Capítulo 13

Günter Meissner miró el reloj de pulsera con cierta impaciencia. Las nueve y diez. El reloj de oro que se anudaba a su muñeca no solía fallar, ni el reloj de pared que marcaba inflexible el tiempo y aparecía protegido por una puerta de vidrio junto a un opulento aparador en donde lucían copas de cristal con el borde de oro y el pie de plata. Tampoco solía fallar su hermano Dieter Meissner a aquella cena familiar que, como cada año, daba con motivo de su cumpleaños. Hacía poco había llegado su hijo Johan Meissner, su nuera Melissa Henreid y sus dos nietos Vilhelm y Adler que no paraban de pegarse cachetes por debajo del exquisito mantel que cubría la larga mesa del comedor. Reinaba el silencio en el comedor de los Meissner solo roto por las risas ahogadas de los nietos incapaces de mantenerse quietos, y Johan y Melissa, al entrar, apenas habían intercambiado saludos y besos de rigor antes de ocupar sus sitios reservados de antemano en esa mesa.

Una de las camareras, la rolliza Gertrud, asomó la cabeza en el comedor y buscó con su mirada viva el rostro de Greta.

—La llaman por teléfono, señora.

La señora Meissner, que ya había desplegado la servilleta y colocado sobre la falda, la devolvió a su lugar de origen, miró a su esposo en silencio y salió del salón comedor. No estuvo ni tres minutos ausente. Fue al volver cuando su marido advirtió una expresión grave en su rostro.

—¿Qué sucede?

—Tu hermano se disculpa. No vendrán. El pequeño Bartoldh tiene fiebre.

—Excusas —gruñó Günter Meissner sin poder disimular la irritación y luego, haciendo una seña a la camarera, le gritó con voz áspera—, ya puede servir la cena. Ya estamos todos.

Aquella era la primera cena de cumpleaños a la que faltaba su hermano Dieter, su esposa, sus hijos y nietos, y no era un aniversario cualquiera: el señor Meissner cumplía ochenta y seis años de envidiable salud. La rolliza Gertrud dejó una sopera de porcelana en la mesa, la abrió y el aroma de su caldo de pescado y langosta se expandió agradablemente por el salón comedor. Ella se encargó de servir los platos. Günter, desganado, hizo un gesto de no querer más cuando la camarera vertió un único cazo en su plato sopero.

Comieron aquel primer plato en un tenso silencio mientras afuera, en el jardín, relampagueaba y se oía caer la lluvia sobre la tierra, se olía el perfume de la hierba mojada de los parterres que se colaba por los intersticios de las puertas e invadía la estancia. Sorbieron el caldo con exquisito decoro, con excepción de los dos niños que lo hicieron de forma ruidosa y se ganaron los reproches de su madre.

—¿No os enseñan en el colegio a comer sin hacer ruido?

Aquella pregunta retórica sirvió a Günter Meissner, que ya había vaciado su plato de sopa, para romper el tenso silencio que reinaba en el salón.

—Ya no se enseñan modales en los colegios, ni hay disciplina —se lamentó, en voz alta—. La verdad es que no sé qué demonios enseñan en las escuelas a las nuevas generaciones. Mi padre nunca me habría permitido hacer ningún ruido cuando comía. Es una desgracia que se haya perdido esta actitud tan respetuosa de antes. ¿Qué diantre fue de las jerarquías? ¿Qué es un padre ahora? Pues nada, creo. Nada.

El pescado del segundo plato, lubina, se había cocido al horno entre grandes cantidades de mantequilla y patatas redondas y pequeñas. Los dos pequeños desmenuzaron el pescado, le sacaron las espinas y la piel, machacaron la carne con los tenedores contra el plato y optaron por devorar las patatas.

—Tío Dieter no ha venido —dijo Johan Meissner mojando sus labios en la copa de vino blanco del Rin.

—Ha llamado. Uno de sus nietos está enfermo. ¿No se lo has oído a tu madre? Creía que estabas en la mesa.

—Y usted lo cree, padre.

Günter Meissner dejó el tenedor y el cuchillo de pescado apoyados sobre el plato y dirigió la fría mirada de sus ojos azules hacia su hijo Johan que ocupaba una silla situada en diagonal de donde se sentaba el magnate.

—No acabo de entender tu comentario, hijo.

—Claro, no entiende mi comentario. Tampoco ve lo que sucede a su alrededor, las caras de sus consejeros de administración. ¿Le han felicitado, padre?

—Por supuesto que lo han hecho.

—¿De viva voz?

—Por teléfono. ¿Adónde quieres ir a parar?

—Antes, creo recordar que todos los años, bajaban a su despacho a estrechar su mano y les ofrecía una copa de vino.

—Las costumbres cambian.

—Pero este año era muy especial, porque el señor Meissner cumplía ochenta y seis años.

Intervino la señora Meissner, visiblemente disgustada por el tono agrio de aquella conversación.

—No entiendo qué le estás reprochando a tu padre.

—¿No lo entiende, madre? —Johan elevó el tono de su voz, pero su timbre era chillón, no tenía la sonoridad cavernosa de la de su progenitor, trabajada a base de alcohol y tabaco, que parecía venir del interior de una gruta.

—No quería nada especial en la empresa, sino celebrarlo en familia —terció Günter Meissner sin poder disimular el enojo que le provocaban las observaciones de su hijo.

—La empresa es su familia, padre. Siempre lo dijo, usted que la ha gobernado durante los últimos años con mano de hierro, manu militan. ¿No es un poco decepcionante llegar a los ochenta y seis y no estrechar ninguna mano de sus consejeros?

—No me inmuta, la verdad. No me afecta. ¡Vaya tontería es esta! No sé a dónde quieres ir a parar.

—¿Como no le afecta el que su hermano Dieter no venga a esta casa, ni lo hagan sus sobrinos, ni sus otros nietos? ¿Para qué esta mesa singularmente vacía? —y señaló con la mano armada con el cuchillo de pescado la larga mesa cubierta con mantel blanco que evidenciaba las ausencias.

—Soy muy mayor para discutir contigo, hijo. Pelea con tu esposa, si quieres. Aunque me parece que le tienes pánico.

Melissa cogió la mano de su marido, en un intento de aliviar la tensión y hacer volver la cordura a aquella mesa, pero Johan se deshizo de ella, bruscamente.

—¿Y no se pregunta, padre, por qué no le felicitan efusivamente los consejeros, por qué no viene su hermano y su familia, por qué el ascensorista hace días que evita mirarle y le saluda como un autómata, con esa falta de afecto de antes? ¿No se lo pregunta, verdad, usted que todo lo analiza, que es tan minucioso con cualquier detalle?

La señora Meissner indicó a su nuera que se llevara de allí a los niños. Vilhelm y Adler protestaron porque sabían que se perdían el postre de chocolate con que terminaban los cumpleaños del abuelo y la vieja canción bávara que todos entonaban puestos en pie, pero Melissa los tomó firmemente de las manos y los arrastró de allí.

—¿Y el postre, mamá? —gritaron a coro cuando enfilaban la puerta del salón comedor y eran entregados a la servidumbre.

—Lo tomaréis en la cocina, pero sólo si sois obedientes.

Günter Meissner miró despectivamente a su hijo.

—¿Estás contento ya? No creo que sepas educar a tus pequeños, hijo. Te falta entereza.

—La que recibí de usted.

Volvió Melissa al salón y se sentó junto a su marido. Permaneció solidaria y silenciosa a su lado del mismo modo que lo hizo Greta acompañando a su esposo.

—Como todos, lo has recibido todo, pero eres perro que muerde la mano del amo. No te puedes quejar. Vives y comes gracias a mí. Eso tienes que agradecérmelo, aunque te duela, resentido. Te metí en mi empresa, te hice escalar puestos rápidamente, estarás en la cúspide cuando me retire. ¿Es eso? ¿Quieres que me retire? Paciencia, hijo. Deberías estar agradecido a tu padre; no hubieras ganado ni la millonésima parte de lo que ganas en cualquier otra empresa, y lo sabes, te consideran porque eres mi hijo, te respetan por eso, y encima ocupas parte de mi casa, aunque no nos veamos porque es lo suficientemente grande como para evitarme tu presencia. ¡Eres inmensamente desagradecido!

—No intente huir, padre. Esta noche, no. No le voy a dejar.

—¿Huir? ¡Qué mamarrachada es esta!

—Aquí el único torpe es usted, padre, y lo sabe. E intuye de qué le hablo.

—Pues no lo sé. Dímelo, vamos, quiero oírlo —gritó, desafiante, dando un puñetazo en la mesa que hizo temblar las copas de vino.

—¿Por qué tuvo que hacer esa maldita confesión? ¿Por qué? ¿Para avergonzarnos?

—¿Avergonzarse? —frunció el ceño el señor Meissner—. ¿Te avergüenzas de tu padre, te avergüenzas de un soldado y patriota del Tercer Reich, de mis heridas en el frente ruso, de mi amor a Alemania? ¿Te avergüenzas de todo eso?

—Me avergüenzo de haber tenido un padre guardián en Auschwitz. ¡Eso es un estigma para la familia! Y usted lo pregona en televisión.

—Ah, ¿es eso? ¿Tengo que pedir perdón por actuar con rectitud? ¿He de arrepentirme de haber sido un buen alemán? Yo cumplía la ley, y aquellos que estaban bajo mis órdenes, eran presos sin derechos, apátridas, comunistas, traidores, polacos, judíos.

—Ya lo sabíamos, padre, ya conocíamos sus hazañas, pero ¿por qué pregonarlas? ¿Por qué no se ha ido con ellas a la tumba? ¿Qué necesidad tiene de que carguemos nosotros con su culpa? ¿Qué necesidad tiene de que a sus nietos, en el colegio, los señalen y les digan que son los nietos del monstruo de Auschwitz, el que devoraba judíos, el que se teñía las zarpas de rojo? No estamos en 1945 y sus acciones ahora serían asesinatos perseguibles.

—Veo que eres tremendamente impresionable. Has tenido una vida demasiado holgada, has crecido entre algodones. Yo dormía con una manta a veinte grados bajo cero, al lado de un muerto, con un orificio en la ingle. La sangre se congelaba, como el pis. El estómago estaba cerrado. A mi lado mis compañeros tenían abierto el vientre, los ojos fuera de las órbitas, las piernas amputadas por las granadas. ¡Qué me vas a decir a mí! ¡Con qué derecho! —las dos últimas frases las dijo gritando, con voz ronca, forzando las cuerdas vocales que se marcaban furiosas bajo los pliegues de su cuello. Y su mano diestra se agarrotó, como una zarpa, sobre un cuchillo de carne, como si se tratara de un arma que de un momento a otro fuera a esgrimir.

—¿De qué se vanagloria, padre? ¿De asesinar a ancianos y tullidos? ¿De machacar las cabezas de los pobres niños que llegaban en los trenes? ¿De reírse de su miedo? ¿De violar a las mujeres antes de quemarlas en los hornos? ¿Eso es un buen alemán, un patriota?

—¡Basta! —chilló la señora Meissner, levantándose, histérica, llorando, y alcanzando con paso precipitado la puerta del salón para no oír más.

—Lo has conseguido, Johan —dijo Günter Meissner con voz baja y la mirada fija en un descosido del mantel—. Quizá fuiste tú quien me envió a esa puta periodista trampa. Claro. Mi hijo. En la vida hay que tomar partido, y si te pones a un lado de la línea recta divisoria, los que hay enfrente te odiarán a muerte pero dejarán de hacerlo si puedes con ellos, y lo harán siempre si son ellos los que te derrotan. Lo malo de aquella guerra es que la perdimos. Ese fue el único error que no debimos cometer nunca. ¡Nunca!

—Ha manchado, padre, para siempre, el prestigio de la familia. Nos ha denigrado saliendo ufano por televisión y contando como un ridículo pavo real sus sangrientas hazañas. ¿Ha pensado cuando lo vean sus nietos? Se avergonzarán de haber tenido a un abuelo así.

—¡Que me juzguen! Serán más ecuánimes que tú.

—Podía haberse ido en silencio, discretamente, con su asqueroso secreto dentro del corazón, pero ha elegido esparcir su detritus entre su familia, humillarnos.

—A esta familia la humillaste tú, Johan, casándote con una judía —le espetó furioso, fulminándole con la mirada.

—¿Está loco? —chilló, poniéndose en pie—. Melissa no es judía. ¿Qué demonios se inventa, viejo chiflado?

Al señor Meissner le satisfizo haber sacado de sus casillas a Johan. No le veía como hijo. En aquellos momentos renegaba de él, dudada de haberle concebido, imaginaba que un amante había yacido con su esposa y era el semen de un extraño, quizá de un judío, el que lo había engendrado en el vientre de la señora Meissner. Siguió con su estrategia, bajando la voz, pero hablando con infinita claridad, mientras sostenía una mirada fría y penetrante con la temblorosa Melissa que se mordía los puños al lado de su marido colérico.

—No te engañen sus cabellos rubios. ¿No estudiaste las leyes de Mendel? Pregunta por su apellido materno y saldrás de dudas. Nos trajiste a esta judía a casa y tuvimos que consentir que fuera la madre de nuestros nietos. Tú trajiste la vergüenza a casa, Johan, tú y no yo.

—¡Pobre y despreciable loco! —gimió Johan Meissner, en un intento tan vano como desesperado de reprimir las lágrimas.

—¿No te has preguntado por qué tu hijo Vilhelm salió deforme y moreno? Pregúntale a Melissa por el color de pelo de su madre, por el apellido de soltera. Mientras tú coqueteabas con esta pánfila, tu padre investigó su árbol genealógico y ahora me arrepiento de no haberte advertido, pero me habrías dicho, como ahora, que estaba loco.

En el silencio que dejan las palabras en el aire, sin respuesta, la lluvia arreciaba su sinfonía de agua, se estrellaba contra los cristales y su murmullo desaparecía cuando explotaba el trueno. Se escuchaba todo, resaltado, subrayado, hasta el crujido de los muebles, el chisporroteo de los maderos en la chimenea del fondo, el tictac preciso del reloj de pared, el silbido constante de una cañería que perdía agua metódicamente.

Johan Meissner se levanta de la mesa, coge de la mano a Melissa, tira suavemente de ella y ambos se dirigen hacia el fondo del salón, en donde se vislumbra el arco de la puerta con una luz diferente, más apagada que la del resto de la estancia.

—Yo no le cerraré los ojos, padre —le dijo, por última vez, cuando se volvió—. La gente como usted muere sola y sin cariño, pero el peso de la conciencia, que no tiene, nos aplasta a todos nosotros.

—No tengo miedo. ¡Ja! Toda mi vida he sido un lobo. ¡Qué voy a temer yo!

Desaparecen en silencio y Günter Meissner queda en aquel desolado comedor, solo, con los platos vacíos que la servidumbre no se atreve a retirar. Se levanta y bordea la mesa con un movimiento mecánico, toma uno tras otro los platos y vacía su contenido en otro mayor que deja cerca de su silla. Vuelve a ocupar su lugar primitivo en la mesa. Y clava sus ojos en esa montaña de espinas mientras el fuego chisporrotea en un segundo plano, en la chimenea.