Lunes, 22 de agosto de 2011

Hoy por la noche le he hablado a Annie de mi madre. No era mi intención hacerlo y lo que me preocupa no son tanto las posibles consecuencias —porque no creo que se lo vaya a contar a nadie— como el hecho de que se me escapara. Creo que ha podido ser debido a la influencia de las drogas. Yo no he consumido ninguna, naturalmente, pero todo el mundo a mi alrededor sí y el aire estaba tan lleno del humo dulce que era imposible no respirarlo, lo cual puede haber provocado un debilitamiento de mis facultades.

Lo que pasó fue lo siguiente. Alrededor de las tres y media de la tarde, Annie me despertó para informarme de que había llegado la hora de iniciar los preparativos para la «fiesta de la luna llena». Averigüé que cada vez que había luna llena, los residentes cocinaban y cenaban juntos, y se esperaba que todo el mundo «echara un cable». Le expliqué que desconocía esa costumbre y que no participaría. Ella solo dijo:

—Anda ya, vamos.

Al final terminé levantándome de mi esterilla y los seguí a ella y los niños al claro que estaba en el centro.

Delante del gran tipi habían montado una cocina provisional, con una serie de utensilios rudimentarios y oxidados y cubos con verduras sobre unas mesas de caballetes. Algunos de los residentes andaban de aquí para allá cortando y llevando cosas y, en general, gastando más energía de la que habían consumido en toda la semana. Reconocí a la mayoría, de haberlos entrevistado: Davide, con sus minúsculos pantalones cortos; Johanna, la alemana con piercings de plata en las cejas; Maria, que llevaba unos nudos gruesos multicolor en el pelo con anillos alrededor, como si fueran dedos; el francés con el terrible acné. Deirdre, que era una de las pocas personas de la comuna que no estaban delgadas —era más bien alta y corpulenta, como un frigorífico—, parecía estar al mando de la operación y anunció que estábamos preparando un guiso de verduras. Me mostraron un cubo y me asignaron la tarea de cortar las zanahorias con Annie, Milo y Bandit, un hombre español menudo.

Una vez que empecé, me di cuenta de que disfrutaba con el trabajo. Me concentré en cortar las zanahorias en discos idénticos, cada uno de un grosor de un centímetro, aproximadamente. Los coloqué como las fichas en los casinos, en montones de diez. El carácter metódico y repetitivo del trabajo hizo que mi cabeza comenzara a flotar y empecé a recordar las comidas en casa de la abuela Margaret. Mi madre y yo la visitábamos tres veces al año, el Boxing Day —que es el día siguiente al de Navidad—, el Domingo de Pascua y su cumpleaños, y siempre nos ponía zanahorias de bote. Eran las únicas ocasiones en las que tomaba verdura. Mi madre decía que yo debía estar contenta, porque, después de todo, la mayoría de los padres obligaban a sus hijos a tomar verduras todos los días.

No sé por qué la llamábamos la abuela Margaret; no es que hubiera más abuelas de las que tuviéramos que distinguirla. Vivía en un apartamento tutelado en Kent y siempre tenía la calefacción puesta a tope, incluso en Semana Santa. Cuando mi madre comenzó a mostrar signos de intolerancia a las altas temperaturas, se negó a bajarla.

—Todos tenemos nuestras dolencias —sentenció, como si su reumatismo se pudiera equiparar a la EM de mi madre.

Vivía en Elm Tree Court desde que yo era pequeña, desde que mi abuelo Geoffrey muriera en 1994, pero parecía que todavía la irritaba tener que vivir allí. Siempre andaba quejándose del personal, de que no hacía bien su trabajo, o de los otros residentes, porque eran demasiado viejos. También estaba convencida de que todo el mundo trataba de aprovecharse de ella y engañarla; incluso su propia hija. Mi madre le llevaba latas de galletas y una botella de Bailey’s Irish Cream y la abuela Margaret las observaba recelosa, olfateaba la botella y se ponía las gafas para examinar qué contenía, como si esperase encontrar veneno en la lista de ingredientes de la etiqueta. Después nos ponía una comida horrible, como pechuga de pollo seca, siempre acompañada de esas ruedas de zanahoria pequeñas, asquerosas y blandengues.

Nunca se me ocurría nada que decirle y ella tampoco mostraba mucho interés por mí, ni siquiera cuando en su cumpleaños, aconsejada por mi madre, le regalé un DVD con los mejores momentos del programa de televisión Feria de antigüedades, recopilados por mí. La única vez que se abrió un poco fue en 2007 cuando pensábamos que yo iba a ir a la universidad; cuando mi madre lo mencionó, la abuela Margaret preguntó cuándo me iba a marchar e interrogó a mi madre sobre las dimensiones de mi habitación para ver si cabría el armario que tenía, un armatoste grande y feo. Cuando volvíamos en el tren, mi madre me explicó que la abuela Margaret opinaba que, tras el ataque de corazón del abuelo, tenía que haberla invitado a vivir en nuestra casa en Leverton, aunque ya había estado en una ocasión y sabía que solo teníamos dos habitaciones. Pensaba que mi madre había cometido un error al no casarse, porque habría tenido una casa más grande. Era un poco «conservadora» en lo que opinaba respecto a que mi padre no estuviera con nosotras.

La siguiente vez que la visitamos, cuando se enteró de que habíamos decidido que no iba a ir a la universidad, se mostró incluso más gruñona que de costumbre. Cuando alargué la mano para coger mi tercera galleta, retiró el bote y dijo que estaba demasiado gorda.

—Está muy consentida —le dijo a mi madre como si yo no estuviera presente—. Una niña grande y extraña. Nunca vas a encontrar a nadie que te permita librarte de ella.

Normalmente, mi madre solía contestarle con educación, pero esta vez se enfadó y le dijo que no quería «librarse de mí» nunca y que, si con «consentida» se refería a que me dejaba que fuera yo misma y me mostraba amor, entonces seguiría haciéndolo, para que lo supiera.

Cuando mi madre ya no podía desplazarse hasta Kent para visitarla, quedó claro que la abuela Margaret no tenía ninguna intención de venir a Londres. Ni siquiera acudió al funeral. Lo único que hizo fue enviarme una nota para que la leyera en misa.

Mi hija Susan fue una niña buena que tenía una serie de aficiones e intereses. A pesar de que su vida adulta no llegó a cumplir del todo las expectativas, supo adaptarse a las adversidades e hizo frente de la mejor manera posible a las circunstancias.

Evidentemente, no lo leí en misa.

Estaba tan sumergida en mis pensamientos que los movimientos del cuchillo se habían ralentizado hasta tal punto que solo lo apoyaba sobre la zanahoria, sin llegar a cortarla. Mis ensoñaciones fueron interrumpidas por Deirdre, que me puso una mano sobre el hombro.

—¿Qué tal si arreamos un poco?

Miré a mi alrededor y descubrí que todo el mundo había terminado con sus tareas y sobre el fuego ya había varios recipientes de metal que despedían vapor. Aumenté el ritmo y terminé con la reserva de zanahorias. Mientras el guiso se terminaba de hacer, todo el mundo estaba sentado en el suelo fumando unos cigarrillos minúsculos que tenían que volver a encender cada pocos minutos. Annie había regresado a la furgoneta para cambiar al bebé, así que me senté al lado del viejo con el pelo blanco en el pecho y el sombrero que le quedaba grande con el que había hablado el segundo día. Al otro lado de él se sentaba una pareja que en ese momento, bajo la titilante luz del fuego, no pude identificar.

—¿Qué tal? ¿Cómo te va? —me preguntó aquel hombre. Luego se volvió hacia la pareja—: ¿Sabéis? Esta chica vino en taxi desde el aeropuerto.

Al parecer, es por eso por lo que me conocen en este lugar. El hombre de la pareja preguntó:

—¿Cuánto te costó?

Se lo dije y, cuando terminó con la ya habitual reacción de inhalar aire ruidosamente y hacer un gesto con la mano después de oír la información sobre la cantidad, el hombre le dijo a su amiga:

—El año pasado había una mujer que cogió un taxi para ir a Granada, ¿te acuerdas?

No había prestado mucha atención a sus comentarios, pero al oír eso me puse en guardia, porque recordé el e-mail que Tess había recibido, poco después de marcharse, de su amiga Jennifer, que afirmaba —por error, había pensado yo— que la había visto en la Alhambra, en Granada.

—¿Cuándo fue eso? —pregunté.

Dijeron que en agosto.

Les enseñé la foto de Tess, debatieron un rato y dijeron que sí, que podía ser ella.

Era la confirmación más clara que había obtenido en mis pesquisas hasta ese momento. Cuando seguí con mis preguntas, la pareja dijo que habían pasado dos meses en la comuna el año anterior y que estaban seguros de que ella ya estaba aquí cuando llegaron. Unos pocos días después de su llegada, ella había ido a Granada y después volvió a la comuna, donde se quedó otra semana más antes de partir. No sabían adónde se fue. Había acampado sola, tal y como yo había sospechado. También pensaba que habría preferido estar sola, pero parecía que no: se había mostrado bastante sociable, según dijeron, y a menudo estaba con los demás en los espacios comunes.

Quise saber de qué cosas había hablado aquella mujer.

—No era muy habladora —explicó el hombre—. Era reservada.

—Me dijo que le gustaba mi collar —comentó la mujer.

—¿Qué aspecto tenía? —pregunté.

La mujer se encogió de hombros.

—Estaba shanti —contestó. Luego me enteraría de que eso significa que estaba «tranquila y feliz» en al argot de los hippies. De pronto, la mujer añadió—: Ahora me acuerdo: se llamaba Joan.

Debido a su acento, pensé que había dicho «John».

—Pero si eso es un nombre de chico.

—No, no —me rectificó—: J-o-a-n.

Joan, como recordaréis, era el nombre de la gata de Tess, la que desapareció. Podría tratarse de una coincidencia e intenté no emocionarme demasiado. Además, aunque esa tal Joan fuera Tess, no había avanzado nada en mis intentos de averiguar qué le había pasado. Aun así, era con mucho la identificación más clara hasta la fecha y me complacía que pudiera ser acertada la intuición de que hubiera venido a la comuna.

Los dos comenzaron a hablar entre ellos y yo me puse a mirar el fuego. Siempre me han gustado las hogueras; solía hacerlas en el jardín de la casa en Leverton cuando volvía del cole. En esta había patatas asándose en los bordes y observé cómo se arrugaba la piel y se ennegrecía. Había mucha gente esperando la comida y se oía un murmullo alto de conversaciones en diferentes lenguas, que se elevaba por encima del omnipresente sonido de los bongós y las guitarras. Un hombre había traído un palo largo que producía un ruido tosco cuando soplaba dentro.

Cuando el guiso por fin estuvo listo, la gente se agrupó en ávidas bandadas alrededor de las cazuelas; cada uno tenía un plato de latón, que al parecer habían traído por su cuenta. Nadie había mencionado que había que venir con plato y yo, lógicamente, no tenía ninguno, pero Annie me había traído uno de los suyos de repuesto de la furgoneta. Esperé hasta que no hubo cola antes de acercarme y pedir una pequeña ración del guiso al hombre que servía y además me llevé tres trozos de un consistente pan blanco. Me senté junto a Annie y Milo y estaba a punto de empezar a comer cuando Deirdre hizo un ruido, una especie de «Ommmm». Todo el mundo contestó:

—Ommmm.

Entonces alguien exclamó:

—¡Gracias por la comida!

Mi intención era comer rápido y volver a la tienda, pero al final me quedé sentada después de terminar. Para mi sorpresa, me di cuenta de que estaba a gusto. Cuando empezó a anochecer mucha gente se puso una sudadera con capucha, igual que yo, y me sentía más parecida a los demás que durante el día, cuando llevaban al aire sus cuerpos morenos. Recuerdo que miré a mi alrededor a toda la gente que estaba sentada —con las capuchas puestas y las caras iluminadas por la luz del fuego, hablando unos con otros— y pensé que parecían buena gente. Más aún, en aquel momento tuve la sensación de que no eran simplemente una panda de extraños que se habían reunido al azar, sino que todos formábamos parte de un grupo, como una tribu que estaba descansando por la noche antes de una larga marcha o una batalla. Los niños correteaban por todas partes y daban trozos de verdura guisada a los perros, que —me fijé— los escupían parsimoniosamente una y otra vez. La luna estaba radiante, muy cerca del horizonte, y las estrellas centelleaban como si estuvieran enviando mensajes en código morse. Alguien estaba tirando piel de naranja al fuego continuamente, lo cual generaba una fragancia maravillosa, y también había otro olor dulce y acre. En cuanto empecé a fijarme, me di cuenta de que parecía que todo el mundo a mi alrededor estaba fumando, excepto yo —incluso Annie aceptó una calada de un cigarrillo—. Vi que Bandit le mostraba a su impresionado vecino un palo de algo que desprendía un olor fuerte y parecía un caramelo verde.

A mi lado estaba sentada una mujer tirando a mayor llamada Esme. Llevaba el pelo canoso con unas finas trenzas y su pecho era completamente plano. Conversaba animadamente con el hombre que estaba a su lado acerca de las ventajas y desventajas del uso de aceite vegetal como carburante para coches. Al otro lado, Annie estaba hablando con Synth, una mujer de más o menos su misma edad que también había venido con sus hijos a la comuna. Escuché la conversación. Annie le estaba hablando de sus muebles, le explicaba que quería empezar a trabajar con bambú. Synth le preguntó de dónde tenía pensado traerlo.

—De China —contestó Annie.

—¿Te parece que eso es una buena idea? —volvió a preguntar Synth.

—Bueno —dijo Annie—, es un material muy sostenible.

Synth negó con la cabeza y se embarcó en un discurso que apenas pude oír, porque el hombre del palo que producía un sonido tosco había empezado a soplar otra vez. Cuando paró para tomar aire, oí que Synth decía:

—¿Y los pandas qué?

Annie se rio.

—Oh, creo que habrá bambú suficiente para todos. De todas formas, solo quedan unos ocho pandas en todo el mundo, ¿no?

Al escuchar esto, Synth se alteró todavía más y sus huesudas manos cortaban el aire mientras hablaba.

—No les ayuda mucho que China exporte tanto bambú. Necesitan comer varias toneladas al día.

La cara de Annie estaba lo más cercana al enfado que le había visto. Tenía las mejillas coloradas. Me eché hacia delante y elevé el tono de voz para que Synth pudiera oírme:

—No pasa nada por dejar que se extingan los osos panda.

Tanto Synth como Annie se giraron para mirarme.

—¿A qué te refieres? —inquirió Synth.

—La extinción forma parte de la vida en la Tierra. Si los osos panda son ineficientes y están mal preparados para la vida, entonces deberíamos dejar que se extingan. Especialmente si suponen un obstáculo para otras especies más importantes. No hay que ser sentimental. Solo deberíamos salvar lo que merezca la pena salvar.

Ahora le tocaba a Synth mostrar su irritación:

—Lo que acabas de decir es ridículo y…

Fue interrumpida por la llegada de Bianca, la pequeña mujer con la cabeza rapada que me había abordado el segundo día. Se puso en cuclillas delante de mí y empezó a hablar en voz baja. No podía oírla por el crepitar del fuego y fui acercando la cabeza cada vez más, hasta que nuestras mejillas estuvieron a punto de tocarse, y entonces me di cuenta de que todavía me estaba hablando sobre la letrina e insistía en la necesidad de que yo usara el lugar designado a ese fin.

—¡No me puedo creer que todavía sigas con ese tema! —exclamé—. Ya he tenido que ocuparme de suficiente mierda en mi vida, ¿vale? Y no quiero ver la tuya. —Luego, para aclararlo, añadí en voz más alta aún—: Tenía que limpiar el culo a mi madre.

Creo que mi arrebato me sorprendió tanto a mí como a Bianca. Como ya he dicho, pienso que el humo de las drogas me había colocado. Sin embargo, en ese momento me sentí bien hablando de esa manera. Bianca me miró con curiosidad y se apartó para hablar con Esme. Yo volví a fijar mi atención en Annie y Synth. Esta seguía parloteando y capté la palabra «karma». No sé en qué contexto había salido, pero desencadenó algo en mí y sentí la necesidad de intervenir de nuevo.

—El karma no existe —aseguré.

Una vez más, Annie y Synth me miraron. Synth dijo, esta vez con un tono de voz más templado:

—No quiero ofenderte y por supuesto tienes derecho a opinar, pero, francamente, ¿qué puedes saber tú? ¿Cuántos años tienes?

—El karma es… —intenté pensar en qué palabra habría usado Tess— una chorrada. Una chorrada. La vida no es justa. No existe una fuerza benigna que premie tus buenas acciones. Mi madre era una buena persona que nunca hizo nada malo y tuvo EM.

Annie me echó un brazo alrededor de los hombros. No intenté apartarme de ella.

—¡Pobrecita mía! Eso sí que es duro.

Luego Synth empezó a hablar de nuevo, dando golpecitos con un dedo en la espalda de Annie para captar su atención. Annie se giró hacia ella otra vez, todavía con el brazo alrededor de mis hombros, y las oí reanudar la conversación, pero no presté atención a sus palabras. Miré al resto de la gente sentada alrededor del fuego, todo el mundo charloteando, pero ya no tenía la sensación de que formábamos un grupo unido; al contrario, me parecía que a nadie le importaba lo que estuvieran diciendo los demás. Fingían que les importaba, pero en realidad lo único que querían hacer era transmitir y no recibir. Me pregunté qué haría falta para conseguir que se interesaran por lo que yo tenía que decir.

Apreté la rodilla de Annie con fuerza para que se girase hacia mí. Los rasgos faciales de Synth mostraron una mueca de irritación al verse interrumpida.

—Maté a mi madre —dije en voz baja.

De repente, el brazo de Annie pareció pesar más sobre mis hombros.

—¿A qué te refieres? —preguntó con voz suave.

—La maté. Con morfina.

Se quedó callada. El siseo del fuego era ensordecedor y las otras voces parecían venir de varios kilómetros de distancia. Luego me quité su brazo de mi hombro, me puse en pie y regresé a la tienda de campaña.

Annie volvió diez minutos más tarde. Oí cómo acostaba a Milo y al bebé en la furgoneta y luego escuché el ruido de sus pasos acercándose a la tienda. Se arrodilló y abrió la cremallera de la puerta.

—¿Quieres hablar? —preguntó.

—Vale —contesté.

Entonces le conté todo, empezando por la primera vez que mi madre se había caído, aquel sábado de 2002 por la noche, cuando estaba llevando el baño para pies, lleno de agua caliente, desde la cocina. La cara que ponía la gente en la calle principal de Kentish Town, cómo se apartaban de nuestro camino cuando pasábamos porque creían que estaba borracha, y cómo yo me apresuraba a ir tras ellos para explicar lo que pasaba. Los pañales. El elevador. Sus manos inservibles descansando en su regazo, como alas de un pájaro muerto.

Annie me preguntó por aquella última noche. Le expliqué lo difícil que era guardar la morfina, porque las enfermeras la vigilaban estrictamente, de modo que tuve que idear un plan. Las enfermeras nos habían dado una lámina con emoticonos, desde la sonrisa hasta una cara sumamente triste, que denominaban escala de dolor. Todas las mañanas llegaban y me preguntaban qué tal había pasado la noche mi madre. Les contestaba que ella me había indicado que había sufrido el máximo grado de malestar en la escala de dolor, incluso cuando no era ese el caso. Entonces administraban la dosis correspondiente de morfina, que entraba directamente por la sonda intravenosa que estaba clavada en su brazo. Luego, cuando se marchaban, yo desconectaba la sonda, sustraía una pequeña cantidad de morfina de la bolsa y la almacenaba en un frasco en el frigo. El frasco era de un tratamiento antipiojos que había comprado en la farmacia y que había vaciado y lavado. Le conté a Penny que tenía un problema persistente de piojos para que no se acercase al frasco; un plus añadido era que así mantenía las distancias conmigo.

Seguí guardando morfina hasta que conseguí una cantidad decente. Entonces, un sábado por la noche —eso era importante, porque las enfermeras no iban los domingos— administré la dosis extra de morfina lentamente —a lo largo de un periodo de veinticuatro horas—. Mi madre entró en coma y murió. El lunes por la mañana esperé a que llegaran las enfermeras y ellas llamaron al médico. El certificado de defunción explicaba que la muerte se debía a complicaciones derivadas de la EM.

Lo cual, expliqué a Annie, no era estrictamente falso.

Annie me preguntó si mi madre me había pedido explícitamente que le diera la morfina.

—No —contesté—. A esas alturas ya no podía hablar.

—¿Había mencionado antes la eutanasia?

—No —respondí—. Nunca hablábamos de esas cosas.

—Entonces, ¿cómo sabes que era eso lo que quería?

Le contesté que lo sabía, sin más. Lo veía en sus ojos.

Annie asintió lentamente con la cabeza. La expresión de su cara era seria y tranquila. Luego me puso una mano sobre el brazo y apretó.

—Será mejor que vuelva con los niños.

Volvió a subir la cremallera de la puerta y se puso en pie. Escuché sus pasos y el ruido metálico de la puerta de la furgoneta cuando la deslizó para cerrarla.

No quiero dar la impresión de que descuidaba a Tess debido a mi frecuente correspondencia con Connor. No era para nada ese el caso. Sin embargo, es verdad que no me costaba mucho esfuerzo mantener su vida funcionando con normalidad. Tras el ajetreo inicial de su llegada a Sointula, se había ido a vivir al apartamento y había empezado la rutina de impartir las clases particulares a Natalie. Se relacionaba con un pequeño grupo de amigos. Después de un tiempo, me resultaba mucho más fácil escribir y actuar como Tess y ya casi no necesitaba reflexionar antes de hacer clic en el botón de «Enviar». La mayor parte de mi trabajo consistía en contestar a las actualizaciones de las vidas de sus amigos en Facebook.

Según parecía, la mayoría de la gente era egocéntrica; incluso alguien tan popular como Tess corroboraba eso de «ojos que no ven, corazón que no siente». Después de unas pocas semanas, incluso sus amigos más cercanos habían dejado de interesarse por su vida —me refiero a mostrar un interés genuino, no a una mera pregunta de «¿cómo te va?» adherida a una larga lista de información sobre ellos mismos—. Cuando subí la primera foto de Tess en Sointula a su página de Facebook, hubo sesenta y siete «Me gusta», mientras que, un mes después, otra foto recién subida recibió un raquítico dos.

Me entristeció ligeramente comprobar que gran parte de mis meticulosos preparativos era innecesaria: estaba claro que nadie iba a preguntarme por qué los finlandeses se habían establecido en Sointula ni qué había dibujado Natalie ese día ni qué nota había sacado Tess en la asignatura de Historia del certificado general de educación secundaria (una B). Sin embargo, sí que facilitaba mi trabajo y me permitía dedicarle más tiempo a Connor.

Para mí, algo había cambiado desde el incidente en la bocadillería. Empecé a pensar en él de manera diferente. Y no fue mucho tiempo después —cinco o seis días— cuando escribió algo que me hizo pensar que la temperatura de sus sentimientos también había subido.

Primero debo explicar que nos habíamos enviado e-mails sobre La princesa prometida. Connor me había preguntado qué libros me habían gustado de niña, porque su hija Maya estaba aprendiendo a leer y se preguntaba qué podía comprarle. Mencioné La princesa prometida, obviando el dato de que seguía siendo mi libro favorito. Al día siguiente, al final de un e-mail que por lo demás era inocente sobre un concierto al que había ido la noche anterior, escribió: «Eh, no lo olvides: bésame primero».

Bésame primero. Esa frase no me decía nada y no la encontraba en ningún e-mail ni documento sobre Tess. Google me informó de que era el título de una película italiana (Prima dammi un bacio). Versaba sobre unos amantes que estaban separados y se pasaban la vida anhelando la presencia del otro. La película fue estrenada en 2003, más o menos en la misma época en la que Tess y él salían juntos, lo cual la convertía en un origen plausible para la frase.

Pero Connor no había escrito el título con mayúscula, algo que estaba segura de que hubiera hecho de haber sido una referencia a una película. Igual que yo, era muy puntilloso con esas cosas.

Por lo tanto, la explicación más probable era que se tratara de un chiste privado, una referencia a algo que uno de ellos le había dicho al otro cuando salían juntos. Pensé que, además, no podía ser una coincidencia que lo hubiera escrito tan poco tiempo después de nuestra conversación sobre La princesa prometida y que tenía el mismo número de palabras que la frase «Como desees».

Si no conocéis La princesa prometida, «Como desees» son las palabras que Westley, el protagonista, le dice a la princesa Buttercup como un código para decir «Te quiero».

Como desees. Bésame primero. Te quiero[1].

Normalmente no suelo sacar conclusiones prematuras, pero, en este caso, la referencia me parecía clara.

El siguiente paso fue analizar cómo me afectaba este desarrollo de los acontecimientos. Eso no me llevó mucho tiempo: el hecho de que Connor me quisiera me hizo muy feliz y mi primer instinto fue el de responder de la misma manera.

Sin embargo, sospechaba que era irracional, incluso imposible, que pudiera estar «enamorada» de alguien a quien realmente no conocía. Investigué el tema un poco, comparando varias definiciones de la emoción con lo que sentía por Connor, y me alegró descubrir una especie de estado de «preamor» llamado limerencia:

Limerencia es un estado mental involuntario, el cual es resultado de una atracción romántica por parte de una persona hacia otra, combinada con una necesidad imperante y obsesiva de ser respondido de la misma forma.

Esta descripción coincidía con mis emociones y saqué la conclusión de que sentía limerencia por Connor.

Pensé que la mejor reacción posible —pues sería lo que Tess habría hecho— era no hacer caso a la declaración inmediatamente. Por lo tanto, Connor y yo continuamos enviándonos e-mails como de costumbre y no fue hasta cuatro días más tarde, al final de un e-mail en el que describía la sesión de pintura con Natalie, que me despedí con las mismas palabras: «bésame primero XXX».

Su respuesta fue: «! XXX».

En su siguiente mensaje, abrevió la frase: b. p. Yo seguí su ejemplo y desde aquel momento nos despedíamos siempre de esa manera, en nuestro propio código privado: b. p.

Así que ya era oficial. Empecé a dedicarme a sentir limerencia. Uno de los síntomas que descubrí fue el deseo de relacionarme con aquellas cosas que le gustaban, para sentir que lo tenía cerca aunque no estuviera físicamente presente. A través de sus e-mails ya había obtenido bastante información sobre sus gustos e intereses —a esas alturas estaba tomando tres bolsas de patatas fritas con sabor a queso y cebolla al día y había leído sobre la práctica del snowboard y la fotografía, sus dos principales aficiones—, pero, aun así, estaba sedienta de más. Me inventé un juego tonto por e-mail en el que teníamos que comparar nuestros gustos y manías de hacía diez años, que era la última vez que nos habíamos visto, con el presente, para mostrar de qué manera habíamos cambiado. Estaba bastante orgullosa de esta idea, ya que no solo me proporcionaría información sobre él, sino que me daría una oportunidad de manifestar cómo Tess había cambiado desde la última vez que Connor la había visto. Cómo, de hecho, se había convertido en otra persona.

Connor me envió sus listas primero, junto con unas notas explicativas.

2002

Película: Scarface

Libro: Mr. Nice (Ya lo sé. Estoy siendo sincero, ¿vale?)

Música: Eminem

2011

Película: Lost in Translation

Libro: El maestro y Margarita (Me costó ocho años ponerme a leerlo, pero tienes razón, es una novela increíble).

Música: The XX

Me tocaba. La selección para la «vieja» Tess de 2002 fue fácil: había recopilado listas con información relevante a partir de nuestras conversaciones y los recibos de sus compras.

Película: Tres colores: azul

Libro: Tokio blues, de Haruki Murakami

Música: Las Seis suites para violonchelo solo, de Bach

Para la «nueva» Tess de 2011, decidí, después de cierta reflexión, combinar sus gustos —los míos— con los de Connor.

Película: El Señor de los Anillos: la Comunidad del Anillo.

Libro: Ana Karenina

Música: The XX (¡Hay que joderse!)

Aquella noche descargué el álbum de nuestro nuevo grupo favorito, The XX, y lo escuché tres veces seguidas. Como música, era bastante agradable. También pillé Scarface y Lost in Translation y vi las dos. Scarface era horrible, terriblemente violenta, y me alegraba saber que ya no era la película preferida de Connor. Lost in Translation era mejor, aunque en realidad no pasaba nada y no entendía del todo cuál era el mensaje. Pero hasta donde yo llegaba, iba sobre dos personas que se sentían atraídas la una por la otra, lo cual resultaba satisfactorio. También con el fin de comprender mejor a Connor, al día siguiente por la tarde me pasé un rato en el pasillo de la droguería de Tesco olfateando las diferentes lociones para después del afeitado en un intento de identificar el olor cítrico que emanaba de él en la bocadillería. Al final un hombre me echó la bronca por andar abriendo los envases, pero encontré uno que olía similar al suyo, lo compré y me echaba un poco en la muñeca todos los días.

Seguíamos escribiéndonos. Algo que me sorprendió fue lo fácil que resultaba todo. En el instituto, las chicas siempre hablaban de «las reglas»: qué decir y cómo actuar para lograr que un chico se interese por ti. «No le vuelvas a llamar. No muestres demasiado interés». Pero, con Connor, parecía que todo lo que yo decía era lo correcto y parecía que contribuía a que le gustara cada vez más.

Luego, dos semanas después de aquel primer «bésame primero» de Connor, ocurrió algo que desvió mi atención temporalmente de él.

A esas alturas había dejado tres mensajes en el contestador automático de Marion —las mismas variaciones de «Siento no dar contigo, estoy bien» que Tess y yo habíamos grabado—. Después del último, me había enviado un e-mail: «Cariño, ya sabes que tengo el grupo de lectura los miércoles por la tarde, intenta llamarme en otro momento, por favor. No hago más que llamarte al móvil, pero siempre está apagado. ¿Ya te han instalado el fijo? Tenemos que hablar».

Me sentí tan molesta como justificada. Después de todo, había expresado mis temores tanto a Tess como a Adrian de que Marion no se contentaría solo con mensajes en el contestador y que exigiría más comunicación. Sin embargo, no me dejé llevar por el pánico, tal y como habría podido pasar si hubiera ocurrido en los primeros compases del proyecto. Parecía un problema menor más que un desastre y, además, podía solucionarse con un poco de ingenio.

Volví a escuchar las conversaciones que había grabado con Tess para ver si resultaba posible alterar mi voz para que se pareciera a la suya. No era el caso. Mi voz era más aguda, mi acento no era tan «pijo» y además descubrí que no tenía un talento natural para la imitación. De hecho, mis intentos resultaron risibles. Ni siquiera cuando hablaba en voz baja, para aprovechar la sordera de Marion, y añadía los crepitantes efectos de sonido de una llamada de larga distancia, creía que fuera a resultar convincente.

Escuchar las grabaciones de nuestras conversaciones de madrugada me puso de un humor triste y pensativo inesperado y me costó un buen rato volver a concentrarme en el asunto que tenía entre manos. Entonces se me ocurrió que podía haber una manera de usar las grabaciones. A fin de cuentas, tenía varias horas de grabaciones de Tess, toda la materia prima que podía necesitar, y posiblemente había programas capaces de formar nuevas frases a partir de palabras y sonidos aislados.

Después de buscar un poco en Google, descubrí que sí que existía: un programa de modificación de voz con una aplicación de audio virtual. El proceso consistía en importar la voz de Tess al programa, grabar mi propia voz y después comparar ambas haciendo los ajustes mediante el ecualizador y la reducción de ruido. Cuando las dos quedaran equiparadas, mis palabras se convertirían en las de Tess cuando hablara a través del micrófono del ordenador.

Esto me pareció excitante y decidí dedicar la tarde exclusivamente a ese tema. Tras descargar una versión pirateada del programa, importé varias horas de voz de Tess, lo cual fue un trabajo bastante engorroso. Luego lo probé leyendo despacio el primer texto que encontré —un menú de servicio a domicilio del restaurante de abajo— y grabé el resultado a través del dictáfono. No fue un éxito. Alguna que otra palabra suelta, como «arroz», naan o «gambas», eran pasables, pero la gran mayoría no sonaba como si fuera la voz de Tess y todo tenía un deje metálico y electrónico que no se podía explicar por los efectos de una llamada de larga distancia.

A lo largo de las siguientes horas repetí el proceso una y otra vez, ajustando los ecualizadores hasta encontrar la combinación idónea de tono, entonación y timbre. En cada nueva grabación añadía algunas frases que pensaba que podrían salir en una conversación telefónica con Marion: «Cordero suculento con una salsa densa, cremosa y picante». «Sí, mamá, ha sido la mejor decisión que he tomado en mi vida». «Pollo guisado con mantequilla y almendras por encima». «¿Qué tal papá con la nueva enfermera?». «No me lo puedo creer, he visto tu collar en Harper’s and Queen».

Poco a poco me hice con un repertorio que podría parecerse vagamente a como sonaba la voz de Tess, pero para entonces me estaba costando ser objetiva y me pareció mejor probar la imitación con otra persona antes de usarla con Marion. Primero, para asegurarme de que no sonaba como mi propia voz, llamé a Rashida. Llevábamos tiempo sin hablar, pero seguía siendo la persona que mejor me conocía, después de mi madre. La llamé al móvil tras tomar la precaución de ocultar mi número; esperaba que no hubiera cambiado el suyo desde la última vez que habíamos hablado. Efectivamente, contestó.

—Hola, soy yo —dije a través del programa.

—¿Quién?

—¡Yo! Ya sabes, ¡soy yo!

—Lo siento, pero…

—¿De verdad no me reconoces? —pregunté.

—¿Eres Kerry? —dijo.

—Creo que me he equivocado de número —contesté y colgué satisfecha.

Luego tocaba realizar la auténtica prueba: alguien que conociera a Tess. Tras un análisis meticuloso, elegí a una de sus amigas, Shell, quien acababa de anunciar en Facebook que había tenido su primer hijo. Aparte de que Tess tenía una razón de peso para llamarla, todas las actualizaciones de Shell insistían en lo ocupada que estaba, así que suponía que se contentaría con una breve conversación.

Contestó una mujer con la voz cansada.

—¿Sí?, ¿dígame?

—Shell, ¡soy yo!

—¿Quién?

—¡Soy yo! Felicidades por Ludo.

—Sí, gracias. Perdona, pero ¿quién eres?

No quería estropear la prueba diciendo que era Tess, pero decidí que podía permitirme dar una pista.

—Ya siento no haberte llamado antes —dije—. He estado muy liada con el traslado y todo eso. —Como no me contestó, añadí—: Y luego está el tema de la diferencia horaria y eso.

—¡Por Dios! —exclamó Shell al final—. ¿Eres Tess?

Esbocé una sonrisa para mí misma. Shell y yo intercambiamos algunas palabras más, luego fingí que me quedaba sin batería y colgué.

Por fin me sentía preparada para llamar a Marion. En comparación con aquella primera vez que dejé un mensaje grabado en su contestador automático, me sentía tranquila y confiada, a pesar de que esta era una empresa mucho más arriesgada. La llamé a las seis y veinte de la tarde, hora de Greenwich. Mi mano no temblaba cuando marqué el número de su casa. Contestó después de cinco tonos. Su voz sonaba alta y clara, como la de Tess, pero con un leve atisbo de acento.

—¿Diga?

—Mamá, soy yo.

—¿Tess? ¿Eres tú?

—Lo siento, esta línea está fatal.

—Tess, han pasado dos meses. ¿Qué está pasando por ahí?

—Oh, mamá, estoy muy contenta. Esta ha sido la mejor decisión de mi vida.

—Sí. Bueno. Me alegro, claro que sí. Recibí tus fotos. Parece que tienes un apartamento bastante agradable. ¿Al final compraste aquella chaise longue?

—Sí. ¿Cómo está papá?

Hubo una pausa.

—No muy bien. Se está volviendo muy nervioso. Tess, no creo que pueda aguantar esto sola.

—Vaya por Dios.

—¿Estás bien? Tu voz suena muy rara.

—No, nada, estoy muy contenta.

Otra pausa.

—Preguntó por ti un par de veces. Quería saber adónde habías ido. Hace tiempo que no te menciona, pero al principio sí, cuando te marchaste. ¿Quieres hablar con él?

Antes de que pudiera decir nada, oí el sonido de los pasos de Marion, presumiblemente caminando hacia Jonathan. Esto no formaba parte del plan y estaba a punto de colgar cuando me di cuenta: Jonathan tenía un alzhéimer avanzado. Ni siquiera era capaz de recordar los nombres de sus hijos y menos cómo eran sus voces. Mantuve la comunicación.

Oí cómo Marion decía algo en voz baja a Jonathan y luego un carraspeo cuando se aclaró la garganta antes de coger el auricular.

—¿Papá?

Durante unos segundos no hubo respuesta, solo se oía su respiración. Luego:

—¿Sí?

Su voz era recelosa y temblaba, como si fuera la primera vez que usaba un teléfono.

—Papá, soy yo. Tess. Tu hija.

Otra pausa larga. Y luego:

—No paran de moverme la silla.

—Soy Tess.

—Me da igual quién seas. ¿Podrías decirle a esta hija de puta que deje de mover mi silla?

Al principio el tono de voz había sido suave, pero había escalado en volumen y furia; la palabra que empezaba por «p» la había espetado con énfasis. Estaba claro que Jonathan no iba a darse cuenta de que yo no era su hija. Se quedó callado otra vez y oí, al fondo, que alguien sollozaba.

Justo cuando estaba a punto de colgar, Marion volvió a coger el auricular. Si era ella quien había llorado, lo cual era muy probable, ahora ya no quedaba ni rastro del llanto en su voz.

—¿Quién eres tú? —me dijo con una voz alta y clara.

Colgué enseguida. Mi corazón latía con tanta fuerza que parecía que iba a dejar un moratón en mi pecho.

Me costó un rato —en realidad, varias horas— recomponerme lo suficiente como para procesar lo que acababa de ocurrir. Estaba reproduciendo las palabras de Marion, «¿Quién eres tú?», una y otra vez en mi cabeza. Su tono había sido llano, normal, pero estaba bailando en mi cabeza con todo tipo de ritmos y énfasis. ¿Quién eres tú? ¿Quién eres tú? ¿Quién eres tú?

Evidentemente, la explicación más lógica era que el comentario estaba dirigido a otra persona que se encontraba en la habitación. Puede que hubiera entrado una enfermera nueva sin anunciar su llegada. O tal vez se dirigiera a Jonathan en un sentido no literal, una pregunta retórica sobre dónde estaba el marido que en otro tiempo había conocido. Pero si se hubiera tratado de uno de esos dos casos, su tono de voz, seguramente, habría sido distante.

Después de dedicar unas horas a reflexionar, decidí que había llegado el momento de pedirle consejo a Adrian.

Como ya he mencionado, estaba orgullosa de no haberle pedido nada a Adrian relacionado con el proyecto Tess. Quería que me viera como una persona fuerte y capaz y que pensara que había tomado la decisión correcta al elegirme para el trabajo —además, hasta entonces la verdad es que había sido bastante sencillo—. Sin embargo, ahora ya había llegado el momento. Quería que me dijera que este giro de los acontecimientos no iba a descarrilar el proyecto, y que me indicara qué medidas tomar. Escribí un mensaje a Ava Root en Facebook resumiendo la conversación y solicitando una cita para hablar del incidente.

Pasaron dos, luego cinco y después doce horas difíciles sin que me contestara. Mi conclusión fue que no había otra opción que tratar de dar con él en su dirección de e-mail de Red Pill. Respetando su prohibición de hablar del proyecto Tess explícitamente, en el mensaje simplemente puse que necesitaba verlo urgentemente.

Recibí una respuesta tres horas más tarde: «¿Es realmente urgente?».

Eso me resultó extraño, ya que la urgencia de la cita era casi lo único que decía el mensaje.

Le repetí que sí que lo era. Contestó diciéndome que estaría en un centro comercial llamado Westfield al día siguiente y que podía verlo allí a la una del mediodía.

Pensaba que conocía la mayoría de los centros comerciales, pero este, Westfield, no se parecía a ninguno de los que yo había visitado. Al bajarme del autobús en Shepherd’s Bush al día siguiente, me uní a un flujo de personas que se movían en masa hacia un complejo tan grande que Brent Cross parecía una tienda cutre de ultramarinos en comparación. La escala era difícil de asimilar: el techo parecía estar a un kilómetro de distancia y las tiendas se sucedían una tras otra, con paredes de hectáreas de cristal reluciente. Y no era solo el tamaño del lugar lo que resultaba sobrecogedor, también la cantidad de gente en sí. Además, todos parecían jóvenes. En Brent Cross había muchas mujeres como mi madre: señoras mayores con gabardinas impermeables de color púrpura que caminaban despacio. Aquí, todo el mundo parecía tener mi edad o menos, las chicas con un montón de maquillaje en la cara y —supongo— vestidas a la última, como si fueran a ir a una fiesta antes que a una tienda en busca de unas nuevas mallas o lo que hubieran venido a comprar. Una chica que se paró a mi lado para contestar al teléfono tenía unas pestañas tan extrañamente gruesas y largas que parecía que le costaba trabajo mantener los ojos abiertos.

Naturalmente, yo no me había maquillado ni me había vestido a la moda. Había pensado ponerme la misma ropa que el día de aquel primer encuentro en Hampstead Heath, pero había visto una mancha de queso fundido en la blusa y, además, ahora que Adrian y yo éramos amigos íntimos, no hacía falta que me pusiera nada extravagante. Así que llevaba mi uniforme habitual: sudadera con capucha y pantalón de chándal.

Mientras atravesaba el centro comercial buscando la tienda Boots (donde Adrian había dicho que quedáramos), con todas aquellas chicas flacas correteando a mi alrededor, poco a poco comenzó a apoderarse de mí una vieja sensación que no había experimentado desde hacía mucho tiempo: la de ser consciente de que yo era diferente. No es que me molestara, pero era consciente de ello. Era como si volviera a ser Leila, cuando en los últimos meses, sobre todo en mis conversaciones con Connor, no había tenido esa sensación; no es que fuera otra persona exactamente, pero sí alguien diferente de mi antiguo yo.

Estaba decidida a no dejar que estos sentimientos me distrajeran de la tarea que tenía entre manos. Después de diez minutos dando vueltas, pregunté a varias personas dónde estaba Boots, pero mi consulta solo era recibida con un encogimiento de hombros, así que lo único que pude hacer fue seguir caminando a lo largo del brillante recinto y esperar a toparme con la tienda tarde o temprano.

Luego, unos veinte metros delante de mí, vi a un hombre salir por una puerta. Primero reconocí la camisa: era la misma camisa de pana azul que llevaba en sus podcasts y que había llevado también en nuestro encuentro en Hampstead Heath. Llevaba una bolsa de plástico roja en la que estaban escritas las palabras «Tie Rack».

Adrian caminaba rápido y, como me preocupaba que pudiera ser engullido por las masas, me apresuré a seguirlo con pasos torpes, llamándolo por su nombre. Al principio no me oyó y continuó caminando, y solo cuando llegué a su altura y puse una mano sobre su hombro se dio la vuelta con una expresión de sorpresa e irritación en la cara. Cuando vio que era yo, cambió su cara y sacó una sonrisa retorcida.

—¿Qué pasa? —dijo.

—No he podido encontrar Boots —repliqué.

—No tengo mucho tiempo —dijo—. Vamos a sentarnos en algún sitio, ¿te parece?

Echó a andar y yo me quedé rezagada. Noté, por primera vez, que su cuerpo era raro: tenía los hombros estrechos y caídos bajo la camisa y sus caderas eran anchas, casi femeninas. Parecía tan fuera de lugar como yo entre toda esa gente joven y elegante que iba de un lado a otro sin parar. El vestíbulo era ruidoso y todos los bancos estaban ocupados, así que nos quedamos de pie a unos metros de un puesto en el que un hombre joven estaba reclinado en una silla sometiendo su cara a algún tipo de tratamiento efectuado por una mujer que blandía un hilo. No sabía qué estaba pasando, pero, fuera lo que fuese, parecía algo muy extraño para exhibirlo en un sitio público.

Adrian no pareció darse cuenta.

—Bien. Tess, me decías. ¿Hay algún problema?

—Sí, ya te lo conté —dije—. El problema es Marion, su madre.

Expliqué el incidente con la llamada de teléfono una vez más, pero mientras hablaba me di cuenta de que Adrian no fijaba su mirada en mí, como había hecho aquel día en Hampstead Heath, sino que erraba inquieta por el vestíbulo y, en una ocasión, echó un vistazo al reloj que llevaba en la muñeca izquierda. Su cara también parecía diferente; aquel primer día, recuerdo que sus mejillas estaban sonrosadas y relucientes, pero entonces su cutis tenía un aspecto gris y tosco. Hasta los pantalones de algodón que llevaba parecían arrugados y sucios.

Su aspecto había cambiado tanto que me quedé un poco descolocada y cuando miró en el interior de su bolsa de plástico, como si quisiera comprobar que el contenido seguía en su sitio, interrumpí mi relato y le pregunté si estaba bien.

—¿Cómo? —preguntó, como si no creyera que había oído bien.

Vacilé.

—Hum… ¿Te encuentras bien?

—Sí, cómo no —respondió—. Perfectamente. Ahora solo tengo unos pocos minutos, así que…

Terminé rápidamente mi descripción de la llamada, un poco perturbada por su forma de actuar. Por esa razón, tal vez, terminé mi relato con un comentario dirigido a él:

—Ya te lo había dicho.

Los ojos de Adrian finalmente se posaron en los míos y dijo, bastante despacio:

—¿Qué has dicho?

—Al principio del proyecto te dije que eso iba a suceder —le expliqué—. Dije que estaba segura de que Marion querría hablar con Tess por teléfono tarde o temprano y que eso supondría un problema.

Adrian asintió con la cabeza, mirando por encima de mi hombro hacia la mujer con el hilo del puesto.

—Si tantas dudas tenías con este proyecto, entonces ¿por qué te embarcaste en él?

Abrí la boca para contestar, pero no salió ni una palabra.

—¿Acaso no te enseñé a razonar de manera autónoma? —continuó.

—Sí, pero… —objeté con voz débil— me aseguraste que todo saldría bien. Y Tess también lo hizo.

Entonces Adrian soltó una risita.

—¿También le has sacado el tema a ella?

—No, no puedo porque… —empecé a decir antes de darme cuenta de que Adrian lo había dicho en broma.

Miró su reloj otra vez.

—Voy a tener que marcharme. Escucha, Leila, confío en que adoptes las medidas que estimes oportunas. Conoces la situación y a la gente mejor que nadie y eres una chica lista.

Alargó la mano para despedirse.

—Confío en ti —dijo otra vez—. Por cierto, tu contribución de la semana pasada al debate de si existe la suerte fue muy buena.

No había participado en aquel hilo del foro y abrí la boca para decírselo, pero la volví a cerrar.

—Adiós entonces —dijo y comenzó a abrirse paso entre la multitud.

Tras un momento, lo llamé. Se dio la vuelta con impaciencia.

—¿Sí?

—¿Cómo conociste a Tess?

Frunció el ceño.

—¿Por qué lo preguntas?

—Solo por curiosidad —respondí.

—Vino a una de mis ponencias en Nueva York —contestó después de un momento—. En el verano de… ¿Cuándo sería? En 2004, creo. El título era Descuida tu planeta. Creo que la inspiró bastante. Hizo un montón de preguntas durante la charla y luego se acercó a hablar en el vestíbulo. Después seguimos en contacto.

A continuación levantó la mano y desapareció entre la gente.

Sin embargo, yo sabía perfectamente que Tess nunca había estado en Nueva York.

—Me da vergüenza reconocerlo —me había dicho por el Skype una noche—. Siempre he querido ir, pero por alguna razón nunca lo he hecho.

Me contó que una vez había jugado con sus amigos a que todos tenían que decir algo que no hubieran hecho y que pensaban que los demás sí, y que ella había ganado diciendo que no había estado en Nueva York.

—Se me habría dado bien ese juego —dije.

—Ah, ¿sí? —repuso.

—Sí —contesté—. Nunca me han besado.

Se rio, pensando que era una broma.

Total, que solo podía suponer que Adrian se había equivocado y que había confundido a Tess con otra persona. Sin embargo, incluso eliminando ese elemento de la ecuación, nuestra cita no había sido un éxito. En el largo viaje de vuelta en el metro repasé todo lo que había ocurrido desde aquel primer encuentro en Hampstead Heath, pero era incapaz de explicar su cambio de actitud hacia mí. Antes parecía que estaba contento con los informes sobre mis progresos; todo había ido bien hasta ese momento y esta era la primera vez que le había pedido ayuda.

La única explicación posible era que hubiera otra cosa que le preocupara, algo que no guardaba relación alguna ni con el proyecto ni conmigo y que le absorbía tanto la atención que le impedía concentrarse en mí. Naturalmente, esto era una fuente de preocupación, pero sentí que mi prioridad era ocuparme del asunto de Marion.

De hecho, no me costó mucho decidir qué hacer, porque, a fin de cuentas, mis opciones eran limitadas. No era recomendable cortar el contacto por completo —eso no haría más que aumentar sus sospechas—, pero al mismo tiempo estaba claro que quedaba descartado llamar otra vez. Tendría que ser un e-mail. Decidí que la única forma posible de encarar lo de «¿Quién eres tú?» era ignorarlo y en cambio realizar un atrevido «gesto noble» que con toda seguridad dejaría contenta a Marion, con la esperanza de que su sorpresa y regocijo sustituyeran todas las sospechas residuales que pudiera tener.

Este es el borrador que redacté al volver a casa ese día:

Querida mamá:

Todavía estoy un poco aturdida tras la llamada del martes. Siento haber colgado, pero oír a papá hablar de esa manera me dejó muy tocada. Tras el incidente con el queso en Francia el verano pasado, sabía que estaba mal, pero no tenía ni idea de que podía empeorar tanto. Es difícil estar tan lejos y no poder hacer nada para ayudarte.

Admiro de verdad tu manera de llevar todo esto. Sé que nunca te lo había dicho antes y me da vergüenza no haberlo hecho. He tenido que venir aquí para ver las cosas con claridad y siento que hayamos pasado tantos años enfrentadas. Era casi siempre por mi culpa —¡aparte de aquella vez en Harrod’s!— y creo que ya lo sabía por aquel entonces, lo cual era la razón por la que actuaba tan a la defensiva, enfadándome contigo. De todas formas, solo quiero decir que pienso que has sido una madre increíble para mí y también te admiro mucho como persona. Solo puedo esperar ser tan fuerte como tú cuando tenga tu edad, y tan guapa también.

No sé si te lo había dicho, pero aquí estoy yendo a terapia con una psicóloga realmente buena; se llama Trish. Está ayudándome mucho a llegar al fondo de mí misma. Es un proceso fascinante, aunque a veces da miedo. Ayer le conté todo sobre papá y tú y le hablé de la llamada de teléfono y de lo mal que me sentía. Ella me sugirió que lo escribiera todo —¡aquí lo tienes!— y que luego me tomara un tiempo para mí, para reflexionar e iniciar el proceso de sanarme las heridas. Así que espero que no te importe si no hablamos por un tiempo. Sé que seré mejor persona al final de todo, una hija de la que puedas estar orgullosa.

Tess X

Apenas me dio tiempo a hacer clic en «Enviar», cuando surgió una complicación totalmente nueva; esta vez en relación con Connor.

En un e-mail repleto de detalles divertidos pero superficiales sobre el día que había pasado, me preguntó en la posdata engañosamente inocente qué planes tenía para el fin de semana siguiente.

Contesté que hasta la fecha no tenía ninguno en especial. «Una combinación de caminar por la playa, intentar terminar Un buen partido y tomar litros de té rooibos con Leonora, supongo».

Él: «¿Qué tal una combinación de dar vueltas por una ciudad nueva y excitante, disfrutar de almuerzos de cuatro horas y tomar unos espresso martinis conmigo?».

Yo: «¿Qué tienes en mente, tío?».

Él: «Me mandan a la oficina de Toronto unos días. ¿Casualidad o qué?».

Al principio pensé que tenía una excusa perfecta: «Ah, es una idea maravillosa, pero estoy sin un chavo. Sí que te das cuenta de que Toronto está a unos tres mil kilómetros y pico de Vancouver, ¿verdad? No creo que pueda dar la cantidad de clases particulares que me van a hacer falta para poder comprar el billete de avión antes del próximo viernes».

Su respuesta: «Lo pago yo».

Pensé rápido: «Joder, ¿sabes qué? Acabo de acordarme de que he prometido ir a ver a Sheila. Esa señora mayor que conocí en el ferry. Es minusválida y le dije que pasaría el domingo con ella».

Él: «¿Y no puedes cambiar el plan?».

Yo: «¡Es una discapacitada! Metida en casa sin ver a nadie, es una señora tan dulce y triste…».

Él: «Bueno, si tiene una discapacidad seguirá en el mismo sitio el próximo fin de semana, ¿no? Lo entenderá. Ven conmigo a dar vueltas por Toronto. Un par de días de bacanal con clase».

Yo: «He dejado la bebida».

Él: «Pues entonces tomaremos bebidas energéticas Lucozade. O batidos de avena. ¡Me da igual! Vamos, Heddy, no podemos dejar pasar esta oportunidad. Esta es la nuestra. Normalmente Richard es el que va, pero está de baja por paternidad. No habrá más oportunidades. Es el destino, ¿no lo ves?».

En mi respuesta decidí aplicar una variación de la actitud que había adoptado con Marion solo unas pocas horas antes. «OK, hablaré claro. No puedo quedar contigo. Trata de comprenderlo, por favor. Ya te conté un poco lo que me pasa y por qué tuve que largarme de Londres. Tengo la sensación de estar mejorando, pero todavía no he llegado al final del proceso. Sí, te asocio con tiempos felices, pero también fue un periodo difícil en mi vida. Me metía en demasiados líos, alardeaba mucho y hacía demasiadas locuras… Todo lo que ahora tengo que evitar para no perderme. Creo que, si quedo contigo, todo eso volverá en plan masivo y entonces me hundiría, todo este trabajo de rehabilitación se echaría a perder. Cada dos por tres me subiría al ferry para ir a Vancouver y tratar de pillar pasando el tiempo en bares horribles y promiscuos, metiéndome en problemas. Me encantaría verte pero, por favor, créeme cuando te digo que no es buena idea. Podemos vernos cuando vuelva a Londres, si es que algún día vuelvo de visita. ¿Te parece bien?».

La respuesta de Connor llegó treinta y cinco angustiosos minutos más tarde. «Vale, me parece bien. Pero, si no vuelves pronto, iré allí a buscarte».

«Gracias —contesté—. Pero podemos seguir escribiéndonos, ¿no?».

«Por supuesto —contestó él—. Si no fuera por eso, no aguantaría».

De nuevo, mi primera reacción ante este intercambio fue cierta satisfacción por mi habilidosa manera de llevar una situación potencialmente difícil y orgullo por mi fluido uso del tono y vocabulario de Tess. Sin embargo, también plantó la semilla de una idea que creció rápidamente a lo largo de las siguientes horas, hasta ocupar toda mi mente.

Podía volver a ver a Connor. No solo mirarlo, como en la bocadillería, sino quedar con él y hablar. Tal vez incluso podríamos iniciar una relación. Una relación real.

Veréis, sentía que la situación entre nosotros había llegado a un punto en el que Tess no hacía falta para satisfacer las necesidades y que incluso podía ser eliminada del todo de la ecuación. El hecho de que Tess fuera ostensiblemente el objeto de amor de Connor —y de que yo, Leila, no lo fuera— resultaba difícil de racionalizar. A estas alturas del juego —a excepción del último intercambio—, los contenidos de mis e-mails a Connor eran en su mayor parte míos; es decir, eran mis ideas y sentimientos, no los de «Tess».

También hay que recordar los hechos. Hacía nueve años que Connor no veía a Tess y en aquella época tanto él como ella eran personas muy diferentes («no te culpo por haberme dejado tirado —escribió una noche—, yo era un capullo. La inseguridad de la juventud y todo eso»). Cuando Connor se puso en contacto la primera vez, no estaba enamorado; según dijo, solo quería tener noticias de una vieja amiga. Solo a través de los e-mails que intercambiamos, de mis palabras, fue como volvió a enamorarse de ella. Fui yo la que creó aquel amor. Yo.

Sin embargo, estaba también el tema físico. A juzgar por los viejos e-mails, estaba claro que Tess le había parecido muy atractiva a Connor. Había muchos comentarios que lo indicaban. «Cosa caliente», «bestia salvaje», «mujer de mis sueños». Y es verdad que ella poseía atributos que al parecer se consideran deseables en una mujer: unos ojos grandes, una barbilla pequeña y una cara con forma de corazón.

Al mismo tiempo, sus rasgos también tenían defectos evidentes. Como ya he mencionado, sus ojos estaban demasiado separados y uno era ligeramente más pequeño que el otro. Los míos no eran tan grandes como los de ella, pero eran más simétricos. Además, sus ojos eran oscuros y los míos azules, y los hombres los prefieren azules porque les recuerdan a los bebés. Ella también tenía el pelo corto, mientras que los hombres lo prefieren largo. Y era delgada, sin curvas discernibles, las cuales son una señal de fertilidad y por ello algo que el sexo opuesto considera atractivo.

Sin embargo, mi principal ventaja con respecto a Tess era mi edad. Tenía quince años menos que ella. En sus e-mails, Tess y sus amigos hablaban a menudo de que a los hombres les gustan las mujeres jóvenes. Por lo que decían, parecía que era el factor decisivo, el que anulaba a todos los demás. «Apuesto lo que quieras a que es más joven», afirmaban en referencia a la nueva novia de un amigo común. «Zorras de veinticinco años. Me siento anciana». Yo tenía lo que parecían desear por encima de todo lo demás: la juventud. Además, en mi opinión, incluso parecía que tenía menos de veintitrés. No tengo líneas en la cara, aparte de una arruga muy leve entre las cejas por el tiempo que me paso con el ceño fruncido delante del ordenador.

Así que, en resumidas cuentas, pensaba que había una considerable posibilidad de que mi sola apariencia le pareciera a Connor tan atractiva o más que la de Tess.

Sin embargo, había un obstáculo importante. Si Connor estaba enamorado de Tess, no tendría un interés activo por otras mujeres. Si nos encontráramos, era probable que no se embarcara en una conversación lo suficientemente profunda como para dejar constancia de nuestras similitudes y lo que nos «unía». Varias veces había mencionado en sus e-mails que había dejado de ir a eventos sociales porque no encontraba lo que buscaba en la gente, «porque no son tú».

Llegué a la conclusión de que la medida más sensata era que Tess pusiera fin a la relación antes de mi encuentro con Connor en la vida real. De esta manera, se sentiría libre para conversar con una mujer «nueva». Al día siguiente, Tess envió un e-mail a Connor. «Cariño: lo he estado pensando. Esto es una locura. Yo estoy aquí, tú allí. No dejo de pensar en ti y esto no es sano, tío. ¡Liberémonos de esto! Tiene que haber un millón de mujeres en Londres que se mueran de ganas de conocerte y yo te estoy privando de ellas. Solteros de treinta y tantos años son como unicornios. ¿Te parece?».

Luego, en un momento de inspiración, añadí: «De hecho, se me ocurre una chica que te encantaría conocer. Sois realmente parecidos, creo que os llevaríais, como se suele decir, de puta madre».

Su respuesta llegó enseguida. «¿Qué hostias me cuentas, Heddy? No seas ridícula. Puede que haya un millón de mujeres ahí fuera, pero no son como tú. No me interesa nadie más. No me insultes».

Como os podéis imaginar, cuando leí esto tuve sentimientos cruzados. Una parte de mí estaba satisfecha por la intensidad de sus emociones; otra sentía consternación. Decidí intentarlo de nuevo, esta vez con una postura más firme. «OK, te lo diré tal cual. ¿Te acuerdas de cuando me preguntaste si había otro y te dije que no? No era estrictamente cierto. Hay uno. Es solo el principio de algo, pero es verdad que me gusta. No es tan bueno como tú, pero es tranquilo y bondadoso y creo que puede ser bueno para mí. También tiene la ventaja de no vivir a seis mil kilómetros de distancia. ¿Qué te parece?».

De nuevo, su respuesta llegó al instante: «¿Que qué pienso? Pienso que quiero llorar y pienso que debería meterme en un avión e ir a tu casa a sacudirte. Vamos, ¿quién es este tío?».

Llegó otro e-mail casi enseguida. Solo tenía una línea: «Si vas en serio con esto, no puedo escribirte más. Lo siento».

Se me quedó paralizado el pecho, como si de repente se hubiera llenado de cemento, y mis manos cayeron inertes sobre el teclado. Me costó un rato recomponerme lo suficiente como para contestar y todavía tenía los dedos débiles mientras tecleaba. «No, no, no digas eso. No podemos dejar de escribirnos. Lo de este tío no va muy en serio, mi corazón te pertenece a ti, eso lo sabes. Por favor, no dejes de escribir».

Su respuesta llegó un largo y agónico minuto después: «No lo haré».

Cerré los ojos y suspiré aliviada. Después, al abrirlos de nuevo, otro e-mail ya estaba esperando. «P. D. Bésame primero».

A pesar de este susto, no podía quitarme de encima la necesidad de volver a ver a Connor. Después de pasar un día sin poder pensar en otra cosa, llegué a la conclusión de que no perdía nada por orquestar otro encuentro. Aunque no causara el efecto deseado, al menos un encuentro cara a cara renovaría las imágenes mentales que tenía de él.

Sin embargo, reconozco que todavía albergaba la esperanza de que pudiera llevar a algo más; confiaba en que la «conexión» entre nosotros sería lo suficientemente fuerte como para superar su lealtad hacia Tess. Una de mis principales armas era que tenía un conocimiento profundo de sus preferencias y manías, por lo que rápidamente podía sacar esos temas en nuestra conversación.

La parte fácil era toparme con él como por casualidad. Sabía que solía salir con algunos compañeros abogados del bufete los viernes por la noche, a menudo para tomar «unas copas de despedida» cuando se marchaba alguien. Así que cuando llegó el viernes le pregunté nada más conectarme qué planes tenía para esa noche.

«Oh, lo de siempre: enjuagar pintas de cinco libras con los caballeros del bar».

«¿Quién se marcha hoy?».

«Justin».

«¿Quién de ellos es?».

Me había contado anécdotas divertidas de muchos de sus colegas.

«El culturista que estaba de media jornada y guarda tarteras con pechugas de pollo en el frigo».

«Ajá, ya recuerdo. Jumbo Justin. ¿Y adónde iréis para celebrar ese emocionante evento?».

«A un lúgubre antro de Shoreditch».

«Ah, los viejos territorios. —Hice una búsqueda rápida en el documento de Tess de aquella época—. ¿Sigue por ahí el Electricity Showrooms?».

«¿No has ido por allí desde entonces? Joder. Pues no, cerró hace años».

«¿Entonces adónde van los jovencitos enrollados hoy en día?».

«Bueno, no sabría decirte. Pero nosotros, los extremadamente poco enrollados hombres de mediana edad, vamos al Dragon Bar. ¿Lo conoces?».

Tras una rápida búsqueda en Google para comprobar que el Dragon Bar llevaba varios años abierto, escribí: «Por supuesto, he pasado un montón de noches jodidas allí. ¡Pásatelo bien!».

Fue así de sencillo.

Eso fue a las seis y cuarto de la tarde, hora de Greenwich, así que tuve que irme a Shoreditch casi enseguida. Ya había preparado la ropa que me iba a poner —mi falda larga con borlas negras y mi sudadera con capucha más nueva— y además me había lavado el pelo antes. También había buscado un poco de maquillaje de mi madre: un bote de colorete y polvos para la cara que se habían agrietado en la cajita, pero que todavía se podían usar. Sabía que Connor no era superficial y que pensaba que lo importante era el interior, pero tampoco era ingenua: no sería una desventaja que saliera con mis mejores pintas. Antes de abandonar el piso, actualicé el estado de Tess con el mensaje de que iba a pasar todo el día en tierra firme y metí mi ejemplar de La princesa prometida en el bolso.

Antes nunca había estado en Shoreditch, aunque las chicas del instituto iban cada dos por tres. De hecho, después de ver las fotos en Facebook de las noches que habían pasado allí, había jurado que no pisaría esa zona nunca; me parecía un destino vil, abarrotado de personas sudorosas que llevaban ropa ridícula, sobándose los unos a los otros y sonriendo como bobos. A veces los hombres a los que se agarraban llevaban maquillaje y, a juzgar por la expresión de su cara, parecía que era algo de lo que se sentían inmensamente orgullosos.

Salí del metro en Old Street justo antes de las siete de la tarde y, en cinco minutos andando, el GPS del teléfono me llevó a una mugrienta calle perpendicular. El bar no parecía gran cosa desde fuera, pero en el interior ya había bastantes bebedores que estaban hablando en voz alta para imponerse a la música. En contra de lo que me había temido, muchos de ellos parecían bastante normales —un montón con traje—, aunque sí que vi una mujer que parecía que se había puesto el top del revés y un hombre con el pelo de pincho teñido de rubio. Las pocas mesas que había ya estaban ocupadas, pero encontré un taburete junto a la barra. Pedí un zumo de naranja y abrí el libro para dar la impresión de que estaba leyendo, pero en realidad estaba pendiente de la puerta de entrada.

A las ocho menos veinte llegó Connor. Cuando le vi abrir la puerta, me sacudió el mismo chute de adrenalina que sientes cuando no vas mirando el suelo y pisas mal. Llevaba un traje azul oscuro que era casi idéntico al otro, solo que las rayas eran un poco más gruesas, y me pareció que tenía muy buen aspecto, radiante y feliz. Estaba con otros dos hombres —uno de ellos el que le había acompañado en la bocadillería— y una mujer con el pelo castaño muy cuidado y un ajustado traje negro. Observé a Connor mientras repasaba el bar con la mirada. Cuando localizó a un grupo de gente, exclamó «¡Ajá!» y se abrió paso hacia ellos entre la multitud. Había siete personas en el grupo al que se había acercado, todas trajeadas; los hombres con pintas de cerveza en la mano y las mujeres con copas de vino blanco. Connor le dio a uno de ellos una palmada en la espalda y le dijo algo que le hizo reír. Su colega, el de la bocadillería, pasó por todo el grupo con las cejas levantadas hacia sus copas y después se encaminó al bar.

No había previsto que Connor fuera a estar en un grupo tan grande y me pregunté cómo podría acercarme lo suficiente para hablar con él. Abandoné el taburete y avancé entre la multitud hasta colocarme a unos metros de distancia, lo suficiente para oír lo que estaban diciendo. Todavía sujetaba el libro en la mano, aunque me sentí un poco extraña leyendo en medio de aquel caos de gente. Connor todavía estaba hablando con el hombre al que le había dado la palmada en la espalda y escuché las palabras «puta casualidad», aunque no pude oír a qué se refería con eso. Deduje que el otro hombre era Jumbo Justin. Tenía los brazos tan anchos que parecía que iban a reventar la camisa rosa y su cuello solo era un poco menos ancho que la cabeza.

Justin empezó a decir algo sobre alguien cuyo nombre no llegué a captar, estaba contando una anécdota sobre cómo a él, a Justin, le había pillado una vez en el comedor de la oficina haciendo algo que no debía. Los otros parecían conocer la historia y no paraban de reír, tambaleándose hacia atrás y hacia delante sobre sus pies. Luego se entrometió otro hombre que empezó a hablar sobre un viaje a Letonia. No pude oír todos los detalles de la historia, así que me resultaba difícil seguir el hilo, pero sí que noté que la dinámica del grupo parecía ser que todos estaban esperando a que les tocara el turno de contar una historia o un chiste. A continuación un hombre que llevaba unas gafas parecidas a las que tenía William, el hermano de Tess, contó un chiste que terminó con las palabras «bueno, eso fue lo que dijo». Obtuvo una sonora carcajada del resto del grupo.

Connor se reía y asentía con la cabeza mientras los otros contaban sus anécdotas, pero noté que no tenía la mirada puesta en la persona que hablaba, sino que la dejaba vagar entre la gente, como si estuviera buscando a alguien. También miraba su reloj con regularidad. Uno de los hombres se acercó a él y le preguntó si quería acompañarlo al baño, como si fueran colegialas.

—No, tío, estoy bien —dijo Connor.

Recordé lo que había dicho de que los eventos sociales le parecían absurdos si no estaba Tess. Quería acercarme a él, tocarle un brazo y decirle: «Estoy aquí».

Cuando todos habían terminado sus copas, otro hombre hizo el mismo gesto al resto del grupo que había hecho el colega de Connor. Si estaban invitando a rondas, en breve le tocaría a Connor. Esa sería mi oportunidad de hablar con él a solas. Para anticiparme, me metí entre la gente que estaba junto a la barra para estar bien situada de cara a poder hablar con él cuando llegara el momento. No había sitio para leer en una postura normal, así que tuve que alzar mi libro cerca de la cara y mirar por encima del borde de las páginas para seguir al tanto de lo que sucedía.

Al final resultó que les tocó a otros tres invitar a una ronda antes que a Connor, por lo que tuve mucho tiempo para observarlo. Unos pequeños mechones le cubrían las orejas y tenía tres claros a lo largo del nacimiento del pelo. Ladeaba la cabeza mientras escuchaba. Tenía una mano en el bolsillo y con la otra sujetaba su copa; del hombro le colgaba un voluminoso bolso de cuero. Sentí un intenso deseo de saber qué había en el bolso. Me fijé en las líneas alrededor de sus ojos y sentí envidia de la gente que le había hecho reír en el pasado. Absurdo, ¿verdad?

Al final le tocó a Connor el turno de pedir.

—Bueno, chicos. ¿Lo mismo? —preguntó y empezó a moverse en dirección a la barra.

Era mi oportunidad. Asegurándome de que el libro estuviera en una posición en la que la portada quedara claramente visible, me abrí paso entre la multitud y le empujé con mi cuerpo con demasiada fuerza, como por accidente.

—Perdona —me excusé, y añadí—: Hola.

—Hola —respondió mirándome desde arriba.

Mis ojos estaban a la altura de su boca y su barbilla recién afeitada y noté el olor a cerveza de su aliento. Su cadera derecha me aplastaba el brazo. Por un momento pensé horrorizada que no iba a poder hablar, porque mi corazón estaba sumamente acelerado. Después tragué saliva, cogí aire y me concentré en la frase que había elegido la noche anterior para romper el hielo.

—¿Vienes mucho por aquí?

Por alguna razón, eso pareció divertirle mucho a Connor. Miró hacia el techo y se rio. En realidad, sonó más bien como un ladrido.

—Creo que es la primera vez que oigo a alguien decir eso en la vida real —comentó, pero enseguida añadió—: Lo siento, soy un maleducado. La respuesta a tu pregunta, perfectamente justificada, es que sí, vengo aquí bastante a menudo. ¿Y tú?

—Es la primera vez que vengo —dije.

Me miró más de cerca.

—¿Nos conocemos de algo? ¿Trabajas en Clifford Chance?

Negué con la cabeza.

Se encogió de hombros, pero de una manera agradable. Luego vio que el camarero se acercaba y, tras decirme «disculpa», le hizo un gesto con la mano y se asomó sobre la barra para pedir.

—Cinco Stellas, una pinta de Guinness, una copa grande de vino blanco y una Coca-Cola Light. —Se volvió hacia mí y preguntó—: ¿Estás bien?

Me pareció una pregunta extraña, ya que, a pesar de que estaba nerviosísima por dentro, estaba haciendo un esfuerzo para no mostrarlo.

—Sí, estoy bien.

Solo cuando se giró de nuevo hacia el camarero, que estaba esperando, con las palabras «Sí, eso es todo» se me ocurrió que lo que me había preguntado era si quería tomar algo. El camarero comenzó a llenar las pintas y Connor me miró otra vez.

—¿Sabes? Estoy seguro de que te he visto antes.

Cuando abrí la boca para decirle que no, su mano se movió hacia mi cara y me quedé petrificada pensando por un momento que estaba a punto de acariciarme la mejilla. Pero, en lugar de eso, sus dedos tocaron la memoria USB que llevaba colgada alrededor del cuello. Desde que Jonty vivía conmigo, me había acostumbrado a guardar todos mis documentos en la USB y llevarla encima cada vez que salía, por si se olvidaba de apagar alguno de sus estofados y quemaba la casa durante mi ausencia. Llevaba la memoria por encima de la sudadera, así que los dedos de Connor no llegaron a tocar mi piel, pero temblé ante su proximidad. Sus uñas estaban limpias y bien recortadas, así que mi madre habría dado su aprobación. Cuando retiró la mano, mis dedos volaron inconscientemente hacia el lugar que acababa de tocar. Después se me escapó una pequeña exhalación al darme cuenta de qué datos estaban guardados precisamente en la pequeña memoria de plástico: Tess y él. Él y yo.

—¿Has venido alguna vez a arreglar mi ordenador? —preguntó soltando una risita—. El friki de la informática del curro tiene una de esas, pero la lleva aquí… —Imitó el gesto de tirar de un muelle de goma colgado de su cinturón e hizo un ruido exagerado, «boooiiing», para acompañar el movimiento.

—Roger —dije, sin pensar.

Ese era el nombre del «friki de la informática» que trabajaba en Asquith y Asociados. Connor ya me había hablado de él antes: que dejaba caer el labio inferior cuando estaba concentrado y que había que recordarle que no debía mirar tan fijamente a las empleadas femeninas.

Connor me miró confuso y después reaccionó:

—Sí, eso. Roger, cambio y corto.

Hizo una especie de saludo extrañamente parecido al que Tess solía usar para despedirse de mí al final de nuestras conversaciones por Skype cuando estaba de buen humor.

—¿Sabías que «cambio y corto» en realidad es una frase incorrecta? —comenté—. En las comunicaciones por radio, «cambio» significa «cambio a ti» y «corto» señala el final de la conversación, así que no tiene sentido usar ambas. Es un error muy frecuente.

Antes de que pudiera contestar, el camarero quiso cobrar a Connor las bebidas, que ya estaban alineadas en la barra del bar. Me di cuenta de que tenía que actuar con rapidez y levanté mi ejemplar de La princesa prometida.

—En realidad venía a buscar un lugar tranquilo para leer mi libro —dije—. Pero ¡creo que me he equivocado de sitio!

Observé su cara cuidadosamente mientras miraba la portada. Su reacción no fue exactamente la que me esperaba. Levantó las cejas y sonrió, pero no dijo nada, así que me vi obligada a preguntar:

—¿Lo has leído?

Tras un momento, dijo:

—No, la verdad es que no.

Me quedé desconcertada, porque había contado con usar el libro como tema de conversación.

Entregó dos billetes de veinte libras al camarero y trató de coger todos los vasos.

—¿Puedo ayudarte? —me ofrecí y antes de que contestara cogí dos pintas de la barra. Intenté coger la tercera, pero mis manos eran demasiado pequeñas. Connor me miró con una expresión de perplejidad.

—Vale, si insistes…

Lo acompañé de vuelta al grupo sujetando las bebidas con cuidado para que no se cayera nada. Cuando Justin me vio detrás de Connor, dijo:

—Hoy sí que has sido rápido, amigo.

Los otros se rieron mientras Connor y yo les entregábamos las pintas. Connor me dio una palmadita en el hombro.

—Muchas gracias —dijo—. Eres muy amable. Espero que encuentres un lugar tranquilo para leer.

La chica del pelo oscuro estaba retorciéndose de risa.

—De acuerdo —dije—. Bueno, adiós.

Me di la vuelta lentamente y me dirigí a una esquina, donde retomé la «lectura». Me quedé en la misma postura durante media hora, con el libro ocultándome la cara mientras trataba de procesar lo que acababa de ocurrir. No habíamos hablado mucho, pero había intentado invitarme a tomar algo. ¿Qué hubiera pasado si hubiese aceptado? Había dicho que era amable. Sí, lo que había pasado con La princesa prometida había sido decepcionante, pero tal vez hubiera comprado el libro para Maya y no lo había leído aún.

Para cuando salí del bar —el grupo seguía allí, pero hice un esfuerzo para no girar la cabeza ni mirar a Connor—, había llegado a la conclusión de que, teniendo en cuenta todos los factores, el encuentro no había sido un fracaso. Nada más volver al piso me metí en la cuenta de e-mail de Tess, curiosa por saber qué diría Connor, si es que decía algo, sobre su noche en el Dragon Bar. Tuve que esperar hasta la mañana siguiente antes de tener noticias de él.

«¿Qué tal la fondue? ¿Se te cayó el pan? Espero que eso no se castigue con besos en Canadá».

El día antes le había dicho que esa noche iba a cenar en casa de Leonora, quien había prometido preparar su famosa fondue.

«Te sentirás orgulloso de saber que no se me cayó ni una sola miga del tenedor —escribí—. ¿Qué tal la juerga de Jumbo Justin?».

«Cansino», contestó y después me contó que la costumbre del grupo era que los que se marchaban debían acudir a tomar la copa de despedida ataviados con ropa de mujer y que Justin había cumplido con las expectativas apareciendo en el bar con un vestido. «Resultaba profundamente perturbador. Imagínate a John Travolta en Hairspray pero vestido como Audrey Hepburn». Me pareció extraño, porque no había presenciado nada parecido: Justin llevaba camisa y corbata como todos los demás.

No mencionaba su encuentro conmigo, pero supongo que eso no era muy sorprendente. No le iba a contar a Tess nada sobre otra mujer.

Concluí que había embellecido su relato de la noche anterior añadiendo la anécdota del vestido de Justin porque no podía mencionar lo que en realidad había sido el acontecimiento más importante de la noche: nuestro encuentro. Era una mentira piadosa y comprensible.

Nuestra correspondencia por e-mail continuaba, pero ahora el intercambio se veía acompañado de vívidas imágenes mentales de él. Veía aquellas uñas limpias y relucientes repiqueteando sobre el teclado, el bolso de cuero negro bajo la mesa, junto a sus pies. El «ja, ja» con el que a veces respondía a mis chistes ahora venía con el recuerdo de que sus ojos desaparecían cuando sonreía. Me lo imaginaba cuando salía a tomar algo después del trabajo, pidiendo una Stella, sacando la cartera del bolsillo derecho de su pantalón de raya diplomática y llamando «jefe» al barman.

Parecía que Connor también estaba deseando tener el mismo tipo de información visual de mí. Una noche, bastante tarde, me envió un e-mail desde su BlackBerry: «¿Qué llevas puesto?».

Para mi sorpresa, no se despidió con «bésame primero», pero supongo que lo había olvidado porque era tarde y estaría cansado.

En esa época ya tenía la suficiente confianza para contestar como yo misma en vez de como Tess, así que le di una descripción sincera de mi ropa.

«Pantalón de chándal azul marino. Zapatillas de estar por casa. Una sudadera de la serie televisiva Red Dwarf con el eslogan “Prepárame un arenque ahumado”».

«Muy divertido. Eres una aguafiestas» fue su desconcertante respuesta.

Desde el principio de nuestra relación había intervalos de varias horas, que a veces podían durar hasta medio día, en los que no me escribía porque, según me decía, estaba con sus hijos. Al principio no me había molestado; además, tenía mucho trabajo con Tess. Sin embargo, ahora estos intervalos sin ningún correo me parecían cada vez más difíciles de llevar; los minutos parecían horas y me salía un tic en la mano derecha por estar continuamente actualizando la cuenta de correo de Tess. No podía entretenerme con nada durante ese tiempo; a pesar de que una vez me había dicho que me iba a enviar fotos de los niños, nunca lo había hecho. Trataba de imaginármelo en su piso de Kensal Green, pero, como nunca había estado en un piso en Kensal Green, la mente se me quedaba en blanco. No podía ver nada más que su bolso de cuero negro en la entrada y su bufanda a rayas colgada sobre una barandilla. Aparte de eso no había nada.

Fue durante uno de esos intervalos sin contacto electrónico —recuerdo que era sábado— cuando comencé a preguntarme si, ahora que había hablado con Connor en persona, se podía considerar que había pasado de «estar en limerencia» a «enamorada». Además, me había empezado a interesar el concepto de «alma gemela». Pensé en lo que Tess había dicho sobre Tivo, el DJ, quien según ella era la suya.

«Quería contárselo todo. Caí rendida a sus pies. Me sentía perdida sin él. El mundo era insulso cuando no estábamos juntos».

Entonces me pareció que era una expresión típica de su difusa y melodramática personalidad. Sin embargo, en tiempos más recientes me había acordado de sus palabras porque describían exactamente lo que yo sentía por Connor. Pero ¿no sería irracional la idea de que cada persona tiene un alma gemela?

Decidí hacer lo mismo que en el pasado cuando estaba luchando con alguna idea: probarla en el foro de Red Pill.

En retrospectiva, puedo ver que no fue una acción inteligente por mi parte, sobre todo porque iniciar un nuevo hilo iba en contra del estilo de mis comunicaciones más recientes. Desde que me había embarcado en el proyecto Tess, mis contribuciones al foro habían disminuido drásticamente. Todavía entraba todos los días, tal y como me había pedido Adrian, pero normalmente solo era para dejar algún comentario banal o para mostrar mi conformidad con algo que otra persona había escrito, en vez de respaldarlo con pensamientos propios realizando un esfuerzo real.

Naturalmente, no había olvidado el extraño comportamiento que había tenido Adrian cuando estuve con él en Westfield, pero, como ya he dicho, había llegado a la conclusión que me parecía más racional: se encontraría distraído por alguna circunstancia personal que no estaba relacionada con Tess. Aparte de eso, parecía que la situación entre nosotros dos había vuelto a su cauce normal. Después de enviar el e-mail a Marion, se lo mencioné a «Ava» en mi siguiente informe y me había contestado con su habitual «¡Buen trabajo!». Ninguno de los dos había vuelto a mencionar el incómodo encuentro en el centro comercial y desde entonces habíamos intercambiado un par de mensajes más en tono amistoso.

Desde luego, no se me había ocurrido que pudiera oponerse a la idea de iniciar un hilo sobre almas gemelas. Pensaba que, de suscitar alguna reacción, se pondría contento al ver que me involucraba más de lo que lo había hecho en las últimas semanas.

Cuando entré en el foro, la mayoría de los pensadores de élite ya estaban conectados, inmersos en un debate sobre el último podcast de Adrian, que yo no había visto. Para guardar las apariencias, debería haber participado en la discusión un rato antes de iniciar otra, pero no tenía ni tiempo ni paciencia. Así que empecé un nuevo hilo que llevaba por título una sola línea con la pregunta ¿Existen las almas gemelas?

La primera respuesta llegó dos minutos más tarde, de Lordandmaster.

«Sombragris, ¿te estás volviendo blando con los años? No existe nada parecido al destino. Solo existe el libre albedrío».

Contesté: «Pero ¿acaso no es posible, por no decir probable, que en un planeta de siete mil millones de personas una de ellas sea capaz de satisfacer todas tus necesidades y deseos? ¿Que puedas caer rendido a los pies de una de esas personas?».

Ya cuando hice clic en «Enviar» sabía que aquel «caer rendido» era un error. Jonas3 intervino:

«“¿Caer rendido?”. Sí, recuerdo que Sócrates usó esa misma frase… en tu imaginación. No, no existe nada parecido a almas gemelas, simplemente somos humanos y necesitamos una serie de elementos de otros para crear un nuevo juego de genes. “El amor” no es más que un concepto que sirve para sostener la vida».

«Puedo responder de dos formas a eso —escribí—. En primer lugar, en El simposio, Platón aboga por la noción de almas gemelas, así que dar a entender que ningún «gran pensador» cree en ellas es erróneo. En segundo lugar, ¿qué ocurre si no deseas en absoluto tener descendencia?».

La respuesta: «Platón usó la analogía de una persona con cuatro piernas y cuatro brazos partida en dos por Zeus y repartida por el mundo que a continuación vaga en busca de su otra mitad. ¿También crees en Zeus? Incluso los “grandes pensadores” pueden cometer errores, Sombragris».

Antes de que pudiera contestar, otra persona se unió al debate: Adrian.

«Jonas3 tiene razón, Sombragris —afirmó—. Incluso pensadores de élite pueden cometer errores. Sugiero que recuerdes tus obligaciones morales como racionalista y que no te dejes llevar por pensamientos difusos como este».

Decir que me llevé un disgusto por esta intervención no haría justicia a la realidad. Naturalmente, sabía que era posible que Adrian estuviera supervisando nuestros comentarios; a fin de cuentas, era su foro. Pero era raro que se entrometiera de esa manera. Contestaba una pregunta si alguien se lo planteaba directamente, pero por lo general adoptaba la postura de una presencia silenciosa, supervisando la conversación e interviniendo a favor o en contra de alguien solo cuando era necesario.

Mi primera reacción ante esta reprimenda pública fue sentir vergüenza. Me habían llamado la atención. Sin embargo, cuando la vergüenza se fue desvaneciendo, comencé a preguntarme si era posible que Adrian se hubiera enterado de lo de Connor. En tal caso, ¿cómo lo habría hecho?

Llegué a la conclusión de que la explicación más probable para la reprimenda era la siguiente: él pensaba que mi consulta sobre almas gemelas no tenía nada que ver con el proyecto Tess, sino que se refería a algo que había sucedido en mi vida privada; un chico al que había conocido. Por eso, Adrian temía que este nuevo interés fuera a distraerme de mi trabajo.

Una vez que hube plantado la semilla de esta idea, sentí una creciente irritación. ¿Cómo se atrevía a sugerir que no estaba actuando con profesionalidad? Había cumplido con mis deberes; había dedicado meses de mi vida a un proyecto que, hasta cierto punto, suponía un riesgo para mí. La idea —aunque no demostrada, ni siquiera en la teoría— de que alguien quisiera privarme de hablar con Connor provocó que surgiera un sentimiento tan novedoso como poderoso en mi interior: el deseo de evitar a toda costa que eso sucediera y de atacar la amenaza.

La acusación de Adrian de «pensamientos difusos» también me dolía, especialmente cuando venía de alguien que no era capaz de recordar dónde había conocido a Tess, pues afirmó todo convencido que había sido en Nueva York, cuando yo sabía que eso no era verdad.

No intento justificar lo que hice a continuación, solo explicarlo. Reconozco que fue una reacción infantil e impulsiva.

Todavía estaba conectada al foro. Nadie había puesto nada tras la reprimenda de Adrian; era como si todo el mundo estuviera conteniendo la respiración a la espera de lo que pudiera pasar. Comencé a teclear:

«Por cierto, Adrian, no la conociste en Nueva York. Nunca estuvo allí».

A pesar de mi enfado, todavía tuve la precaución de no decir nada que pudiera tener sentido para cualquier otra persona. Solo quería darle una pequeña puñalada para hacerle saber que en lo referente a Connor, al menos, él no podía mandar sobre mí.

La respuesta de los otros miembros a mi comentario fue más silencio —esta vez debido a la confusión o eso sospechaba—. Cargada de adrenalina, me quedé esperando para ver cómo reaccionaba Adrian ante mi comentario.

El foro se quedó paralizado durante un minuto. Pasaron dos y luego tres minutos. Después de tres minutos y medio, la ausencia de actividad empezó a parecerme rara, poco natural. Pensé que tal vez se hubiera quedado congelada la imagen en mi pantalla, así que pulsé la tecla de «actualizar». La siguiente imagen que apareció fue un pantallazo de la web de Red Pill con un círculo rojo atravesado por una barra diagonal y la frase: «No tienes permiso para acceder a esta página».

Mi enfado, de golpe, quedó sustituido por la incredulidad. ¿Me había expulsado? Mientras miraba fijamente la pantalla tratando de digerir lo que acababa de ocurrir, se oyó un repentino ruido de cristal rompiéndose en la calle, al otro lado de la ventana —un vaso que se había caído al suelo, probablemente— y me sobresalté violentamente, como si se hubiera roto a un par de centímetros de mi cara.

Sin embargo, conforme se me iba pasando el susto, comencé a pensar con más racionalidad y poco después ya había llegado a la conclusión de que este giro de los acontecimientos no había sido tan terrible; de hecho, era una bendición inesperada. Hacía tiempo que había perdido las ganas de participar en el foro; no lo echaría de menos. Y si Adrian iba a criticarme y mostrarse desagradable, tampoco lo echaría en falta. Siempre y cuando pudiera seguir con Connor —y con Tess—, todo saldría bien.