Jueves, 25 de agosto de 2011
Voy rumbo a Luton a bordo del avión de color naranja Doritos. Más bien no, porque el avión sigue sobre el asfalto del aeropuerto de Málaga desde hace cuarenta minutos y nos quedaremos sentados en nuestros asientos durante un tiempo no especificado. Al parecer, tiene algo que ver con «medidas de seguridad relacionadas con el mantenimiento del aeropuerto», lo cual creo que significa que no ha llegado toda la tripulación. Los otros pasajeros parece que se han resignado a esperar, aunque el hombre del asiento de al lado me ha dejado claro que le molesta que use el ordenador portátil. Sobresale de la bandejita de plástico y en ocasiones mis codos invaden «su» espacio. Está sentado con sus gruesos brazos cruzados firmemente sobre el pecho y mira fijamente hacia delante. Es posible que sea el mismo hombre que estaba a mi lado en el viaje de ida. Este podría ser el mismo avión que hace una semana; desde luego, tiene el mismo ambiente apestoso.
Este no era el plan. Y no me refiero al retraso del vuelo, sino al hecho de que esté volviendo a casa. Hace dos días estaba a punto de cambiar mi reserva y alargar mi estancia en la comuna.
Todavía no me siento del todo preparada para relatar lo que pasó ayer y las razones por las que tuve que marcharme tan de repente. En cualquier caso, antes quiero terminar de escribir mi relato de las razones que me trajeron a España. Ya falta poco para acabar.
Habíamos llegado al punto en el que había contado a la policía todo sobre mi implicación en el asunto de Tess y Adrian. En realidad, lo que pasó después se puede resumir de manera bastante sencilla: nada.
Con esto quiero decir que, después de meses y meses de investigación, no emprendieron acciones legales contra mí. En cuanto a la suplantación de personalidad en Internet, no había nada de qué acusarme. Al parecer, la suplantación de personalidad solo es perseguible judicialmente si busca acosar o cometer un fraude en perjuicio de alguien concreto y yo no había hecho ninguna de las dos cosas.
En cuanto al suicidio de Tess, el hecho de que no hayan encontrado el cuerpo implica que estaba —está— oficialmente considerada como una «persona desaparecida», no fallecida. Según la ley, si alguien te dice que tiene intención de suicidarse, no estás obligado a avisar a las autoridades; pero si dices o haces algo para animar a la persona a hacerlo, te pueden denunciar por inducción o complicidad. La policía me preguntó una y otra vez si había dicho o hecho algo para animarla a hacerlo.
—En absoluto —contestaba.
Repasaron nuestros e-mails, pero no encontraron nada que indicara que Tess desistiera de su intención de quitarse la vida en ningún momento ni que yo hubiera hecho algo para animarla.
No les conté lo de aquella vez en Skype, cuando lloró.
El hecho de recibir dinero de Tess complicó algo mi situación, pero les enseñé mis recibos y mis cálculos y concluyeron que no se podía decir que me hubiera beneficiado cobrando solo ochenta y ocho libras a la semana. Al final, llegaron a la conclusión de que no había razones legales para acusarme de nada. A quien de verdad querían encontrar era a Adrian.
Después de aquella temprana aparición en Gatwick había desaparecido y, aparentemente, había borrado sus huellas con bastante esmero. Ya he mencionado que la página web de Red Pill estaba hospedada en un servicio de hosting de Brasil, en el que Adrian se había registrado con datos falsos, así que no servía de nada buscarlo por la dirección IP. También su pasaporte era falso. Y a pesar de que su foto está publicada por todas partes, no han podido localizarlo. Tal y como la prensa señala incansablemente, no hay nada de su aspecto que le distinga de los millones de hombres blancos y fornidos de mediana edad que hay en el mundo. «El diablo disfrazado de ayudante del gerente de una tienda de electrónica Dixons».
Teniendo en cuenta esta reacción histérica, puedo comprender por qué Adrian quiso desaparecer. Sin embargo, me sorprendía que no saliera en algún sitio dando su versión de lo que había ocurrido y explicando los principios éticos que había detrás. Usando una aplicación que bloqueara la IP, podría haber subido fácilmente un vídeo en YouTube o algún tipo de declaración en Internet sin dar datos a la policía sobre su localización. Puede ser que pensara que no tenía sentido hacerlo, que aquellos que le condenaban no cambiarían de idea.
Aun así, me ha decepcionado. Su silencio tiene como consecuencia que solo haya una versión de los hechos y el consenso, que nadie cuestiona, es que era un hombre malvado que se aprovechaba de personas «vulnerables», como yo, para sus propios fines. Tratar de decir lo contrario es darse cabezazos contra la pared. Todo el mundo da por hecho que todavía permanezco bajo su influencia —víctima de un lavado de cerebro—, cuando en realidad solo estoy señalando algo que pensaba que cualquier persona razonable entendería. Que Adrian cometiera errores y manejara algunas cosas mal no implica que todo lo que hacía o representaba estuviera mal.
Con «todo el mundo» me refiero a la policía y a Jonty. Le conté lo que había sucedido cuando volví de la comisaría, después de que me concedieran la libertad provisional. No tenía muchas opciones, puesto que él ya había vuelto de la casa de sus padres y cuando llegué lo encontré en mi habitación, que había sido registrada por la policía. Jonty estaba mirando fijamente mi mesa, donde el portátil había sido sustituido por una nota de la policía que detallaba qué objetos se habían llevado como resultado del registro. No fui capaz de inventarme una buena explicación.
Jonty se tomó la noticia sorprendentemente bien, aunque con una actitud algo melodramática: con los ojos abiertos de par en par y la mano tapándose la boca mientras yo le explicaba la situación de la manera más resumida posible. Afortunadamente, había leído la noticia en el periódico, así que ya conocía lo más básico; aunque eso, claro está, implicaba que ya tenía catalogado a Adrian como un depredador malvado.
—Pobre Leila —repetía una y otra vez agarrándome del brazo—. ¡Dios mío! ¡Qué hijo de puta! Pobre Leila, pobrecilla.
Aquel día no tenía energía para contradecirle; además, tras mi experiencia en la comisaría, agradecía su amabilidad y su compasión. Pero al día siguiente volvió a sacar el tema y tuve la oportunidad de aclararle las cosas. Le expliqué que Adrian no era el monstruo que pintaban los periódicos y que yo había actuado por voluntad propia. Esta vez su respuesta fue más comedida.
—Mira, estoy desconcertado por todo esto y no voy a fingir lo contrario —dijo cuando hube terminado—. Todavía no he acabado de comprenderlo todo. Pero sé que eres una buena persona y estoy convencido de que te embarcaste en esta historia con buenas intenciones.
Sin embargo, el asunto no se acabó ahí. De hecho, Jonty se interesó tanto por el caso que daba la impresión de que él mismo también estaba involucrado. Devoró todas las noticias y, como mi portátil seguía en manos de la policía, se encargó de ponerme al día de todas las novedades.
—¡Una persona cree que ha visto a Adrian en Bruselas! —gritó desde el otro lado de la puerta del baño cuando estaba lavándome el pelo.
Una mañana entró en la cocina cuando me estaba preparando una tostada con queso y me aconsejó que me pensara ir a un terapeuta.
—¿Por qué iba a hacer eso? —pregunté.
—He estado leyendo en Internet sobre el síndrome de Estocolmo —explicó—, cuando alguien defiende a quien le ha tratado mal. Creo que posiblemente sea lo que te pasa a ti.
—No seas tonto.
—Sigues asegurando que era un hombre increíble y que no te arrepientes de lo que pasó…
—Nunca he usado la palabra «increíble» —puntualicé irritada—. Acabo de explicarte de manera perfectamente racional que la situación no es tan simple como tú y todo el mundo la estáis pintando.
Sin embargo, había una faceta del caso que no estaba dispuesta a debatir con nadie: Tess. En varias ocasiones, Jonty comenzó a preguntar por los detalles de mi relación con ella y en todas tuve que pararle los pies; al final, pilló el mensaje. Vale que Adrian era un asunto público sujeto a especulaciones y cotilleos, pero lo que concernía a Tess quería guardármelo para mí.
Pasaron las semanas. Las declaraciones de gente que supuestamente había visto a Adrian no llevaron a nada y, sin nada nuevo que ofrecer, la prensa comenzó a despotricar contra otras personas. Sin embargo, entre bambalinas, el caso seguía su curso, aunque muy despacio, tal y como me recordaba constantemente mi mesa vacía. Al final la policía tardó nueve semanas en devolverme el portátil; cuando me quejé a un policía de que habían tardado mucho, admitió que la mayor parte del tiempo el ordenador había estado en el almacén. Añadió que no debía tener demasiada prisa con los resultados de la investigación, porque era muy posible que no me comunicaran nada hasta bien entrado el año siguiente.
—Es un caso complejo —aseguró—. En realidad, no existe ningún precedente.
A decir verdad, no había echado demasiado en falta el portátil, debido a sus connotaciones con Connor. En realidad había sido un alivio no tenerlo, por lo menos al principio. Pasé muchos días durmiendo, pero también abrí una caja de libros que llevaba cerrada desde mi traslado y volví a leer mis novelas preferidas de la infancia. No La princesa prometida, evidentemente. Sin embargo, después de unas semanas, perdió interés la novedad de no tener Internet y le pedí a Jonty que me dejara su iPad.
Ya había llegado la primavera cuando Jonty decidió que era el momento de tirar todo el correo publicitario que se había amontonado en la entrada. Llevaba tiempo hablando de ello, pero no se había puesto manos a la obra —incluso se había convertido en una broma habitual entre nosotros dos—. Sin embargo, aquel sábado anunció: «Hoy es el día» y bajó unas bolsas de basura negras por las escaleras. Después de unos minutos, volvió a aparecer en la puerta de mi dormitorio con un sobre en la mano.
—He encontrado esto entre la publicidad de pizzerías. Es para ti. Tiene un aspecto sofisticado.
No solía recibir cartas casi nunca y en ningún caso cartas escritas a mano con una caligrafía anticuada y la dirección del remitente en la esquina superior izquierda. Al abrirla, lo primero que vi fue que se trataba de una carta muy corta. Lo segundo era que la había enviado la madre de Tess.
Estimada Leila:
Me gustaría conocerte. ¿Podríamos quedar en mi casa algún día? Llámame, por favor. Creo que ya sabes el número.
Marion Williams
La miré fijamente. Jonty seguía cerca de la puerta.
—Vamos, dímelo ya —me apremió—. ¿De quién es?
Recordé algo que solían decir las chicas de clase cuando los chicos las estaban acosando y querían hablar a solas.
—Oh, cosas de mujeres. No lo comprenderías.
Jonty pareció perplejo, pero volvió a bajar por las escaleras. Seguí escrutando la carta. Sabía muchas cosas de Marion, pero, claro, antes nunca había visto su letra. Las palabras, escritas con tinta azul, estaban ligeramente inclinadas hacia la derecha, con algún que otro ringorrango ocasional, como por ejemplo una «P» o una «L» mayúscula exageradamente grande. Después de unos momentos, me obligué a concentrarme en el contenido de la carta, en lugar de en el aspecto gráfico del texto.
Estaba fechada hacía dos semanas. Pensé que, si Jonty no hubiera decidido recoger la propaganda, habría seguido en la entrada otro mes más; posiblemente otro año. Fácilmente podría no haberla visto. Podría, simplemente, haberla tirado a la basura. Pero no me recreé mucho tiempo en estas posibilidades. Por muy amedrentadora que fuera la idea de un encuentro con ella, sabía que era lo correcto.
Me sentí repentinamente satisfecha cuando tomé esta valiente decisión, hasta que me di cuenta de que el siguiente paso era llamar a Marion. Es cierto que ya había hablado con ella como Tess, pero no había sido una llamada fácil de realizar y la idea de volver a hacerlo, como yo misma, me aterrorizaba. En lugar de telefonear inmediatamente, esperé hasta el miércoles, cuando sabía que se reunía con su grupo de lectura, y le dejé un mensaje sugiriendo un día y una hora de la semana siguiente. Le dejé mi número de móvil. Cuando aquella misma noche me devolvió la llamada, dejé que saltara el contestador automático y escuché su mensaje inmediatamente después. Al igual que su carta, era breve y conciso. Sí, la hora le venía bien y si iba a ir en tren a Cheltenham, debería coger un taxi y dar instrucciones precisas al conductor, ya que, si no, no encontraría la dirección. Apunté las instrucciones y ya estaba buscando el horario del tren en Google cuando se me ocurrió una cosa y los dedos se me quedaron tiesos sobre el teclado: ¿cómo se había enterado Marion de mi nombre y mi dirección?
Sabía cómo era la casa por las fotos: un edificio grande adosado, con paredes blancas y hiedra trepando por la fachada como una barba bien recortada; el camino de entrada describía un círculo bordeado de arbustos redondos. Una de las esculturas de Marion, un cacharro de metal puntiagudo parecido a un rastrillo, estaba expuesto sobre un soporte junto a la puerta de entrada.
Mientras el taxi avanzaba por el camino de grava, vi que ella ya estaba esperando fuera. Llevaba un pantalón rojo ajustado y recordé uno de los últimos e-mails que Marion había enviado a Tess, antes de que todo terminara. En él, mencionaba que estaba pensando en operarse las varices de las piernas, pero la consecuencia era tener que llevar pantalones hasta que las cicatrices desaparecieran. Me pregunté si esos pantalones significaban que al final se había operado o si no tenían nada que ver. Esta especulación vana fue seguida justo después de un ataque de inquietud, como si la realidad de la situación de repente se cristalizara, y tuve que resistir la tentación de pedirle al taxista que diera la vuelta entera al camino circular y volviera a la estación.
El taxi paró al lado de Marion, me bajé y me quedé de pie delante de ella. No dijo nada, se limitó a repasarme de arriba abajo con cara inexpresiva. Podía ver a Tess en la estructura de sus huesos y la nariz chata. Tenía sesenta y siete años, mucho más mayor que mi madre, aunque parecía…, no más joven exactamente, pero sí como si la hubieran hecho con mejores ingredientes. Su pelo era largo y oscuro y su piel morena estaba tersa y pulida. Tess me había dicho que le habían hecho un lifting facial. Llevaba una turquesa en una cadena alrededor del cuello. Era incluso más pequeña de lo que me había esperado, con unos brazos finos como reglas.
Dijo al taxista que esperase —«volverá en unos veinte minutos»—, después se dio la vuelta y entró en la casa, sin mirar hacia atrás para comprobar si la seguía. El recibidor tenía el suelo de madera, las paredes estaban llenas de cuadros y había muebles antiguos y oscuros que olían a cera. «Nunca nos dejas tocar tus antigüedades», había escrito Tess en una de sus cartas recriminatorias. Al pasar por delante de una puerta abierta, Marion se acercó a cerrarla, pero me dio tiempo a ver un elevador beis, parecido al que había tenido mi madre. La casa estaba sumida en el silencio y me preguntaba dónde estaría Jonathan y si iba a verlo.
Marion me llevó al salón y me hizo un gesto para que me sentase. El sofá era de color rosa palo y parecía tan delicado que temía que las pequeñas patas fueran a romperse cuando me senté en él. Marion se acomodó en una silla dorada ornamentada a un metro y medio de distancia. Me esperaba ver más indicios de la presencia del padre de Tess, porque en sus e-mails Marion a menudo mencionaba que veía la tele junto a ella. Había pensado que habría una cama de hospital colocada delante del televisor, como la que tenía mi madre, pero resultaba difícil imaginarse cualquier mueble chabacano de plástico en aquella habitación, que era como un museo.
Al final, Marion habló.
—Así que tú eres la chica que fingió ser mi hija.
—Sí —dije.
—Hablé contigo por teléfono.
—Sí.
—Pero no te pareces nada a Tess.
Me pareció que sería extraño replicar: «¿Por qué iba a parecerme a ella?».
—No —dije.
—Estás gorda.
—¡No estoy tan gorda! —protesté—. Tengo la talla cuarenta y dos.
Hubo un rato de silencio. Hasta aquel momento, pensaba que la cara de Marion era casi inexpresiva, pero entonces pude ver espasmos junto a las cejas, como si su rostro quisiera arrugarse y no pudiera.
Pensé que había llegado el momento de soltar el discurso que había preparado.
—Marion…
—¡No me llames Marion! —me interrumpió.
—Señora Williams, Tess me pidió ayuda porque no quería perturbarla. Se tomó todas esas molestias para ahorrarle el dolor. Sé que ella y usted tuvieron algunos desacuerdos, pero llegué a conocerla muy bien y sé que en el fondo de su ser la quería…
—Hablé contigo por teléfono —me interrumpió.
—Sí —dije y me pregunté por qué se repetía.
—¿Te pidió que escribieras aquel e-mail? ¿Aquel que decía que había que volver a empezar, como amigas?
—No —admití.
—La policía me dijo que nunca la viste en persona —dijo Marion.
—Así es.
—Aun así, afirmas que la conocías.
Comencé a decir que habíamos hablado mucho, que había leído todos sus e-mails, pero Marion continuó hablando como si no quisiera escuchar.
—¿De verdad pensaste que no me importaría no volver a ver a mi hija nunca más?
—Me dijo que estaría demasiado ocupada con Jonathan —le expliqué—. Que no podía abandonarle y que no había ningún peligro de que pudiera volar hasta Canadá.
—Tal vez los primeros meses —dijo—. Pero ¿para siempre? ¿Cómo pudiste pensar que eso iba a funcionar?
—Solo iba a durar seis meses —dije.
—¿Y luego qué?
Me acordé de lo que Adrian había dicho en Hampstead Heath.
—La correspondencia disminuiría poco a poco… Como si usara un regulador para bajar la intensidad de la luz de su vida.
Marion me miró como si estuviera loca.
—Tess era enormemente querida —dijo articulando las palabras como si estuviera hablando con un niño—. No solo por nosotros. Tenía un gran grupo de amigos. ¿No se te ocurrió que en algún momento alguien iría a visitarla o se ofrecería para pagarle el billete de vuelta? Y cuando se muriera su padre, ¿qué? ¿De verdad creías que no iba a volver para asistir al funeral?
—No —dije. Contesté tan bajo que apenas podía oírme a mí misma.
—Creo que subestimaste lo adorada que era —dijo Marion—. Es posible que no puedas comprenderlo. Me han contado que eres una criatura trágica. No tienes familia. No tienes amigos.
Me sobresalté. ¿Cómo podía saber esas cosas de mí? Abrí la boca para preguntar, pero no salió ni una palabra. En cambio, los ojos se me empezaron a llenar de lágrimas. Miré la alfombra. Era de color azul oscuro y se veían algunas manchas blancas, como caspa. Pensé en lo que Tess me había dicho sobre Isobel, la mujer de William, que ponía fundas de plástico sobre las sillas cuando Jonathan iba de visita para protegerlas contra su pelo grasiento.
—¿Y cómo conoció Tess a ese hombre? —preguntó.
—¿A Adrian? No lo sé.
—Deja de protegerlo.
—De verdad que no lo sé —reiteré—. Supuse que se habían conocido en Red Pill.
—¿En ese foro de Internet? A Tess no le interesaba ese tipo de cosas. No era… como tú. —Hizo una pausa—. ¿Eran amantes?
La idea resultaba bastante chocante, pero intenté no mostrar mi sorpresa.
—No lo sé.
—Pues creía que sabías todo sobre mi hija —dijo con malevolencia.
Hubo otra pausa. De nuevo, miré hacia otro lado. En la mesa de centro había una pila bien colocada de libros y revistas con portadas brillantes y un pequeño montón de correo publicitario, presumiblemente destinado a la basura. Me recordó la entrada de mi casa y el momento en el que había encontrado su carta.
—¿Cómo averiguó mi nombre y mi dirección? —pregunté.
Marion suspiró, como si fuera una pregunta aburrida.
—Un amigo de mi marido tiene algunos contactos en la policía e hizo algunas pesquisas.
—¡Ah, entonces se refiere al tío Frank! —exclamé y la satisfacción por adivinar la conexión superó temporalmente el malestar que sentía por haber sido investigada—. Frank, que en realidad no era tío de Tess y que fue inspector jefe hasta que tuvo que retirarse antes de tiempo porque le acusaron de robar dinero…
—Sí —dijo Marion con un tono de voz frío.
Justo entonces se oyó un ruido que venía de alguna parte de la casa, una especie de bramido bajo, y pensé que sería Jonathan.
—Discúlpame un momento —dijo Marion, como si hubiéramos estado tomando el té educadamente, y se escabulló de la habitación.
La oí gritar en el recibidor:
—¡Helen!
Miré los cuadros de la pared y reconocí uno de Tess: unos círculos concéntricos verdes atravesados por rayas rojas. Había fotografías de Marion de cuando era más joven; tenía un aspecto glamuroso en algún lugar exótico que podía ser Chile. Había otras fotos de Tess y William, de cuando eran niños. Ya había visto la mayoría de ellas, pero encontré una de Tess que no conocía: un retrato del instituto, de cuando era adolescente, con los ojos pintados y el pelo recogido en lo alto de la cabeza. Su sonrisa era parecida a la que mostraba en la primera foto que había visto de ella, aquella de la fiesta en la que intercambiaba una mirada de complicidad con el fotógrafo.
Marion regresó y volvió a sentarse en la silla dorada. Cruzó las piernas a la altura del tobillo.
—¿Helen es la nueva cuidadora? —pregunté—. ¿Qué pasó con Kirsty?
Marion entornó los ojos.
—No es asunto tuyo lo que pasó con Kirsty. Nada de lo que ocurra en esta casa es asunto tuyo. —Noté que cerraba los puños, aunque no del todo, porque tenía las uñas demasiado largas para eso, y su tono de voz se volvió más estridente—: ¡Cómo te atreves! ¡Cómo te atreves! Tess era mi hija. Puedes pensar que la conoces, pero no es así. No la conoces para nada. Soy su madre. Yo la conozco.
Estuve a punto de corregir el tiempo verbal —«la conocía»—, pero me aguanté las ganas.
—¿Sabes? No has manifestado ningún tipo de arrepentimiento por lo que has hecho —continuó diciendo—. Arrepentimiento por lo que me has hecho a mí, a todos nosotros. Por su vida que se ha perdido. ¿No tienes corazón?
Tragué saliva y comencé a hablar.
—Pienso que tenemos derecho a decidir sobre nuestros propios cuerpos y…
—¡Cállate! —gritó Marion con la cara roja—. ¡Cállate!, ¡cállate!, ¡cállate!
Hubo un momento de silencio. En realidad fue más que un momento. Creo que el arrebato le resultó tan chocante a ella como a mí. Marion se pasó un dedo por debajo de cada ojo, una uña de color rojo brillante moviéndose bajo sus pestañas. Cuando volvió a hablar, su tono de voz era firme de nuevo.
—¿Por qué se marchó a España?
Fruncí el ceño, desconcertada.
—¿Cuándo? —pregunté.
—Aquel… día. El verano pasado. La policía dice que cogió un ferry a España, a Bilbao. Ahí es donde se pierde su rastro. ¿Adónde tenía que ir?
Intenté digerir esa nueva información.
—No lo sabía —reconocí al final.
—¿De verdad?
Su tono reflejaba cierta incredulidad.
—Se lo prometo —dije, y sentí de nuevo la amenaza de las lágrimas—. No hablamos sobre eso. Es lo único de lo que no hablamos.
—¿Dónde está su cuerpo?
—No lo sé.
—¿Cómo lo hizo? ¿Qué pasó?
—¡No lo sé! —exclamé—. De verdad que no lo sé.
—Necesito saberlo —dijo, pero en voz baja, casi como si estuviera hablando consigo misma antes que conmigo.
Nos quedamos allí sentadas en silencio durante un largo rato, pero fue un silencio diferente a los anteriores, no tan incómodo, solo pesado.
Luego Marion dijo en tono firme:
—¿Puedes marcharte ya?
Me levanté cuidadosamente del sofá. Marion tenía las manos cruzadas sobre el regazo y la cabeza apartada de mí, mirando a la pared.
—Lo siento —dije.
Lo que quería decir era que sentía que estuviera tan alterada, no que sentía lo que había hecho y por un momento pensé en aclarárselo, pero al final decidí no hacerlo. Regresé por el pasillo pulido y comencé a caminar más deprisa cuando empecé a sentir arcadas. Me dio el tiempo justo a salir por la puerta y acercarme a los arriates de flores antes de vomitar, precisamente detrás de la escultura de Marion.
—¡Vaya! —exclamó el taxista cuando me metí en el asiento trasero—. ¿Seguro que has terminado?
Asentí con la cabeza y me pasó un pañuelo.
La idea de averiguar lo que había sucedido con Tess me vino en el tren de vuelta a casa. Tenía un asiento al lado de la ventanilla y, mientras el tren avanzaba lentamente sobre la aburrida campiña, pensaba en la cara de Marion: aquellos tics de las cejas, ella diciendo «Necesito saberlo». Entonces decidí que usaría mis conocimientos sobre Tess para averiguar el curso más probable de los acontecimientos después de su marcha y tratar de encontrar la respuesta a las preguntas de Marion.
La noticia de que Tess se había ido a España me había descolocado, aunque creo que cualquier descubrimiento de lo que había hecho después de marcharse habría tenido el mismo efecto. A fin de cuentas, yo había supuesto que se había suicidado muy poco tiempo después o incluso ese mismo día. También tuve otro tipo de reacción al enterarme de esa noticia y me avergüenza decir que no fue para nada racional: me sentí irritada al saber que Tess se había largado sin contármelo. Después de marcharse, se suponía que yo tenía que estar al mando. Pensaba que su vida estaba en mis manos.
Ya no podía trabajar a partir de los e-mails de Tess, porque sus cuentas habían sido dadas de baja cuando todo salió a la luz. Pero todavía tenía mi memoria y Google. También me di cuenta de que tenía otra pista que delimitaría aún más la posible zona de búsqueda: el e-mail que Tess había recibido a los diez días de marcharse de su amiga Jennifer, que dijo que la había visto en la Alhambra de Granada. En aquel momento pensé que se había equivocado de persona y no le di mucha importancia, pero luego, cuando me enteré de su travesía en ferry, ese incidente se volvió altamente significativo.
Cuanto más pensaba en las discrepancias temporales, más plausible parecía que pudiera haber transcurrido un intervalo de tiempo entre la fecha en la que se marchó y el acto en sí.
Tenía sentido que Tess viajara a otro país para hacerlo, a algún sitio donde tuviera más margen para disponer de sí misma de alguna manera que asegurase que no podrían identificarla. Y una vez en España, habría estado en un limbo, liberada de su antigua identidad: una persona inexistente, sin responsabilidades ante nadie. En semejante situación, tendría sentido para ella pasar unos días sola, pensando y acostumbrándose a la idea de lo que estaba a punto de hacer.
Naturalmente, el hecho de que pudieran haberla visto en Granada no significaba que hubiera estado alojada en esa zona. Esa ciudad estaba en el extremo opuesto de España respecto a Bilbao, que era por donde había entrado en el país; si había viajado hasta allí, también podía haberse desplazado más lejos. Así que, por muy tentador que pudiera resultar concentrarme solo en aquella ciudad y la zona colindante, tenía que mantener todas las posibilidades abiertas.
A continuación pensé qué lugares podría haber querido visitar Tess. Los criterios básicos eran sencillos, ya que eran los mismos que yo había usado para elegir Sointula: algún sitio sencillo en plan hippy, lo opuesto a Londres. Sin embargo, en este caso pensé que era probable que a Tess la hubiera atraído algún lugar que tuviera un significado especial para ella o que contara con el tipo de ambiente que deseaba. En resumidas cuentas, pensé que era probable que hubiera pasado aquellos días perdidos posteriores a su marcha en alguna localidad que le resultase familiar.
Que yo supiera, Tess no había estado en Granada antes, pero se había ido de «minivacaciones» tanto a Barcelona como a Madrid; las primeras con un novio llamado Boris que no duró mucho, con quien había tenido una discusión comiendo el primer día; le llamó marica cuando se mostró reticente a chupar la cabeza de una gamba. Las segundas con un grupo de amigas, un fin de semana solo para mujeres que fue «una tortura». Sin embargo, tras buscar información sobre ambas ciudades en Google, pensé que era poco probable que hubiera ido a cualquiera de ellas. Eran ajetreadas y urbanizadas, no destinos obvios para alguien que necesitaba paz. Pero estaba claro que tampoco iba a llegar muy lejos buscando en Google «tranquilo + solitario + España».
Sin pistas claras, rápidamente perdí el interés por el tema, aunque seguí dedicándole algo de tiempo todos los días. La revelación no llegó hasta varios meses más tarde; irónicamente, cuando mi mente no estaba puesta en la tarea que tenía entre manos. Estaba pensando en Connor.
Incluso después de todo ese tiempo, seguía invadiendo mis pensamientos, a pesar de que ya no estuviéramos en contacto. Desde nuestra confrontación, había tenido un e-mail final de él, enviado dos horas después de que se marchara aquel día en Temple. Estaba allí, en la bandeja de entrada de Tess, cuando encendí el móvil tras abandonar la comisaría, había llegado en el breve periodo que transcurrió entre mi confesión y la cancelación de sus cuentas de e-mail y de Facebook.
Era breve y conciso. «Este es el acuerdo: tú no se lo cuentas a Chrissie y yo no le diré nada a la policía. ¿OK?».
Contesté: «Ya se lo he contado a la policía y no voy a decirle nada a Chrissie».
Hice una pausa. Tenía tantas preguntas… Pero decidí hacer solo una. «¿De dónde viene “bésame primero”? ¿Qué significa?».
Su respuesta llegó treinta segundos después: «No lo sé».
«¿Qué quieres decir?», pregunté.
«No lo sé —escribió—. Tess lo dijo una vez, no recuerdo el contexto. Se convirtió, sin más, en una tontería que solíamos decir, una broma privada».
Y eso fue todo. Nuestra última comunicación. Pero, como digo, durante aquellas semanas nunca estuvo lejos de mi pensamiento. De hecho, fue como si hubiera una película en mi cabeza que lo mostraba en su rutina diaria, en su mayoría compuesta de detalles pequeños e insignificantes que había visto en persona o que podía imaginarme de manera vívida. Su mano moviendo el ratón mientras trabajaba delante del ordenador; su gesto con la cabeza saludando al hombre tras el mostrador en la bocadillería; la manera de ponerse el abrigo con una sacudida de hombros al salir de la oficina. Sin embargo, en lo referente a su vida doméstica con Chrissie y los niños, mi mente se quedaba en blanco.
Reviví nuestra correspondencia repasando los e-mails mentalmente una y otra vez para ver si había alguna pista que me había perdido, recordando cómo me había sentido al recibir un mensaje determinado o al enviar lo que me había parecido una respuesta especialmente ingeniosa. Esta actividad me llenó de tristeza, me sentía pesada como una toalla empapada; pero también, de vez en cuando, experimentaba intensos arrebatos de rabia que no encontraban su cauce de salida.
Aquella mañana estaba delante de mi portátil con los pensamientos habituales dándome vueltas en la cabeza mientras aparentemente continuaba con mi misión de localizar a Tess… Llevaba ya algunas semanas reduciendo mi labor a buscar en Google diferentes combinaciones de palabras relacionadas con viajes, España y Granada, y repasando los resultados escrupulosamente con la esperanza de toparme con alguna pista o un desencadenante para la memoria. Salió una página web que anunciaba vuelos de easyJet a Granada, una web que había visto muchas veces antes. Sin embargo, aquel día, el nombre de la aerolínea combinado con los pensamientos sobre Connor del momento produjeron justo eso: el atisbo de una asociación de ideas, en el que me concentré hasta que se convirtió en un recuerdo completo.
Los primeros días de nuestra correspondencia, yo —Tess— había enviado a Connor el e-mail estándar con la descripción de Sointula, que aquel lugar estaba lleno de «gente alternativa», etcétera. «El ambiente es realmente alucinante, tiene que estar encima de una línea ley o algo así. Me siento muy feliz aquí, me parece que puedo pensar y respirar normal por primera vez en mi vida».
Y la respuesta de Connor había sido algo parecido a: «Pero ¿por qué Canadá? Antes, por lo menos, te recreabas en tus tendencias hippies en sitios a los que se podía llegar con easyJet».
Cuando lo leí no me había parado a pensarlo, pero en ese momento me llamó la atención de repente. Comencé buscando la lista de destinos de la aerolínea, pero eso no me ayudó demasiado: Granada solo era uno entre varias docenas en Europa. Tras otra hora de búsquedas infructuosas en Google, concluí que mi única oportunidad residía en enviar un e-mail a Connor para preguntarle qué sabía sobre ese lugar de hippies al que se refería.
La idea de ponerme de nuevo en contacto con él me produjo un chute de adrenalina, similar en intensidad al que había sentido al verlo en carne y hueso. No pude evitar recordar los viejos tiempos, cuando, a pesar de escribirnos decenas de veces al día, todavía sentía un arrebato de placer cada vez que llegaba un e-mail suyo; tenía la sensación de que éramos miembros de un reducido club al que otros no tenían acceso, cuyas reglas solo conocíamos nosotros dos. Por un momento tuve tantas ganas de estar inocentemente de vuelta en aquellos tiempos que los ojos se me inundaron de lágrimas. Luego, el recuerdo de su traición y la falta de sentimientos que había mostrado en nuestro encuentro en Temple volvieron a acosarme. Intenté concentrarme en eso para que la rabia y el dolor me endurecieran.
Antes, claro está, me había comunicado con Connor a través de la cuenta de e-mail de Tess, pero esta ya no estaba operativa. Por otra parte, mi propia dirección de e-mail estaba registrada con mi nombre completo y no quería revelarlo. Así que lo primero que hice fue abrir una nueva cuenta anónima. Dediqué algún tiempo a pensar en un nombre adecuado: tenía que llamar la atención, ya que existía la posibilidad de que enviara a la papelera un remitente desconocido pensando que era correo basura. Se me ocurrió besameprimero@gmail.com, pero pensé que podría no abrirlo si sabía que era mío, así que decidí usar el nombre de una cantante que me había dicho que le gustaba cuando era adolescente: Carol Decker.
El asunto era «Hola de nuevo» y mi tono era formal, desprovisto de cualquier referencia a lo que había sucedido entre nosotros.
«No, no soy Carol Decker. Soy Leila, la amiga de Tess. Nos conocimos hace algún tiempo cerca de tu oficina. Ahora necesito tu ayuda. Estoy investigando la posible localización de Tess, por el bien de su madre, Marion, y me gustaría que me contaras algo más sobre una referencia que hiciste en un e-mail a Tess el verano pasado. En el e-mail, la referencia era a un lugar «hippy» que había visitado una vez, al que había llegado con easyJet. ¿Qué lugar era aquel?».
Su respuesta llegó cuarenta minutos más tarde.
«No tengo ninguna intención de embarcarme en una prolongada correspondencia contigo, así que no comentaré la inmensa ironía de tu noble misión de ayudar a la madre de Tess a encontrar a su hija. Pero, por si sirviera de algo, hace años, cuando estábamos juntos, Tess mencionó que había pasado el verano anterior en una comuna hippy en las Alpujarras. Bañándose desnuda en el río, drogándose alrededor de una hoguera, entrando en comunión con Gaia y franceses sinceros, ese tipo de cosas. No sé cómo se llama. ¿Vale? No vuelvas a escribirme».
Esta información era tan excitante que no me sentí demasiado dolida por el tono hostil de Connor. Gracias a mis investigaciones, sabía que las Alpujarras estaban cerca de Granada y una búsqueda en Google reveló solamente una comuna establecida desde hacía tiempo en aquella zona. Media hora más tarde, ya había reservado el billete de avión.
Después, todo encajaba. Estaba segura de que había ido allí, de que la comuna proporcionaría la pista final de su muerte. Pero no he sacado nada en claro. Es verdad que un par de personas han dicho que creían haber visto allí a Tess el verano anterior, pero no estaban seguras. Eso no es suficiente. E incluso si hubiera confirmado a ciencia cierta que había estado allí, todavía existiría el misterio de dónde había ido cuando se marchó; dónde había muerto. No estoy más cerca de encontrar su cuerpo.
Ahora me avergüenzo de haberme embarcado en esta misión; por no haber anticipado los obstáculos. Lo único que me satisface es no haber contado a Marion que iba a venir, porque así al menos no habrá alimentado esperanzas que luego se verían frustradas.
Por fin estamos en el aire. Tenía que guardar mi portátil mientras ascendíamos y, cuando he mirado por la ventanilla, durante un momento todo lo que veía abajo estaba blanco, como si las nubes se hubieran caído del cielo. Luego me he dado cuenta de que eran los invernaderos, un mosaico de plástico blanco que tapa la tierra desde las montañas hasta el mar.