Karim Tarkím subió los cuatro pisos andando. El ascensor no funcionaba en aquella vieja vivienda comida por las humedades cuya escalera de madera crujía de forma desagradable al poner el pie en ella. Cuando llegó ante la puerta, jadeando, sacó un peine del bolsillo trasero de su pantalón tejano y lo pasó una y otra vez por su indomable y abundante cabellera negra de aspecto aceitoso de adelante hacia atrás, se miró en un pequeño espejo que llevaba y llamó.
Tardaron mucho en abrir. Iba a pulsar de nuevo el timbre cuando oyó el paso renqueante de alguien, al otro lado de la puerta, que se acercaba, y finalmente se abrió y apareció ante él un hombre menudo, avejentado, que a duras penas se aguantaba sobre un par de muletas.
—Creo que hablé con usted por teléfono —le dijo, al verlo.
El anciano mostró su sorpresa y parpadeó, luego se echó a un lado, para dejarlo pasar.
—¿Es usted? —preguntó con una duda, incrédulo por el aspecto del intruso que no le cuadraba con la persona que tres días atrás se puso en contacto con él para organizar aquella cita. El hombre de Eli Kahan se había retirado del negocio, le había dicho su camarada de desventuras, pero tenía un aventajado discípulo, un tipo violento y sin escrúpulos, una máquina sanguinaria de matar. Lo que no imaginaba Yehuda era que fuera turco. Hablaba en perfecto alemán, pero aquel pelo negro, espeso, sus ademanes latinos, su jactancia y bravuconería, no eran los de alguien nacido en ningún land de Alemania.
—No me lo imaginaba así.
—¿No? ¿Tiene algo contra los turcos? Estoy hasta los cojones de sus prejuicios raciales. Además, usted me ha cogido para un trabajo especial y da lo mismo que sea turco o chino.
Avanzó por el pasillo, con confianza, como si fuera su casa, seguido de Yehuda que había cerrado la puerta e iba detrás con el rumor rítmico de sus muletas. Desembocó en una pequeña y modesta sala de estar. A través de los visillos de las ventanas podía intuirse la lluvia que sí se oía. Se sentó en un butacón de muelle chirriante, miró a su alrededor, buscando algo de valor: no había nada excepto un viejo televisor y montones de libros amontonados en desorden en estantes colmados de polvo que evidenciaban que ninguna asistenta había pisado la casa en años. Podía degollar al viejo y buscar debajo del colchón el dinero e irse, pero en aquellos momentos, vistos los antecedentes, empezaba a dudar de la solvencia de quien iba a contratarle. Aquélla era la mísera casa de un pobre pensionista que no tenía dónde caerse muerto y esperaba pacientemente el fin de sus días. Dudaba que tuviera dinero. Aquel viejo iba de farol. Comenzó a enfurecerse cuando empezó a temer que quizá estuviera perdiendo el tiempo.
—¿De qué se trata y cuánto me va a pagar?
A duras penas Yehuda Weis alcanzó el sillón, dejó las muletas apoyadas contra los brazos y se dejó caer en él.
—Imagino que querrá saber primero el precio, ¿no?
—Imagina bien.
—Veinticuatro mil euros, dos millones de los antiguos marcos. La mitad ahora, la otra mitad cuando su trabajo esté hecho. Ésa es su forma de funcionar ¿no?
Los ojos de Karim Tarkím se encendieron y su mirada llameó. Ésa era una cifra muy superior a la esperada aunque aquel viejo en estado terminal fuera lo más opuesto a un potentado, pero no se podía fiar de las apariencias. Si tenía el cincuenta por ciento escondido en algún lugar de la casa podía dar su trabajo por finiquitado en aquel momento, rajar su garganta y buscarlo por los rincones, debajo del colchón, en el interior de la cisterna del retrete, en el congelador de su nevera.
—Quiero ver ese dinero.
—¿No se fía?
—No quiero perder el tiempo.
—¿A cuánta gente ha matado?
Karim soltó una carcajada.
—¿Qué es esto? ¿Una trampa policial? ¿Tiene micrófonos en su puta casa, anciano?
—Quiero conocer su currículum criminal.
—¿Mi qué?
—Le estoy contratando como asesino, y aunque me fío de la persona que le envía, necesito saber algo sobre sus anteriores trabajos.
—Me emplean para cobrar deudas, si es eso lo que quiere saber. Soy expeditivo. Puedo incendiar un restaurante, marcar a una puta que quiere independizarse en la cara, romper las piernas a un moroso.
—No me interesa. ¿A cuánta gente ha matado?
—Tres personas —contestó rápidamente—. En uno de los casos simulé un accidente, tiré al tipo por un barranco y la gasolina del depósito de su coche lo prendió. Otro caso fue un ajuste de cuentas, degollé al secuestrador del hijo de un industrial que pagó el rescate y quiso asegurarse de que ese hombre no volvería a intentarlo.
—¿Y el tercer caso?
—¿Por qué quiere que se lo cuente? ¿Es usted de los que se excitan por esas cosas?
—Quiero asegurarme de que usted es el hombre que me conviene.
—Del tercer caso no estoy muy orgulloso. Una mujer. Una hermosa mujer a la que estrangulé por indicación de su marido. Los cuernos, amigo. El hombre estaba harto de las humillaciones de su mujer, y ella era una… no sé, una de esas mujeres que les gusta el sexo con toda clase de hombres, que los busca, ya me entiende.
—Ninfómana.
—Fue fácil. Fui uno de sus ligues. Le ponían los turcos. Lo difícil fue ahogarla. Pero había mucho dinero, miles de marcos.
—Está bien. Espere.
Se levantó con dificultad y salió de la sala de estar mientras Karim permanecía sentado. Volvió al cabo de un minuto y le alargó un paquete envuelto en papeles de diario, que olía a humedad.
—Puede contarlo —suspiró, mientras se sentaba.
El sicario turco desenvolvió el paquete y comenzó a contar los billetes que había. La mayor parte del efectivo estaba en billetes de cien euros y de cincuenta, ya que los de quinientos euros eran difíciles de cambiar sin despertar sospechas. Se descontó Karim y volvió a empezar. Aquel viejo usurero, se dijo, mientras su cerebro se excitaba, no iba de farol.
—Está bien —dijo, cuando terminó.
—El resto al acabar.
—De acuerdo. Ahora me va a explicar exactamente lo que quiere que haga.
—Hágame un favor. Meta esa cinta de vídeo y pulse el play.
Karim se levantó, cogió la cinta de vídeo que había junto al televisor y la metió en la boca del reproductor. Luego pulsó el play.
—Pase esas imágenes, no le interesan —dijo Yehuda cuando apareció el rostro de Eva Steiger y al fondo, sobreimpresionadas, escenas de las matanzas nazis, los cadáveres apilados de las víctimas del Holocausto.
Karim obedeció con el dedo clavado en el botón de arrastre del vídeo.
—Pare aquí —dijo Yehuda cuando vio a Günter Meissner, bronceado, arrellanado en un cómodo butacón, rememorando sus heroicidades.
—¿Es este el hombre? —preguntó Karim, recuperando su asiento.
—Ése es. Anote su nombre: Günter Meissner. Vive en las afueras de Múnich, en una residencia en pleno campo, pero le puede localizar fácilmente en su oficina, en Aceros Meissner S.L. ¿Tiene coche?
—Claro. ¿No tiene guardaespaldas ese tipo? Si los tiene voy a necesitar de más hombres y otro coche. No me dijeron que se trataba de un tipo importante.
—La suma es importante.
Karim siguió mirando el rostro del entrevistado, escuchando sus preguntas.
—¿Es un nazi?
—Exacto.
Miró a Yehuda y pareció comprenderle.
—Y usted fue una de sus víctimas que quiere vengarse. Le entiendo perfectamente. Lo haré. Pero tendré que contar con más gente, otro coche, dos colegas más. ¿Cómo lo quiere? ¿Estrangulado? ¿Degollado? ¿Un tiro en la cabeza? ¿O quizá prefiere que le haga filetes?
—No le quiero a él —dijo Yehuda, con voz temblorosa, apretando con fuerza una de sus muletas aunque no tuviera ninguna intención de levantarse—. Será mucho más fácil y no le hará falta ni otro coche, ni otros colegas, ni emplear demasiada fuerza.
—No le entiendo, anciano. ¿No es a ese tipejo a quien quiere liquidar?
—Sería muy fácil y cómodo para él morir —dijo con voz baja, que no tapaba la enérgica de Günter Meissner que desgranaba a través de la pantalla del televisor la terrible eficacia alemana en el arte de exterminar.
—Yo puedo hacer de la muerte un calvario, amigo. Se la puedo gravar en vídeo, para su deleite. Puede tardar horas en morir y ser consciente de ello —dijo Karim que, de repente, se ponía en lugar del viejo y experimentaba una furia desatada hacia aquel lustroso personaje de las finanzas que confesaba sus crímenes.
—No, no es a él a quien hay que matar. Günter Meissner tiene dos nietos que van al mismo colegio. Uno de ellos es moreno, cojea ligeramente. Quiero que secuestre a ese niño, que le lleve al bosque en su coche, que llame luego por teléfono a su maldito abuelo y le obligue a oír cómo le estrangula.
Karim se quedó mudo un momento. Dudó de lo que había oído. Siguió mirando el rostro del oficial de las SS, su imagen en sepia con el elegante uniforme de paseo. Se volvió despacio a Yehuda y no pudo evitar un ligero temblor en la voz cuando recabó una confirmación de lo que creyó haber oído pero se negaba a aceptar.
—¿Me está pidiendo que mate a un niño?
—Exacto. Le estoy pidiendo que asesine al nieto de esa maldita fiera, el sacrificio de un simple inocente como moneda de cambio por los millones de judíos que exterminó, por los miles de niños, como ese nieto suyo, que envió a los hornos crematorios. Eso es lo que le pido. Quiero saber si será capaz de hacerlo. Tendrá dinero, mucho dinero. Tengo una buena cuenta en el banco, efectivo, más de lo que le he dicho, y todo será suyo. He esperado este momento toda mi vida. No me defraude.
—Pero me pide que asesine a un niño —repitió como un autómata, con incredulidad—. ¡Un niño! Si quiere a ese tipo le degüello, se lo hago picadillo, le grabo en un vídeo cómo le torturo. Pero un niño…
Rió nervioso, se removió en su asiento, miró a su interlocutor pidiendo comprensión.
—Un vástago de una fiera. Si no lo va a hacer, devuélvame todo el dinero y lárguese. No me sirve.
—Un momento, un momento. No tan rápido. Acepto, y hasta comprendo que se vengue de ese individuo. Pero no acepto que me pida que estrangule a un niño. Hay otros modos de vengarse. Me cargo a su mujer. ¿Quiere que la mate? Ese tipo sufrirá horrores con su muerte. Y después, si quiere, le dejó a él la cara irreconocible, como pulpa de melocotón después de que le haya hincado el diente.
—La muerte para Günter Meissner es un castigo demasiado leve y rápido. Quiero que viva toda su vida con la muerte de su nieto en su conciencia, con el odio de su propio hijo que le hará culpable de su secuestro y asesinato, quiero que se retuerza de dolor cuando usted le llame y oiga la voz de su nieto quebrándose entre sus manos. Esto es lo que quiero. No es tan difícil de entender. Su muerte, amigo, me parece una frivolidad al lado de lo que yo he sufrido, de los millones que, como yo, sufrieron: una gota en el mar.
—Me parece que son iguales ustedes dos —dijo, levantándose—. Soy un profesional, y el contrato es sustancioso. Acepto.
—Mi nombre es Yehuda Weis —dijo el superviviente de Auschwitz mientras el sicario se dirigía hacia el pasillo—. Perdone que no me levante, estoy cansado. Espero sus noticias, pronto.