Domingo, 21 de agosto de 2011
La comuna estaba casi desierta cuando me desperté esta mañana. Annie me dijo que los domingos hay un mercado en un pueblo cercano al que va todo el mundo a intentar vender las cosas cutres que han estado elaborando durante toda la semana para los turistas. Lo único que no usó esa expresión; dijo: «Productos artesanales». Ella no había ido porque el bebé no estaba bien. El silencio del campamento resultaba inquietante y tuve la sensación de que éramos los únicos que se habían quedado atrás; era la misma sensación que solía tener cuando me quedaba en casa con mi madre en lugar de ir a clase.
Probablemente debería haber ido al mercado; habría sido un buen lugar para enseñar la foto de Tess. Pero no lo hice. En parte debido al esfuerzo que suponía ir con tanto calor, pero también porque empiezo a pensar que todo este proyecto carece de sentido. Incluso si consigo encontrar a alguien que identifique a Tess con toda seguridad, que diga que sí estuvo aquí el verano pasado y sea capaz de justificar su afirmación con pruebas suficientes, ¿entonces qué? Para completar mi misión totalmente, todavía necesitaría encontrar el cuerpo ¿y cómo puedo conseguir eso? No puedo andar buscando por el monte, y menos con estas temperaturas. Incluso si es verdad que pasara sus últimos días en la comuna, ¿quién dice que no podía haber viajado a otro lugar para llevar a cabo el acto y que el cuerpo no pueda estar en otro bosque o en otra montaña o en un lago, a treinta o a trescientos kilómetros de aquí?
En lugar de ir al mercado, me quedé tumbada viendo cómo Annie fabricaba sus taburetes. A la sombra del toldo de la furgoneta, estaba lijando las láminas de madera y Milo la estaba ayudando. El repetitivo movimiento de su mano sobre la superficie de la madera resultaba bastante hipnótico y el trabajo parecía provechoso y no demasiado exigente, así que, después de un rato, le pregunté si podía intentarlo. Mientras trabajábamos, le conté a Annie que a veces ayudaba a mi madre a pintar sus miniaturas, lo cual en realidad era lo opuesto a lo que estábamos haciendo —había que realizar movimientos pequeños en lugar de gestos amplios—, pero resultaba igualmente relajante.
En cierto momento, Milo empezó a hablar de su colegio y explicó que tenía ganas de volver, pero que las mates le parecían difíciles; lo único que dijo «mate», sin la «s» final. A mí las mates se me daban muy bien, así que le pregunté qué era lo que le parecía difícil, y estuvimos hablando del tema durante un rato.
—Eso está bien, le estás hablando como si fuera un adulto —comentó Annie—. La mayoría de la gente no actúa así.
Poco después, cuando las dos habíamos terminado de lijar las láminas de madera, le dijo a Milo:
—Creo que ha llegado el momento de cortarte el pelo, mi pequeño terremoto.
Sacó unas tijeras minúsculas y se abalanzó sobre sus rizos. Observé al niño y la idea de sentir el viento en el cogote me resultó tan sugerente que le pregunté si podía cortármelo a mí también.
—Por supuesto —afirmó.
Cuando terminó con Milo, se sentó detrás de mí con las tijeras en la mano.
—¿Solo las puntas, madame?
—No —respondí y, señalando con un gesto justo debajo de las orejas, añadí—: Hasta aquí arriba.
—¿Estás segura? —preguntó—. Parece que llevas muchos años con el pelo largo.
Tenía razón. Asentí con la cabeza. Annie me cortó el pelo lenta y cuidadosamente y solo después de media hora se puso delante para inspeccionarme, ladeando la cabeza en actitud crítica.
—Vale, creo que ya no puedo mejorarlo más. Te pareces bastante a… ¿cómo se llamaba esa estrella de cine de antaño? ¿La que tenía el pelo oscuro y lo llevaba corto?
Me preguntó si quería mirarme en el espejo para ver cómo había quedado, pero le dije que no, que no hacía falta. Tenía la sensación de haber perdido cinco kilos y no paraba de pasarme la mano por el cogote recién expuesto al aire; era una parte de mi cuerpo que no había visto la luz del sol desde hacía décadas.
El problema de tener tanto tiempo y carecer de Internet es que se me pasen por la cabeza ideas nada provechosas. No me refiero solo a lo que pasó ayer en el bosque, sino también a cosas más pequeñas.
Esta tarde, después de cortarme el pelo, estaba en mi postura habitual debajo del toldo de Annie cuando, de repente, por ninguna razón en especial, me he acordado de algo que me dijo una vez Tess sobre Adrian. Fue después de soltarme que yo era triste y patética. Estaba tratando de arreglarlo con palabras amables sobre la suerte que tenía de que yo estuviera con ella y lo perfecta que era para el trabajo.
—Adrian no es tonto —afirmó—. Investigó bien antes de elegir una persona.
No presté mucha atención a sus palabras en aquella ocasión, pero hoy, cuando estaba tumbada sobre la colchoneta, asocié ese recuerdo con otro, como cuando las burbujas suben y se funden en mi lámpara de lava. Fue a propósito de mi encuentro con Adrian en la puerta del hospital. Estaba pensando otra vez que era una coincidencia que, de todos los lugares posibles de Londres, quisiera quedar conmigo en un lugar que me resultaba tan familiar, y luego la revelación de que su mujer también padecía EM. Entonces se me ocurrió que tal vez no fuera una coincidencia, después de todo.
Veréis, hace dos años, cuando mi madre todavía podía usar las manos, le sugerí que debía meterse en el foro de una página web de apoyo a enfermos de EM. Esto pasó después de que yo hubiera empezado a participar en la sección de Cuidadores y pensé que podía ser bueno para ella estar en contacto con otra gente que estuviera en la misma situación. Estuvo bastante activa en el foro durante unos seis meses, hasta que le empezó a ser incómodo teclear. En el foro había mencionado que acudía al Royal Free Hospital. Cuando se murió, publiqué la noticia en el tablón de In Memoriam; nada extravagante, solo el dato de su fallecimiento y un comentario que decía que era la mejor madre que había existido jamás.
La página era accesible a todo el mundo, así que, en teoría, Adrian habría podido encontrarla si había buscado mi nombre en Google. Se me ocurrió que la razón por la que quiso quedar en el Royal Free Hospital podía ser la conexión con mi madre. Para recordarme la enfermedad y la tristeza que supuso la artificial prolongación de su vida, con el fin de aumentar la probabilidad de que yo fuera receptiva ante la idea de una persona que quería decidir sobre su propia muerte.
Naturalmente, también podía deberse simplemente a una coincidencia, tal y como había supuesto hasta ese momento. Pero incluso si no lo fuera —si hubiera sido fruto de una investigación previa—, ¿eso cambiaba algo? Se podría decir que no suponía nada negativo en Adrian, quien, de hecho, demostraba su compromiso con Tess, ya que querría hacer todo lo que estuviera en sus manos para asegurarse de que yo la ayudara. Y estaba casi segura de que no había afectado al resultado del encuentro. Había analizado la propuesta al margen de esa circunstancia. Incluso si hubiera llegado a proponérmelo, por ejemplo, en un bar de vinos, creo que habría aceptado encargarme del trabajo. Así que el hecho de que hubiera podido ser más calculador de lo que aparentaba no alteraba el curso de los acontecimientos, ¿verdad?
Hoy también he estado pensando en cuando ocurrió con Connor lo del horóscopo. En cómo cambió las cosas y en si habría llegado a pasar si yo no hubiera encontrado los e-mails que se habían intercambiado Tess y él.
A partir de lo que me contó Connor, yo me formé una imagen de lo que había pasado entre los dos. Habían tenido una relación breve en algún momento entre 2001 y 2002, ella había roto y él se había quedado destrozado. Pero todavía me molestaba no poder encontrar pruebas de esa relación en los documentos de Tess. Me parecía que necesitaba tenerlas delante de mis ojos. Cada vez que Connor me daba una nueva pista en un e-mail, yo hacía un seguimiento y buscaba en mis notas.
La revelación llegó dos semanas después del primer e-mail de Connor. Soltó un comentario chistoso diciendo que había sido un Renegade Master en el pasado y ese extraño nombre me resultó familiar. Efectué una búsqueda en las fichas de Tess y lo encontré en una carpeta llamada Hombres sin importancia; breves correspondencias por e-mail, sobre todo con su vieja cuenta Hotmail, con hombres que Tess o bien no recordaba, o bien no tenían ninguna importancia según ella. «Solo un pavo que encontré por ahí. Nada que merezca la pena recordar, de verdad».
La dirección era renegademaster72@yahoo.com. No había muchos e-mails entre ellos, dieciocho en total, lo cual se explicaba por el hecho de que su relación había tenido lugar sobre todo durante el verano. En aquella época, Tess no tenía un trabajo de oficina y estaba pintando decorados para festivales, así que se habrían estado intercambiando mensajes de móvil en lugar de e-mails. Y esto fue antes de Facebook, claro.
Así que ahora disponía de más datos sobre su relación. Se conocieron en una fiesta en Brixton —«¿Te entró un ataque de pánico al pasar a la orilla sur?», dijo en su primer e-mail— y él había estado loco por ella, eso estaba claro. Aunque sus e-mails no eran estrictamente «cartas de amor» e intentaba hablar de forma relajada, se notaba que había pensado todo con esmero, hasta los mensajes más breves, que había seleccionado cuidadosamente los chistes y enlaces que le enviaba y contestaba a sus e-mails rápidamente.
Los e-mails que Tess le enviaba a él, en cambio, eran mucho más espontáneos, tal y como era ella, pero al principio le contestaba de una manera parecida al tono relajado de Connor. Le respondía con un chiste o un enlace y hacía un esfuerzo por parecer atrevida.
Sin embargo, conforme pasaban las semanas, era posible notar la creciente indiferencia; esto sucedió con muchas de sus relaciones. Empezó a no esforzarse, a tardar varios días en contestar, a no hacer caso a sus chistes. Le hacía parecer un poco tonto.
Esto quedó ilustrado por un intercambio un tanto estrafalario. El lunes 17 de junio de 2002, a las 10.13 de la mañana, Connor escribió un e-mail de una sola línea a Tess: «Quiero lamerte los sobacos».
Tess contestó: «Llevo cinco días sin afeitármelos».
Connor respondió: «Mejor. Quiero todas las partes de ti que pueda conseguir. ¿No te sobrarán algunas uñas cortadas por ahí? XXXX».
Tess no contestó hasta quince horas más tarde y, cuando lo hizo, fue con una sola palabra: «Uf». Nada de besos.
Otra diferencia era que al principio, en sus días de flirteo, Tess tenía la costumbre de no contestar de manera directa a las preguntas —todo debía estar relacionado con el asunto de forma «oblicua», tenía que ser ingenioso o absurdo—. Sin embargo, a medida que Tess iba perdiendo interés, se volvía cada vez más directa. Y en mi opinión fue bastante injusta con él.
Por ejemplo, al principio Connor había intentado organizar cosas para hacer juntos cuando se veían, hasta que Tess le dijo que no le gustaban los planes y que prefería ser «espontánea» —lo cual resulta bastante irónico si tenemos en cuenta nuestro proyecto—. Pero luego Connor escribió un e-mail expresando su excitación por ir a verla aquella noche y, con un toque imaginativo y entusiasta, añadió: «El mundo es nuestra ostra, Heddy. ¿Te apetece una borrachera en el Claridges? ¿Subirnos a un tren rumbo a Brighton?».
En otras palabras, estaba haciendo justo lo que ella quería: actuar de manera aventurera y espontánea. Pero Tess no estaba dispuesta a entrar en el juego. En su breve respuesta dijo que no sabía cómo iba a sentirse esa noche.
Hacia el final, a últimos de julio de 2002, ni siquiera se molestaba en contestar a sus e-mails y estaba claro que Connor intuía que algo iba mal. «¿Te pasaba algo anoche? Estabas un poco callada».
A modo de respuesta, Tess escribió: «Tenemos que hablar».
Ese fue el último mensaje que se intercambiaron.
Al leer los e-mails, tuve la sensación de que Tess no se había portado muy bien con Connor y me daba un poco de pena. Puede que lo que pasó con el horóscopo se debiera a eso.
Tal y como he mencionado antes, seguía una regla estricta en mi trabajo con Tess. Hiciera lo que hiciera o dijera lo que dijera como Tess, tenía que ser algo que ella pudiera hacer o decir, teniendo en cuenta lo que yo sabía de su personalidad. También he mencionado antes que su personalidad incluía la creencia en todo tipo de bobadas esotéricas. A veces no era más que una fase por la que tenía que pasar, como la homeopatía o el reiki; incluso, durante siete meses, el cristianismo, después de acudir a algo que se llamaba Curso Alfa en una iglesia en el oeste de Londres. Pero perduraba su fe constante y exasperante en el horóscopo. No tanto las predicciones diarias de los periódicos —aunque también las leía— como la idea de que nuestros rasgos de personalidad están de alguna manera predestinados por las estrellas.
A menudo, mientras hablábamos, yo le pedía que describiera a alguien y ella decía algo como: «Ah, ya sabes, no era más que el típico leo». Como si a) yo supiera cómo es «un típico leo» y b) eso significara algo en realidad. Una vez intenté confrontarla con este asunto y explicarle por qué era absurdo y por qué, en mi opinión, esa asignación de rasgos de personalidad era lo mismo que evadir la responsabilidad individual de las acciones de uno mismo. No se lo tomó a bien. Estaba baja ese día y directamente me dijo que me fuera a la mierda.
Total, que un día, tres semanas después del inicio de nuestra correspondencia, Connor me refirió una conversación que había tenido la noche anterior en la fiesta de despedida de un colega que dejaba el bufete. Había estado hablando con la mujer de otro compañero que estaba, y cito textualmente, como una cuba —lo cual quiere decir borracha— y esta le contó una larga historia. Su hija mayor se quería casar con el novio y, como ella era aficionada a la astrología, había decidido hacer la carta astral de la pareja de su hija. Al parecer, el signo del hombre no era compatible con el de su hija, por lo que le aconsejó que no se casara. La hija le había dicho que se dejara de tonterías y había seguido con sus planes. Total, que mira lo que pasó: en menos de seis meses la pareja ya se había divorciado.
Respondí: «¡Qué tontería!».
Connor contestó: «¿El leopardo ha cambiado de manchas? Pensaba que te chiflaban esas cosas. Si no recuerdo mal, siempre me decías que era “predecible y aburrido” por ser tauro».
En ese momento todavía podía haberme salido con la mía. Podría haber esquivado el tema diciendo que a lo que me refería con ese comentario era a que la mujer no tenía ni idea de lo que estaba haciendo y que los dos signos en realidad eran perfectamente compatibles o algo parecido. Pero no lo hice.
«Bueno, he visto la luz», contesté.
Después de un momento hice clic en el botón de «Enviar», sintiendo una mezcla de inquietud y excitación. Al obligar a Tess a hacer algo que probablemente no habría hecho en la vida real, había roto la única regla fundamental que me había impuesto en mi trabajo. Era como regresar al pasado con una máquina del tiempo para cambiarlo, aunque en realidad era el presente, claro.
Sin embargo, cuando llegó la respuesta de Connor, siete minutos más tarde, mis preocupaciones se evaporaron. «Vaya, Heddy —escribió; ese era el mote que le había puesto a Tess, pero nunca averigüé de dónde lo había sacado—, eso me hace feliz. No te enfades, pero era algo de ti que me costaba aceptar. Siempre he pensado que esas cosas son una chorrada. ¡Bienvenida al mundo racional!».
Me estremecí al leer la palabra «racional»; parecía una confirmación de que mi decisión había sido la acertada.
Contesté de la misma forma que lo habría hecho Tess: «Bueno, ¡no te pases!».
Pero fue como si me hubiera liberado de una celda. Desde aquel momento, comencé a poner más de mí en nuestra correspondencia.
No quiero exagerar esto. No es que de repente abandonara a Tess y comenzara a contestar como si fuera yo misma. No hice nada que pudiera parecer sospechoso. En esa fase, solo en momentos ocasionales, cuando resultaba adecuado, le contestaba más como yo que como Tess. No eran más que detalles insignificantes y sobre todo se manifestaba en lo que dejaba fuera: su irracionalidad, su «misticismo». Contestaba rápidamente a sus e-mails en vez de dejar la respuesta pendiente durante horas o días, como hacía ella. Contestaba a sus preguntas. No daba la tabarra con el tema de los sentimientos y los sueños.
A veces tenía que improvisar cuando Connor me preguntaba algo cuya respuesta no conocía. Por ejemplo, al principio le gustaba recordar momentos del pasado, de cuando él y Tess salían juntos. «¿Te acuerdas del hombre con el gatito en Dean Street?». Yo contestaba: «Por supuesto», a pesar de que era bastante probable que Tess no se hubiera acordado.
En algunas ocasiones me hacía preguntas más difíciles, como: «¿Era verdad lo que dijiste sobre aquellas fotos de Hampton Court?». En esos casos no tenía ni idea de sobre qué me estaba hablando ni sabía si el comentario al que se refería había sido positivo o negativo. En esos momentos esquivaba la pregunta.
También tendía a contar historias o hacer comentarios sobre sus hijos y los usaba como pretexto para preguntarme cosas sobre mi infancia. Por ejemplo, me contó que su hija Maya le había preguntado si a él le había gustado tener cinco años y, como no podía recordar nada de aquella época de su vida, me preguntó a mí qué recuerdos conservaba de cuando tenía cinco años.
Si no sabía la respuesta de Tess con total seguridad, le contestaba partiendo de mis propias experiencias y adaptando los detalles cuando era necesario. Por ejemplo, cambié la calle mayor de Kentish Town por Dulwich, donde Tess había vivido con su familia desde los tres hasta los once años. Resultaba bastante interesante pensar en mi pasado de esa manera. No lo había hecho antes. Ni siquiera hablaba de esos temas con mi madre. Ella y yo hablábamos mucho, pero sobre todo de cosas pequeñas, de asuntos cotidianos o sobre el cole y la programación de la tele. No hablábamos de acontecimientos del pasado; supongo que era porque las dos lo habíamos compartido y no hacía falta.
La diferencia horaria me ayudaba mucho en mi empeño. Para cuando Tess se despertaba en Sointula eran las cuatro y media de la tarde en Londres y Connor ya había enviado por lo menos tres o cuatro e-mails ese día. Ella contestaba inmediatamente. Pero, claro, como yo podía ver los e-mails de Connor en cuanto me los enviaba, tenía tiempo para investigar y elaborar mis respuestas antes de que «Tess» se despertara y diera al botón de «Enviar». Empecé a dormir cada vez menos durante el día, porque no podía evitar estar comprobando todo el rato la bandeja de entrada de Tess.
Al principio me preocupaba decir algo que contradijera lo que Connor sabía de Tess. Sin embargo, enseguida quedó claro que sabía muy poco sobre su pasado. O bien nunca habían hablado del tema, o bien se había olvidado. Por ejemplo, él pensaba que tenía una hermana en lugar de un hermano y que había crecido en Greenwich y no en Dulwich. Después de esto, me pareció que tenía licencia para desenvolverme con más libertad, puesto que a) estaba claro que él no conocía tan bien a Tess; b) incluso si él le hubiera preguntado lo mismo ocho años antes, era improbable que recordara sus respuestas, y c) Tess era conocida por ser cambiante y modificar sus versiones, además de que tenía poca memoria.
A fin de cuentas, habían pasado nueve años desde que se vieran por última vez. Naturalmente, ella habría cambiado después de tanto tiempo. Pienso que, en esencia, no somos la misma persona cuando pasan nueve años: todas nuestras células se han renovado, por no hablar de nuestras actitudes y experiencias del mundo. Es lo mismo que ocurre con el calcetín de Locke. Lo he debatido con gente de Red Pill; de hecho, saqué el tema con Connor una tarde, cuando estábamos hablando de la edad en la que los primeros recuerdos comienzan a tomar forma en los niños. Parecía que tenía mucho interés en conocer mis opiniones al respecto, y contestó de una manera inteligente y ponderada.
Porque el asunto era ese: Connor y yo teníamos mucho más en común de lo que habían tenido Tess y él jamás. Nuestras mentes eran parecidas. Como abogado, debía mantener la cabeza fría y examinar todo minuciosamente, identificar debilidades, seguir el hilo de la argumentación hacia su conclusión lógica. No podía permitir que las emociones le afectaran. Cuando yo me volví un poco menos parecida a Tess y un poco más parecida a mí misma, descubrí que el tono de sus e-mails cambió. Fue como si se relajara y ya no tuviera la sensación de que debía esforzarse tanto. Como si se hubiera quitado un traje demasiado ajustado y se hubiera puesto un chándal. Su tono se volvió más directo y personal.
Solo en algunas ocasiones era consciente de la diferencia de edad entre nosotros. Connor hacía referencias puntuales a programas de televisión y canciones de los ochenta —Bagpuss, por ejemplo, o Spandau Ballet— que yo tenía que buscar en Google. Sin embargo, como también tenía que buscar las referencias de mi propia generación en Google, ya estaba acostumbrada a eso.
A diferencia de los otros e-mails que Tess enviaba y recibía, que más que nada eran un intercambio de información, lo nuestro casi nunca contenía asuntos prácticos y aburridos. En vez de eso, escribíamos sobre nuestras ideas y observaciones. A menudo, los e-mails eran solo unas pocas líneas, como si estuviéramos manteniendo una conversación frente a frente. Los textos podían ser tontos o profundos. En uno, explicó que esa misma mañana, cuando iba al trabajo, había visto a un vagabundo llorar en la calle cerca de London Bridge y lo mal que se había sentido por ello. O me mandaba un poema que se había inventado cuando se aburría en el tribunal por la mañana. «Había un hombre de Hull / que tenía una mente banal…».
A veces, cuando sabía que estaba conectada, se pasaba al chat y me enviaba una rápida serie de preguntas breves acerca de temas sin conexión aparente: «¿Twix o Snickers?», «¿Está bien no tener ningún interés por la danza contemporánea?». Como no tenía tiempo para procesar sus mensajes y preparar mis respuestas, esas sesiones resultaban muy exigentes, pero la rapidez que requerían también era emocionante. Nunca había tenido una relación de ese tipo con nadie y disfruté usando mis nuevas habilidades.
Lo que más me llamaba la atención de todo aquello era que no hubiera respuestas erróneas. A Connor parecía que le divertía o le impresionaba todo lo que le decía, como si estuviera haciendo clic en el «Me gusta» al lado de cada respuesta.
Debo señalar que no estaba descuidando los otros aspectos de la vida de Tess como consecuencia de este contacto tan frecuente con Connor. Contestaba a todos los e-mails que llegaban y actualizaba su estado en Facebook. Enviaba mensajes ya grabados al contestador automático de su madre cada cierto tiempo y a su amiga Susie en su cumpleaños. Me pasé tres horas investigando sobre la escultura contemporánea para adquirir una opinión informada, pero sarcástica, sobre un nuevo artista cuyas obras estaba pensando adquirir Isobel. Continuaba dedicando un buen rato cada día a planificar el argumento de su vida y repasando aquellas partes de su existencia que no dominaba tanto.
Después de Connor, la persona a cuya correspondencia le dedicaba más tiempo era a Shona, la amiga de Tess. Shona era una vieja compañera de clase de Tess. Estaba casada y tenía un niño de quince meses que se llamaba Rufus. Tenía el pelo fino y rubio y una nariz afilada. En la foto de su perfil parecía que estaba adorando a Rufus, como si fuera un viejo cuadro religioso. A juzgar por su foto de perfil, uno creería que le encantaba ser madre, pero en los mensajes que enviaba a Tess mostraba otra cara. Escribía que estaba «de duelo por haber perdido mi antiguo yo». Decía que esa idea de que era gratificante ser madre era fruto de una conspiración y que, si pudiera volver a su vida de soltera, en la que podía salir de casa cuando le daba la gana, lo haría sin pensárselo dos veces. La marcha de Tess a Sointula había empezado a obsesionarla —«estás viviendo mi sueño»— y durante las primeras semanas le escribía casi a diario quejándose de tener que estar encerrada en casa con el bebé y preguntando a Tess por los detalles de su vida. Me parecía que se estaba torturando a sí misma, como alguien que pasa hambre y pide que le hagan una descripción de una comida. Así que para Shona no solo debía inventarme cosas nuevas e interesantes sobre Sointula, sino que también debía consolarla por la angustia de ser madre, lo cual, como podréis entender, no era mi fuerte. Descubrí un foro en Internet para padres y estudié las respuestas. «Los primeros años siempre son un infierno —fue lo que le dije—. En breve se convertirá en una personita autónoma con la que podrás hablar y entonces te parecerá que todo ha merecido la pena».
Mandaba puntualmente informes de mis progresos a Adrian —o «Ava»— a través de Facebook. A partir de aquel primer «¿qué pasa?», habíamos establecido una rutina casi regular de intercambios de mensajes. Bueno, por mi parte era regular, no tanto por la suya. Dos veces por semana le enviaba un resumen de lo que estaba haciendo Tess, una lista de las comunicaciones que había mantenido con amigos y parientes y cualquier plan nuevo que hubiera ideado para su futuro. Sus respuestas eran mucho más esporádicas. A veces ni contestaba a los informes o me llegaba su respuesta unos días más tarde: «¡Buen trabajo! Parece que tienes todo bajo control. Sabía que eras la mujer idónea para este trabajo». Sus mensajes a menudo transmitían una sensación de apresuramiento, porque a veces descuidaba la ortografía y la puntuación. Sabía que era un hombre muy ocupado y no me sentaban mal esas respuestas irregulares y vagas, pero me alegraba en las raras ocasiones en las que era evidente que había tenido más tiempo para reflexionar sobre su respuesta. En estos últimos mensajes comentaba algo que yo había puesto y formulaba más preguntas, como si de verdad le interesaran. Por ejemplo, si yo había mencionado que Tess había ido a montar a caballo el fin de semana, podía preguntar de qué color era su caballo y si había hecho algún salto durante la excursión.
Había otras veces que no parecía interesarse por Tess y, en cambio, me preguntaba cómo estaba yo, qué tal «lo llevaba»; parecía mostrar un interés y una preocupación auténticos. En estas ocasiones recordaba nuestro encuentro en persona en Hampstead Heath; eran el equivalente electrónico de aquellos momentos de contacto visual en los que me observó de una manera como nunca me habían mirado, ni siquiera mi madre. «Estoy bien —contestaba—. Más que bien. Estoy feliz. Sí, estoy disfrutando mucho con el trabajo».
En fin, como iba diciendo, después de todo, aquellas primeras seis semanas del proyecto Tess no fueron especialmente exigentes. Es sorprendente lo poco que la gente necesita de las personas con las que no queda. Incluso los mensajes de Shona comenzaron a escasear después de unas pocas semanas y los que al principio tenían ganas de hablar por Skype, como por ejemplo Simon, dejaron de tenerlas después de que me hubiera inventado un par de excusas. Nadie se molestó en preguntar tres veces. Probablemente hubiera sido suficiente tan solo con un par de actualizaciones del estado de Facebook cada semana.
Aun así, reconozco que me preocupaba la cantidad de tiempo que dedicaba a Connor. Cuanto más le escribía, sabía que era menos probable que estuviera actuando como lo habría hecho Tess. A fin de cuentas, era Tess la que había puesto fin a su relación y a ella todo ese asunto le había parecido tan insignificante que ni siquiera se había molestado en mencionarlo. Además, aparte de con Michael «el Botas» Collingwood, el primer novio que había tenido, no creía en mantener la amistad con los «viejos amores», que era como los llamaba ella. «Nunca hay que mirar atrás» era su lema. De modo que lo más probable era que no se hubiera mostrado receptiva con el intento de Connor de ponerse en contacto con ella de nuevo. Podría haber intercambiado un par de mensajes corteses, pero era dudoso que hubiera dedicado tanto tiempo como yo a escribir e-mails.
Esta era la razón por la que no mencionaba a Connor en mis mensajes a Adrian; aunque oficialmente ejercía de corresponsal de Tess, era como si fuera más una parte de mi vida en Londres que de la suya en Sointula. Y fue por esa misma razón por la que decidí que había llegado el momento de proporcionarle un novio a Tess.
El caso es que, en lugar de quedarse en casa escribiendo a Connor, estaría con toda probabilidad fuera, explorando la isla y conociendo a gente nueva. Y me pareció que existía la posibilidad de que durante ese tiempo hubiera podido conocer a un nuevo hombre. Parecía que Tess encontraba hombres por todas partes; a menudo se le acercaban pretendientes potenciales en público. Una vez, uno se la acercó cuando salía de un vagón del metro y le regaló un libro que estaba leyendo —titulado El alquimista— con su número de teléfono apuntado en el interior. Y cuando trabajaba en la tienda de ropa y en la galería de arte, casi todos los días había un cliente que quería salir con ella. Ser el foco de atención era para ella una rutina habitual que no merecía la pena reseñar.
De modo que eso de encontrar a un novio siempre era una prioridad para Tess y yo lo había planificado para el cuarto mes desde su llegada a la isla. Sin embargo, teniendo en cuenta las circunstancias, decidí adelantar el acontecimiento un mes. Le informé a Adrian acerca de esta evolución en mi siguiente mensaje. «Buena idea, ¡ya era hora! —escribió—. ¿Quién es el afortunado?».
Ya había hecho un esbozo de un personaje: Wes Provost. Canadiense, de treinta y tres años —a Tess le gustaban los hombres más jóvenes—. Su aspecto estaba inspirado en un albañil llamado Mike que trabajó un verano en la obra de la casa que estaba al lado de la nuestra, en Leverton. Tenía los brazos gruesos y cortos y los labios de un rojo que llamaba la atención, como los de una chica. Cuando se enteró de mi nombre, cada vez que me veía solía cantar: You knock me off my feet, lo cual, según mi madre, era de una canción llamada Layla. Le hice saber a Mike que mi nombre no se escribía igual que el título de esa canción, pero aun así siguió cantándola.
A Mike siempre le ponían multas por la furgoneta y le oía cómo se enfadaba cuando se daba cuenta. Así que, si él estaba subido en los andamios, yo miraba desde la ventana y, cuando la policía de tráfico ponía una bajo su limpiaparabrisas, salía corriendo a quitarla y la tiraba a la alcantarilla de la calle antes de que la descubriera. También le saqué algunas fotos con mi móvil sin que se diera cuenta y luego las metí en el ordenador para hacer un montaje con las imágenes, poniendo aquella canción de fondo, como un vídeo musical. Era solo para mí, no lo subí a YouTube ni nada parecido.
Al final del verano, cuando Mike estaba desmontando los andamios, le dije lo que había hecho con las multas: me había deshecho de cinco. Supongo que era mi manera de decirle que sentía por él lo mismo que él por mí. Esperaba que se alegrara, pero su rostro se volvió pálido y, solo por un momento, se arrugó. Luego esbozó una leve sonrisa y dijo:
—Gracias, eres muy amable.
No cantó la canción la siguiente vez que me vio y terminó la obra sin despedirse.
En cualquier caso, para Wes solo usé el aspecto de Mike; el resto me lo inventé. Estaba mejorando mis habilidades imaginativas. Wes trabajaba en un barco desde el que se avistaban ballenas con Roger, el novio de Leonora. Así fue cómo se conocieron Tess y él. Había vivido en tierra firme, en un lugar llamado Edmonton, antes de trasladarse a Sointula con su novia cuatro años antes, ya que quería vivir más cerca de la naturaleza. La relación no había funcionado y ella se había vuelto a Edmonton, pero a Wes le gustaba la isla y se había quedado, como socio en el negocio de Roger. En su tiempo libre le gustaba escuchar bandas sonoras de musicales y cocinar, sobre todo pasteles. Tomaba solo vino blanco, porque el tinto le provocaba migraña. La primera vez que quedaron, Tess y él fueron a tomar cerveza de jengibre al Waterside Cafe y desde entonces se habían visto tres veces. Al principio a Tess le había preocupado que fuera «demasiado» positivo —«¡todo lo que hago o digo es «maravilloso»!»—, pero cuanto más le conocía más le gustaba.
Eso sí, tenía que colgar una foto. En concreto Simon, el amigo de Tess, insistía en ver una. «Necesito foto» era su respuesta tipo cada vez que Tess le había enviado en el pasado un e-mail mencionando a un hombre. Busqué por si acaso había guardado alguna de esas fotos de Mike, pero luego me acordé de que las había eliminado el día que se marchó sin despedirse. De todas formas, en ellas salía vestido de albañil en un andamio de Londres, mientras que Wes trabajaba en un barco en Canadá, así que no habrían servido.
Me di cuenta de que tendría que usar una foto de un hombre diferente. Pensé que encontraría una adecuada en Flickr y dediqué una tarde a hacer un listado de candidatos, pero no me dejaba de preocupar el hecho de que alguno de los amigos de Tess pudiera encontrarla por casualidad, ya que eran de dominio público. El riesgo era pequeño, eso es verdad, pero aun así existía. Sería preferible que la sacara yo misma, porque así podría controlar todo.
Fue entonces cuando pensé en Jonty. La posibilidad de que algún conocido de Tess se lo encontrase por la calle y lo reconociera era muy pequeña (miré sus amigos en Facebook, pero no había ninguna conexión con ningún amigo de Tess). Tenía quince años menos que ellos y acababa de llegar a Londres. Se movía en círculos totalmente diferentes y muchos de los amigos de Tess estaban casados o mantenían relaciones estables con niños y vivían en urbanizaciones pudientes de Londres. La mayoría de los amigos de Tess salían raras veces y cuando lo hacían era para ir al cine o a clase de pilates, o a comidas de grupo en algún pub, en las que, según los e-mails que enviaban después, alguien siempre se olvidaba de alguna prenda de bebé o de pagar su parte de la cuenta. Cuando Jonty salía con sus amigos de la academia, iban a restaurantes de kebab en Dalston o alternaban entre bares deportivos del centro de Londres en función de a qué hora rebajaban el precio de la bebida, la happy hour
Aparte de eso, incluso si alguien se lo encontraba por casualidad en Londres y le sonaba su cara, la navaja de Ockham decía que no pensaría que era Wes, quien, a fin de cuentas, estaba en Sointula. Y si, a pesar de todo, se acercaban a Jonty para preguntarle si era Wes, él, lógicamente, no tendría ni idea de sobre qué le estaban hablando. Así que lo peor que podía suceder era un mensaje a Tess de uno de sus amigos diciendo que había visto a alguien que se parecía bastante a su nuevo novio.
Con Jonty tendría más libertad para componer la foto como yo quisiera. Después la montaría sobre un fondo de Sointula con la ayuda de Photoshop. Además, tendría la posibilidad de fotografiarlo otra vez si hiciera falta. Tenía veintiséis años y era un poco demasiado joven para hacer de Wes, por lo que decidí que saldría en la foto con las gafas de sol puestas, igual que Connor, lo cual ayudaría a ensombrecer su cara. No era tan guapo como los hombres con los que Tess salía normalmente, pero, en mi opinión, resultaba adecuado. A fin de cuentas, la cantidad de hombres disponibles en Sointula era mucho más limitada y el hecho de que fuera normalito era consecuencia de la nueva actitud, menos superficial, de Tess ante la vida, que la impelía a apreciar el interior más que el aspecto físico.
En cuanto decidí usar a Jonty, quise sacar las fotos lo antes posible. Sin embargo, irónicamente, para una vez que quería que estuviera en casa, se encontraba fuera y tuve que esperar día y medio antes de que volviera al piso. Era un domingo por la tarde y me dijo que el viernes había ido a una fiesta para celebrar el día de San Jorge, que, le cito, «se había descarrilado un poco». Él y sus amigos parecían aprovechar incluso las ocasiones más rebuscadas como excusa para emborracharse. Esperé a que volviera a su habitación y pusiera música antes de llamar a la puerta. Era la primera vez que iba a buscarle desde que vivía allí, así que parecía sorprendido cuando abrió la puerta.
—¡Ah, hola!
Yo, por mi parte, también me quedé un poco cortada, porque él no llevaba más que la ropa interior. Tenía el pecho poblado de pelo rubio. Aparté los ojos y eché un vistazo a su habitación. No la había visto desde que la había ocupado y descubrí que había transformado lo que antes era una caja sin rasgos distintivos en algo que solo puedo describir como un vertedero asqueroso. No era como el caos de la habitación de Tess, donde se podía ver que, a pesar del desorden, sus pertenencias eran de buena calidad; esto era un caos de cosas normales y baratas. Las paredes estaban empapeladas con fotografías suyas y de sus amigos, y con imágenes sacadas de revistas. Había un póster grande con un gato que llevaba gafas de sol y otro de un grupo de música llamado The Stone Roses. El edredón de la cama no tenía colcha encima y había un par de grandes agujeros en la pared.
Jonty vio que estaba mirando la pared y explicó que había intentado colocar una balda, pero que se había caído porque el yeso de las paredes era muy blando.
—Lo arreglaré —dijo—. Perdón, perdón, perdón.
Le dije que me daba igual, lo cual era verdad, y después me aclaré la garganta y añadí que, debido a que hacía un día agradable, tenía intención de salir a dar un paseo y me preguntaba si le apetecía acompañarme. Esto pareció sorprenderlo aún más y se mostró mucho más encantado de lo que razonablemente debería estar teniendo en cuenta la pregunta.
—Sí, sí —contestó—. ¡Vámonos a la playa!
—¿Qué playa?
—La que te dije del Támesis. Está a solo cinco minutos de aquí.
No recordaba que me hubiera hablado de esa playa y pensé que se habría equivocado, pero asentí con la cabeza.
—Hace sol fuera —dije—. Deberías llevarte las gafas de sol.
—Claro —dijo—. Nunca salgo sin ellas.
Hasta aquí, todo bien.
Siguiendo sus instrucciones, paramos en Londis para comprar algo para hacer un «picnic». Cogí una bolsa de patatas fritas y un refresco Ribena, pero él llenó la cesta con todo tipo de artículos: pequeños botes de aceitunas y patés, una baguette y algunas latas de cerveza. Saludó al hombre de la caja como si lo conociera. Cuando salimos de la tienda, susurró:
—¿Has visto que Manu pone el vinagre de vino blanco en el frigo, al lado del Chardonnay?
Luego me llevó por una calle perpendicular en sentido contrario al Tesco, que yo no conocía. Pasamos un pub con un cartel en el que ponía: «Esta noche concierto en vivo con el cantante Clive Stevens». Poco después el entorno se volvió más bonito, el asfalto de la calle se convirtió en empedrado y las casas de ladrillo rojo pasaron a ser edificios blancos más antiguos e inclinados. Jonty no paraba de hablar de la historia de Rotherhithe, que al parecer había investigado.
Llegamos al río en cuestión de minutos. No tenía ni idea de que estuviera tan cerca del piso; como ya he dicho, lo que conocía de Rotherhithe se limitaba al metro, el Tesco Extra y Albion. Había un caminito que bordeaba el río y se podía ver el Tower Bridge y los edificios altos del centro a lo lejos. Era una zona bastante agradable.
Jonty tenía razón: bajo el sendero había una playa a la que se accedía mediante una escalera de aspecto desvencijado. La playa era pequeña, estaba llena de guijarros y había bastantes desechos en la orilla, como botellas de plástico y cosas parecidas, pero no dejaba de ser una playa.
Mi idea era sacar la foto de Jonty con el cielo como fondo, pero luego se me ocurrió que la playa podía pasar por ser la de Sointula. También era pedregosa. Si sacaba una foto con un primer plano de Jonty y recortaba el fondo, apenas iba a tener que usar el Photoshop para nada.
Estaba contenta por este hallazgo inesperado y fortuito, pero guardé mi excitación para mí. Primero bajamos por la escalera y nos sentamos en las piedras a tomar el picnic. Me di cuenta de que esta era mi primera comida a solas con un hombre y estaba ligeramente preocupada por si nos quedábamos sin tema de conversación. Sin embargo, no debería haberme preocupado. Jonty charlaba alegremente y contaba cosas sobre la historia del barrio, piratas y barcos balleneros.
—Imagínate todo lo que ha tenido lugar justo aquí, en esta misma playa —dijo—. Es alucinante.
Contesté que no solía pensar mucho en esos temas y que no era capaz de ver el interés que pudiera tener la historia.
Su reacción ante eso fue de una sorpresa exagerada.
—¿No te interesa conocer cómo encajas en el contexto? —preguntó.
—Nunca me he parado a pensar en ello —le expliqué, pero me distrajo el recuerdo de algo que me había contado Tess una vez. Había ido a una fiesta en un piso con vistas al Támesis, se había emborrachado y había bajado al fango de la orilla, estropeando su vestido. Miré hacia las viviendas que bordeaban el agua, a las filas de balcones vacíos, y me pregunté si sería una de ellas. Me la imaginé de pie sobre una de las barandillas con los brazos extendidos, como en aquella escena de Titanic, ignorando las súplicas de sus amigos para que volviera a entrar.
Jonty había empezado a hablar de sus clases de interpretación y me estaba contando un ejercicio que habían hecho. Todos habían ido al zoo de Londres para elegir un animal, estudiarlo y pasar toda la tarde actuando como él delante de todo el mundo. Jonty había elegido hacer de mono.
—Ya sé que es un cliché, pero ¿qué otro animal podía ser? —concluyó.
Luego me contó que había una chica en su clase «increíblemente bien entrenada» de la que se rumoreaba que había elegido ser una gacela. El día de la actuación, no menos de cuatro chicos del grupo eligieron ser leones y se pasaron el día cazándola.
Era una anécdota bastante entretenida y me la guardé para contársela a Connor por la tarde. Se la atribuiría a Leonora, que había sido aspirante de actriz en su juventud.
—¿Se te da bien la interpretación? —le pregunté.
Se rio.
—No demasiado. Parece que solo soy capaz de hacer de mí mismo, lo cual no es muy bueno. Pero me han llamado para hacer un anuncio de una compañía de seguros. Están buscando, literalmente, «un tío lerdo». Sé cómo hacerlo. Así que es emocionante.
Señalé que resultaba irónico que hubiera dejado el negocio de los seguros para convertirse en actor y resultaba que iba a hacer un anuncio para promocionar eso mismo que había dejado.
—No había pensado en ello —comentó—. Pero sí, puede que sea un gilipollas hipócrita. —No parecía que la idea le molestara demasiado—. ¿Y tú qué? ¿Qué haces metida en tu habitación todo el día?
Me había preparado para esa pregunta y le conté que estaba escribiendo un guion de cine.
—¡Caramba! —exclamó con los ojos abiertos de par en par—. ¿De qué va?
—Es una historia de amor —contesté.
Suspiró hondo y se tumbó sobre los guijarros. Debieron de hacerle daño en la espalda.
—No me hables de amor. Soy totalmente inútil para eso. Me obsesiono y luego piensan que soy un friki. No dejo de enamorarme de chicas que solo quieren pasárselo bien.
Para entonces ya me había terminado las patatas fritas, pero Jonty todavía estaba zampándose el pan francés; tenía la manía de montar cada bocado de tal manera que contuviera un poco de cada cosa que había traído y se apoyaba en los codos mientras construía una pequeña torre de queso, jamón y paté. Intenté ocultar mi impaciencia, pero, en el momento en que dejó de masticar, saqué el móvil y le pregunté si le podía sacar una foto.
Estaba más que dispuesto —«siempre y cuando luego me la envíes»— y adoptó una postura relajada. Sin embargo, se había quitado las gafas de sol mientras comíamos, así que le sugerí que se las pusiera otra vez.
—Sí, más vale disimular la resaca un poco.
Mientras se las ponía, aparté discretamente el picnic para que los envoltorios de artículos ingleses no fueran visibles y tomé la foto desde arriba para que solo se viera la playa de fondo. Luego, insistió en sacarme una foto a mí, a lo que accedí para que no pensara que pasaba algo raro.
Después volvimos al piso. Jonty parecía sinceramente encantado con nuestra pequeña excursión.
—¡Qué bueno ha sido pasar un rato juntos! —exclamó.
Dejé que me abrazara, intentando no mostrar lo poco que me gustaba.
De vuelta en mi habitación, preparé la imagen —estaba en lo cierto, no hacía falta más que unos pocos retoques de Photoshop— y redacté unos borradores de e-mails para Justine, Shona y Simon. «OK, he conocido a un tío…». También se lo contaría a Marion, pero más tarde y en un lenguaje más formal.
Justine me contestó enseguida: «No me lo puedo creer, joder. O más bien, sí que me lo puedo creer, pero ¡es tan injusto! Llevo dos años sin mojar y ahora vas y lo consigues incluso antes de sacar la bolsa de la ropa sucia de la maleta».
Simon, por su parte, contestó con su habitual rudeza: «Es bastante guapo, pero necesito verlo sin gafas. Ojos = ventanas al alma y todo eso».
No le hice mucho caso en aquel momento. Simon era el amigo de Tess que menos me gustaba. Todos aparentaban aceptar lo que decía Tess tal cual, menos Simon, que parecía pensar que su obligación era cuestionarlo todo, como si conociera a Tess mejor que ella misma. Evidentemente, me gusta la gente que reflexiona sobre las cosas y cuestiona la estupidez, pero él no lo hacía de una manera inteligente; más bien, era su reacción por defecto ante cualquier cosa. También era muy superficial, solo le interesaba estar con la gente «guay» y juzgaba a la gente basándose exclusivamente en la ropa que llevaban. Lo hacía incluso cuando se trataba de supuestos amigos suyos y de Tess, como Joy, a quien criticaba porque seguía llevando vaqueros de campana. Una vez describió una noche a Tess y le explicó que el club no era tan glamuroso como se había esperado porque estaba lleno de suburbanitas y gente de la talla cuarenta. Tenía novecientos treinta amigos en Facebook y sus actualizaciones de estado eran absurdas e irritantes: enlaces a canciones que exigía que todo el mundo escuchara en ese preciso instante o simplemente actualizaciones de dónde se encontraba —«Vauxhall». «En casa». «Berlín»—, como si el mundo dependiera de su localización actual.
Pero su comentario se me quedó grabado en la cabeza, porque me recordaba que algo me había estado molestando respecto a Connor: en realidad no sabía qué aspecto tenía. En la única imagen que tenía de él, la del parque, también llevaba gafas de sol. No creía que fuera capaz de reconocerlo en un grupo de gente.
Sentí un deseo repentino e intenso de ver su cara.
Entonces se me ocurrió que ver a Connor en persona sería algo muy fácil de llevar a cabo y para nada arriesgado. Sabía dónde trabajaba, en un bufete de abogados llamado Asquith y Asociados, en Temple. Tenía una noción vaga de cómo era él físicamente. Y gracias a los e-mails, tenía una idea bastante aproximada de su rutina diaria.
Mi plan consistía en pasar por delante de su oficina a la hora de comer, un día que yo supiera que iba a estar allí y no en el tribunal, y esperar a que saliera a comer. Así tendría la oportunidad de echarle un buen vistazo. Me convencí a mí misma de que ese plan tenía sentido; después de todo, adquirir un conocimiento profundo de uno de los interlocutores de Tess solo podía ayudarme en mi trabajo con ella. Toda la información que pudiera reunir era pertinente de cara a mi tarea.
Aquella tarde, en nuestro intercambio de e-mails le pregunté qué iba a hacer al día siguiente, si iba a estar en el tribunal. Me contestó que lo pasaría metido en la oficina, trabajando en un caso especialmente aburrido. Me preguntó qué estaba haciendo y le dije que tenía una sesión doble con Natalie, la chica a la que daba clases particulares, porque estaba preparándose para solicitar una beca de una academia de arte en Vancouver.
Al día siguiente me desperté al mediodía, ya que la alarma, que estaba puesta a las once, no me había despertado y no me dio tiempo de ir a buscar mi ropa limpia a la lavandería, así que me puse el mismo pantalón de chándal y la camiseta que había llevado el día anterior. Pensaba que mi ropa no importaba demasiado, porque, a fin de cuentas, Connor no iba a saber quién era; quizá ni siquiera se fijara en mí. Me bajé del metro en la estación de Temple y mi mapa de Google me guio por un viejo pasadizo perpendicular a la calle principal que no era mucho más ancho que yo misma, del que salí a un espacio que fácilmente podría haberme dejado con la boca abierta si yo hubiera sido una persona propensa a ello. Tenía el aspecto de una ciudad mágica y secreta. Las calles estaban empedradas y los edificios eran antiguos: había una bonita iglesia construida en piedra con el mismo color que los caramelos Werther’s Originals. No había apenas coches ni señales de vida contemporánea; habría encajado perfectamente en una película de Harry Potter. Era un lugar silencioso y tranquilo y toda la gente que vi parecía llevar trajes oscuros, como si obedecieran a una señal de código de vestimenta que me hubiera perdido al entrar. Costaba creer que ese lugar estuviera dentro de Londres y recuerdo que sentí cierta decepción al pensar que mi madre nunca me había llevado a lugares como ese y que nos habíamos pasado toda la vida en casa.
Me costó un rato encontrar las oficinas de Asquith y Asociados, que estaban situadas en un edificio inclinado y estrecho. Junto a la puerta negra había una placa con media docena de nombres. El de Connor no figuraba en ella, pero sabía que todavía no era socio de la empresa, así que esa podía ser la razón. Había un pequeño parque enfrente y me senté sobre un banco a esperar.
Era la una menos diez del mediodía cuando llegué. Suponía que Connor saldría a comer en algún momento entre la una y las dos, pero no podía estar segura, lógicamente. Había traído un periódico gratuito que me había encontrado en el metro, así que fingí leer mientras vigilaba la puerta.
Por desgracia, el banco estaba orientado de tal manera que daba la espalda a la oficina de Connor, así que tenía que estar girándome todo el tiempo. Naturalmente, había estudiado su fotografía con minuciosidad, pero, aun así, me preocupaba no distinguirlo, porque los hombres trajeados parecen todos iguales. Aparte de eso, no sabía de cuándo era la foto que me había enviado, por lo que podía haberse cortado el pelo o no tener el mismo peso.
Sin embargo, sí que lo reconocí y además al instante. Era la una y diecisiete minutos y estaba leyendo por encima un artículo en el periódico sobre un adolescente que había sido asesinado a cuchilladas, cuando la puerta se abrió y allí estaba él.
No estaba preparada para el efecto que me produjo ver a Connor en persona. Me sentí casi mareada y el corazón me latía violentamente; cuando me puse en pie, parecía que mis piernas carecían de huesos. Creo que tenía que ver sobre todo con hacer algo a escondidas; recuerdo que había sentido algo parecido al mirar a Mike desde detrás de la cortina en Leverton Street.
Estaba con un hombre mayor que él y ambos llevaban traje. Parecía que estaban en medio de una conversación y se encaminaron juntos calle arriba. Connor tenía las manos metidas en los bolsillos del pantalón; el hombre mayor sacó un cigarrillo y lo encendió mientras caminaban.
Me temblaron las piernas cuando comencé a seguirlos; aumenté el ritmo poco a poco hasta acercarme a unos diez metros detrás de ellos. Me recordé a mí misma que no había manera de que Connor pudiera saber quién era. Evidentemente, solo podía ver la parte posterior de su cabeza. Su pelo parecía diferente comparado con la foto; ahora tenía pinta de estar mojado y lo llevaba repeinado. En ocasiones se giraba para decir algo al hombre que caminaba a su lado y yo captaba un atisbo de su perfil, pero desde aquella posición resultaba imposible ver sus ojos con claridad.
Me preguntaba si el otro hombre sería su colega Colin, a quien mencionaba a menudo en sus e-mails. Colin era, según Connor, un «buen tío», pero podía resultar pedante y aburrido, y a Connor le gustaba ponerle nervioso. Sin embargo, nunca había mencionado que Colin fumaba y no parecía que le resultara aburrido. De hecho, Connor estaba riéndose con ganas de algo que decía Colin. Cuando giró la cara, pude ver que sus ojos quedaban envueltos en arrugas al sonreír.
Ya sé que suena raro, pero cuando les vi reírse juntos me entró una repentina sensación de malestar al comprobar que otra persona podía parecerle divertida e interesante. Me había dicho que escribirme era para él «el mejor momento del día», así que supongo que esperaba verlo más abatido de lo que parecía. Sin embargo, casi en el mismo momento en que esa idea entró en mi cabeza, me reprendí a mí misma por ser tan irracional. Debería estar contenta de ver que se encontraba cómodo en su entorno laboral y en compañía de un colega.
Los dos hombres continuaron caminando a lo largo de la calle durante unos cien metros, más o menos, antes de doblar por una calle más pequeña que estaba empedrada. Se pararon en una cafetería. Debía de vender bocadillos muy suculentos, porque la cola atravesaba la puerta y llegaba hasta la calle. Connor y el otro hombre se colocaron al final. Vacilé y durante ese momento de duda una mujer se puso detrás de ellos. Rápidamente, di unos pasos para colocarme tras ella.
En realidad era mejor no estar justo detrás de Connor. Mi corazón todavía latía con tanta fuerza que me parecía que todo el mundo de la cola lo oiría. Tenía una extraña sensación de vacío en el estómago; no era exactamente como tener hambre, pero casi.
Incluso con la mujer en medio, estaba lo suficientemente cerca como para captar partes de la conversación entre Connor y su colega. Al parecer estaban hablando de un jugador de fútbol que había hecho un mal partido la noche anterior.
—¡Menudo listo! —exclamó Connor—. No sé cómo pudo fallar ese penalti.
—Un error de principiante —asintió su amigo.
A esa distancia podía sentir una fragancia de limón que parecía emanar de Connor y me di cuenta de que tenía una incipiente calva del tamaño de una galleta Wagon Wheel. La parte posterior de su cuello estaba recién rasurada y sentí un impulso extraño y pasajero de tocarle esa parte de la piel. Le miré las orejas, que sobresalían igual que en la foto, y pensé que, si daba un paso hacia delante, podía susurrar cosas en ellas que le resultarían tan chocantes que nunca lo olvidaría. Cosas privadas que me había contado en sus e-mails. Había confesado que cuando era adolescente había estado enamorado de la cantante de un grupo de pop y que, incluso en la actualidad, la palabra «T’Pau» le hacía temblar. Podía haber susurrado eso. Podía haberle contado lo que él había pensado en el tribunal el día anterior, durante la vista de un polaco que había robado en un supermercado, o lo que había leído en un artículo de la revista GQ sobre un explorador de la Antártida que tuvo que comer pingüinos emperador para sobrevivir.
Lógicamente, no dije nada de eso en alto. La cola se adentraba lentamente en la tienda, donde había un mostrador con diferentes ingredientes para los bocadillos metidos en una cámara refrigerada de cristal. Me preguntaba cuál elegiría Connor y pensé que sería algo de pescado; me había dicho que le daba envidia todo el marisco fresco que se podía conseguir en Sointula. No pude reprimir una leve sonrisa cuando le tocó el turno a él y pidió una baguette con cangrejo y mayonesa. Sabía de sobra que lo acompañaría con patatas fritas con sabor a queso y cebolla, ya que durante una de las sesiones de charla «irónicamente trivial» me había revelado que le preocupaba la posibilidad de ser adicto a ese tipo de patatas y que se sentía mal si no se tomaba una bolsa al día.
Sin embargo, lo que no se me había ocurrido era que en breve me tocaría a mí pedirle algo al diligente hombre que estaba detrás del mostrador. Me pilló desprevenida y dije lo primero que se me ocurrió: una bolsa de patatas fritas con sabor a queso y cebolla.
Solo cuando el camarero me pidió cincuenta peniques me di cuenta de que no había traído dinero. Sin embargo, recordé que a menudo había algunas monedas en el forro de mi chaqueta, que se colaban por los agujeros de los bolsillos; así que palpé con los dedos el tejido para ver si había algo escondido. Encontré unos pequeños discos duros prometedores, pero todavía tenía que pasarlos a través del forro para sacarlos y acabé ampliando el agujero para facilitar el acceso.
Estaba tan absorta en mi tarea que solo percibí el profundo suspiro del hombre del mostrador y su «¿Qué va a ser?» cuando preguntó a la persona que estaba detrás de mí por su pedido. Después de un minuto, más o menos, había rescatado cinco monedas del forro de la chaqueta. Al colocarlas sobre el cristal del mostrador, me di cuenta de que no sumaban más que treinta y ocho peniques.
A esas alturas, el camarero ya había empezado a servir a la gente que iba detrás de mí en la cola, dejando la bolsa de patatas fritas a un lado del mostrador, junto a las monedas. Estaba contando el dinero una vez más, cuando ocurrió algo increíble: Connor se acercó. Su colega y él se habían quedado un poco apartados, esperando a que se terminara de tostar un bocadillo, y tenía que haber observado mis torpes intentos de sacar las monedas. Puso una moneda de diez peniques y otra de dos al lado de las mías.
—Aquí tienes —dijo, regalándome una maravillosa sonrisa.
Lo miré con los ojos abiertos de par en par. Sus ojos eran de color azul claro y casi desaparecían cuando sonreía. Luego el hombre del mostrador entregó el bocadillo, metido en una bolsa de papel blanco, a su colega y Connor se dio media vuelta para salir de la tienda junto a él.
Me daban ganas de seguirles de vuelta hasta la oficina, pero estaba tan revuelta por dentro que me fui en sentido opuesto y bajé por la calle empedrada intentando relajarme. Ni siquiera fui capaz de tomarme las patatas fritas. Estuve deambulando por ahí unos veinte minutos. Luego me senté en un bordillo y entré en la cuenta de Gmail de Tess con mi móvil.
Sentí una gran necesidad de ver un e-mail de Connor. Quería ver si mencionaba su encuentro conmigo en la cafetería. La primera vez que me metí no había ningún e-mail nuevo de él, pero luego, veinte minutos más tarde, apareció uno. Sin embargo, lo único que contenía era un enlace a un vídeo de YouTube y este mensaje: «En mi opinión, se parece bastante a ti». No mencionaba el incidente en la cafetería. Me llevé una pequeña decepción, pero saqué la conclusión de que estaría practicando pequeños actos de caridad como ese todo el tiempo; para él, sería algo que ni siquiera merecía la pena mencionar.
Cuando llegué a casa, pinché en el enlace de YouTube. Era un vídeo musical de una cantante que estaba bailando de manera complicada e hipnótica junto a un montón de gente que llevaban leotardos de colores vivos. «Uno, dos, tres, cuatro, dime que me amas mucho», cantó. La mujer guardaba cierta similitud con Tess —era delgada, tenía los ojos oscuros y llevaba flequillo—, pero no era tan atractiva como ella.
«Pienso que soy más guapa», contesté.
«Eso se da por supuesto», escribió Connor.
Son las cinco y veinte de la mañana y el indicador de la batería está parpadeando en rojo. Todavía tengo la puerta de la tienda cerrada, pero puedo ver que se está haciendo de día; la lona se está aclarando y los pájaros están iniciando su gorjeo maniaco. Acabo de ver una sombra pasar por delante, lo cual me ha hecho pegar un bote, pero supongo que no ha sido más que un perro o Milo yendo al baño. Eso espero. Buenas noches.