su habitación. Me miró con una expresión confundida y después silbó.
—¿Tienes una cita caliente? —preguntó de una forma que parecía un intento de hablar con acento americano.
Asentí rápidamente y después negué con la cabeza.
—Sí. Quiero decir, no. No es una cita. —Intenté pensar con rapidez—. Tengo una reunión con alguien.
—Oh, muy extravagante. ¿Sobre qué?
—Sobre mi guion.
—¿Lo has terminado? —preguntó Jonty abriendo los ojos con una expresión que parecía de sincera alegría—. Has guardado el secreto mejor que nadie. Buena suerte. Luego lo celebramos.
Volví a asentir con la cabeza y me encaminé al metro apresuradamente.
Y fue allí, sentada en el vagón del metro rumbo a Green Park, justo antes de las seis de la tarde, cuando vi el periódico. Era uno de esos gratuitos y estaba metido detrás de uno de los asientos que tenía al lado. Al abrirlo, descubrí una foto borrosa de la cara de Adrian, que identifiqué como el retrato que usaba en Red Pill. Encima de la foto había un titular: «Descubierta una secta suicida de Internet».
Mis manos soltaron el periódico automáticamente; recuerdo que provocó un ruido sorprendentemente alto cuando golpeó el suelo. Oí que alguien respiraba profundamente y me di cuenta de que era yo. Parecía que mi caja torácica doblaba su tamaño cada vez que inhalaba. El hombre que estaba enfrente de mí levantó la mirada de su teléfono y cerré los ojos durante un tiempo que pudo haber sido segundos o minutos. Cuando los volví a abrir, el hombre había sido sustituido por una mujer que estaba leyendo el periódico. Lo sujetaba con las manos de forma que pude ver la primera plana por completo: Adrian sonriéndome amablemente. Eché un vistazo al resto del vagón y me pareció que todos estaban leyendo el mismo periódico, que el vagón estaba poblado con un centenar de Adrians.
Al final conseguí doblar el cuerpo y recoger el periódico del suelo, confiando en que mi movimiento no resultase sospechoso. El artículo de la primera plana continuaba en la tercera página, aunque no decía gran cosa; había muy pocos datos. En realidad, lo único que ponía era que un miembro de Red Pill —no mencionaba quién era— había avisado a la policía de que Adrian le había pedido que «se hiciera cargo», de manera virtual, de la vida de alguien que quería suicidarse. «El siniestro gurú de Internet Adrian Dervish animaba a personas vulnerables a suicidarse y después practicaba lavados de cerebro a sus seguidores para que suplantaran su personalidad en Internet», creo que decía literalmente. Este miembro, al que no se identificaba, se había apuntado al plan durante un tiempo, pero luego se había arrepentido y se lo había contado a sus padres, quienes habían avisado a la prensa. En ese momento la policía estaba buscando a Adrian.
Me encontraba sentada en el metro con el periódico sobre las piernas mientras la gente entraba y salía del vagón. Los asientos que estaban a mi lado eran ocupados, después se quedaban vacíos y luego volvían a ser ocupados. Apenas me percataba de las piernas que tocaban las mías ni de los codos que descansaban sobre el reposabrazos compartido. El tren pasó la estación de Green Park, mi parada, y continuó hasta Stanmore, donde terminaba la línea. Las puertas se abrieron, pero me quedé sentada en el vagón. Al final me bajé al andén y me senté en un banco.
Lo primero que me llamó la atención cuando leí el artículo no fueron las implicaciones que tenía para Tess y para mí, sino el hecho de que yo no fuera la única persona que Adrian había contratado. El periódico no hablaba de números, pero daba a entender, en términos ominosos, que podía haber «un pelotón entero de genios informáticos detrás».
Es verdad que Adrian nunca había dicho que no hubiera más gente haciéndolo. Aun así, recordé aquel día en Hampstead Heath y lo especial que me había hecho sentirme. Había sido —o pensaba que había sido— nuestro propio proyecto secreto. Dijo que me había elegido porque era una persona extraordinaria y única, capaz de comprender tanto las dimensiones éticas como las prácticas de la empresa. Puede que suene irracional, pero me sentí traicionada.
Mi cabeza se llenó de emociones y de pensamientos poco provechosos. Solo después de unos momentos, comencé a procesarlo adecuadamente. Si la policía estaba a la caza de Adrian, era de suponer que ya habrían registrado su casa. ¿Quién podía saber qué información habían encontrado? Tal vez estuvieran camino de mi casa en ese mismo momento. Puede que ya estuvieran allí, esperándome. Me imaginaba a los camareros del restaurante de abajo mirando por la ventana a los agentes apostados delante del portal. Jonty les abriría la puerta pensando que alguien había muerto. Me dijo en una ocasión que, cuando estudiaba en Cardiff, su compañero de habitación había fallecido en un accidente de tráfico y que el momento en el que un policía llamó a su puerta para comunicárselo había sido el peor de su vida.
Cuando saliera toda la verdad, al principio se sentiría aliviado, luego consternado y al final herido por mi engaño. Después, cuando fuera interrogado, todo comenzaría a encajar en su cabeza. «Sí —diría—, era muy reservada. Apenas salía de su habitación. Decía que estaba escribiendo un guion de cine».
En mi cabeza imaginaba cómo la policía registraba el piso. Había cerrado la puerta con llave, como siempre, pero el candado era pequeño y se podía abrir con una cizalla. Una vez dentro, no sería difícil encontrar pruebas. Había escondido las cosas de Tess —tanto los documentos en papel como los archivos digitales, lo cual hacía automáticamente—, pero no tardarían nada en descubrirlas. El gráfico de la pared estaba allí mismo, apenas tapado por mis pósteres.
Me di cuenta de que tenía que volver a casa, aunque solo fuera para evitar que Jonty tuviera que ocuparse de la policía. Me fui al andén de enfrente y me subí al siguiente tren rumbo a Rotherhithe.
Cuando bajaba por Albion no parecía haber alboroto en el piso; las cortinas estaban corridas, tal y como las había dejado. Me paré delante del portal e imaginé que la policía estaba esperándome dentro, apretujados e incómodos en el sofá, graves y callados, con todas las pruebas desplegadas en el suelo delante de ellos. Mientras estaba allí, en la acera, recuerdo que pensé que podría ser mi último momento en libertad. Reconozco que incluso llegué a inhalar ese último aire y me llené los pulmones con aquel aroma a pollo frito y gases de los tubos de escape y el gustillo metálico de la peluquería. Un adolescente montado en bici zigzagueaba por la acera, perseguido por otro que le gritaba:
—¡Eh, idiota!
Una ráfaga de música salió de un coche que pasaba. Alcé los ojos hacia el cartel del restaurante, encima del cual se veía una parte de mi ventana, y me di cuenta de que nunca me había fijado en el nombre del restaurante: «Maharaj. El mejor restaurante de curry en Rotherhithe». Luego introduje la llave en la cerradura y abrí.
El piso estaba vacío. Ni siquiera estaba Jonty: la pila de cacharros sucios en el fregadero era la prueba de que había terminado su estofado y había salido. Entré en mi habitación y me puse manos a la obra. Primero, me aseguré de que todos los documentos de Tess estuvieran guardados en mi memoria USB, después los eliminé y borré el historial de búsquedas en Internet del ordenador. Sabía que un experto informático podía encontrar documentos que creías que habías eliminado y que la única manera segura de destruir información era destrozar el propio ordenador, pero todavía no estaba del todo preparada para eso. Decidí que, si veía que la policía se acercaba a la puerta, dejaría caer el portátil al patio interior del restaurante como medida provisional. Esperaba que las bolsas de basura amortiguasen el golpe y lo ocultasen de la vista.
Traté de ensayar mi reacción para el momento en que se presentaran en el piso. ¿Debería negarlo todo? No; si llegaban hasta mí, en primer lugar, ya tendrían pruebas para demostrar que estaba implicada. Y si mi nombre estaba asociado al de Tess, no había nada que hacer. Sería cuestión de tiempo que llegaran a la conclusión de que ella no vivía en Sointula. Luego comprobarían la dirección IP de los e-mails y la rastrearían hasta mí. Después se lo contarían a Marion. Se enteraría todo el mundo. Connor se enteraría.
Mientras estaba allí esperando a que llamaran a la puerta, repasé la web. Creé una alerta de Google con el nombre de Adrian y cada poco rato se oía un pitido que señalaba que mi portátil encontraba una nueva noticia. El primer día, se repetía solo la misma historia en todo el mundo. Incluso había páginas web en Japón que la publicaban. Estuve inmóvil delante de mi portátil durante muchas horas, moviendo solo los dedos para hacer clic con el ratón. Oí cómo entraba y salía Jonty. Luego, a las seis de la mañana del jueves, hubo una novedad. Uno de los periódicos digitales publicó una entrevista con el miembro de Red Pill que había desertado.
Randall Howard era su nombre. No lo reconocí, pero eso no era una sorpresa, ya que la mayoría de los miembros no usaban fotos reales, así que era muy posible que hubiera mantenido muchas conversaciones con él. Tenía un año más que yo, su cara era gorda y plana, sin rasgos definidos, y tenía el pelo corto y de pincho. En la fotografía aparecía sentado en un sofá junto a su madre. Ella tenía un brazo alrededor de sus hombros y en su cara se reflejaba una expresión enfadada.
La historia que Randall contaba en la entrevista era parecida a la mía. Había entrado en Red Pill por recomendación de un amigo. «Al principio pensé que Adrian era un tío alucinante —decía—. Era muy listo, divertido y parecía que se interesaba de verdad». Describió que, después de llevar un año como miembro, Adrian se había puesto en contacto con él para un cara a cara. Habían quedado en un parque londinense.
No había muchos detalles en el periódico sobre el «cliente» de Randall. Ahora sé que era porque la policía estaba investigando y no podía divulgar esa información. Lo único que ponía era que se trataba de un hombre de veintitantos años al que el periódico llamaba Mark. Randall dijo que al principio se sentía comprometido con la idea. Creía firmemente en esa causa: era un derecho personal quitarse la vida si alguien lo deseaba y el deber de cualquiera era ayudarle si así se lo pedía. Dijo que había preguntado a Adrian si Mark estaba mentalmente sano y que Adrian le había asegurado que sí. Le había puesto en contacto con Mark y Randall había empezado a reunir información a través del e-mail. Sin embargo, a diferencia de lo que ocurrió conmigo y con Tess, ellos quedaron en persona. Fue después de aquel encuentro, en un café en el oeste de Londres, cuando Randall comenzó a tener dudas.
«Hubo un momento en que lo miré mientras hablaba y el chocolate de su capuccino le había manchado los labios. De repente me di cuenta de lo que estaba en juego. Me di cuenta de que era una persona real». También dijo que, aunque Mark le «aseguraba» que sabía lo que estaba haciendo y que tenía la mente despejada, Randall creía que había detectado ciertas dudas en él. «No dejaba de mirar hacia otro lado mientras yo hablaba, tenía los ojos perdidos y una expresión triste en la cara». Describió cómo las manos de Mark temblaban tanto que esparció el azúcar por toda la mesa.
Randall había seguido con el proyecto durante un par de semanas después de aquello. Había recogido información, igual que había hecho yo. Sin embargo luego, una noche, cuando Mark se puso en contacto con él para sugerirle la fecha de su marcha, Randall tuvo «una revelación». Se dio cuenta de que había que poner fin a todo y, además, cito literalmente, se convenció de que «había que parar los pies a Adrian Dervish». Bajó a la planta de abajo, donde su madre estaba viendo la televisión, y se lo contó todo. Ella acudió a la prensa inmediatamente. Luego se enteró la policía.
«No sé cuántos jóvenes vulnerables han podido ser engañados por este despreciable hombre», declaró la madre. Al parecer, Mark había cambiado de idea con respecto a su deseo de morir y estaba muy agradecido a Randall por haber parado el proceso. «Solo puedo confiar en que Randall, al haberlo hecho público, pueda salvar más vidas», decía la madre de Randall. La entrevista terminaba con una cita de Randall en la que decía: «Durante un tiempo pensaba que Adrian era un dios; ahora sé que es un demonio».
El artículo me pareció poco satisfactorio. Incluso si Mark «mostraba signos de que en realidad no quería quitarse la vida», tal y como estimaba Randall. Incluso si había comentado que «hacía un día maravilloso», lo cual, según Randall, significaba que todavía era capaz de apreciar el mundo. Incluso si era verdad que Mark en realidad no quería morir —aunque, como digo, no creía que Randall fuera lo suficientemente competente como para hacer ese diagnóstico—. Incluso teniendo en cuenta todo eso, no se podía deducir que los otros a los que Adrian había ayudado, como Tess, estuvieran en el mismo caso. No era lógico.
También me molestaba la imagen que el periódico había presentado de Adrian, aunque de forma más indirecta. Puedo afirmar que me sentí dividida, que era algo a lo que no estaba acostumbrada. Por un lado, me recreaba un poco en el retrato condenatorio dibujado por Randall: todavía estaba fresca en mi memoria la abrupta expulsión de la web y no podía estar en desacuerdo con la descripción que hacía de Adrian como una persona «intransigente y amedrentadora». También reconozco que, de forma menos racional, me sentí triste —incluso traicionada— cuando descubrí que no era yo la única persona a la que Adrian había contratado. Pero al mismo tiempo me irritaba el lenguaje exagerado y absurdo de Randall, como cuando decía que Adrian era «un demonio», porque, más allá de eso, todavía sentía una profunda lealtad hacia Adrian que me puso en guardia ante aquel ataque de histeria unilateral.
Junto al artículo había una columna dedicada al mismo tema, encabezada por la imagen de una mujer con cara solemne que expresaba su consternación y enfado ante el caso. Tildaba a Adrian de «retorcido depredador de Internet», una frase que fue usada en muchos de los artículos que se publicaron después.
Se inició un debate en la prensa sobre el caso. Como era de esperar, la mayoría de los articulistas mostraban su disconformidad alzando la voz contra los peligros de Internet y esta generación perdida de jóvenes, pequeñas almas vulnerables que eran manipuladas fácilmente. Se presuponía que las personas fallecidas —en aquellos primeros días todavía no habían aparecido cifras, eso llegaría después— habían sido coaccionadas a tomar parte en este asunto.
Todas esas suposiciones me parecían frustrantes. Ninguno de los periodistas conocía la realidad de cada situación, pero a pesar de ello pensaban que tenían la autoridad suficiente como para ofrecer sus opiniones, presentadas como hechos. Antes no había leído muchos periódicos y me asombraba que se les permitiera hacer eso.
A lo largo de las siguientes veinticuatro horas, el tono de algunas de las nuevas colaboraciones en la prensa se volvió más reflexivo y razonable. Un periodista publicó un largo artículo en el que argumentaba que —aunque todavía faltaba por conocer todos los datos y, evidentemente, era indefendible si alguien había sido coaccionado a suicidarse— el principio que había detrás de aquella estrategia no era necesariamente condenable. Él, este periodista, defendía el derecho a morir y afirmaba que estaba de acuerdo con el principio básico de autonomía personal y que las personas tenían derecho a hacer lo que quisieran con sus cuerpos. Otro artículo sostenía que no era correcto suponer automáticamente que los suicidas están equivocados. ¿Por qué resultaba impensable que hubieran sufrido tanto que quisieran terminar con su vida?
A menudo, al final de estos artículos había un espacio donde los lectores podían dejar sus propios comentarios. Tengo que reconocer que yo misma, que permanecí sentada durante todas esas interminables horas pensando que la policía estaría a punto de llegar, no pude resistirme a dejar algunos. Envié un mensaje de apoyo a la mujer que había afirmado que el suicidio no siempre era una mala idea y argumenté de manera racional en contra de los comentarios más negativos.
Al mismo tiempo, me mantenía al día con mi trabajo de Tess. Esto puede parecer raro, pero habría sido más peligroso suspender todas las comunicaciones de manera abrupta. Marion se habría preocupado y habría empezado a llamar; los amigos de Tess también. Pero, más allá de eso, también me sentía obligada a no abandonarla solo porque la situación se hubiese vuelto complicada. Pensé en una pegatina que tenía nuestro vecino en el coche: «Un perro es para toda la vida, no solo para la Navidad». Naturalmente, Tess no era una mascota, pero el sentimiento era el mismo.
También, por supuesto, estaba el tema de Connor. Él y Tess tenían la costumbre de enviarse e-mails varias veces al día y si no contestaba a alguno de sus mensajes, aunque solo fuera durante unas pocas horas —lo cual ocurrió aquel miércoles por la tarde, tras descubrir el periódico—, me escribiría para preguntarme si estaba bien.
No parecía justo que los amigos y la familia de Tess pensaran que había desaparecido y hacerles pasar ese mal rato solo para que después descubrieran que en realidad estaba muerta. Era mucho mejor continuar como antes, hasta que la policía llamara a la puerta de Marion para notificarle que su hija no estaba viviendo en Sointula, sino que había desaparecido y posiblemente habría fallecido, víctima del «retorcido depredador de Internet» Adrian Dervish y la pobre y vulnerable chica a la que había esclavizado para que cumpliera sus órdenes.
Así que continué como siempre, actualizando el estado de Tess con datos de su maravillosa vida en Sointula —«razones para amar este lugar: 358», «te puedes dar una sesión de masaje por treinta pavos»— y participando en un estúpido juego de e-mail con Connor, en el que nos alternábamos inventando un nuevo verso para una canción en la que describíamos nuestras respectivas jornadas. «He acompañado a un joven bellaco al tribunal», escribió. «He traído de la playa un auténtico cargamento de arena», contesté yo.
Mientras tanto, seguía supervisando las webs de noticias. El viernes por la tarde hubo una novedad en relación con la búsqueda de Adrian que, por un momento, me dejó sin respiración: la policía había descubierto dónde vivía y habían registrado su domicilio.
Se supo que Adrian Dervish era un nombre falso y que Red Pill había sido registrada en Brasil, así que no habían podido encontrarlo por esa vía. Sin embargo, la incesante publicación de su fotografía en la prensa había dado sus frutos y una mujer había dicho a la policía que un hombre que se le parecía mucho había sido su vecino la última semana. Había una imagen del bloque de viviendas, un sombrío y destartalado edificio cerca del aeropuerto de Gatwick. Cuando llegó la policía, Adrian ya había huido; sin embargo, la policía informaba de que habían requisado algunos ordenadores y que los estaban examinando. Ya habían encontrado información relevante.
Era imposible predecir cuánto tiempo tardarían en llegar hasta mí, ya que eso dependía de la información que hubiera guardado Adrian y de lo bien encriptada que estuviera. En el caso de que estuviera encriptada. Recordé que en nuestra conversación en Hampstead Heath me había dicho que era un inútil para la tecnología. Había escondido sus huellas usando una dirección IP extranjera, lo cual era básico, pero ¿se habría molestado en protegerme a mí? Me imaginaba a un experto informático de la policía que se remangaba preparándose para un duro trabajo y se echaba a reír al ver todas las pruebas desplegadas delante de él.
No tenía ni idea de lo que había ocurrido entre Adrian y Tess, pero, a juzgar por mi experiencia, sospechaba que ella no había sido demasiado discreta en su correspondencia. «¿De verdad que has encontrado a alguien que puede ayudarme a morir? Eres un puto crack». Para encontrarme, podrían elegir el método que quisieran. No había escondido mi dirección IP y en Facebook se podría ver que había accedido a la cuenta de Tess desde mi ordenador. Y con el Gmail también. Los datos de mi tarjeta de crédito estaban guardados en Red Pill. ¿Por qué no había pensado en tomar precauciones?
Por mucha angustia que sintiera pensando en la inminente llamada a la puerta y las desagradables formalidades que seguirían, mi cabeza no paraba de anticipar el momento en el que la familia y los amigos de Tess fueran informados de lo que había sucedido. O, más concretamente, en el que Connor descubriera la verdad.
Repasaba diferentes escenarios posibles en mi mente. Connor en el trabajo recibiendo una llamada de Marion, la expresión de su cara cambiando gradualmente desde la consternación educada hasta el terror boquiabierto. Connor en casa por la noche, relajado en el sofá viendo un viejo episodio de Miss Marple (su vicio inconfesable). Suena el timbre y Connor frunce el ceño por la interrupción y, después, presa del pánico, descubre la silueta de un policía a través del vidrio esmerilado de la puerta de la calle. (Naturalmente, no sabía si tenía una puerta de vidrio esmerilado, solo me lo imaginaba así).
Independientemente de la manera en que fuera a enterarse, estaba segura de que me odiaría, porque no escucharía mi versión de los hechos. Daría por sentado que había actuado como si fuera una especie de broma perversa o por motivos de lucro. La posibilidad de que pensara mal de mí me provocó una reacción de malestar físico; tuve que bajarme de la silla y ponerme en cuclillas. Estaba allí agachada, contemplando las migas de la alfombra, cuando me di cuenta de que tenía que decírselo en ese mismo momento. Se lo tenía que explicar en persona. Si lograba que entendiera mis motivos, me perdonaría.
Normalmente siempre considero las ventajas y las desventajas de todas mis decisiones importantes, pero desde el momento en que esta idea me vino a la cabeza supe que era la única medida que tenía sentido. Y reconozco que me esperaba algo más que únicamente comprensión por parte de Connor. Después de todo, si Tess estaba muerta, no había nada que impidiera que pudiéramos estar juntos. Una vez superado el impacto de la noticia, él también lo vería así. Sería libre para amar a otra persona y la persona que quería estaba justo allí, en Londres, lista y disponible.
Mi ansiedad se convirtió en impaciente excitación; quería ver a Connor ya. Como ya os he dicho, era un viernes por la tarde, así que decidí ir a Temple y pillarlo cuando salía del trabajo. Me puse el top y la falda ajustada de Tesco que había comprado para nuestro encuentro previo abortado y me peiné el pelo cuarenta veces. Afortunadamente, Jonty estaba fuera, por lo que no tenía que inventarme otra excusa para salir tan arreglada; eso también significaba que podía usar el espejo de su habitación, el único que había en el piso cuyo tamaño reflejaba el cuerpo entero. Tenía el bolso de maquillaje de mi madre, pero no lo necesitaba: se me habían puesto los ojos brillantes y las mejillas sonrosadas por su cuenta. Sonriendo ante mi propia imagen, pensé que no había tenido mejor aspecto en toda mi vida.
Eran las seis y cinco cuando llegué a su oficina. Mi banco habitual estaba ocupado por tres turistas de mediana edad que estaban descansando, pero de todas maneras no podría haberme quedado inmóvil, porque estaba demasiado emocionada. Iba y venía por el pequeño parque, recitando para mis adentros la primera frase que había preparado —«tengo una noticia mala y otra buena»—. Mientras tanto, no dejaba de mirar la puerta negra de Asquith y Asociados. Connor salió justo después de las seis y media.
Estaba solo y subió por la calle a paso ligero con su bolso de cuero negro cruzado sobre el pecho y hablando por el móvil. Al igual que otras veces, su aparición produjo una sacudida en mi pecho y mis piernas comenzaron a temblar, pero con el ritmo al que caminaba Connor no podía perder el tiempo. Me recompuse y eché a andar tras él, esforzándome por no perderlo de vista cuando dejó atrás las callejuelas empedradas de Temple y entró en la calle de arriba, que era más ancha y estaba llena de coches y de gente. Se paró en la acera, hablando todavía por teléfono. Al final pude alcanzarlo y ya casi estaba al alcance de mi mano cuando le oí decir: «Sí, te veo».
Me detuve y vi cómo hacía un gesto con la mano hacia un pequeño coche rojo que estaba aparcado al otro lado de la calle. En el asiento del conductor había una mujer rubia sonriendo y detrás, saludándole enérgicamente con la mano, había dos niños pequeños. Vi cómo Connor aprovechaba un momento en el que no pasaban coches, cruzaba la calle y se sentaba en el asiento del copiloto. Se acercó a la mujer y la besó en los labios; después se giró para saludar a Maya y Ben. Y vi cómo Chrissie arrancaba, salía a la calzada y el coche rojo se fundió con el tráfico, desapareciendo de la vista.
No sé cuánto tiempo, exactamente, me quedé de pie en aquella concurrida acera. Era consciente de que la gente que pasaba a mi lado parecía irritarse por el hecho de que yo hubiera echado raíces en aquel lugar; me rozaban de manera ostentosa al pasar o chasqueaban la lengua. Si me hubieran preguntado, les habría explicado que de hecho no podía moverme; mis piernas no me dejaban. Mi cerebro estaba igual de entumecido dentro de mi cráneo, como si se hubiera apagado para no tener que procesar lo que acababa de ocurrir. Solo daba paso a pensamientos estúpidos y superficiales, como, por ejemplo, que era una ventaja no haberme pintado los ojos, ya que, a esas alturas, se me habría corrido todo el rímel por la cara.
Después de un rato, mis piernas volvieron a funcionar y me transportaron hasta la estación de metro. El vagón estaba lleno a rebosar, pero una mujer se levantó y me ofreció su asiento. No sé muy bien por qué lo hizo, pero le estaba agradecida. Al sentarme, me di cuenta de lo corta que era mi falda: en mi regazo no había más que unos muslos desnudos con la piel pálida y llena de manchas rojas. Junto a mí había un hombre con un traje arrugado que parecía de la misma edad que Connor. Estaba medio echado en el asiento, con las piernas muy separadas, tecleando en su iPhone. Podía ver la pantalla perfectamente y observé, como si fuera a través de un cristal, cómo redactaba un texto para alguien llamado Mila: «Haré que merezca la pena, ya lo sabes. No he olvidado lo que te prometí en Ascot… XXX». Me imaginé a mí misma inclinándome hacia él y tecleando: «P. D. ¿A que no sabes una cosa? ¡Estoy casado!».
De vuelta en el piso, fue un alivio descubrir que Jonty todavía no había llegado a casa. Le escribí una nota diciendo que estaba enferma y no quería que me molestara nadie, entré en mi habitación y cerré la puerta con llave. Entonces me percaté de que estaba completamente agotada y, sin quitarme los zapatos, me tumbé en el sofá y me quedé dormida.
Cuando me desperté todo estaba muy oscuro y tanto la calle como el piso se encontraban sumidos en el silencio. Al abrir mi portátil para ver qué hora era, descubrí que tenía cuarenta y ocho nuevos e-mails y me sentí muy confusa hasta que me acordé de que había activado una alerta de Google para los nombres de Adrian y Red Pill. Los periódicos del sábado acababan de salir, llenos de actualizaciones, análisis y debates sobre el tema.
Leí los artículos con indiferencia, como si aquello no tuviera nada que ver conmigo personalmente. Otro miembro de Red Pill, un chico llamado Stephen, había revelado que Adrian también se había puesto en contacto con él para que se hiciera cargo de la vida de otra persona, pero no había aceptado. Se informaba de que Adrian había sido visto en Inglaterra y allende el mar, en Praga y en Nueva York. El titular de uno de los periódicos decía: «¿Será tu hijo miembro de una secta suicida?».
En una de las entrevistas habían preguntado a Randall cuántas personas más podían haber sido contratadas y había contestado: «Ni idea. Solo Dios lo sabe. Cientos, tal vez». El periódico lo usó como justificación para pedir a un «prestigioso psicólogo» que redactara una lista de señales de alarma para padres que sospecharan que su hijo podría ser uno de los secuaces de Adrian. La primera pregunta era: «¿Tu hijo pasa demasiado tiempo delante del ordenador?». La segunda: «¿Tiene horarios extraños y antisociales?».
Leía los artículos, pero no podía concentrarme en lo que decían. Solo podía pensar en Connor o, más concretamente, en las razones que le habían llevado a hacer eso. ¿Por qué mintió diciendo que estaba separado de Chrissie? A lo largo del fin de semana envió varios e-mails a Tess, todos con un tono tan coqueto como siempre. Cuando le pregunté qué había hecho el viernes por la noche, dijo que había salido a tomar unas copas con gente del trabajo y al final había acabado en una fiesta en Whitechapel. «Fue aburrido, porque no estabas tú».
Volví a leer nuestros e-mails anteriores. «Criatura maravillosa». «Es algo muy raro lo que ocurre aquí, ¿lo sabías? Tengo la sensación de que puedo contarte todo». «Bésame primero». Una vez me había preguntado sobre los recuerdos que tenía de mi infancia. Le conté que en cierta ocasión, cuando tenía siete años, bajaba con mi madre por la calle principal de Kentish Town —aunque situé la acción en Dulwich, donde se crio Tess— y vi algo en la alcantarilla que creí que era un osito de peluche rosa. Pensé que se le había caído a algún otro niño y me dio pena porque estaba sucio y olvidado. Me agaché para recogerlo y cuando lo alcé a la altura de los ojos me di cuenta de que no era un osito de peluche, después de todo, sino una pata de cerdo, cortada con una sierra. «Vaya, pobre Heddy —había contestado—. Qué historia más triste. Me gustaría abrazarte». Ahora que mi madre estaba muerta, él era la única persona que conocía esa anécdota.
Me pregunté si el hecho de que estuviera casado cambiaba algo en realidad. Chrissie y él tal vez estuvieran manteniendo las apariencias de cara a los niños. Carmen, una amiga de Tess que no era feliz en su matrimonio, una vez le envió un e-mail en el que decía: «Estamos practicando el consabido “seguimos por los niños”». Puede que Connor estuviera realizando un acto desinteresado al seguir casado con Chrissie. No le habría dicho nada a Tess porque sospecharía que no iba a querer tener nada que ver con él. En 2009, una de sus promesas para el nuevo año había sido la de «evitar a los hombres casados».
Además, la gente se divorciaba, ¿no? ¿Si se enamoraban de otra persona y esa otra persona estaba libre?
Estas no eran el tipo de preguntas cuyas respuestas se podían encontrar en Google y, no por primera vez, deseaba que Tess estuviera conmigo para aconsejarme. Aunque, claro, sabía lo que me diría. Para empezar, me diría que no debería haber esperado nada de Connor. Opinaba que todos los hombres no eran más que, y cito textualmente, «unos pequeños sapos cachondos» que se limitaban a hacer todo lo que hiciera falta para conseguir su objetivo. No lo dijo con amargura ni enfadada, sino resignada, como si no le diera mucha importancia y no fuera más que un dato inscrito en su código biológico.
Durante una de nuestras conversaciones, me opuse a ese punto de vista señalando que era una generalización demasiado amplia que no siempre era aplicable. Por esa regla de tres, todas las mujeres también compartirían determinadas características, y Tess y yo éramos un ejemplo de cómo dos personas podían ser del mismo sexo sin apenas tener ningún rasgo de personalidad en común. También señalé que la característica de «sapo» no era muy evidente en sus relaciones con los hombres, la mayoría de los cuales parecían exigir un mayor grado de compromiso que el que ella estaba dispuesta a darles. A juzgar por sus experiencias vitales y por lo que yo había leído sobre las supuestas diferencias entre los sexos, le dije, parecía que era ella la que asumía el «papel» supuestamente reservado a los hombres, saltando de pareja en pareja.
Recuerdo que estaba tumbada boca arriba en su cama mientras hablábamos, así que apenas podía verle la cara durante la mayor parte de la conversación, pero en aquel momento se incorporó y miró directamente a la cámara con la cabeza ladeada y una expresión divertida en el rostro.
—No quiero ofenderte, nena, pero no sé si eres la persona más indicada para dar consejos sobre política sexual —me soltó.
Sin embargo, a lo largo de los últimos meses había aprendido una cosa: solo porque Tess dijera algo con una convicción total y absoluta, eso no significaba que tuviera razón. Es cierto que en aquellos tiempos ella sabía mucho más sobre relaciones y yo no podía cuestionar sus afirmaciones con fundamento. Pero ahora yo había tenido alguna que otra experiencia y sí que me sentía cualificada para juzgar la situación por mi cuenta; simplemente, no estaba de acuerdo con la idea de que todos los hombres fueran iguales y que una no se podía fiar de ellos. Cada persona y cada relación eran complejas y únicas. Y yo conocía a Connor mucho mejor de lo que Tess jamás lo había conocido.
Me di cuenta de que tenía que hablar con él cuanto antes.
La siguiente ocasión para hacerlo era el lunes. Pensé en la posibilidad de acudir temprano a su oficina para pillarlo antes de que entrase, pero decidí no hacerlo; sabía que a menudo llegaba tarde y podía estar estresado y llevar prisa. Sería mejor hacerlo cuando saliera de la oficina para comer.
El lunes por la mañana me desperté pronto, a las diez, turbada y nerviosa por igual. No era capaz de quedarme quieta y la perspectiva de esperar en el piso durante dos horas hasta el momento de salir no era muy atractiva, así que tomé la decisión de ir caminando a Temple. Antes no había andado tanto nunca, pero este era un día importante que podía cambiar mi vida y parecía apropiado actuar con arrojo.
Una vez más me puse la falda nueva y me peiné el pelo hasta que se levantó de mi cuero cabelludo por la electricidad estática. Afortunadamente, Jonty estaba fuera unos días visitando a sus padres, así que no tuve que inventarme ninguna excusa para ponerme guapa. Dejé el piso y me dirigí al camino que bordeaba el Támesis. Era un día agradable para ser octubre; la ciudad centelleaba al sol y el aire era fresco y tonificante, aunque tampoco es que me faltase energía. La marea estaba baja y justo antes de llegar al Tower Bridge me fijé en un grupo de personas que estaba en la orilla usando las manos y herramientas para excavar en el lecho del río. Recordé que un día Jonty había vuelto a casa todo sucio hablando con entusiasmo sobre un nuevo hobby suyo consistente en buscar artefactos entre los sedimentos del Támesis; tal vez fuera eso lo que esa gente estaba haciendo.
La excitación me hacía andar rápido y me costó menos tiempo recorrer el camino hasta Temple de lo que mi calculador de rutas había indicado. Cuando llegué a mi banco eran solo las doce y cuarto del mediodía, por lo menos cuarenta y cinco minutos antes de la hora a la que Connor solía salir para ir a comprar su sándwich. Me sentía frustrada por tener que esperar, hasta que se me ocurrió que ya no era necesario hacerlo. A fin de cuentas, si iba a revelar la verdad, ya no era necesario fingir que era un encuentro casual; podía entrar en su oficina y preguntar por él.
Me dirigí a la puerta negra y pulsé el botón del telefonillo. Contestó una voz femenina y la informé en voz alta y clara de que había venido a ver a Connor Devine. Se oyó un zumbido que me invitó a entrar en una recepción pequeña y sorprendentemente vieja. La mujer al otro lado del mostrador me miró con curiosidad y me preguntó si tenía cita. Le dije que no, que había venido por un asunto personal urgente. Me preguntó por mi nombre, levantó el auricular del teléfono y marcó un número de tres dígitos.
—Connor, ha venido a verte una persona que se llama Leila —dijo.
Al oírlo así, dicho de una manera tan clara y sin rodeos, mi confianza comenzó a flaquear. Di un paso hacia atrás y abrí la boca para decir que me marchaba, pero, antes de que pudiera hablar, Connor ya estaba saliendo por una puerta lateral, como si estuviera esperando al otro lado.
Me miró, frunció el ceño y después lanzó una mirada a la recepcionista como para preguntar: «¿Es ella?». La secretaria asintió con la cabeza y Connor volvió a mirarme.
—Perdona, ¿nos conocemos? —preguntó.
—Sí —dije, y sentí cómo volvía mi determinación de golpe—. Ven fuera.
Frunció el ceño otra vez, pero me acompañó a la calle. Me alejé unos pasos de la oficina y después me di la vuelta para mirarlo. Connor me devolvió la mirada y, por muy absurdo que suene, fue como si nos atravesara una corriente eléctrica. En solo unos segundos, absorbí cada detalle de él: el tono rosado alrededor de sus ojos; la barba poblada, pero bien recortada; aquellos mechones de pelo que cubrían el piercing en la parte superior de su oreja izquierda que se había puesto en Tailandia en su año sabático, una noche de juerga.
—Perdona —repitió—, ¿nos conocemos?
—Sí —dije asintiendo con firmeza.
Sus ojos repasaron mi cara.
—¿Eres la hermana de Tobias?
—No —dije—. No conozco a Tobias. Soy Leila. —Me di cuenta de que apenas había pensado en cómo afrontar el asunto—. Soy amiga de Tess.
Su expresión se suavizó un momento y después pareció más alerta. Cambió el peso de pie y miró a su alrededor.
—¿Quién eres tú? —Me escrutó—. ¿No nos hemos visto en algún sitio?
Pensé que sería mejor no recordarle todavía nuestros encuentros previos.
—Ya te lo he dicho: soy amiga de Tess —insistí.
—¿Está bien? —preguntó—. ¿Le ha pasado algo?
—No —le dije—. Bueno, sí. Necesito contarte algo. ¿Podemos sentarnos?
Hice un gesto señalando el banco y nos sentamos. Saqué el periódico del día anterior de mi bolso y lo puse sobre sus rodillas. Me echó una mirada inquisitiva antes de cogerlo y mirar la primera plana. Solo entonces me fijé en el anillo que llevaba en su mano izquierda. ¿Siempre había estado ahí o se lo había quitado en las otras ocasiones en las que le había visto?
Después de unos pocos segundos, volvió a dejar el periódico sobre sus piernas.
—Perdona, pero no tengo ni la más remota idea de sobre qué va todo esto y tengo muchas cosas que hacer. ¿Le ha pasado algo a Tess?
—Sí. Pero primero necesitas saber más sobre Adrian Dervish —le dije, señalando el periódico—. Al parecer, anima a la gente a suicidarse.
—Ya —dijo con tono impaciente—. ¿Y?
Había presumido que la conversación iba a fluir con naturalidad, como nuestros e-mails, pero no fue así. Ya no parecía que Connor y yo tuviéramos ninguna conexión especial; de hecho, en aquel momento podría haber sido un extraño. Me agobiaba profundamente que las cosas no salieran según el plan y cambié de táctica, tal vez de manera demasiado radical.
—Tess está muerta —sentencié.
Escruté su rostro cuando lo decía. Se vio un pequeño espasmo junto a sus cejas, pero los rasgos de su cara permanecieron impasibles.
—¿Cómo?
—Se suicidó —le expliqué.
—¿Cuándo? —preguntó en voz baja.
Me quedé callada durante un rato, sabiendo que después de contestar a esa pregunta ya nada volvería a ser lo mismo. Connor había apartado la cara y estaba con la mirada perdida y la boca ligeramente abierta. Pensé que todavía no era tarde. Podía decirle que Tess había fallecido esa misma mañana en Sointula, y después podía levantarme y marcharme. Pero si hacía eso, él nunca sabría que había estado escribiéndome a mí. Nuestra relación terminaría y sería prácticamente seguro que no volvería a verlo ni a saber de él nunca más.
—¿Cuándo? —preguntó otra vez girándose hacia mí de nuevo.
Puse la mano sobre su hombro con un gesto consolador e inspiré.
—Hace cuatro meses —dije.
Levantó la mirada bruscamente. Sus ojos casi desaparecieron, al igual que sucedía cuando algo le divertía, solo que ahora no estaba sonriendo.
—Eso es imposible. Ayer nos escribimos.
—No estabas escribiéndole a ella —dije—. Bueno, eso no es verdad. Me refiero a que estabas escribiéndole, pero no era ella la que leía tus e-mails. Ni los contestaba. Era yo.
Me miró. Cuando por fin habló, su voz había bajado de tono hasta convertirse en algo más parecido a un gruñido.
—¿Qué hostias me estás contando? ¿Quién eres tú?
Su tono agresivo hizo que me sobresaltara. La imagen de él caminando hacia el coche donde estaban Chrissie y los niños volvió y me sentí indignada.
—Ya te lo he dicho: soy una amiga de Tess; una amiga mucho más cercana que tú. La conozco mil veces mejor que tú.
—¿Qué me estás contando?
—Ya te lo he dicho —repetí exasperada—. Tess está muerta y yo…
—¿La mataste tú?
Se puso en pie de repente y dio unos pasos para alejarse del banco mirándome fijamente, como si fuera un perro peligroso.
—¡No! —protesté—. ¡La ayudé! —Mi indignación se desvaneció de repente y, muy a mi pesar, estuve a punto de llorar—. Siéntate, por favor.
Lo hizo tras un momento, pero apartó la mirada otra vez, de modo que lo único que se le veía de la cara era un espasmo muscular junto a la línea de la mandíbula.
—Hice solo lo que ella me pidió que hiciera —expliqué—. Quería morir, pero no quería perturbar a su familia ni a sus amigos, así que me pidió que me hiciera cargo de su vida, para poder marcharse sin que nadie se diera cuenta y…
—¿Y suicidarse? —preguntó Connor.
—Sí —contesté.
De nuevo, Connor se levantó del banco, pero esta vez no se alejó. Me estaba dando la espalda y vi desde atrás cómo sacaba una cajetilla de tabaco y un mechero del bolsillo de su pantalón. Oí un chasquido y observé que sus delgados hombros subían y bajaban bajo la americana mientras inhalaba.
—Creía que lo habías dejado —dije sin pensar en lo que decía.
La mano que sostenía el cigarrillo se quedó suspendida en el aire por un momento, antes de continuar su trayectoria. Después de varias inhalaciones más, Connor volvió a hablar sin darse la vuelta.
—Aclárame una cosa —dijo. Se notaba que se estaba esforzando para controlar la voz—. ¿Estás afirmando que Tess conocía a ese tarado, que se suicidó y que tú, quienquiera que seas, la animaste a hacerlo?
—No la «animé» a hacer nada. Fue su propia decisión —dije.
Entonces le expliqué brevemente cómo había conocido a Adrian y el origen del proyecto Tess. Estaba hablando con su espalda, mirando fijamente los pliegues de su americana, tratando de obligarle a darse la vuelta.
—Tenía la mente despejada —añadí—. Sabía lo que quería hacer.
Connor se quedó callado durante unos segundos, después dejó caer el cigarrillo. No lo apagó con el zapato y el humo fue flotando hacia mí. No me importaba, esta vez no; por alguna razón, el olor no era tan desagradable como el de los cigarrillos de otras personas. Luego, por fin, se dio la vuelta para mirarme y, como si se le acabara de ocurrir, preguntó:
—¿Quieres decir que he estado escribiéndote a ti todo este tiempo?
Asentí con la cabeza y sonreí. No resultaba sorprendente que le hubiera llevado un rato digerir la verdad: había mucho que procesar. Ahora, esperaba yo, las implicaciones quedaban más claras. Él había pensado que la persona de la que se había enamorado estaba en Canadá, fuera de su alcance, pero en realidad estaba delante de él.
Connor me estaba mirando fijamente, pero yo no fui capaz de interpretar su expresión. Intenté imaginarme qué estaba pasando por su cabeza y se me ocurrió que no sabía cuál era mi opinión, la de Leila, en todo esto. Podría pensar que solo estaba haciendo mi trabajo cuando le escribía; que él, como persona, me importaba un bledo.
—Todo lo que te escribí iba en serio, ¿sabes? —dije—. Todo lo que escribí.
Él no dijo nada, solo seguía clavando su mirada en mí. Comencé a sentirme un poco incómoda y de repente salieron más palabras de mi boca:
—Yo no…, no estoy saliendo con nadie. Estoy soltera. Y estoy disponible.
Al final, al oír esto, se formó algo parecido a una sonrisa en su boca y dijo lentamente con un tono de voz claro:
—¿Tú estás mal de la puta cabeza?
Ahora me tocó a mí quedarme sin palabras. Connor me miró de arriba abajo de una manera exagerada, todavía con aquella extraña sonrisa en la cara.
—¿De verdad piensas que yo saldría contigo? —preguntó.
Fue como si un globo se hinchara dentro de mi pecho. Mi respiración se volvió entrecortada y por unos momentos no pude hacer nada más que mirar a Connor. No apartaba los ojos de mí; ahora era feo; su cara, la de un extraño. Entonces, de manera igualmente repentina, la furia me endureció.
—Bueno, supongo que para ti sería difícil salir con cualquiera, ¿verdad? —dije—. ¡Porque estás casado!
Connor se sobresaltó.
—¡Te vi! Tú con Chrissie y los niños, todos metiditos en el coche. ¡Dijiste que os habíais separado hace años! Dijiste que estabas enamorado de mí y que querías estar conmigo. ¿Por qué lo dijiste? Yo…
—¡Qué hostias! —exclamó Connor—. ¿Cuándo nos viste? ¿Me has estado persiguiendo?
Negué con la cabeza, furiosa por que estuviera tratando de esquivar el tema.
—Me dijiste que estabas enamorado de mí —repetí despacio y en voz alta, como si estuviera hablando con un niño.
—Chist —siseó Connor antes de suavizar la expresión de su cara mirando a alguien que estaba a mi espalda. Me di la vuelta y vi que un par de sus colegas que habían salido de la oficina para ir a comer nos estaban mirando con curiosidad. Connor sonrió y les saludó con un gesto de la cabeza. La sonrisa se borró de su cara en el momento en que desaparecieron de su vista.
—Me dijiste que estabas enamorado de mí… —volví a empezar.
—Deja de decir eso —contestó—. Ni siquiera te conozco.
—¡Soy Tess! —dije casi gritando. ¿Cómo era posible que todavía no lo pillara?—. ¿No lo entiendes? Soy Tess.
Connor soltó una risa seca y horrible.
—No sé qué cojones está pasando aquí, pero sí que tengo algo muy claro y es que tú, desde luego, no eres Tess.
—Por supuesto que no soy Tess en el sentido real. —A esas alturas estaba haciendo aspavientos con los brazos y, debido a la rabia y la frustración, mis pensamientos salían atropelladamente de la boca, sin ningún tipo de orden—. ¿Todo eso que escribiste era mentira? ¡Te conté lo de la pata del cerdo! ¡Dijiste que te reíste de felicidad en el tribunal solo por pensar en mí! ¿Eso era verdad?
A cada pregunta que le hacía, mi voz se volvía más alta y me di cuenta de que algunos transeúntes nos estaban mirando. Connor había dado unos pasos hacia atrás y me miraba fijamente.
—Aléjate de mí —dijo.
La forma en que me miraba expresaba una mezcla de asco y miedo y eso fue demasiado para mí.
—Además eres un… —Hice una pausa porque no me salía la palabra que estaba buscando, pero al final la encontré; era una de las favoritas de Tess, que nunca había dicho antes en voz alta—. Un hijo de puta.
Tal y como me esperaba, Connor pareció consternado; pero esa palabra también me desinfló la rabia. De repente me sentí agotada y cuando volví a hablar mi voz había recuperado el volumen normal.
—¿Chrissie lo sabe?
—Por supuesto que no —dijo.
—¿Te dejaría si se enterase?
Me lanzó una mirada dura.
—¿Me estás amenazando?
—No —contesté.
—Bueno, para contestar a tu pregunta, no lo sé. No sé lo que haría Chrissie si se enterase. Supongo que me dejaría. —Parecía estar lejos, como si hablara para sí—. No puedo creer que Tess esté muerta. No puedo creerte… No puedo creer nada de todo esto.
—No estoy mintiendo —dije—. El único mentiroso aquí eres tú.
Connor soltó aquella risa fría, que era como un ladrido.
—¿Me estás llamando embustero?
Pero yo ya no tenía fuerzas para contestar y comenzar otra discusión y, al parecer, él tampoco. Tenía los hombros caídos.
—¿Quién eres tú? —dijo en voz baja, pero no era una pregunta. Luego, sin despedirse, se dio la vuelta y se marchó, sin entrar en su oficina, dirigiéndose hacia la calle principal. Me quedé mirándolo hasta que desapareció de mi vista.
Me quedé allí varios minutos, hasta que me di cuenta de que Connor podía volver al trabajo en cualquier momento. Eché a andar apresuradamente y enseguida comencé a correr, tropezando con mis zapatos resbaladizos mientras intentaba escapar de Temple. Perdí el sentido de la orientación y lo que una vez me había parecido un enclave mágico pasó a parecerme una fortaleza con calles empedradas todas iguales que me confundían y estaban pobladas de hombres trajeados, idénticos a Connor.
Al final encontré una salida y entré con alivio en el Victoria Embankment. Tenía que atravesar varios carriles con tráfico para llegar al río, pero crucé la calle sin esperar a que se abriera un hueco razonable, solo vagamente consciente de las bocinas y los gritos detrás de mí. Me apoyé en el muro encima del agua. Ahora que estaba agarrada a algo, mi cuerpo se volvió blando. Tuve que luchar para mantener la cabeza erguida.
No estaba enfadada, ni siquiera decepcionada conmigo misma. Era como si me hubieran vaciado de todo tipo de sentimientos. La palabra «destripada» entró en mi cabeza; en clase la habían usado para referirse a acontecimientos triviales y yo la había desechado porque era una expresión vulgar, pero ahora era la única palabra adecuada. Tuve la sensación de haber sido completamente destripada y mi cuerpo en ese momento era tan inútil como la piel de un plátano.
Las aguas marrones del río centelleaban bajo el sol, la marea todavía estaba baja y en la brisa había un matiz oscuro. En la orilla de enfrente podía ver a gente apoyada en el muro, igual que yo; sin embargo, a diferencia de mí, todos parecían andar en parejas, abrazándose mientras miraban el agua. Giré la cabeza hacia el este, en dirección al Tower Bridge, y vi que las personas que estaban buscando artefactos en el fango del lecho del río seguían allí. Aquellas figuras minúsculas, agachadas, con sus chaquetas luminosas, podían perfectamente haber estado en otro planeta. Tess solía decir que la vida adulta no era más que un ejercicio para llenar el tiempo. Pensé que, si eso era así, entonces esa gente bien podía haber tenido una buena idea. Andar hurgando en el fango era algo absurdo, pero por lo menos era una actividad inocua.
Cerré los ojos, pero mis intentos de procesar lo que acababa de ocurrir con Connor me provocaron un dolor de cabeza físico. ¿Cómo podía haber malinterpretado la situación hasta tal extremo? ¿Cómo podía ser que algo que me había parecido tan real en realidad no hubiera significado nada?
Pensé que debía regresar al piso y me imaginé el portátil esperándome en la mesa, con el pequeño led del cargador brillando incandescente a la sombra del cartel del restaurante. Sin embargo, esa imagen ya no me ofrecía consuelo. ¿Qué sentido tenía, cuando ya no iba a haber más e-mails de Connor? De hecho, de repente aborrecía la idea de volver al trabajo y seguir haciendo de Tess sin él.
Lo que hice después no se debió ni a la rabia ni a otro tipo de emoción intensa. Más bien fue una decisión racional o eso me pareció en aquel momento. En el sentido práctico, no había sitio para mí en la sociedad y no soportaba la idea de volver al piso, con todas sus connotaciones. Necesitaba ir a otro sitio. Además, ya no podía fiarme de mi propio juicio y sin eso no era nadie. Tenía que rendirme y dejar que otra persona se hiciera cargo de la situación.
Saqué el móvil y busqué la comisaría más cercana.
Estaba cerca de Fleet Street y cinco minutos después ya estaba allí. Antes nunca había estado en una comisaría, pero no parecía que me hubiera perdido gran cosa. La fachada era bastante antigua y grandiosa, pero el interior no era más interesante que el vestíbulo de un banco, con sillas de plástico atornilladas al suelo y soportes para folletos informativos en las paredes. Había una pequeña cola junto a la recepción y esperé impaciente detrás de una pareja de extranjeros que trataban de explicar que necesitaban denunciar la pérdida de su teléfono por razones del seguro; luego debatieron, largo y tendido, incluso las preguntas más simples que les hicieron.
Después de quince minutos, me sentí obligada a tomar medidas.
—Perdone —dije en voz alta al hombre que estaba detrás del cristal—, tengo algo importante que decir.
El policía me lanzó una mirada inexpresiva. Tenía una cara cansada y carnosa.
—Sí, usted y el resto del universo —contestó—. Haga el favor de esperar su turno.
Al final la pareja se marchó, cogiendo firmemente el impreso relleno, y me acerqué a la ventanilla. El policía levantó las cejas con un gesto inquisitivo agotado.
—Quiero confesar algo —dije.
—¿Acerca de qué, si se puede saber?
—Acerca de mi relación con Adrian Dervish.
—¿Y quién es ese señor…?
Suspiré impaciente y, por segunda vez aquella mañana, saqué mi periódico del día anterior y lo acerqué al cristal. El hombre lo miró.
—¿Dice que conoce usted a este hombre?
—Sí, así es —contesté—. Bueno, se podría decir que sí. A lo que me refiero es a que no sé dónde está.
Miró de nuevo al periódico.
—Bien, señorita, si puede esperar un momento, enseguida vendrá alguien a tomarle declaración.
Reconozco que estaba sorprendida y un poco decepcionada por la falta de rapidez y excitación que mostraba el policía. La misma actitud continuó cuando, después de otros veinte minutos de espera, me llamaron para tomarme declaración. Una policía joven y rubia me llevó por una puerta a una pequeña habitación con una mesa y cuatro sillas. Nos sentamos una frente a la otra y pulsó el botón de grabación de una anticuada grabadora con dos cintas. Mientras yo hablaba, ella también tomaba apuntes, sujetando el lapicero de la misma manera en que solía hacerlo Rashida, con la mano cubriendo el extremo posterior.
La mujer era más simpática que el hombre de la recepción y parecía conocer algunos detalles del caso, aunque no mucho más que lo que se podía desprender del artículo del periódico. Comenzó haciendo algunas preguntas —cómo había conocido a Adrian, etcétera—, pero cuando se dio cuenta de que yo iba a realizar un testimonio detallado y ordenado cronológicamente de mi relación con él, me dejó hablar sin interrumpirme apenas.
Al principio estaba nerviosa, pero mientras hablaba me di cuenta de que desembarazarme de todo resultaba bastante placentero. También era agradable contar con la atención total de alguien. Pero luego, transcurridos unos treinta minutos de la entrevista, la situación cambió de manera abrupta.
Había llegado al punto en el que Tess y yo definimos sus planes para después de su marcha y estaba describiendo el plan de Sointula cuando la mujer me interrumpió:
—¿En algún momento Adrian Dervish ejerció algún tipo de presión sobre usted para que llevara a cabo ese plan?
Estaba confusa y le pregunté qué quería decir.
—¿Cuando quedó claro que no iba a proseguir con el plan, Adrian Dervish intentó persuadirla de hacerlo?
Pensaba que no lo había hecho. Que no era más que otro Randall Howard.
Fue como el momento anterior con Connor, cuando me preguntó cuándo había fallecido Tess: una oportunidad de evitar que saliera toda la verdad, con todas sus complicaciones adyacentes. Sin embargo, esta vez no dudé.
—No, no lo entiende —dije—. Sí que lo hice. Tess se suicidó y yo suplanté su identidad.
Siguieron unos segundos durante los cuales pareció que el ruido de la cinta dando vueltas había aumentado considerablemente. Luego la policía se inclinó sobre el aparato y dijo que la entrevista quedaba suspendida. Se levantó y dejó la habitación. Volvió unos minutos más tarde. Entonces se sentó, volvió a encender la grabadora y, con un tono de voz más claro y ceremonioso que antes, dijo:
—Queda arrestada como sospechosa de haber ayudado o animado a Tess Williams a suicidarse.
Dije que no necesitaba un abogado, pero no parecían creerme. Cada media hora, el inspector Winder paraba el interrogatorio para recordarme que tenía derecho a un representante jurídico y preguntarme si quería ejercerlo. Después de la tercera vez, le dije que por qué seguía preguntando si siempre le daba la misma respuesta.
—Tenemos que asegurarnos de que esté segura y de que comprenda las implicaciones de su decisión —explicó—. Además —añadió—, las cintas solo graban cuarenta y cinco minutos seguidos del interrogatorio y de esta manera queda constancia de que la hemos avisado en cada cara de la cinta.
Eso me hizo preguntarle algo que me había rondado la cabeza desde que había comenzado la declaración: ¿por qué usaban esas cintas anticuadas en vez de grabaciones digitales?
—Es más fácil manipular el material digital —explicó.
Eso, naturalmente, me hizo pensar en el software que había usado para imitar la voz de Tess por teléfono; sin embargo, me resistía a mencionarlo, ya que estaba repasando todo por orden cronológico y todavía no había llegado a esa parte de la historia.
El inspector Winder era el jefe de la investigación del caso de Adrian Dervish y había llegado a la comisaría de Fleet Street apenas una hora después de mi arresto. Mientras esperaba, había entregado las llaves de mi piso para que pudieran registrarlo, después de aprovechar la llamada de teléfono que me ofrecieron para hablar con Jonty y asegurarme de que seguía donde sus padres. No quería que se asustara cuando la policía entrara en el piso.
Jonty confirmó que seguía en Cardiff y que no volvería hasta el día siguiente.
—¿Todo bien? —preguntó.
—Sí —dije improvisando—. Es solo que voy a estar todo el día en casa de un amigo y me iban a llevar un paquete de Amazon al piso.
Mientras hablaba, me quedé desconcertada al ver que la joven policía apuntaba todo lo que yo estaba diciendo.
—¿Qué amigo? —preguntó Jonty en tono burlón.
—Tengo que irme —dije.
Desde ese momento hasta que llegó el inspector Winder, estuve sola la mayor parte del tiempo. Al principio me ofrecieron una taza de té y acepté, aunque no me gusta el té. Ahora la taza de poliestireno estaba sobre la mesa; no había tomado ni un sorbo y el té estaba frío. Lo miré y pensé en la cárcel. Había visto imágenes de celdas en la televisión; no tenían tan mala pinta. Pensé que en realidad sería parecido a estar en el piso.
Cuando entró el inspector Winder, el ambiente en la habitación pareció cambiar; tuve la impresión de que la policía adoptaba una postura más erguida en su silla. Era bastante mayor y tenía la piel roja con manchas, una nariz llena de bultos y mucho pelo negro en el dorso de las manos. Se presentó —hablaba con un acento que no identifiqué—. Después se sentó y la grabación se reanudó.
A diferencia de la policía que me había interrogado antes, el inspector Winder sabía mucho sobre el caso y formuló preguntas detalladas sobre cómo funcionaba Red Pill, qué me había dicho Adrian en Hampstead Heath y sobre los términos exactos de mi acuerdo con Tess.
—¿Tess pagó a Adrian? —preguntó.
Contesté que no lo sabía y reconocí que no se me había ocurrido esa posibilidad.
—Tenemos razones para pensar que Tess podría haber dado una cantidad importante de dinero a Adrian para facilitar la suplantación de identidad —dijo.
Entonces me explicó que el cliente de Randall Howard, «Mark», había dicho a la policía que había pagado quince mil libras a Adrian.
—Si es verdad —añadió—, quiere decir que Adrian estaba beneficiándose de la muerte de otras personas. Eso convertiría todo esto en un asunto muy grave. ¿Lo comprendes, Leila?
Asentí con la cabeza.
—¿Adrian te pagó? —preguntó.
Vacilé.
—No exactamente.
—¿Qué quieres decir?
—Creo que era él quien me enviaba el dinero por correo, pero venía de Tess.
—¿Cuánto era?
—Ochenta y ocho libras.
—¿Al día?
—A la semana.
Frunció el ceño.
—Es una cantidad rara.
—Es lo que necesitaba para vivir —le aclaré—. Era un trabajo de jornada completa, ¿sabe?
El inspector Winder me miró fijamente sin pestañear durante unos segundos.
—¿Por qué lo hiciste, Leila?
—Tess quería morir y yo creía que tenía derecho a hacerlo, así que la ayudé.
—¿Y crees que lo habría hecho sin tu ayuda? ¿O estaría viva en estos momentos?
—No lo sé —dije al final.
Más tarde, me preguntó sobre mi propio estado de ánimo. ¿Sufría una depresión? ¿Alguna vez había pensado en suicidarme?
Negué con firmeza.
—Aun así, ¿simpatizaste tanto con alguien que quería terminar con su vida que estabas dispuesta a arriesgarte a que te arrestaran por ayudarla?
Nunca me lo había planteado en esos términos, pero asentí con la cabeza.
—Supongo que sí.
Las dos preguntas que me hizo una y otra vez eran las que no podía contestar. ¿Dónde estaba Adrian en ese momento? ¿Dónde estaba el cuerpo de Tess?
Después de tres horas de interrogatorio, el inspector Winder dijo que de momento era suficiente. Eran las ocho de la tarde. En el momento en que apagó la grabadora, me di cuenta de que estaba más cansada de lo que lo había estado en toda mi vida, que yo recordara. Si hubiera apoyado la cabeza en la mesa, me habría quedado dormida allí mismo. Entonces me llevaron a una celda y me acurruqué en una cama dura y estrecha.
Luego, después de lo que me parecieron tan solo unos pocos minutos, me sacudieron para despertarme y me dijeron que me concedían la libertad provisional. Ya era la mañana del día siguiente; el inspector Winder se había marchado y me había quedado otra vez a cargo de la joven policía. Me dijo que no podía salir de Londres sin informarles y que tenía que ir a fichar a la comisaría una vez al mes.
—¿Cuánto tiempo va a durar todo esto? —le pregunté mientras firmaba el impreso de la libertad provisional.
—No sabría decírselo —me contestó—. Puede que no le sorprenda saber que nunca nos hemos enfrentado a algo parecido antes. Es un territorio desconocido para nosotros.
Eso es todo por hoy. El sol está saliendo y puedo oír los insectos, que vuelven a lo suyo. Se suponía que me marchaba a casa mañana —tengo billete reservado para el vuelo de las tres y treinta y cinco de la tarde—, pero estoy pensando en cambiarlo. Annie dice que se va a quedar una semana más y creo que voy a seguir su ejemplo; lo único que tendría que hacer es ir al cibercafé de la ciudad, modificar la fecha del billete y enviar un e-mail a Jonty para decirle que llegaré una semana más tarde. Annie dice que puedo ayudarla a lijar más taburetes. He pensado que podría coger un taxi para ir a la Alhambra.