Capítulo 15

El codazo de Eva, entre las costillas, despertó a Pete de golpe y le hizo aflojar el abrazo con el que ceñía la suave cintura de la chica.

—No puedo dormir.

—¿Y? —murmuró somnoliento, sin poder abrir los ojos.

—Vamos a tomar algo —dijo, sentándose en la cama y encendiendo la luz de la mesilla de noche.

Pete se restregó los ojos, antes de abrirlos, y miró a su chica que ya saltaba de la cama y se vestía cambiando el pijama por unos tejanos, una camiseta oscura, un jersey y buscaba sus botas debajo de la cama.

—¿Te has vuelto loca? ¿Qué hora es?

—Las doce.

—¿Y a esta hora hay algo abierto?

—Conozco un sitio.

Tomaron un taxi e hicieron el viaje en silencio. Pete aún no se había despertado y tiritaba de frío dentro de su abrigo. Eva mantenía la cara pegada al cristal de la ventanilla, mirando a los escasos viandantes que deambulaban por las vacías aceras, a los borrachos de cerveza que meaban en los huecos de los árboles y las prostitutas de piel oscura que tiritaban envueltas en sus abrigos en las esquinas y saltaban sobre sus pies para entrar en calor.

La taberna Sant Pauli cerraba a las dos de la madrugada y dentro de ella reinaba el calor y el humo. No había mucha luz, las luces brotaban del suelo, discretas, y buena parte de los divanes en donde jóvenes de extracción social baja, estudiantes, bohemios y turcos consumían bebidas alcohólicas y escuchaban melodías de Miles Davis, estaban ocupados.

Interrogaron a un par de chicas con el cabello muy corto y aspecto hombruno.

—¿Os importa que nos sentemos?

—No, claro que no —dijo una de ellas.

Pidieron un vodka con hielo y una margarita. Pete apuró su vaso de un solo trago y pidió a gritos el segundo en cuanto pasó por su lado la camarera.

—¿Para qué me has sacado de la cama? —le preguntó Pete a Eva mientras le acariciaba los hombros y las dos chicas de aspecto hombruno se fundían en un abrazo y se besaban en los labios ajenas a su proximidad.

—No podía dormir. Hay dos cosas que me mantienen sobre ascuas, porque no las entiendo.

La cara de Pete se iba distorsionando a medida que el segundo vodka con hielo entraba en su cuerpo, sin dar tiempo a asimilar el primero.

—¿No estás bebiendo muy rápido?

—Estoy acostumbrado. ¿Qué te preocupa? ¿Algo del maldito programa? ¿Cuánto va a durar eso? Creía que ya te habías curado después de su emisión, pero veo que sigues en tus trece, por los siglos de los siglos, amén.

—No acabo de entender el grado de crueldad a que llegaron los nazis. No es que asesinaran, es que se deleitaban haciéndolo. Cuesta asimilar su grado de perversión.

—Eran lobos.

—¿Lobos? ¿Por qué eran lobos?

—Necesito un tercer vodka con hielo para explicártelo —y cogió, a ciegas, la mano de la camarera que pasaba por el diván, la detuvo en seco, consiguió que le mirara con auténtica furia—. Otro vodka con hielo, por favor, que me muero de sed.

—No bebas tanto —le rogó Eva.

—Tú me has llevado a este antro a escuchar a Miles Davis y a ver cómo dos tías se lo montan —dijo, amparado por la música—. Lo menos que puedo hacer es beber.

—¿Qué quieres decir con que eran lobos?

El vaso de vodka brilla en su mano. Eva le observó mientras bebía, contemplando cómo el cubito de hielo era troceado entre sus mandíbulas y cómo escupía luego cada una de las fracciones de hielo resultante de nuevo en el vaso.

—Los nazis eran lobos, se comportaban como ellos. Es muy fácil de entender, aunque no lo compartas. El lobo, ante el rebaño de ovejas, ante su mansedumbre y su negativa a defenderse, no las mata para comer, como sería lo natural e instintivo, sino que se ceba con ellas, las degüella una a una por el simple placer de matarlas. Se han dado casos, querida, en los que un solo lobo ha matado a todo un rebaño de doscientas ovejas excitado por su incapacidad de defenderse. Los nazis son los lobos; los judíos eran las ovejas. Se excitaban matándolos porque no obtenían respuesta de ellos. ¿Me entiendes?

—Lo intento.

—¿Y cuál es la segunda cosa que te quita el sueño?

—¿Por qué Yehuda Weis sobrevivió pese a haberse rebelado con los sonderkommandos de Auschwitz? ¿Cuál fue el motivo por el que Cara de Ángel no le asesinara en todas las ocasiones que tuvo de hacerlo?

Dio el trago definitivo a su vaso antes de dejarlo vacío en la mesa.

—Yo también me lo he estado preguntando. Deberías habérselo sonsacado a él.

—Se irritó cuando le insinué la pregunta en una ocasión.

—Un misterio. Un misterio, querida Eva, que no me dejará conciliar el sueño.

Entró en la cava de jazz un grupo de turcos. Eran tres y había uno, con el pelo negro y ensortijado y una cicatriz en la frente, que parecía llevar la voz cantante e iba bastante colocado con anfetaminas a juzgar por lo brusco de sus movimientos. Le dijo algo a la camarera del pelo corto y piercing en el ombligo mientras la sujetaba por el brazo y ella le contestó alguna grosería soltándose con brusquedad. Se adentraron en el local. Fue entonces cuando los ojos azules de Eva se encontraron bruscamente con la mirada felina del joven turco y, lejos de apartarla, la mantuvo desafiante. No vio el recién llegado, o no le importó, la presencia de Pete ni de las lesbianas que seguían abrazándose y besándose ajenas a todos, y tomó asiento en un extremo del sofá, al lado de Eva mientras sus dos compañeros, en pie, bromeaban acerca de su osadía.

Fue entonces cuando Pete reaccionó y se encaró con él a gritos.

—Oye, amigo. Nadie te ha dado permiso para sentarte junto a mi novia y mirarla de ese modo.

—¿Perdona? ¿Qué has dicho? —contestó el turco del cabello negro y rizado manteniendo una sonrisa burlona en su rostro—. Tu amiga me ha invitado —le dijo, mirándole muy fijamente a los ojos.

—No es cierto —terció Eva, molesta y en guardia.

—Oye —siguió gritando Pete, acercando su cuerpo al de su rival—. Lárgate de aquí, turco de mierda. ¿Me has oído? Sobras, joder, en Alemania. Deja a las alemanas en paz. Dedícate a las turcas.

Había un vaso vacío y el joven turco lo cogió para estrellarlo sin más en la cabeza de Pete. El compañero de Eva lanzó un aullido mientras se llevaba la mano a la frente ensangrentada y se desplomaba sobre el respaldo del diván. El turco saltó entonces sobre él y le golpeó repetidamente en la cara con todas sus fuerzas. Las dos mujeres del fondo dejaron de besarse y miraron la escena alarmadas pero sin posibilidad de escapar porque estaban en una esquina y debían pasar por delante del grupo. Uno de los golpes del agresor produjo un chasquido en la nariz del agredido. Eva chilló histérica que le dejara mientras se abalanzaba sobre el agresor y los dos amigos del turco se echaron encima de su colega para separarlos y detener la pelea.

—Venga, Karim, déjale, que el boche está borracho.

El pendenciero turco se debatía entre los brazos de sus amigos mientras soltaba toda clase de insultos y amenazas sobre Pete, que permanecía sentado y con la mirada en blanco, y de Eva que trataba de restañarle la sangre que le manaba de la frente.

—¡Eres un cabrón! —le dijo la joven periodista de la ZDF, volviéndose al agresor—. ¡Un hijo de puta!

El turco rió mientras se tocaba los genitales con ostentación.

—Tu novio no tiene lo que hay que tener aquí, entre las piernas. No creo que tú quedes contenta con él. Conmigo quedarías muy contenta. Dile a ese cobarde que le espero fuera, que salga a la calle si es hombre y le voy a rajar de arriba abajo.

Pete hizo el gesto de levantarse pero Eva le retuvo con determinación mientras le susurraba al oído.

—¿No tienes bastante? Este salvaje te matará. Es mucho más fuerte que tú. Deja de hacerte el macho. Te quiero entero, no a trocitos.

Ahora eran los tres turcos los que provocaban y se reían.

—Vamos, tío, sal a la calle que vamos a seguir, y en la calle nos llamas turcos de mierda si tienes cojones.

La camarera del pelo corto y el piercing en el ombligo les conminó a abandonar el local.

—Idos de aquí o llamamos a la policía. ¡Largo!

—Puta. Todas las alemanas sois putas. ¡Que os jodan!

Salieron y Pete y Eva no lo hicieron hasta mucho más tarde, tras cerciorarse de que los tres turcos pendencieros se habían ido.

En el taxi que los devolvió a casa Eva no dejó de solicitar a Pete que le perdonara por haberle sacado de la cama, mientras le restañaba la sangre con una servilleta y le preguntaba si no sería mejor ir al médico a que le cosiera la brecha de la frente.

—Déjalo —contestó malhumorado—. Ya no sangra. Lo que me jode es que ese hijo de puta se haya ido sin que le tocara la cara.

—No te hubiera dejado, Pete. Aquel tipo te hubiera matado si sales a la calle. Seguro que llevaba un cuchillo.

—¡Turcos de mierda! —dijo entre dientes Pete mientras el taxi los dejaba delante del apartamento de Eva.

Pete se dejó caer en la cama mientras Eva examinaba sus heridas.

—Me dejarán cicatriz —se lamentó él.

—No me importa: me gustan los hombres con cicatrices.

—¡Putos turcos!

—No somos políticamente correctos.

—¡Y qué! —exclamó Pete, furioso, mientras se tocaba la gasa empapada de sangre que reposaba sobre su nariz—. Se comportan como salvajes en nuestro país. No se adaptan a nuestras costumbres. ¡Que se larguen, mierda, o tendremos un problema!

—Ya lo tenemos —afirmó Eva—. Si un padre es capaz de ordenar a sus hijos pequeños que asesinen a la hija que les ha ultrajado su honor, qué no serán capaces de hacer con los extraños.

—¡Raza de putas bestias!