Capítulo 17

El bosque de abetos era tupido y, en cuanto se adentraron, la luz se extinguió. Seguían el curso de un sendero que ya el día anterior había recorrido Karim en solitario. El niño marchaba delante, gimoteando, lento por culpa de su cojera, y su captor marchaba detrás, empujándole cuando se detenía agotado por la rapidez de la marcha, insensible a sus lloriqueos.

—¿Adónde me lleva, señor? ¿Qué va a hacer conmigo, señor?

—Haces demasiadas preguntas, chaval. Camina y no mires hacia atrás. ¡Camina!

La senda terminaba, pero Karim, entonces, le obligó a meterse entre la maleza. Cruzaron un llano, despoblado de árboles, y alcanzaron un nuevo bosque de robustos pinos que alzaban, majestuosos, sus ramas buscando el sol.

—Alto. Hemos llegado.

Se detuvieron. Ése era el lugar. Estaban lejos de cualquier camino conocido, al final de una carretera secundaria. Reinaba el silencio solo interrumpido por el removerse de las ramas por el viento. Había bajado la temperatura y el más joven de la dinastía Meissner tiritaba, aunque quizá no fuera por el frío.

—Y ahora te estás calladito y quieto.

—Pero ¿qué va a hacer conmigo, señor?

La cara de terror de un niño tenía algo de especial. Se vio reflejada en ella. La cara de terror cuando su padre llegaba de mal humor, hastiado del trabajo, hosco, vaciaba de un trago la botella y le zurraba una paliza porque se atrevía a respirar a su lado. El niño estaba a expensas de lo que quisiera hacer con él el adulto, en sus manos. Sacó su móvil Karim, marcó el número de los Meissner, que había memorizado en aquel teléfono robado, y esperó a que alguien descolgara un auricular quince kilómetros más al sur.

—Residencia de los Meissner, buenas noches.

—Con Günter Meissner.

—¿Quién le llama?

—Es su querido nieto, que quiere hablar con él.

Gertrud dijo «Un momento» y corrió a buscar, con el corazón palpitándole en el pecho, a Herr Meissner. Le encontró absorto en su despacho. Nunca le había visto tan enajenado. Hervía de rabia, de odio, de miedo, cuando Gertrud pasó dentro, no sin llamar antes a la puerta.

—Señor, señor, su nieto al teléfono.

Tomó el auricular y apenas le salió un diga de los labios, como si las palabras estuvieran pegadas a su garganta como una lapa.

—Tengo aquí a su nieto —dijo el sicario, siguiendo escrupulosamente el guión pactado con Yehuda Weis.

—¡No le toque un pelo, no le haga nada o se las verá conmigo, maldito cabrón! —rugió, apretando el auricular.

—¡Vaya lenguaje que tiene tu abuelo!

—Pide todo lo que quieras, lo oyes, todo, pero devuélvele aquí ahora mismo sano y salvo y no se habla más del asunto.

—Lo siento. No estoy autorizado. Hay otros planes, ¿quiere hablar con el pequeño?

—Pásamelo.

Oyó la voz del sicario. No era alemán. Lo advirtió por el acento. Un maldito turco. No solo venían a robar el trabajo, sino que robaban a sus nietos. Oyó la voz del niño, inconfundible.

—Ten, mocoso. Dile algo a tu abuelo.

—¡Abuelo Günter! ¡Abuelo! —lloriqueó—. Ven a buscarme, por favor, ven a buscarme. Tengo mucho miedo.

—No te preocupes y compórtate como un verdadero Meissner —por un instante le costaba mantener recia la voz, hablar con ese tono de seguridad que la grave situación requería—. Dentro de muy poco esto habrá acabado y estarás de nuevo con nosotros. No tengas miedo, pequeño. Vas a volver.

—¡Ven a buscarme! ¡Ven a buscarme! —lloraba desesperado.

—Mi pequeño, claro que iré a buscarte. No te preocupes.

—¡Abuelo! ¡Socorro! Aggg.

Ya no escuchó más la voz de su nieto, solo un jadeo animal, confuso, palabras que morían en los mismos labios sin que pudieran ser expulsadas y descifradas.

—¿Qué le está haciendo, maldita sea? ¡Deje que hable conmigo, maldita sea! —aulló el anciano Herr Meissner, poniéndose en pie, mordiéndose con tal fuerza los labios que se hizo sangre.

El sicario cogió de nuevo el móvil.

—Claro que se lo voy a poner. ¿No lo oye? No habla muy claro su chico. Y se está poniendo rojo, a punto de estallar. Diría, señor Meissner, que su nieto se está ahogando.

—¡Déjele, asesino de mierda! —rugió, con los ojos fuera de las órbitas, alzándose, como si pudiera impresionar a su interlocutor al que no veía.

—Le dejaré cuando esté muerto. Le enviaré el cadáver de su nieto en una maleta, o quizá le quiere descuartizado. Adiós, Herr Meissner. Trabajo terminado. Su nieto tiene un cuello demasiado flaco.

Se quedó Günter Meissner con el teléfono en la mano y el silencio al otro lado. Se había cortado la comunicación. Colgó el auricular, llorando, gimiendo, y se derrumbó literalmente en la silla de su despacho con los hombros encogidos, la cabeza gacha y la mirada perdida. Gertrud, la criada, le encontró así, derrotado, cubierto de lágrimas, completamente roto.

—Llama su hijo por la otra línea, señor Meissner. Dice que es muy urgente.

—Dile que llame más tarde.

—Pero, señor…

—¡Más tarde! —aulló—. ¿Es usted sorda? ¡Maldita sea!

Fue al salir la asistenta del despacho cuando Günter Meissner se levantó de la silla, cruzó los metros que le separaban de la puerta y la cerró por dentro dando dos vueltas a la cerradura, comprobando que quedaba atrancada y nadie iba a molestarle. Luego extrajo una pequeña llave del bolsillo de su batín morado y abrió con ella uno de los cajones de su escritorio mientras volvía a sentarse. Tanteó con la mano abierta con la seguridad de hallarla. Debajo de los papeles, de algunos libros de contabilidad y carpetas con facturas, estaba lo que buscaba, un objeto metálico y frío que había hablado por última vez en 1945. La sopesó en su mano. Las Luger seguían siendo las pistolas más elegantes del mundo, tenían una línea sofisticada que las alejaba de las chatas españolas Star. Chupó el cañón y apretó el gatillo.

Casi a esa misma hora, cinco minutos después, para ser exactos, Yehuda Weis lo intuyó, como si las plantas de sus pies descalzos que recorrían por última vez el frío pasillo de su casa notaran la vibración de la muerte de su verdugo, su estertor cuando la bala le salió por la nuca y se estrelló contra la pared del salón dejando una pintura abstracta de sangre en el papel. Se había vestido, para la ocasión, con la ropa del campo, con la infamante camisa a rayas con el bordado amarillo de la estrella de David y los anchos pantalones que se sujetaba con una correa a su cintura porque quería que el acto tuviera la solemnidad de una ceremonia. Entró en el cuarto de baño, dejó las muletas apoyadas en el pasillo y con dificultad y, tras varios intentos fallidos, consiguió ponerse de pie sobre la tapadera del retrete y mantenerse en precario equilibrio.

Fue entonces cuando llamaron a la puerta. Primero hicieron sonar el timbre, luego, al no contestar, comenzaron a aporrear la puerta con las manos. El último ruido parecía el de un mazo de los que utilizan la policía para irrumpir en la casa de un sospechoso.

Se anudó la cadena del váter al cuello, dos veces, un doble collar metálico, se acercó con sus pies desnudos al borde de la taza y se dejó caer. Durante unos segundos su cuerpo se balanceó a un palmo del suelo, suspendido de la cisterna, y cuando ésta, vencida por el peso que colgaba de ella, se separó de la pared y cayó al suelo rompiéndose en mil pedazos e inundando el suelo de agua, Yehuda Weis ya no respiraba. El desplome de la cisterna coincidió con el desplome de la puerta. Los policías, cuatro, tres hombres y una mujer, entraron en tropel, se atropellaron entre ellos con las pistolas en la mano.

—¡Aquí está! ¡Rápido! Hay que reanimarle.

Pero nadie pudo reanimar a quien llevaba muerto desde hacía más de sesenta años. El cuerpo de Yehuda Weis se negó a volver a la vida de la que por fin se había liberado. Aflojaron el doble anillo de la cadena en su cuello, insuflaron aire en sus quietos pulmones, golpearon con fuerza su raquítico pecho rompiendo una de sus costillas. Nada.

—Mejor que no lo vea —dijo la mujer policía a una chica llorosa, que se había quedado junto a la puerta destrozada, cuando quiso entrar en el interior del piso.

—Pero yo le entrevisté. Yo me siento en parte culpable de todo lo que ha pasado —gimoteó, visiblemente afligida, la periodista de la cadena ZDF Eva Steiger.

—Llegamos tarde. Lo siento mucho.

—¡Dios mío! ¡Dios mío! —gimió, llorando, estrellando su mano contra la pared—. ¡Qué mal me siento!

Cuando Karim fue a casa del viejo Yehuda Weis en busca del resto del dinero estipulado no le gustó lo que vio. Sobre la acera, junto a la portería de la modesta casa, había aparcado un coche celular con las luces destellantes azules funcionando. Giró en redondo, volvió a paso apresurado a su coche, se alejó y bajó siete manzanas; junto a una cabina pública se detuvo y llamó desde ella a Fariza.

—Ah. ¿Eres tú? ¿Has visto las noticias? No hablan más que de ese pobre niño y el nazi de su abuelo.

—No veo las noticias, las protagonizo. Deja esa sucia bata blanca, deja de limpiar los culos de los alemanes y baja a la puerta del hospital en diez minutos exactos. Nos vamos a Estambul.

—¿Estás loco?

—¿No querías volver a Estambul para ver a no sé quién coño de parientes? Pues vamos a verlos.

—¿Y el equipaje?

—No hay tiempo.

—Pero… ¿Por qué tanta prisa? ¿De qué viviremos?

—Tengo dinero ahorrado. Te compraré ropa.

No las tenía todas consigo cuando se acercó en su coche al hospital. Redujo la velocidad y dirigió la vista hacia la escalinata. Ahora sabría si su chica le era fiel en los momentos en que más la necesitaba. Y la vio, bajar a saltos, los escalones, sin la bata blanca, los cabellos negros sueltos y una falda corta que descubría sus fuertes rodillas.

—No quiero faldas cortas cuando lleguemos a Turquía. ¿Me oyes? —le reprochó, arrancando no bien ella se sentó a su lado, le echó los brazos al cuello y le dio un largo beso.

—¿Me pondrás un velo?

—Te pondré un velo.

Cuando llegaron al aeropuerto había anunciado en la pantalla un vuelo para Estambul que salía en media hora. Dejaron el coche en el parking y corrieron por el vestíbulo hasta el mostrador de Lufthansa.

—¿Estamos a tiempo de tomar el vuelo 454 destino a Estambul? —preguntó un jadeante Karim.

—Lo voy a mirar —la muchacha alemana tecleó en su ordenador y cambió el aspecto de su pantalla—. Hay plazas. Pero no sé si lo van a coger si llevan equipaje. Están embarcando ahora mismo.

—Dos sin equipaje. Rápido, señorita. No queremos perder ese vuelo. Tenemos que acudir al entierro de un familiar.

—Voy todo lo rápido que puedo, señor. El billete lo tiene que dar el ordenador.

Por la megafonía del aeropuerto llamaban a los últimos pasajeros del vuelo 454 con destino Estambul.

—Aquí lo tiene, señor. Que tengan buen viaje —le dijo, alargando los pasajes a aquel turco nervioso y brusco que casi se los arrancó de las manos.

Volaron con los billetes en la mano. Karim se impacientó con el guarda encargado de cachearle en los arcos detectores de metales.

—Se me escapa el vuelo —espetó.

—¿Por qué no vino antes? Vacíe los bolsillos.

Corrieron luego a la carrera hasta la puerta que indicaban las pantallas luminosas del aeropuerto. La 24 no parecía llegar nunca. Fariza jadeaba, sin soltar la mano de su novio.

—No puedo más. Me quedo en tierra. No puedo más.

Karim se volvió y tiró furiosamente de su brazo.

—Claro que puedes. No hemos llegado hasta aquí para perder este avión. Lucha, Fariza, lucha.

Llegaron cuando empezaban a retirar el finger. La empleada del aeropuerto que comprobó sus billetes llamó a la cabina para que volvieran a abrir la puerta que ya habían cerrado. Karim y Fariza irrumpieron en el avión y se dieron de bruces con las azafatas.

—Lo cogen por los pelos.

—Eso es porque somos afortunados —dijo un exultante Karim, buscando su asiento, cediendo, como un educado caballero, la ventanilla a su amada Fariza.

—Estás loco de atar. No me puedo creer lo que estamos haciendo. Pero yo también estoy loca como tú.

—Por eso me quieres. Adiós, Alemania.

—No sé por qué te sigo. Estás completamente loco.

Al mismo tiempo que se elevaba el avión sobre el cielo encapotado de Múnich y atravesaba el círculo de nubes para buscar el sol del sur, el niño Vilhelm Meissner, sucio, cansado, con las piernas arañadas, cojeando más de la cuenta y con el cerco impreso de unas manos en su cuello, enfilaba el camino sin salida que llevaba hasta la verja de la mansión de los Meissner cinco horas después de haber sido secuestrado en ese preciso lugar. Era de noche, pero ya no tenía miedo. Nadie que volviera del otro lado del espejo podía temer ya nada.

San Cugat, invierno de 2005

Fin