Jueves, 18 de agosto de 2011
Esta mañana, después de unas pocas horas de sueño, me desperté bruscamente con la sensación de que me estaba asando dentro de la tienda. Alguien había drenado todo el agua de mi cuerpo y mi piel estaba cubierta de una película grasienta. Abrí la cremallera de la puerta de la tienda y saqué la cabeza, pero el aire rancio no ofrecía mucho alivio, así que arrastré mi esterilla hinchable hasta la sombra de un árbol cercano e intenté quedarme dormida otra vez.
Sin embargo, me sentía rara estando tan expuesta y no encontré paz. Después de una hora decidí levantarme para iniciar mis pesquisas.
Primero fui a hacer mis necesidades. Cuando volvía del matorral, se me acercó gesticulando una mujer vieja y pequeña con el pelo canoso y muy corto. Tenía un fuerte acento extranjero y me costó un poco darme cuenta de que estaba enfadada conmigo porque no usaba la misma letrina que todos los demás.
—Si vas a estar aquí, tienes que seguir las normas —dijo en tono severo.
Pensé que lo mejor era no contestar. Entonces le pregunté si había estado en la comuna el verano anterior.
—Sí que estuve —contestó arrugando la frente—. Llevo catorce años viniendo. Yo ayudé a crear este maravilloso lugar y esa es la razón por la que…
—¿Reconoces a esta mujer? —le pregunté mientras le mostraba la foto de Tess.
Apenas miró la foto.
—No me acuerdo —espetó antes de darse media vuelta y alejarse con pasos rápidos.
Decidí acordarme de volver a preguntarle cuando se hubiera tranquilizado. Comencé la ronda en la punta norte del campamento. Me acercaba a todos los campistas adultos enseñándoles la foto de Tess y les preguntaba si se acordaban de ella del verano anterior. Las respuestas fueron decepcionantes. Un hombre con cinco aros en el labio dijo que le sonaba de «algún sitio», pero no fue capaz de dar más detalles. Otro estaba seguro de que Tess era una chica española llamada Lulú que llevaba siete años trabajando en un bar de Ibiza.
Lo que me llamó la atención fue la falta de curiosidad. Ni siquiera tuve que usar la historia inventada que me había preparado. Nadie quiso saber por qué preguntaba por ella. Era como si las personas desaparecidas fueran un fenómeno perfectamente normal en este mundillo. La gente mostraba mucho más interés en saber cómo había llegado hasta la comuna desde el aeropuerto. Cuando expliqué que había cogido un taxi, un hombre me preguntó cuánto me había costado y cuando se lo dije sus ojos se abrieron de par en par, agitó las manos y sopló ruidosamente.
—¡Ciento cuarenta euros! —Se lo repitió a la mujer que estaba trenzándose el pelo a su lado—: ¡Ciento cuarenta euros!
Ese es otro tema en este sitio. Yo me había preparado mentalmente para aguantar los «discursos hippies» y callarme durante las conversaciones sobre «espiritualidad», «signos zodiacales», «masajes» y esas cosas, pero las conversaciones que había oído en la comuna no eran para nada de ese tipo. Parecía que solo hablaban de cuánto costaba todo, o de dónde habían venido o adónde iban después.
Supongo que esta falta de interés por los demás tiene sentido en lo que se refiere a Tess. Ella sabía que podía venir aquí y nadie se interesaría por su vida ni le haría preguntas incómodas.
Mientras volvía a la tienda, escuché otra vez el maravilloso zumbido del generador que había oído la noche anterior y, guiada por el sonido, llegué a una furgoneta que estaba un poco apartada de las otras. La puerta estaba abierta. Dentro, una mujer estaba dando de mamar a un bebé y un niño pequeño atacaba un melón con un cuchillo. Había un ventilador que susurraba cerca del bebé. La mujer tenía los pechos al aire, así que desvié la mirada y le pregunté sobre las características técnicas de su generador. Eso pareció sorprenderla y dijo que no lo sabía, así que salí a echar un vistazo. Solo era de 1200 watios, por lo que calculé que, si enchufaba mi portátil con el ventilador, este sufriría una ligera reducción de potencia. Pensé que no se notaría tanto de noche, cuando la temperatura era más fresca y estaban dormidos, y que entonces tal vez podría usarlo para cargar mi ordenador.
Se lo expliqué a la mujer y le pregunté si podía enchufar mi adaptador.
—Con tal de que no nos asemos, no veo por qué no —dijo.
—¿Estuviste aquí el verano pasado? —pregunté, pensando en Tess.
—No, es nuestra primera vez —contestó soltando una risita—. Y supongo que la tuya también. Por cierto, me llamo Annie.
Comparada con el resto de la gente, Annie parece bastante normal. Es una mujer grande y sonrosada y, aunque su pelo rubio está desordenado, no lo lleva ni enmarañado ni rapado. Su ropa casi parece presentable, aunque los agujeros para los brazos de su chaleco son tan amplios que dejan ver el lateral de su sujetador.
Pensé que tenía que mover mi tienda inmediatamente para ponerla más cerca del generador. No la desmonté, solo quité las piquetas que la fijaban al suelo y arrastré la tienda entera —con mis cosas dentro— unos cien metros, hasta un lugar junto a la furgoneta de Annie. Ella y los niños ya estaban fuera, a la sombra de una lona improvisada.
—Oh, ¿así que vas a montar tu tienda justo aquí? —preguntó Annie.
No sé por qué lo preguntaba; parecía la cosa más obvia del mundo, ya que iba a conectar mi ordenador a su generador. Asentí con la cabeza y comencé a clavar las piquetas para fijar la tienda al suelo. Annie y el niño miraban.
—¿Quieres que Milo te ayude? —me propuso—. Le encanta montar tiendas.
Antes de darme tiempo a contestar, el pequeño niño vino corriendo y empezó a clavar las piquetas en el suelo usando las dos manos mientras murmuraba para sí. Tiene el mismo color de pelo que Annie y cuando se puso de rodillas me di cuenta de que llevaba las plantas de los pies negras.
Después de haber empezado el día tan temprano y con tantas actividades por la mañana, me apetecía echarme un rato. Dentro de la tienda hacía un calor horrible, así que le pregunté a Annie si podía colocar mi esterilla bajo la sombra de la lona y tumbarme allí.
—No eres muy tímida, ¿verdad? —comentó, pero hizo un gesto con la mano que interpreté como un sí.
Acerqué mi esterilla y me tumbé con los brazos cruzados sobre el pecho y los ojos cerrados. No me sentía tan incómoda ahora que solo estaban cerca Annie y Milo, y en poco tiempo me dejé arrastrar por un tipo de sueño extraño, semiconsciente. Los sonidos alrededor de mí —el canto de los pájaros, los ladridos de los perros, el ruido de los bongós e incluso las voces de Annie y Milo, que estaban a tan solo unos pasos de distancia— quedaron ahogados por el calor y se fusionaron en una especie de banda sonora de música ambiental que acompañaba mis pensamientos.
Normalmente no suelo recordar mis sueños y, desde luego, no les doy importancia. Pero este era más como una serie de imágenes inconexas. Algunas de las escenas tenían un origen obvio: el vuelo a España del día anterior, el primer vuelo de toda mi vida —el avión tenía el mismo color naranja que una bolsa de Doritos—; la infernal escena de la multitud en la terminal de salidas de Luton, que al verla casi me doy media vuelta y me vuelvo a Rotherhithe. Pero también había escenas de otros lugares que no tenían una explicación tan evidente: yo atravesando los grandes almacenes del Marks and Spencer de Camden High Street y mi madre caminando delante —era fácil reconocerla por la cazadora beis—; el cuerpo de Tess girando en el aire alrededor de un árbol en lo profundo del bosque.
El llanto de un niño penetró en el sueño y cuando me desperté vi que Annie estaba amamantando al bebé y que Milo daba vueltas al contenido de una cazuela que estaba sobre el fuego de un pequeño infiernillo. Annie me dijo que eran las seis de la tarde y me preguntó si quería cenar algo. Yo he traído pan y galletas para alimentarme durante una semana, así que no me resulta indispensable nada más, pero acepté su oferta.
—No es más que chili vegetariano —dijo—. Nada del otro mundo —añadió con razón.
Nos sentamos sobre unos troncos de madera lijados y barnizados que hacían las veces de sillas rudimentarias. Annie explicó que los había fabricado ella para vendérselos a los turistas en los mercadillos. Comenté que, si los turistas volvían a casa en avión, llevar esos taburetes podría suponer un problema, debido a que el equipaje superaría el máximo permitido; el día anterior me había enterado en el aeropuerto de que había un límite de peso.
—Bueno, supongo que entonces tendrán que quedarse en España —replicó Annie.
No parecía demasiado preocupada ante la perspectiva de perder una parte importante de su clientela potencial.
Milo se zampó su comida y comenzó a jugar con un juguete de madera atado a una cuerda: lo lanzaba al aire y a continuación intentaba cogerlo; así que tuve que enfrentarme sola al reto de darle conversación a Annie. Afortunadamente, ella fue la que más habló. Sin que yo se lo preguntara, me contó que era de Connecticut (Estados Unidos) y que cuando cumplió los cuarenta había decidido regalarse a sí misma un viaje a España.
Me sorprendió enterarme de que tenía cuarenta años, solo uno más de los que tendría Tess ahora. Annie parece mucho mayor. Cuando sonríe se ven por lo menos diez arrugas alrededor de cada ojo, mientras que Tess solo tenía cuatro, y en la piel de su pecho hay una serie de líneas circulares, como los anillos en el tronco de un árbol.
Me preguntó para qué usaba el portátil y le dije que estaba escribiendo un guion de cine. Entonces Milo comenzó a decir tonterías y fingí que le escuchaba, lo cual fue un alivio, porque no quería contar mucho más.
Así que este ha sido mi día. Ahora ha oscurecido fuera, todo se ha quedado tranquilo y estoy en la tienda. Aquí continúa el relato oficial.
Adrian preguntó si podíamos quedar en South End Green, en Hampstead, un sitio que, por pura coincidencia, yo conocía bien. En esa pequeña plaza se encuentra el Royal Free Hospital, que era uno de los centros donde habían atendido a mi madre. Había pasado horas contemplando esa plaza desde diferentes ventanas de lo alto del edificio mientras mi madre se sometía a diferentes pruebas o sentada en un Starbucks cercano, lleno de gente pálida que no estaba tomando nada, que hacía las veces de sala de espera.
Llegué trece minutos antes de la hora acordada y me senté en un banco, aliviada por poder dar un descanso a mis pies. Llevaba unos zapatos de mi madre con tacones altos que eran demasiado pequeños para mí. Era un día caluroso y los otros bancos estaban ocupados por una mezcla de vagabundos y pacientes del hospital que estaban tomando el aire, aunque los autobuses que circulaban alrededor de la plaza hacían que eso fuera casi imposible. Algunos de los pacientes estaban solos, otros iban acompañados de asistentes o enfermeros. Recuerdo a un hombre que tenía la piel amarilla como la mantequilla y arrastraba una sonda, y también había una anciana a la que paseaban en una silla de ruedas de un lado a otro, cuya cabeza botaba como si tuviera el cuello roto.
En el otro extremo de mi banco, un vagabundo estaba tomando tragos de una lata. Mientras estaba allí sentada sudando, vino otro hombre y se sentó a mi lado. Era bastante joven, pero tenía la cara gris con ojeras. Encendió un cigarrillo y se lo fumó rápidamente, con la mirada perdida. Luego se puso en pie, dejó caer la colilla al suelo y se marchó, olvidando la cajetilla en el reposabrazos del banco. Estiré el brazo, cogí la cajetilla y le dije:
—¡Ha olvidado esto!
No se dio la vuelta, así que me puse en pie y fui tras él con la cajetilla en la mano, suponiendo que no me había oído. Cuando lo alcancé, se dio la vuelta y me miró de una forma extraña.
—Está vacía —dijo.
Echó a andar de nuevo.
Tiré la cajetilla de cigarrillos en una papelera y volví a sentarme en el banco. Después oí una voz familiar detrás de mí.
—Eres una buena persona, Leila.
Me di la vuelta y allí estaba, mirándome con una sonrisa.
Ya sabía cómo era Adrian por los vídeos que había colgado en la web. Incluso reconocí la camisa que llevaba; era una de mis favoritas, una de pana del mismo tono azul que sus ojos; en el cuello asomaba una franja blanca de la camiseta. Recuerdo que pensé que parecía fuera de lugar en aquella plazoleta de la muerte; tenía un aspecto demasiado saludable y sano, con las mejillas regordetas y sonrosadas.
Al verlo, me puse en pie automáticamente. Continuó hablando:
—He visto lo que acabas de hacer con los pitillos de ese tío.
La palabra «pitillos» sonó extraña cuando la pronunció con su cálido acento norteamericano.
—La mayoría de la gente no lo habría hecho, ¿sabes?
—¿No? —pregunté.
—No —contestó él y dio la vuelta al banco hasta llegar a mi lado.
Me miró a los ojos y alargó la mano. La estreché y dijo:
—Encantado de conocerte, Leila.
El vagabundo que estaba a nuestro lado soltó un aullido y arrojó la lata al suelo sin ningún motivo aparente. Adrian levantó las cejas y dijo:
—¿Vamos a otro sitio más saludable? ¿Te importa caminar un poco? —Después añadió—: ¡Qué zapatos más bonitos! No te harán daño en los pies, ¿verdad?
Adrian me llevó zigzagueando a través de los autobuses de la calzada hasta la acera de enfrente. Caminamos en silencio un par de minutos por delante de una serie de tiendas, hasta que llegamos al extremo de una vasta extensión verde.
—Ah, Hampstead Heath —dijo Adrian—. El pulmón de Londres.
Continuamos por la hierba, donde había perros sentados y oficinistas con un bocadillo en las manos y las caras vueltas al sol. Adrian me preguntó si venía desde lejos y, a modo de respuesta, le pregunté si él vivía por esa zona.
—¡Ja! Ojalá fuera así. ¿Conoces Brixton?
No lo conocía, pero suponía que estaría bastante lejos y me pregunté por qué habría querido que quedáramos en un lugar que estaba tan lejos de nuestras respectivas casas. Abrí la boca para averiguarlo, pero se adelantó preguntándome qué opinaba sobre las Olimpiadas de Londres de 2012.
—¿Estás a favor o en contra?
Lo cierto es que no había pensado mucho en ese tema y no tenía una opinión formada al respecto, así que me sentí aliviada cuando, al momento, siguió hablando.
—Eso si el mundo todavía sigue existiendo para entonces, claro. ¿Qué opinas de esos fatalistas del 2012 que están convencidos de que va a ser el fin de la humanidad?
En este tema me sentía más segura. Los entusiastas de ese tipo de visiones fatalistas del futuro abundaban en los chats y conocía sus absurdos argumentos. También imaginaba lo que Adrian pensaría sobre ellos —después de todo, sus creencias no se podían calificar de racionales—, así que me la jugué y le contesté en términos que no daban lugar a equívocos:
—Pienso que están locos.
Adrian soltó una sonora carcajada.
—Desde luego que lo están. De hecho —continuó, bajando la voz—, siempre he querido inventarme mi propia teoría conspirativa solo para demostrar que esos idiotas son capaces de tragarse cualquier cosa. Ahora mismo podría inventarme una: por ejemplo, que Obama provocó la crisis financiera. Dame una mañana para poner en marcha una página web, montar un vídeo y manipular Wikipedia, y a las cinco de la tarde ya tendría mil seguidores incondicionales engatusados.
No sabía nada ni de Obama ni de la crisis financiera, así que estaba contenta de que una sonrisa pareciera bastar como respuesta. Entonces Adrian cambió discretamente de tema y me preguntó si de pequeña había preferido hacer deporte o más bien había sido una lectora ávida, como había sido su caso —«a juzgar por el desarrollo de tu mente, supongo que lo segundo»—. Desde ese momento, la conversación fue fluida; cada respuesta que le daba abría paso a otro tema, a menudo solo superficialmente relacionado con el anterior.
De esta manera, en menos de quince minutos ya habíamos conversado sobre muchas cosas y Adrian sabía más de mí que cualquier otra persona en el mundo. Aparte de mi madre, claro, pero con ella era diferente; nuestras conversaciones podían durar semanas o meses, y la mayoría trataban sobre asuntos de carácter práctico y cotidiano. En cambio con Adrian todo era nuevo. Expresaba ideas y opiniones que ni siquiera sabía que tenía hasta ese momento. Conforme saltábamos de un tema a otro, tuve la misma sensación que cuando jugaba con mis compañeros de clase de primaria a intentar pisar cada baldosa del suelo del parque el menor tiempo posible.
A pesar de su frenético ritmo, la conversación no parecía forzada ni artificial; no creía que Adrian estuviera preguntándome porque sí, sino que tenía la sensación de que estaba verdaderamente interesado en conocer mis respuestas. No había tiempo para reflexionar ni para pensar en si lo que le estaba diciendo era lo «correcto», pero, a juzgar por sus respuestas positivas, parecía que sí, porque expresaba su conformidad y luego me contaba alguna anécdota personal relacionada con el tema o alguna idea suya. Más que estresarme el incesante intercambio de opiniones, la experiencia me pareció vivificante.
Más tarde, cuando llevábamos unos veinte minutos paseando, mientras caminábamos a la sombra de una arboleda, dijo algo que me sorprendió bastante y que alteró momentáneamente la fluidez de nuestra conversación. Estábamos hablando de vegetarianismo —resultaba que él también lo practicaba— y me dijo que había un buen restaurante vegetariano cerca, en Hampstead.
—¿No has estado? —preguntó—. Ah, pues tienes que ir. Solía llevar a mi mujer, Sandra; era nuestro restaurante favorito. Sobre todo porque siempre intentaban que se sintiera cómoda con la silla de ruedas.
No se me había ocurrido que estuviera casado y menos que su mujer tuviera una discapacidad. Antes de que me diera tiempo a decir nada, añadió:
—EMRR.
Enseguida continuó hablando y comentó lo encantador que era un perro que estaba saltando cerca antes de preguntarme si me gustaban los animales. Y así llevó la conversación hacia otro tema, dejando atrás a su mujer postrada en una silla de ruedas.
Solo más tarde, cuando tuve tiempo de repasar y procesar todo lo que habíamos hablado, me di cuenta de lo que implicaba esa información. Adrian había tenido una mujer, de la que hablaba en pasado, que padecía esclerosis múltiple.
Esta segunda coincidencia hizo que nuestro encuentro pareciera aún más extraordinario, algo más que teníamos en común. Me llamó la atención que hubiera usado el acrónimo para referirse a la esclerosis múltiple remitente recidivante sin explicar lo que era, como si tuviera la seguridad de que yo sabría qué significaba, aunque no le había mencionado que mi madre había padecido esa enfermedad ni durante la conversación ni en la web.
Más o menos fue en aquel momento cuando me di cuenta de que los zapatos me estaban haciendo bastante daño en los talones y tuve que andar más despacio. Adrian notó mi malestar inmediatamente.
—Vaya, pobrecita —dijo—. Cómo sufrís las mujeres por la belleza. ¿Nos sentamos?
Hizo un gesto señalando un banco cercano que estaba frente a un estanque. Nos sentamos, él medio inclinado hacia mí, con un brazo apoyado en el respaldo del banco. Esbozó una amplia sonrisa.
Los periódicos estaban obsesionados con que el aspecto físico de Adrian fuera tan «normal». Un periodista lo describió como «el típico ayudante del gerente de una tienda de electrónica Dixons», lo cual parece absurdo, porque ¿cómo se supone que tiene que ser un ayudante del gerente de un Dixons? No era muy alto —mediría uno setenta— y era de constitución fuerte, pero no estaba gordo. Es verdad que sus rasgos faciales no eran especialmente bellos —las mejillas redondas y sonrosadas, la nariz bastante grande, pequeños ojos azules hundidos— y el rasgo más llamativo en él era su pelo negro y repeinado. En la vida real, el pelo tenía una textura un poco extraña y mullida, lo que no era evidente en la pantalla.
Al mismo tiempo, había algo en él —la confianza que tenía en sí mismo y la atención que me prestaba— que lo convertía en una persona sugerente y atractiva. Yo ya me había acostumbrado a eso con los vídeos, en los que miraba fijamente a la cámara como si estuviera hablando con un viejo amigo, pero también pasaba lo mismo en la vida real.
—Bien, Leila —dijo—, sin lugar a dudas te estarás preguntando por qué quería quedar contigo. Voy a ser muy claro desde el principio. Tal y como te dije en mi mensaje, he estado siguiendo tu actividad en el foro y la verdad es que me has impresionado mucho. Ahora dime a qué te dedicas.
Cuando le conté lo de mi trabajo de probadora de software, sonrió y se inclinó hacia mí con un gesto de complicidad.
—Esto no se lo digas a nadie, pero, a pesar de moderar un foro, soy un desastre con los ordenadores. Resulta irónico, ¿no te parece? —dijo riéndose—. Deberías darme clases. ¿Das clases a tus padres?
Le expliqué que mi madre estaba muerta y que no había conocido a mi padre, porque mi madre y él se habían separado cuando ella estaba embarazada.
—¿Y hermanos?
—Soy hija única.
Sonrió.
—Bueno, espero que encuentres en la gente del foro una especie de sustituto de tu familia.
—¡Sí, exactamente, exactamente! —exclamé.
Recuerdo que pensé que esas palabras no habían sonado como si las hubiese dicho yo, sino alguien más dicharachero, como una chica de la tele.
—¿Sabes, Leila? Todos los días hay alguien, tú u otro miembro del foro, que dice algo sabio y maravilloso que me alucina. Literalmente me deja sin respiración del placer que me produce. —Bajó la voz—: Voy a confesarte algo. Normalmente pienso que soy un tipo optimista, pero muy de vez en cuando el estado del mundo me deprime un poco. Me refiero a la banalidad y la forma tan superficial de razonar que parecen ser la norma general. ¿Sabes lo que quiero decir? ¿Alguna vez te sientes así?
Asentí entusiasmada con la cabeza.
—Sí, desde luego que sí.
—Pero en esas ocasiones —continuó diciendo— lo único que tengo que hacer es entrar en el foro y descubro que hay personas como tú, inteligentes y apasionadas, que buscan la verdad y se preocupan de lo que realmente importa, y entonces sé que todo irá bien.
Me sonrió. Recuerdo que el sol le daba en la cara, lo que le confería un aspecto radiante. Creo que hasta ese momento realmente no me había dado cuenta de lo que estaba ocurriendo. Ese hombre brillante, a quien todo el mundo en Red Pill intentaba impresionar, tenía, en ese preciso instante, toda su atención puesta en mí. Podía ver los poros de sus mejillas y percibir el olor a menta de su aliento. Cuando bajé la mirada y vi sus pies, pude ver una franja de los calcetines que sobresalía de sus mocasines. Estaba cerca, tenía acceso completo. Randfan, por poner un ejemplo, habría sido capaz de matar por estar en mi lugar; la semana anterior había anunciado en el foro que se había tatuado alrededor de la pantorrilla una de las frases favoritas de Adrian: «No es la meta en sí lo que importa, sino lo que encuentras en el camino».
Había varias personas a nuestro alrededor, pero me pareció que su presencia se desvanecía y que estábamos completamente solos, él y yo. También había desaparecido la ansiedad que había sentido antes de la entrevista —recuerdo que en aquel momento pensé que lo que quería era que yo ejerciera de moderadora en el foro—. En ese instante fui completamente feliz. La mejor manera de describirlo es que era como estar en un espacio perfectamente ajustado a mi persona.
—Bien, Leila —dijo acomodándose en el banco—, ¿qué te parece el foro? Sé sincera, por favor. Valoro tu opinión, de verdad.
Había previsto esta pregunta y le dije que, en mi opinión, Red Pill era un oasis de cordura, un foro para debates intelectuales, etcétera. Como antes, me pareció que mis palabras fascinaban a Adrian.
—¿De verdad? —preguntó—. Vaya, cómo me alegro.
Después me contó un poco cómo había empezado el foro, aunque yo ya conocía casi todo: que lo había iniciado en Estados Unidos, que «libertarismo» significa algo ligeramente diferente al otro lado del charco, que los norteamericanos estaban más interesados por los aspectos económicos mientras que a nosotros, en el Reino Unido, nos motivaba más la vertiente filosófica.
Se aproximó a mí ligeramente.
—Nunca se lo confesaría a nadie, pero personalmente me intriga más el aspecto moral de la vida. Con eso no quiero decir que la economía no sea importante, naturalmente. Sin embargo la cuestión de cómo vivir la vida de la mejor manera posible es lo que de verdad me pone.
—¡A mí también! —exclamé.
—Por ejemplo, el debate sobre el derecho a morir de la semana pasada —explicó Adrian—. Escribiste con mucha pasión. ¿Se podría decir que tienes un interés especial por ese asunto?
—Sí —dije. Ese era un tema que dominaba—. Pienso que poder decidir el día y el lugar de tu muerte es la máxima expresión de ser dueño de uno mismo. Me parece evidente que cualquiera que afirme que cree en la libertad individual no puede oponerse a la idea del suicidio. La libertad de elegir cómo y cuándo morir es un derecho fundamental.
—¿Y hay algún tipo de condición para que sea moralmente legítimo? —preguntó Adrian—. ¿Un candidato debe padecer una enfermedad terminal para que podamos aprobar sus acciones?
Negué con la cabeza.
—La vida es un asunto de calidad, no de cantidad, y cada individuo debe tener potestad para juzgar si merece o no la pena vivir la suya.
Mientras hablábamos, una niña que acababa de aprender a andar venía por el camino con pasos vacilantes. Llevaba un sombrero para protegerse del sol y estaba encantada chapurreando algo. Se dio la vuelta para mirar a su padre, que estaba detrás a cierta distancia. Cuando la niña se encontraba a pocos metros de nosotros, tropezó y se cayó, aterrizando con la cara por delante. Tras un momento, levantó la cabeza, con la grava pegada a la cara, y soltó un aullido espantoso.
Adrian se sobresaltó visiblemente al oír el llanto.
—¿Damos un paseo?
Se puso en pie sin esperar respuesta y se marchó sorteando a la niña que estaba llorando. Lo seguí y caminamos en silencio durante un rato por un camino que discurría entre dos estanques. Uno de ellos estaba lleno de bañistas; se oían risas y gritos flotando en el aire por encima del agua marrón. Adrian los miró con una sonrisa. Parecía que había recobrado su jovialidad después de la interrupción.
—Dime, señorita Leila, ¿conoces el argumento de la ayuda necesaria? —preguntó.
«Ahora ya hemos vuelto a la entrevista propiamente dicha», pensé. Desafortunadamente, no tenía ni idea de lo que era eso. Pensé que podía usar la lógica para adivinarlo si me daba un minuto, pero a Adrian no pareció importarle que no contestara y continuó hablando.
—Dice que no solo no tenemos derecho a impedir que aquellos que quieran terminar con su vida lo hagan, sino que incluso tenemos la obligación de ayudarlos a hacerlo si nos lo piden.
—¿Como la eutanasia? —pregunté.
—Bueno, más o menos —contestó Adrian—. Pero es un concepto que engloba más que eso. Y puede no tener que ver directamente con el acto del suicidio en sí. Déjame que te lo explique de otra manera. Imagínate que surge una situación en la que alguien a quien consideras mentalmente sano te pide ayuda para terminar con su vida de una manera u otra. Entonces, según el argumento de la ayuda necesaria, tu deber es ayudarlo.
—Vale —dije—. Lo comprendo.
Todavía estaba preocupada por no haber sabido inmediatamente lo que era el argumento de la ayuda necesaria.
—De hecho —prosiguió Adrian—, es como llevar a sus últimas consecuencias la idea comúnmente aceptada de la eutanasia. Algunas personas están físicamente capacitadas para llevarla a cabo por su cuenta, pero el daño que causarían a su familia y sus amigos les impide hacerlo.
Hizo una pausa para recobrar el aliento.
—Vale, entonces te voy a presentar un caso hipotético. Una mujer sufre una enfermedad que no es precisamente terminal, pero que está destrozando su calidad de vida y que, en definitiva, es incurable. Tras reflexionar profundamente, llega a la conclusión de que quiere quitarse la vida. Sin embargo sabe que provocaría un daño terrible a sus amigos y a su familia, porque se lo tomarían fatal, y por esa razón no lo lleva a cabo. Aun así, se encuentra desesperada, realmente desesperada, porque realmente necesita suicidarse y lleva años con esa convicción. Acude a ti y te explica que ha pensado en una manera de hacerlo sin perturbar a su familia ni a sus amigos, pero no puede conseguirlo sin tu ayuda. ¿Qué harías? ¿La ayudarías?
Asentí con la cabeza.
—Por supuesto. Según los preceptos del argumento de la ayuda necesaria, ese sería mi deber.
Adrian esbozó una sonrisa centelleante.
—Eres una joven extraordinaria. Apuesto a que la gente que está a tu alrededor no ha sabido apreciarlo tanto como debería.
Sentí cómo me ruborizaba. Habíamos llegado a la altura de un pequeño prado con una fuerte pendiente que terminaba en un estanque. Había animados grupos de gente por aquí y por allá; sus cabezas y sus morenas extremidades apenas eran visibles sobre la alta hierba dorada, pero solo los veía a medias, como si formaran parte de un cuadro. Mi conversación con Adrian era lo único que parecía real.
—No todo el mundo es capaz de asimilar teorías avanzadas como el argumento de la ayuda necesaria —comentó Adrian—. Incluso va más allá de la capacidad de comprensión de algunos miembros de Red Pill. Dicen lo que se espera de ellos, pero en realidad solo llegan hasta cierto punto; no son capaces de enfrentarse a todas las implicaciones y la realidad. Siguen aferrados a ilusiones y convenciones sociales. No consiguen liberarse de su propia resistencia; no son del todo libres. Solo una persona muy especial, única, es capaz de conseguirlo, Leila. —Hizo una pausa—. ¿Tú eres libre?
Ya habíamos llegado a la orilla del estanque, donde terminaba el prado. Un hombre tiró un frisbee al agua y un perro labrador negro y rechoncho se lanzó tras él dándose un panzazo.
—No lo sé —contesté finalmente—. Quiero decir que no creo que haya llegado todavía a ese punto. Sé que me quedan muchas cosas por aprender, pero realmente quiero aprender. Quiero ser libre.
Adrian sonrió y me puso una mano sobre el hombro. Hizo un gesto para que reanudáramos el paseo y fue entonces cuando me contó lo de Tess.
En realidad no mencionó su nombre. Solo dijo que una mujer había acudido a él y le había contado que estaba desesperada por quitarse la vida, pero que no quería que su familia y sus amigos se enterasen. Lo que se le había ocurrido era contratar a alguien para que fingiera en Internet que era ella, de modo que nadie se enterara de que ya no estaba viva.
Naturalmente, no acepté de inmediato. Adrian insistió en que me tomase una semana —«por lo menos»— para sopesar la propuesta.
—Es un reto tremendo, Leila. Tremendo —remarcó aquel día en Hampstead Heath, alzando los brazos para enfatizar sus palabras—. Te va a llevar mucho tiempo. Te exigirá un montón de preparación y fuerza mental. Vas a tener que comprometerte durante por lo menos seis meses. Y puesto que, desgraciadamente, no todo el mundo comparte nuestras tolerantes convicciones, no vas a poder contar a nadie lo que estás haciendo.
Asentí con la cabeza, profundamente sumergida en mis pensamientos.
—Naturalmente, habrá algún tipo de compensación económica —aclaró Adrian—. Podemos hablar de los detalles cuando tomes la decisión. Me temo que no serán cantidades considerables, porque esa mujer no es rica, pero quiere pagarte el tiempo que dediques. —Hizo una pausa—. Si accedieras a hacerlo, ¿cuánto pedirías por ese trabajo?
La pregunta era totalmente inesperada, por lo que no me había parado a pensar en el tema. Sin embargo, cuando entré a vivir en el piso había calculado todos mis gastos de agua, luz y comida, y había llegado a la conclusión de que necesitaría unas ochenta y ocho libras semanales para vivir. Por lo que me estaba diciendo Adrian, trabajar para Tess exigiría una dedicación completa, así que iba a tener que dejar el trabajo de Testers 4 U. Con lo cual, ese sería mi único ingreso.
—¿Ochenta y ocho libras semanales? —propuse.
Adrian levantó una ceja y asintió con la cabeza.
—Evidentemente, eso suena muy razonable. Estoy seguro de que lo aceptará.
Cuando nos despedimos en el metro, puso las dos manos en mis hombros y me miró fijamente a los ojos un momento sin decir nada. Luego sonrió y se despidió:
—Adiós, Leila.
El metro de vuelta a Rotherhithe estaba lleno a reventar. Tuve que viajar con el cuerpo pegado al hombro desnudo y sudado de un hombre y un grupo de turistas chillándome al oído. En condiciones normales, me habría bajado en la siguiente parada para esperar otro metro. Pero en aquel momento, aquel día, no me importó. No me afectaba. Era como si Adrian me hubiera dado una capa de protección en nuestro encuentro.
Durante los tres días siguientes estuve pensando en su propuesta, examinándola desde todos los ángulos posibles. Hice una lista de ventajas y desventajas, como cuando había tenido que tomar decisiones relativas a mi madre. Pero esta situación parecía diferente, era como si estuviera avanzando en el proceso de tomar la decisión, nada más. En realidad, cuando me subí al metro tras el encuentro en Hampstead Heath, ya sabía que iba a aceptar.
—No conozco a ninguna otra persona que tenga la capacidad mental y la compasión necesarias para ayudarla —había afirmado Adrian y me prometió que estaría a mi lado para asistirme cuando me hiciera falta—. No estarás sola. Estaré protegiéndote todo el rato. Tu bienestar es mi deber principal.
Hablamos de que, debido al riesgo de juicios por parte de personas menos tolerantes, deberíamos evitar toda referencia al proyecto en Red Pill, incluso en los mensajes privados. Adrian dijo que, en el caso de que quisiera ocuparme del proyecto, le avisara poniendo bajo mi firma en Red Pill una cita de Sócrates. Si decidía no hacerlo, pondría una de Platón. Sería una clave secreta entre los dos.
—Y desde ese momento, una vez que el proyecto empiece, nos comunicaremos por otras vías —había añadido—. Supongo que tienes una cuenta en Facebook.
Quería encontrar a toda costa una cita apropiada de Sócrates. Tras reflexionarlo durante un tiempo, elegí esta: «No solo son ociosos los que no hacen nada, también lo son aquellos que podrían dedicarse a cosas más provechosas».
A pesar de estar convencida, mis manos temblaban cuando pinché en el botón de «Enviar».
En nuestra primera sesión, Diana, la psicóloga de la policía, me dijo:
—¿Nunca pensaste que ese proyecto era imposible? Incluso considerando los asuntos más prácticos: ¿cómo ibas a deshacerte del cuerpo?
Le dije que yo no me iba a ocupar de ese tipo de detalles y que mi trabajo solo empezaría una vez realizado el acto. Esto era verdad, pero una de las primeras preguntas que había formulado aquel día en Hampstead Heath fue precisamente cómo íbamos a conseguir que el cuerpo de la mujer no fuera encontrado e identificado. Adrian explicó que había maneras de suicidarse que aseguraban que podían pasar meses o incluso años antes de que el cuerpo fuera descubierto y que, cuando eso sucediera, nadie iba a pensar que ese cuerpo pudiera ser de la mujer en cuestión, ya que nadie habría informado de su desaparición.
—Hay más de cinco mil casos al año de hallazgos de cadáveres no identificados solo en este país —dijo—. Este simplemente sería uno más.
Naturalmente, le hice más preguntas a Adrian aquel día en Hampstead Heath, un montón más. Reconoció que el proyecto parecía audaz e irrealizable.
—Pero ahí es donde está la belleza —aseguró—. ¿Recuerdas la navaja de Ockham? Aunque la gente piense que pasa algo raro, no se imaginará que se ha quitado la vida y otra persona le está suplantando la identidad, ¿no crees? Buscarán otra explicación más evidente.
Esencialmente, la idea era la siguiente. La mujer, Tess, informaría a su familia y a sus amigos de que se iba a vivir al extranjero para empezar una nueva vida en algún lugar lejano e inaccesible. Me entregaría toda la información que necesitara para suplantarla de manera convincente en Internet, desde sus claves hasta su información biográfica. Luego, el día de su «marcha», iría a algún lugar y se ocuparía de sí misma de una manera discreta, entregándome las riendas de su vida. A partir de ese momento, yo asumiría su identidad contestando e-mails, administrando su página de Facebook, etcétera, por lo que sus seres queridos no sabrían que ya no estaría entre los vivos. De esta manera, la ayudaría a cumplir con su deseo: quitarse la vida sin causar dolor a sus amigos ni a su familia; abandonar este mundo sin que nadie se diera cuenta.
—Me imagino que tu primera preocupación es saber si está en su sano juicio —aventuró Adrian—. Bueno, conozco a Tess desde hace un tiempo y puedo asegurarte que sabe perfectamente lo que está haciendo. ¿Es un personaje excéntrico? Sí. ¿Está loca? En absoluto.
Tras oír esa afirmación, comencé a pensar en los pormenores prácticos. Me parecía que, siempre y cuando tuviera la información relevante a mi disposición, la tarea de imitarla sería relativamente sencilla: contestar a algún que otro e-mail y hacer un par de actualizaciones en Facebook cada semana. Adrian me explicó que esa mujer era bastante mayor, que tenía unos treinta y tantos años; supuse que eso significaba que no usaría el típico lenguaje de los sms.
Entonces mis principales preocupaciones comenzaron a girar en torno a las premisas y la finalización de la operación. Para empezar, ¿esa nueva «vida en el extranjero» sería coherente con la personalidad de Tess? Y, lo más importante, ¿cuánto tiempo duraría el proyecto? A fin de cuentas, no iba a estar suplantando la identidad de esa persona indefinidamente.
Adrian me tranquilizó con respecto a ambas cuestiones. Dijo que Tess era perfecta para el proyecto, tanto por su situación personal como por su carácter. Y mi cometido solo duraría un año o así; durante ese tiempo, iría distanciando a Tess de la gente con la que mantenía alguna relación, reduciendo sus señales de vida hasta que apenas se notara su ausencia.
—Piensa en ello como si estuvieras girando un regulador de intensidad para ir apagando su vida —concluyó Adrian.
Sin embargo, por aquel entonces no sabía que la fase intermedia —los e-mails y las actualizaciones— iba a ser la que causaría problemas. Ni que nunca llegaría al final.
Desde el momento en que me decidí, tenía muchas ganas de empezar. Estuve sentada delante de mi ordenador esperando a que Tess se comunicara conmigo dos días y medio, que se me hicieron muy largos.
No sabía cómo se iba a poner en contacto conmigo. Lo más probable era a través de Facebook o con un e-mail, pero, como le había dado mi número de móvil a Adrian, también existía la posibilidad de que me llamara. Abrí las ventanas necesarias en el portátil, coloqué mi teléfono con la batería cargada al lado e intenté hacer otras cosas. Despaché un informe de pruebas de software y estuve navegando por la red sin rumbo fijo, siguiendo enlaces al azar, pero el tráfico virtual que circulaba por delante de mis ojos me pareció tan lejano y aburrido como el ruido de los coches que entraban en el túnel de Rotherhithe al otro lado de la ventana.
A pesar de mis intentos de actuar con normalidad, la espera me puso increíblemente nerviosa y debo admitir que al final del segundo día ya empecé a pensar de una forma ligeramente irracional. La idea de que pudiera ser una trampa comenzó a toma forma en mi cabeza y pensé que la policía podía llamar a la puerta en cualquier momento.
Ahora sé —como también lo sabía entonces— que mi capacidad de raciocinio había quedado afectada negativamente por el estado prolongado de tensión al que estaba sometida. A pesar de ello, desde que esa idea entró en mi cabeza, incluso dejé de navegar al azar y permanecía sentada junto a la mesa sin concentrarme en nada, solo escuchando los ruidos que venían de la calle. Cada vez que unas luces azules iluminaban la ventana —lo cual ocurre con frecuencia en Rotherhithe— se me retorcían las entrañas. En una ocasión, un grupo de niños comenzaron a jugar al fútbol dando pelotazos a la pared del restaurante y cada balonazo me hacía saltar como si fuera el primero que oía.
A la mañana siguiente solo había conseguido dormir a ratos unas pocas horas y me encontraba aún más alterada y crispada. Pensé que no lo iba a soportar más y comencé a redactar un e-mail a Adrian en el que presentaba mi dimisión del proyecto, cuando miré la parte inferior de la pantalla y allí estaba: un [1] en mi bandeja de entrada.
Me recuperé inmediatamente. El e-mail venía de una dirección que se llamaba hueleelcafequerida@gmail.com. En aquel momento supuse que Tess había abierto una nueva cuenta anónima específicamente para el proyecto, pero más tarde me enteré de que llevaba años usando esa dirección. La frase no tenía ningún significado especial; no era más que una cita sacada de una película que estaba sonando de fondo cuando daba de alta su cuenta de Gmail el año 2005.
Era solo un ejemplo del tipo de cosas que debía tener en cuenta cuando trabajaba con Tess. Uno normalmente piensa que la gente actúa por razones concretas, que hay motivos que dan sentido a sus acciones, pero con Tess lo normal era lo contrario. No facilitaba la tarea.
El e-mail carecía de asunto y la ventana de texto también estaba vacía. Había cuatro documentos adjuntos: tres de texto y un jpeg.
Primero abrí la fotografía.
Lógicamente, ya me había hecho una idea de cómo era Tess a partir de la información que Adrian me había proporcionado. No es que me hubiera contado gran cosa: tenía treinta y ocho años, vivía en Bethnal Green, en el este de Londres, y en ese momento trabajaba en una galería de arte. Teniendo en cuenta lo que quería hacer, me había esperado una mujer de mediana edad con la mirada vacía y la cara retorcida por la desesperación.
En cambio, la mujer de la foto no era para nada así. Para empezar, parecía joven. O, mejor dicho, no pensé en su edad cuando la vi, porque era muy atractiva. No era bella como la princesa Buttercup, pero supongo que era sexi.
En la foto, en la que aparecía casi de cuerpo entero, estaba de pie en una cocina. No había nadie más en la imagen, pero aun así parecía que estaba en una fiesta: la encimera en la que se apoyaba estaba llena de botellas, había trozos de lima repartidos por todas partes y una bolsa de plástico azul vacía que mantenía la forma de lo que previamente había contenido.
Tess llevaba algo parecido a una enorme camiseta blanca, lo único que la llevaba sola, a modo de vestido, con un cinturón dorado. Se le había deslizado ligeramente a la altura del hombro y se le veía el pequeño relieve de la clavícula, como si fuera un botón, tal y como suele pasar con las chicas de las revistas. Estaba muy morena; de hecho, me enteré más tarde de que era medio chilena e incluso en invierno tenía la piel del mismo color que el té muy fuerte. Sus piernas desnudas eran finas y carecían de musculatura, como si no las ejercitara casi. Mi madre habría dicho que tenía piernas de colegiala, aunque lo cierto es que yo nunca las tuve así, ni siquiera cuando iba al colegio.
Su pelo era espeso, casi negro, y lo llevaba cortado a la altura del hombro con flequillo. Los ojos eran de color marrón oscuro y llamaban la atención porque estaban muy separados. Tess miraba a la cámara, pero tenía la cabeza ligeramente ladeada, de modo que se podía ver una alargada nariz chata y la marcada línea de la mandíbula. Estaba sonriendo, pero no era la sonrisa que se pone normalmente para posar en una foto, más bien parecía que había hecho algo malo y que nadie se había enterado salvo ella y el fotógrafo.
¿Realmente fue eso lo que pensé en aquel momento? ¿O lo estoy diciendo porque más tarde me enteré de que acababa de hacer algo malo? El motivo de la fiesta era que su amiga Tina comenzaba a vivir en una nueva casa, en agosto de 2007, y la fotografía había sido sacada un momento después de regresar del baño, donde había esnifado cocaína con Danny, el hombre que estaba detrás de la cámara.
También puede ser que no me pareciera sexi la primera vez que la vi; es posible que lo diga porque ahora sé que otras personas lo pensaban.
Estoy esforzándome por ser objetiva y rigurosa en mi análisis de la cadena de acontecimientos y cómo los percibí, para no enturbiarlos con lo que supe más tarde, pero es difícil. Tal vez lo más apropiado sea afirmar que, en aquel momento, mi primera impresión fue que Tess no parecía una persona que quisiera morir.
Tras examinar la foto, descargué los documentos. Todavía los tengo guardados en mi ordenador. El nombre del primer archivo era Leer primero y se trataba de una carta. Literalmente, decía así:
Hola, Leila:
Hay q joderse. De verdad que no puedo xpresar con palabras qué es lo q siento con eso d q hayas aceptado ayudarme. Es como si hubieras aceptado salvarme la vida. Sé q suena raro en estas circunstancias, pero es verdad. Estoy segura d q te daré las gracias un millón de veces a lo largo de todo esto, así q empezaré ya: ¡Gracias!
Supongo q lo primero es averiguar cómo vamos a hacer esto. Todo esto es nuevo para mí —evidentemente—, pero he pensado q quizá lo mejor q pueda hacer sea enviarte un montón d info para empezar, todo lo q se me ocurra en este momento, y luego me preguntas para rellenar los huecos d todo lo q sin lugar a dudas olvidaré. ¿Te parece?
¿Tienes alguna idea d cuánto tiempo t va a llevar? Evidentemente, estarás preparada, pero, para q lo sepas, tengo mogollón d ganas d hacerlo cuanto antes. No sé lo q t habrá contado Adrian, pero llevo taaanto tiempo esperando esto… Quiero decir: ¿puedes arrancar ya?
Otra cosa. Adrian y yo pensamos q será mejor q no quedemos en persona y q hagamos todos los preparativos por e-mail. Podría ser más limpio y fácil si no estás emocionalmente involucrada.
Así q aquí me tienes, pensando por qué estás haciendo todo esto por mí. Bueno, sé por qué, Adrian dice q eres una persona especial. Espero q no t suponga mucho lío. Solo por avisarte: estoy loca d remate. Perdón.
Vale. Entonces, lo primero q hago es enviarte una especie d autobiografía q un loquero me hizo escribir una vez. Tiene varios años, así q simplemente imagínate q ahora todo ha ido a peor, pero t dará una idea general de cómo soy. Luego seguimos desde ahí.
No me puedo creer que por fin esto esté pasando. No he estado tan contenta desde hace años. ¡¡¡Gracias!!!
XXXX
Tess
P. D. Es tan raro… Ayer estuve con mi madre. Estaba de morros, como siempre, y pensé: «¿Por qué me esfuerzo tanto por no hacerte daño? ¿Por qué no me voy al otro barrio como una persona normal en vez de montar esta peli tan elaborada?». Pero es que no podía. Supongo que en realidad no la odio tanto.
El siguiente documento era su currículum. Figuraban su nombre completo, la fecha de nacimiento y una lista de trabajos muy diferentes, sin ninguna conexión aparente entre ellos: desde representante de un grupo musical llamado La Dolorosa Mary hasta su ocupación en ese momento, un trabajo de media jornada como vigilante en una galería de arte situada en el sur de Londres. (Busqué en Google y su tarea básicamente parecía consistir en estar sentada en una silla). No había tenido nada parecido a una carrera profesional coherente, por expresarlo de una manera suave.
Finalmente, abrí la «autobiografía» que había redactado para su psiquiatra. A este documento le he pasado el corrector ortográfico, porque el texto es bastante largo y el «singular» estilo de Tess puede resultar cansino.
Vale, pues empezamos con mi infancia. Ahí no hay nada especial que mencionar. Fue normal. Fui una niña feliz, con una gran casa en el campo y unos padres aceptables. Recuerdo que mi madre era un poco estirada, no quería que la abrazáramos si iba bien vestida ni que tocáramos las antigüedades por si las pringábamos, pero hizo lo que se espera de una madre. Ella todavía no era tan negativa por aquel entonces. Ya sé que esto va en contra de todo lo que creéis, pero no pienso que la primera etapa de la infancia tenga tanta importancia.
La adolescencia, ahí sí que es la época en la que te formas, cuando te das cuenta de que tus padres no son los dueños del mundo y empiezas a ver las cosas como son realmente. Y los demás comienzan a verte como eres, no solo como una extensión de tus padres. También puede ser que yo tuviera un gen defectuoso latente que no se activó hasta la adolescencia. No lo sé. Todo lo que puedo decir es que la idea que tenía de mí misma era la de una muchacha bastante normal y feliz. Si había alguien que diera guerra, ese era mi hermano William. Me sacaba tres años y todo el rato le hacía la vida imposible a un niño llamado Sean, que vivía en nuestra calle: le obligaba a comer pulgones y ese tipo de cosas. Se metía en peleas, robaba dinero del bolso de mi madre para gastárselo en las máquinas tragaperras en Three Tuns. En cambio, míralo ahora: el auténtico rey del universo, con sus batidas de caza mayor y una mujercita ejemplar.
Así que todo iba normal. No sé muy bien qué pasó ni cuándo fue, pero a la edad de quince años no era más que una sombra de mí misma. Sé que esto suena a cliché, pero no se me ocurre otra forma de describirlo. La primera vez que lo sentí de verdad fue el día del cumpleaños de mi amiga Simone. Se celebraba en un pub donde nos iban a servir alcohol y había un chico al que yo le gustaba; era uno de los tíos guays de clase. Sin embargo, en lugar de ir, me quedé en mi habitación con la puerta cerrada con llave, tumbada en la cama. Les dije a mis padres que tenía gripe, pero en realidad se trataba de una profunda sensación de desesperanza. Es difícil explicarlo. Era como si no hubiera sido consciente de que llevaba toda la vida con una cuerda alrededor del cuello y de repente se había abierto una trampilla bajo mis pies y estaba colgando.
Luego, unos días más tarde, se me levantó el ánimo de repente. Fue como si me hubieran clavado una inyección de adrenalina en el corazón. No solo me encontraba mejor, sino que me sentía maravillosamente bien. El mundo era mío y podía hacer lo que quisiera con él. Pensé en aquel chico —ahora no recuerdo cómo se llamaba— y decidí coger la bicicleta e ir a verle a su casa, sin avisar por teléfono ni nada. Su madre me abrió la puerta y dijo que estaban cenando, pero insistí en que fuera a buscarlo. Lo llamó y el chico vino con una expresión de perplejidad en la cara. No le dije nada, solo le di un morreo sin más; allí mismo, delante de su madre. Yo era irresistible y le caía bien a todo el mundo; todos querían estar cerca de mí. Pero de pronto sentía cómo se iba abriendo la trampilla bajo mis pies otra vez y me tenía que arrastrar hasta mi casa para encerrarme en mi habitación y hundirme en el agujero.
Así fue mi vida durante unos años, aquello iba y venía. Sabía que es normal que los adolescentes cambien de humor con facilidad, así que supuse que eso era lo que me pasaba y mis padres también pensaban lo mismo, o eso creo. Pero mi hermano no pasó por todo eso. Daba portazos, refunfuñaba y se comportaba como un hijo de puta, aunque siempre era posible sobornarle dándole algo o dejándole ver El equipo A en la tele.
Cuando tenía alrededor de diecisiete años comencé a darme cuenta de que me pasaba algo, que aquello no era normal. Me empecé a buscar problemas pasando toda la noche fuera de casa o tirándome a cualquiera que me lo pidiera. Una vez le hice una mamada al padre de mi amiga Kelly cuando iba a pasar la noche en su casa. Estaba lavándome los dientes cuando él pasó por delante del baño; se paró a mirarme y yo le cogí de la mano y lo metí dentro. En otra ocasión, mis amigas y yo estábamos en el pub de Edgware y a las once tenían que volver a casa —se suponía que teníamos que estudiar para los exámenes de acceso a la universidad—. Llamé a mi padre inventándome la excusa de que me iba a quedar en casa de una de ellas, pero en lugar de eso me metí en un taxi y fui al Soho. Allí pregunté en la calle a alguien cuál era el mejor lugar para ir de fiesta. Acabé en un club underground tomando todo lo que me pusieron y hablando con un grupo de viejos locos que llevaban sombreros fedora y fulares. Uno de ellos comenzó a acariciarme las tetas y fuimos a un rincón del club que estaba oscuro, aunque no del todo, a ver si me entiendes. Allí follamos de pie. Me quedé en la calle hasta que el metro volvió a abrir, a las seis de la mañana. Luego fui derecha al instituto y estuve durmiendo dos horas en un banco, hasta que tocó la campana.
El instituto me importaba una mierda. Suspendí casi todas las asignaturas en los exámenes de acceso a la universidad, pero aprobé Arte y me ofrecieron hacer un curso preparatorio en Camberwell, lo cual, como te puedes imaginar, era el sitio perfecto —y también el peor— para mí. En la academia de arte no solo se toleraba a los locos, sino que se fomentaba la locura. El primer día me rapé la cabeza en medio de la cafetería y todo el mundo se quedó con mi nombre inmediatamente. Organicé la fiesta del topless, en la que, sí, lo has adivinado, todo el mundo tenía que hacer topless. Dios, fui muy idiota. Canté en un grupo malísimo y luego hice de representante de otro grupo aún peor: La Atea Mary. A los chicos les encantaba. Era siempre la última en irme a casa. Durante los periodos de euforia —sabía cuándo llegaban, porque las mejillas me picaban y se hinchaban— me involucraba en cuerpo y alma en mi trabajo. Era tremendamente productiva, pasaba noches enteras en el estudio sin dormir, a veces pintaba decenas de cuadros en una noche, escuchaba completas las cuatro óperas del ciclo El anillo del nibelungo a todo volumen y fumaba tanto que por la mañana, cuando entraba la mujer de la limpieza, apenas era capaz de graznar un «hola».
En cambio, cuando la oscuridad se abatía sobre mí, era como si la cabeza se me llenara de hormigón. Todo lo que podía hacer era dormir y cuando no estaba dormida me quedaba en la cama pensando en cosas terribles, elaborando extravagantes fantasías sobre mi muerte y la de la gente que me había ofendido de alguna manera u otra.
A veces se producía una mezcla entre los dos estados y me encontraba eufórica e irritable al mismo tiempo. Telefoneaba a alguien y me ponía a gritar y más tarde, cuando empezó a funcionar Internet, escribía largos e-mails a los amigos que, desde mi punto de vista, me habían fallado por algún motivo o a tiendas que se habían quedado sin unas tacitas de té que yo había visto en una revista y quería conseguir a toda costa.
Lo único que aliviaba ligeramente esa tensión era un baño caliente, así que me quedaba medio día metida en la bañera. Gastaba toda el agua caliente de la casa que compartía con otras personas y cuando se terminaba el agua caliente iba a la cocina y calentaba más en calentadores de agua y cazuelas.
Mis compañeros de piso se cansaron rápidamente de mí. Primero discutimos y al final me echaron de casa. Así que me fui a vivir con mi novio de entonces, Jonny. En menos de una semana tuvimos una bronca monumental sobre algo que ni recuerdo y tiré todas sus cosas por la ventana y escribí gilipollas en su coche con laca de uñas. Ya sé que soy un jodido cliché. Al día siguiente ni me acordaba; Jonny tuvo que recordármelo.
A veces necesitaba paz de una forma tan desesperada que me subía a un tren e iba a algún sitio cutre y deprimente de la costa. Me metía en algún bed and breakfast de esos que tienen gatos de porcelana en la entrada y un forro adornando la tapa del váter. Solo buscaba volver a ser yo misma. Me quedaba despierta toda la noche bajo unas húmedas sábanas de nailon y me levantaba de madrugada para largarme, porque no tenía dinero para pagar la habitación.
Joder, me entran ganas de suicidarme cuando escribo todo esto. Ja, ja, ja, es broma. Bueno, no exactamente.
Pensaba en el suicidio constantemente. Pensaba que era la solución, literalmente. En mi habitación me imaginaba que tenía una calculadora especial en la que introducía todos los detalles de mi vida, después pulsaba el botón de sumar y salía la palabra «suicidio» en la pantallita, en letras rojas de leds. Lo intenté una vez cuando estaba en la academia; guardé todas las pastillas que pude conseguir y luego me encerré en el aseo del personal en un hospital y me las tomé; pensé que nadie se escandalizaría al ver un cadáver en aquel sitio y que sería fácil ocuparse del cuerpo. Lo que no se me ocurrió fue que, si me encontraban, tenían todo el equipo necesario para vaciarme el estómago, que fue lo que pasó. La lógica nunca ha sido mi punto fuerte.
Entonces vinieron mis padres a recogerme y me llevaron a casa. Estaban totalmente confusos y alterados viendo la criatura que habían engendrado. Bueno, mi padre estaba confuso, pero tan bobo y simpático como siempre, mientras que a mi madre le dio un ataque. Actuó como si estuviera disgustada. Apenas fue capaz de tocarme, todo lo que dijo fue que necesitaba un corte de pelo. Comenzó a hablar de un puñetero proveedor nuevo de lapislázuli que había encontrado en Tailandia o de cualquier otra cosa que no tuviera nada que ver con lo que yo acababa de hacer. No es que estuviera alterada por lo que había pasado y no fuera capaz de asimilarlo, sino que estaba cabreada. Fue entonces cuando me di cuenta de que era una persona negativa. Lo supe en aquel mismo instante, y todo mi pasado volvió a la superficie. Si me portaba bien, me arreglaba, la trataba bien y estaba de acuerdo con ella, entonces todo iba perfecto, porque encajaba en su imagen de cómo tenía que ser. Pero entonces, que estaba mal, era como una mercancía con taras y estuvo venga a decir que no era su culpa, que aquello no venía de parte de su familia, su perfecta y aristocrática familia chilena. Recuerdo que una vez me dijo que estaba echando a perder mi juventud estando jodida y que cuando ella tenía mi edad ya se había casado dos veces y había tenido dos hijos. Le contesté que mi principal objetivo en la vida no era casarme y quedarme embarazada a los diecisiete años para después abandonar a mi pobre marido cuando viera que no tenía el éxito que yo esperaba e irme a Londres a encontrar a un tipo rico, majo y bobo que pudiera hacerse cargo de mí y de mi bebé y pasarme el resto de la vida dominándolo, gastándome su dinero y pululando por ahí como si fuera una especie de versión barata de Frida Kahlo. Con su bigote pero sin su talento. Como puedes imaginarte, no se lo tomó muy bien.
Acudía a una terapia, que fue una jodida pérdida de tiempo —sin querer ofender— y tomé diferentes combinaciones de medicamentos. Las pastillas me dejaron como una zombi, me convirtieron en una persona insensible sin emociones, ni tristeza, ni alegría, ni nada. Cuando tomo pastillas no soy persona, sino una especie de tronco. Al principio, eso de tener una vida normal —poder ir al pub, ver la tele y ser capaz de dormir ocho horas seguidas, como todo el mundo— fue una novedad. Pero echaba en falta los momentos eufóricos. Eran divertidos, ¿sabes? Y formaban una parte importante de mí. Sin eso, me sentía como una empobrecida aristócrata que viviera en una mansión enorme en la que la mayoría de las habitaciones estuvieran cerradas y los muebles cubiertos de sábanas protectoras mientras permanece confinada en un frío salón. Subsistía, pero no vivía.
Luego, la medicación dejó de ser tan eficaz y comencé a tener recaídas. Entonces probaron con otras combinaciones de fármacos y así me pasé varios meses, años, probando diferentes medicamentos, sufriendo sus efectos secundarios adversos o simplemente perdiéndome los buenos momentos y volviendo a recaer, metiéndome en problemas, teniendo noches maravillosas y depresiones demoledoras. Encontraba trabajo y lo perdía, empezaba a salir con un chico y lo dejaba hecho polvo, me mudaba de casa solo para tener que largarme otra vez. Todo era jodidamente repetitivo.
Entonces me di cuenta de algo: daba igual lo que me dijeran, las pastillas que tomara o las terapias a las que fuera, porque lo único que lograban era enmascarar el problema. Lo que tenía en la cabeza, fuera lo que fuera, estaría siempre. La terapia es una mierda y las etiquetas también son una mierda. El otro día dijiste algo de que había que «vencer» el trastorno bipolar, como si fuera un dragón al que hay que matar o algo parecido, pero no es así como me siento. Es algo que forma parte de mí, está incrustado en mi carácter y tendré que vivir con ello hasta que me muera. No hay escapatoria. Es lo que hay. Una vez leí una cita de una mujer que decía: «No hay ninguna esperanza de que me cure de ser yo». Exactamente así es como me siento.
Cada día, cuando me despierto, tengo que tomar la decisión de si puedo o no vivir con esto. El asunto es que ahora conozco el guion. Sé lo que me está pasando. Cuando tomo los medicamentos puedo tener la sensación de que estoy equilibrada, pero es como si no estuviera del todo viva. Subsisto, nada más. Toda mi energía y mi creatividad se esfuman. Sin embargo, cuando entro en una fase eufórica estoy demasiado viva. Pero según voy haciéndome mayor, las fases eufóricas van remitiendo y las depresivas se vuelven más frecuentes.
No se puede decir que tenga una carrera profesional, aunque sea una chica bien, con tanto dinero como se han gastado en mi educación, con todas las posibilidades. Lo he echado todo a perder, como diría mi madre.
Si no tomo las pastillas, me vuelvo loca y hago daño a la gente y me quiero morir. Pero, si las tomo, me faltan el entusiasmo y los sentimientos profundos, veo los días pasar igual que la mayoría, gastando dinero, tomando alimentos y cagándolos después. Las pastillas hacen que no reflexione adecuadamente sobre las cosas; asimilo las opiniones de los periódicos, opto por la vía más fácil. El otro día, en el pub, mis amigos estaban discutiendo sobre si se debería dar una propina en un restaurante en el que el servicio ha sido pésimo y yo no tuve fuerzas para tomar partido por una opción ni por la contraria. He trabajado muchas veces de camarera, así que es un tema que debería suscitarme alguna opinión. Pero me faltan las ganas y la energía para involucrarme. Estoy viviendo una vida trivial, solo por vivirla. ¿Y qué sentido tiene eso?
Cuando miro al futuro no veo más que mierda de este tipo, solo que yo seré más mayor. Cuando me miro en el espejo veo que comienzan a aparecer arrugas en mi cara —ya sabes, esas que tienen las mujeres mayores, las mismas que habría tenido mi madre si no se hubiera operado tantas veces— y ahí es donde veo mi futuro, desplegado delante de mí. Probablemente no me queden muchos años antes de que mi cara comience a deteriorarse y me convierta en una mujer de mediana edad. Muchos hombres ya ni se fijan en mí. Imagino mi cara como el tema de una película que muestra el paso del tiempo, esas líneas volviéndose más profundas, la boca cayendo hasta convertirse en una mueca, las encías retirándose y las canas proliferando.
Luego, finalmente, me convertiré en polvo. No, cómo podía olvidarlo, antes llega la senilidad. Toda esa vida, todas las experiencias y los recuerdos convertidos en puré, y al final terminaré bajándome los pantalones en la calle delante del quiosco, igual que mi padre. Mi propio cuerpo me va a enterrar viva y no quiero eso.
El otro día me preguntaste sobre tener niños. No los voy a tener, no me fío de mi sentido de la responsabilidad. Si no soy capaz de cuidar de mí misma, ¿cómo voy a tener hijos?
¿Sabes qué? He tenido una vida divertida. A pesar de todas las noches para olvidar que he pasado en clubes apestosos del Soho, a pesar de los errores que he cometido, por lo menos he vivido, que es más de lo que puede decir mucha gente. Pero ahora sé lo que es y ya no me interesa. No lo veo como algo especialmente triste. Simplemente no veo qué sentido tiene repetir las mismas cosas una y otra vez, volviéndome cada vez más invisible, acostándome y despertándome, siempre dudando de mis propios instintos, sintiéndome o medio viva o fuera de control. Simplemente, ya no quiero continuar.
Ahí terminaba. Después de un momento, abrí un documento nuevo en mi ordenador. Me había percatado de una incoherencia en su relato. En el currículum decía que había sido representante de un grupo llamado La Dolorosa Mary, pero en su autobiografía ponía que ese grupo se llamaba La Atea Mary. Escribí una nota para acordarme de averiguar cuál de los dos era el nombre correcto. Luego contesté al e-mail para confirmar que había recibido los documentos y decirle que podíamos continuar.