Era un viernes por la noche y habían pasado unas nueve semanas desde que iniciamos el proyecto. La voz de Tess sonaba normal, pero se notaba que había llorado y su cara ovalada estaba pálida. Los primeros minutos de la conversación estuvo con la cabeza apoyada en la pared de detrás de su cama y los ojos fijos en el techo. Luego cambió de postura y miró directamente a la cámara. Yo no había visto antes esa expresión en sus ojos, vacíos y aterrados al mismo tiempo. Mi madre a veces había mostrado el mismo aspecto, cerca del final.

—Tengo miedo —dijo.

—¿De qué? —pregunté estúpidamente.

—Es que tengo mucho miedo —insistió, y se echó a llorar. Antes nunca había llorado delante de mí; de hecho, me había dicho que raras veces lloraba. Era una de las cosas que teníamos en común.

Después inspiró por la nariz, se secó los ojos con el revés de la mano y, con la voz más clara, dijo:

—¿Me entiendes?

—Claro que sí —contesté, aunque la verdad es que no entendía del todo.

Miró directamente a la cámara un momento y dijo:

—¿Me dejas verte?

Al principio pensé que quería saber si podíamos quedar. Empecé a recordarle que habíamos acordado no hacerlo, pero me interrumpió:

—Conecta tu cámara.

Después de un momento, le dije:

—Será mejor que no.

—Quiero verte —dijo Tess—. Tú puedes verme a mí.

Estaba mirando directamente a la cámara, con las lágrimas casi secas. Sonrió levemente y sentí que me ablandaba por dentro. Era difícil resistirse y estuve a punto de decir: «Vale, de acuerdo», pero me mantuve firme.

—No creo que sea una buena idea.

Me observó unos instantes. Luego se encogió de hombros y miró de nuevo al techo.

Voy a ser sincera: no quería que Tess me viera por si no me encontraba a la altura de sus expectativas. Ya sé que no parece muy racional, porque ¿cómo iba a saber yo qué expectativas tenía ella? Y, además, ¿qué importaba eso? Sin embargo, había estudiado sus rasgos tan de cerca que conocía todos sus matices y no soportaba la idea de encender la cámara y ver la decepción reflejada en su rostro, aunque solo fuera de forma pasajera y no durase más que un momento.

Después, con la mirada todavía fija en el techo, dijo:

—No puedo hacerlo.

—Claro que puedes —repliqué.

Permaneció en silencio más de un minuto. Después, con un tono sumiso nada común en ella, dijo:

—¿Te importa si lo dejamos por hoy?

Terminó la llamada antes de que yo tuviera tiempo de contestar.

Reconozco que, desde entonces, he vuelto a escuchar esa misma conversación varias veces en mi cabeza.

Lo único que puedo asegurar es que dije lo que me pareció lo correcto en aquel momento. Ella estaba alterada y yo traté de consolarla. Era totalmente natural que Tess estuviera asustada. Cuando, al día siguiente, volvimos a hablar ya había vuelto a lo que a esas alturas se podía considerar su estado «normal»: tranquila, educada y distante. No volvimos a mencionar ese incidente.

Un par de días más tarde, miró a la cámara y dio unos golpecitos con los dedos en la lente, como era su costumbre.

—¿Tienes todo lo que necesitas?

Yo suponía que íbamos a seguir en contacto hasta el último momento. Pero también sabía que tenía que terminar.

Así que le contesté:

—Sí, creo que sí.

Asintió con la cabeza, como para sí misma, y desvió la mirada. En ese instante supe que la estaba viendo por última vez. Repentinamente sentí una intensa subida de adrenalina y algo parecido a la tristeza.

—No sé cómo agradecértelo —dijo después de una pausa bastante larga. Y luego añadió—: Adiós.

Miró a la cámara e hizo un gesto que parecía de despedida.

—Adiós —dije—. Gracias.

—¿Por qué me das las gracias?

—No lo sé.

Tess estaba observando algo, podía ser su pierna o la cama. Miré su nariz larga y chata, la curvatura de sus pómulos, las pequeñas líneas que se dibujaban alrededor de su boca.

Luego alzó la mirada, se acercó a la cámara y la apagó. Eso fue todo. Nuestra última conversación.