Capítulo 16

Yehuda Weis permaneció toda la tarde en tensión, esperando esa llamada, mirando el vetusto teléfono negro colgado de la pared. No comió. Sencillamente se olvidó de hacerlo. El timbre, cuando sonó, le hizo feliz, dibujó una sonrisa en su boca amarga. Tomó los bastones, se apoyó en ellos, hizo levitar su cuerpo y se acercó, con ruido, a la pared. Entonces, abandonando uno de los apoyos y dejándose caer en una silla, tomó el auricular y lo colocó sobre su oreja.

—Yehuda Weis. ¿Quién es?

No se oía bien. Los móviles tienen esos inconvenientes, que se escucha mal la voz, que esta distorsiona, suena metálica o se pierde ante la falta de cobertura. Pero pudo reconstruir lo que oyó, tras hacer que lo repitiera el interlocutor.

—Lo tengo. Voy camino del bosque —dijo Karim.

Tardó en responder. Temblaban las manos que sostenían el auricular y sus ojos, tras las gruesas gafas de miope, se volvieron acuosos. Un placer malsano, del que hasta aquel momento no tenía ni idea, le embargaba.

—Perfecto. Yo le llamaré primero, usted hágalo exactamente dentro de quince minutos. Sobre todo, haga que el niño hable.

—De acuerdo.

Colgó y volvió renqueando a la sala de estar. Abrió un viejo tocadiscos y buscó ansioso un disco entre el desorden de sus anaqueles cargados de polvo. Saratoga swing de Glenn Miller en una vieja grabación de Deutsche Grammophon. Dejó caer la aguja sobre el microsurco negro de vinilo y volvió al teléfono. Marcó un número y esperó impaciente. La melodía se oía perfectamente, de fondo. Le costaba estar de pie, en el pasillo de su casa, y mantener el equilibrio con una sola muleta, pero creyó que la ocasión merecía ese sacrificio.

—Residencia de los señores Meissner.

—Quisiera hablar con Herr Günter Meissner, por favor —dijo con la voz más clara que pudo a la mujer, seguramente una sirvienta, que cogió el teléfono.

—Veré si está. ¿Quién le llama, señor?

—Yehuda Weis, un viejo conocido —no mintió.

Se demoró el magnate en ponerse al teléfono. Lo debió de coger en su despacho. Estaría solo, detrás de su mesa, mirando, quizá, la foto de su esposa, de sus hijos, de los dos nietos.

—¿Quién es usted? —fue la seca y desagradable salutación. Si la empleada doméstica le había dicho correctamente su nombre, este le indicaba su procedencia judía y eso le revolvía las tripas sesenta años después.

—Me llamo Yehuda Weis.

—No le conozco.

—Vamos. Claro que me conoce. Haga memoria, señor Meissner.

—Oiga, estoy muy ocupado para perder el tiempo con extraños. Lo siento.

Congeló el ademán que hacía de colgar el teléfono con una sola palabra mágica.

—Auschwitz.

Y silencio largo y profundo después de oírla.

—¿Quién es usted y qué quiere?

—Nos vimos por primera vez, señor Meissner, hace más de sesenta años, el 1 de noviembre, una fecha que no se me olvidará.

—Lo lamento. Yo no sé quién es usted.

—Esa fecha, para usted, es una fecha cualquiera, pura rutina. Para mi madre y mi hermano, no. Llegamos en un tren, después de cuatro días de viaje, como bestias de carga, señor Meissner, y el tren ya olía a muerte, a miedo, que era el olor con el que me iba a familiarizar durante los cuatro años que compartí Auschwitz con usted.

—Entiendo. Eso es el pasado, señor Weis. Entiérrelo. Yo lo he hecho —contestó, gravemente.

—No es tan fácil, sabe. Usted era el verdugo, y nosotros, las víctimas.

—Ya me juzgaron.

—No, no le juzgaron. Todavía no.

Notó el estremecimiento de la mano de su interlocutor en el teléfono, un ligero temblor en la voz ante esa última frase suya, amenazadora.

—Bajamos de ese tren, aterrorizados, hambrientos, congelados, sucios y allí estaba usted, en el andén, con una vara en la mano, su gorra de plato y sus botas relucientes, seleccionando el ganado. Se debía de sentir Dios, con ese inmenso poder sobre la vida y la muerte de las criaturas.

—No se puede cambiar el pasado, señor Weis.

—Ahora soy señor, entonces era un número en el antebrazo, marcado con hierro candente, como una simple res. Porque nos veían como ganado que iba al matadero. No, miento, a los animales se les tenía mucha más consideración que a nosotros.

—Esta conversación es del todo inútil. Voy a colgar.

—No lo va a hacer porque va a escuchar todo lo que le tengo que decir. Usted, señor Meissner, mató ese día a mi madre y a mi hermano. Bajamos juntos del tren y aquel joven oficial alemán de ojos azules y sonrisa agradable cogió a mi madre por el hombro y le preguntó que escogiese a quién se llevaba de sus dos hijos. Ella entendió que al que eligiera le salvaba. Espantoso dilema, retorcido, el que ideaban sus enfermizas mentes para convertir a las víctimas en sus propios verdugos y hacerlos culpables de lo inevitable. Ella eligió a mi hermano y yo, durante todos estos años, no hay día que no me pregunte con dolor espantoso, por qué mi madre no quiso salvarme, aunque su decisión, involuntariamente, sí lo hizo. Y allí estaba usted, dueño y señor de las vidas, mandando a mi familia al horno crematorio mientras, caprichosamente, me salvaba la vida. Verdugo y salvador. ¿Tendría que estar agradecido de haberme salvado? No, señor Meissner, no, y usted esta noche va a lamentar mucho no haberme enviado también ese 1 de noviembre a la cámara de gas y al horno crematorio.

—Comprendo su resentimiento, pero no puedo hacer nada salvo decirle que lo siento.

—Usted no, pero yo sí.

—No le entiendo —la voz de Herr Meissner estaba cada vez más alterada—. ¿Qué está insinuando?

—Durante esos cuatro años yo fui su ayudante, el carnicero de Auschwitz, quien llevaba a sus inocentes congéneres a ese espantoso matadero. Me acostumbré a los gritos, al insoportable rumor de los arañazos en las puertas de madera, al olor de la muerte cuando entraba para apilar los muertos desnudos en las vagonetas y llevarlos hasta el crematorio, al hedor de la carne quemada, a ese ensordecedor ruido del fuego triturando huesos, piel, a la columna de humo que salía las veinticuatro horas del campo de exterminio y se quedaba prendida en la garganta. Ésa era la única forma, decían, de salir de allí: convertido en humo.

—Le diré una cosa. No estoy orgulloso de todo aquello. Es un episodio sombrío.

—Episodio sombrío, episodio sombrío… Era aburrida su estancia en Auschwitz, Herr Günter Meissner. Se hartaba de quedarse con el botín de toda esa gente, con las ropas que clasificábamos, con el dinero confiscado, con los dientes de oro, porque además se enriquecían con la muerte. Por eso, de cuando en cuando, usted se perdía por Kanada, esa zona edénica del campo adónde iban las judías seleccionadas porque eran agraciadas y no realizaban trabajos más duros que clasificar las maletas de los que llegaban al campo y morían el primer día. Había que abrir esos equipajes y clasificar el contenido. Y usted iba a Kanada, como un ave de presa, cogía a la judía que más le gustaba, la violaba como si fuera una bestia, allí, delante de todos, sin que necesitara bajarse los pantalones. Simple carne de desahogo. Y violó, delante de mis ojos, a una joven polaca porque se dio cuenta de que me gustaba, y luego, por esa misma razón, la seleccionó para la cámara de gas. Yo llevé a esa muchacha en la vagoneta hasta el horno crematorio, yo cerré la puerta metálica y hube de reprimir las lágrimas, la rabia. ¿Revive su memoria?

—Yo no violé a ninguna mujer.

—No, claro, porque no eran mujeres para usted sino bestias, y con las bestias todo era lícito. Una se mató, no pudo resistir el asco que sintió cuando la dejó tirada en el suelo y se arrastró hasta las alambradas, se cogió a ellas con su mano crispada hasta que la descarga de los diez mil voltios la mató.

—No me explique más. Lo sé. Pero por más que me hable, no sé quién es usted, no consigo identificarle. Quizá si le viera.

—Tampoco. El insomnio de todos estos años me ha lastrado, soy una piltrafa, sin energía. Pero sigamos. El tren de los niños. De eso sí se acuerda. Yo tuve que abrir los vagones y los niños y sus madres bajaron despavoridos. Muchos murieron pisoteados en las vías, pero a los que caían, usted, yo lo vi, los tomaba por los pies, como conejos, y los lanzaba con fuerza al interior del camión, por el aire. ¿Se acuerda? ¿No oye el chasquido de sus cráneos ni su llanto insoportable? La nieve quedó teñida de sangre.

—No lo recuerdo.

—Para mi desgracia, y la suya, me salvó la vida una segunda vez. Los sonderkommandos, los ayudantes de verdugo, con la doble condena de seguir vivos y ayudar a que los otros murieran, una existencia que era mucho peor que la muerte, mucho peor, repito, nos sublevamos hacia el final de la guerra. Sorprendimos a unos cuantos SS, ¿se acuerda?, que acabaron probando sus propios métodos, saliendo de Auschwitz por la chimenea, pero nos aplastaron luego, claro. Nos aplastaron a sangre y fuego, nos capturaron, y mataron a dos de cada tres. Era difícil librarse de ese castigo, tenía yo muy pocas posibilidades de vivir. Usted era uno de los oficiales que se encargó de administrar la pena con gran deleite por su parte. Otra vez en sus manos la decisión de matar o dejar vivir, de ser Dios de vidas ajenas. Oí el ruido de sus botas junto a mi cabeza echada sobre el suelo helado del campo, el estampido de su Luger a pocos centímetros de mi cabeza, sentí la sangre y los sesos de mi vecino salpicándome en la frente, pero me libré, otra vez. ¿Por qué no me mató, Herr Meissner?

—No lo sé. Suerte, fruto de casualidades. Dese por afortunado.

—¿Afortunado? ¿Y mi vida? ¿Quién regenera mi infernal vida? ¿Quién borra mis enfermedades? ¿Quién anula los recuerdos espantosos?

—Yo los he borrado.

—Porque para usted no eran espantosos. Mataba bestias. Los judíos, los gitanos, los comunistas, los homosexuales, éramos bestias que no podían vivir.

—Bien, se ha desahogado. Espero que le haya servido para algo. ¿Es esta una sesión de terapia ordenada por su psiquiatra?

—No hemos acabado, señor Meissner. Esta conversación no habría tenido lugar si usted no hubiera cometido un terrible error. Salió en televisión vanagloriándose de su infame pasado de asesino y puso nombre y apellidos a aquel carnicero del campo de exterminio de Auschwitz al que conocíamos por Cara de Ángel. ¿Sabe lo que es para los que sobrevivieron a esa espantosa matanza verle a usted bronceado, en su mansión, desafiante, justificando aún ahora aquella carnicería?

—Fue una decisión política.

—¿Asesinar a los niños era una decisión política?

—No podíamos flaquear ante los niños que serían adultos en cinco o seis años y se convertirían en un peligro para Alemania. No había lugar para sentimentalismos.

—Mataba niños, Herr Meissner, y más si eran deformes, ésos eran los primeros que ardían en las llamas, porque el Tercer Reich buscaba la perfección en todo, en la raza, pero también en la masacre, que era industrial. Y aquel campo era el ejemplo de la eficacia alemana. ¿No es cierto?

—Me ha robado buena parte de mi tiempo, señor Weis.

—No me llame señor. No sea hipócrita. Cíteme por el número que todavía llevo marcado en la muñeca: 33.435.

—¿Sabe una cosa? Lamento no haberle matado también. Sí, se lo digo en serio. No debimos dejar a nadie vivo en Auschwitz. Fue una equivocación.

—Se olvidaron de nosotros en su precipitada huida ante la llegada de los rusos. Eso fue lo que pasó con los valientes SS del campo de Auschwitz.

—Recibimos órdenes de evacuación.

—Quería preguntarle una cosa, Herr Meissner. ¿Qué piensa de las taras físicas y mentales?

—En aquella época ya sabe lo que pensaba. ¡Vaya pegunta!

—¿Y ahora?

—No soy tan joven para mantener mis ideas tan claras. Se cometieron excesos, seguro, pero eso es ineludible en cualquier guerra.

—Uno de sus nietos, Vilhelm creo que se llama, es moreno, ¿no es así?

—¿Qué quiere decir?

—A lo mejor es judío, ¿verdad?

—¿Está loco? ¿Qué diantre insinúa?

—Y cojea el muchacho, y es un poco retrasado mentalmente, tanto, que va a una escuela especial. Una paradoja para un nazi tener un nieto así. ¿Le quiere? ¿Le hubiera gaseado de encontrarnos en 1940?

—Voy a llamar a la policía, viejo demente. Hasta dudo de que realmente estuviera en Auschwitz —gritó cogiendo con fuerza el teléfono—. Usted es un puto paranoico.

—No le va a servir de nada llamar a la policía. Le he dicho mi nombre y además es auténtico. No me oculto. ¿Qué me puede pasar? Nada, al lado de lo que ya he pasado. Yo morí ese 1 de noviembre, cuando entré en su campo.

—Debió morir entonces —sentenció fríamente Günter Meissner.

—Durante años me he hecho la pregunta de por qué estaba vivo. Ahora, hoy, lo sé.

—¿Por qué está vivo? Usted es un saco de hiel. No creo ni que se soporte usted mismo. Suicídese.

—Su nieto pequeño, señor Meissner, no ha llegado.

No hubo respuesta hasta mucho más tarde.

—¿Cómo que no ha llegado? —la pregunta la hizo con voz temblorosa.

—Pregunte. Pregunte al servicio, o a su rubio hermano ario si está jugando con él en su habitación. Llame a su hijo, por si sabe algo de Vilhelm. Pero yo no lo haría, no perdería el tiempo.

—¿Qué está insinuando, viejo chiflado?

—Su nieto, señor Meissner, no volverá, porque le tengo yo, y no hay dinero en el mundo, maldito asesino, para comprar su vida. ¿Me oye, Meissner? ¿Me está oyendo? —la voz de Yehuda Weis adquirió un tono seco, abandonó definitivamente su temblor, se dotó de una energía justiciera—. Está condenado a muerte como lo estuvieron los miles de niños que pasaron por sus manos, como los miles de mujeres, ancianos, jóvenes que con un simple gesto mandaba al matadero. Ahora, maldito, es alguien de su sangre quien está en esa fila de los condenados y su muerte va a caer como si fuera ácido sobre su cabeza, le va a roer el corazón si lo tiene —aulló, gastando la voz que le quedaba.

—Llamaré a la policía, demente. ¡Eso es falso! ¡Usted no tiene a mi nieto! ¡Puto loco! ¿Qué se ha creído? No me va a molestar más porque le van a encerrar.

—No lo evitará. Nadie puede evitar su muerte. Nadie. Hasta el infierno, Günter Meissner. Hasta el infierno.

—¿Quién demonios eres? —gritó.

Yehuda Weis dejó el teléfono descolgado, oscilando, y volvió a la sala de estar. Giró la ruedecilla del volumen del gramófono y la melodía de Glenn Miller se expandió con estruendo por toda su pequeña vivienda.

Günter Meissner escuchó claramente Saratoga swing. La música de Glenn Miller era degeneradamente americana, pero se escuchaba en el campo de forma clandestina entre los propios guardianes porque era agradable. Permaneció el antiguo oficial de las SS mudo, con el auricular aplastándole la oreja y la melodía empezó, como por arte de magia, a generar imágenes en su cerebro, a poner en marcha todo un mecanismo de recuerdos.

Yehuda Weis entró en su despacho y un disco de Glenn Miller giraba en el microsurco. Saratoga swing. El joven responsable del sonderkommando 5 no sabía para qué lo había llamado esta vez el teniente de las SS.

—Desnúdate.

El adolescente judío giró la cabeza y permaneció quieto, como si no hubiera oído la orden. El teniente Meissner, con su inseparable fusta, permanecía sentado en una esquina, junto al disco clandestino que giraba y cuya melodía alegre sonaba lúgubre en aquel lugar.

—¿Estás mal del oído, muchacho? ¿No me has oído? Desnúdate.

Se desabrochó la camisa de rayas, se deslizó el pantalón por sus piernas delgadas, dejó la ropa bien doblada sobre el respaldo de una silla.

—Del todo, muchacho. Los calzoncillos también.

Se desnudaban por completo para cada una de las inspecciones médicas, estaban desnudos horas mientras los temibles galenos del campo con sus batas blancas y sus botas militares examinaban sus bocas, sus ojos, sus sexos y orificios anales para evaluar su futuro vital. Permaneció Yehuda Weis desnudo, en medio del despacho, mientras la orquesta de Glenn Miller continuaba interpretando Saratoga swing, creando una atmósfera especial de sala de fiestas en aquel lugar tétrico y gris. Temblaba de frío y vergüenza. La luz apagada del atardecer entraba por un ventanuco de cristal opaco y, a lo lejos, se oía el sórdido rumor de los hornos crematorios que no daban abasto en su tarea de reducir a cenizas los cadáveres.

—Me alegro de que aún conserves grasa, muchacho. Bien. Apoya ahora las manos en la mesa y abre las piernas, como para un registro, y agacha la cabeza —ordenó Günter Meissner mientras se incorporaba—. Relájate y no te dolerá, muchacho. Relájate —dijo, con la voz quebrada por la excitación.

El disco llegó a su fin y ahora solo se oía el rasgueo que hacía la aguja de diamante sobre los surcos sin música del vinilo. En los cinco minutos que había durado la pieza musical Yehuda Weis había rememorado lo que sucedía siempre que sonaba la orquesta de Glenn Miller interpretando Saratoga swing en el despacho del teniente Cara de Ángel del campo de exterminio de Auschwitz. Las veces que había escuchado esa sosegada melodía que a él se le antojaba espantosa, no las recordaba, pero habían sido muchas, demasiadas. Alzó la muleta y descargó un fuerte golpe con ella sobre el disco que se partió en cuatro trozos. Luego, renqueante, fue al teléfono. Al otro lado pudo oír el aliento de Günter Meissner, su familiar respiración entrecortada que no era de placer, entonces, sino de miedo.

—Sé quién eres —le oyó decir—. Maldito perro desagradecido.

Colgó.