Capítulo 11

Hans Ganz dejó su coche, un Buick americano de carrocería reluciente, cerca de la casa. Un gorila de rasgos africanos, cabello ensortijado y labio inferior atravesado con un piercing le interceptó colocando su enorme mano contra su pecho.

—Me esperan —le dijo, sin inmutarse.

—Está completo —contestó como un autómata el africano.

—Siempre hay un sitio para Ganz.

Le dejó entrar. Las casas de pelea cambiaban, por miedo a ser detectadas por la policía, y los allegados se iban pasando las nuevas direcciones por un sistema codificado secreto. Tomó Hans Ganz la escalera que llevaba al sótano, se dejó guiar por el murmullo excitado de las voces y el acre aroma del sudor hasta un pequeño búnker subterráneo de paredes acolchadas e iluminado cenitalmente por un par de fluorescentes que parpadeaban. Allí estaban los que sustentaban el negocio, la corte de apostadores, hombres excitados, pero también muchas mujeres, algunas hasta sofisticadas, con aspecto de ejecutivas que acababan de salir de la oficina a las que aquel deporte bestial y sin reglas las ponía.

—¿Cómo va? —preguntó Ganz a un tipo enorme con aspecto de turco que mordía un habano y sudaba a mares en aquel lugar infecto bajo tierra.

—Karim lleva las de ganar.

El público jaleó y los billetes de quinientos euros pasaban de las manos de los apostadores a las de los organizadores. El cuadrilátero era semiprofesional, con suelo de lona y cuerdas que cerraban el perímetro e impedían que los contendientes cayeran sobre el público, pero eso era todo. Los luchadores se levantaron de la esquina y se reunieron en el centro de la lona para intercambiar una sarta de insultos seguida por una tanda de golpes. Se aplicaban los puñetazos con saña, sin los preceptivos guantes, se lanzaban fortísimas patadas el uno al otro, se cogían el cuello, se volteaban, se tiraba uno contra el otro una vez caía uno de ellos de bruces en la pista, aturdido.

—¡Tuyo, Karim, tuyo! —gritó el turco del cigarro mordisqueado.

El luchador otomano era más ágil, pero el ruso que tenía enfrente era muy corpulento para que fuera derribado de una simple patada bien colocada. Se miraban los dos contendientes, respirando con dificultad, los cuerpos desnudos cubiertos por una espesa película de sudor, la cara ensangrentada y la piel llena de moratones mientras arreciaban desde el público las invitaciones a que se mataran.

—Mil por Karim —dijo una histérica alemana de labios gruesos y tetas grandes poniendo en la mano del turco recaudador de apuestas dos billetes de quinientos euros.

Se enzarzaron de nuevo. Los golpes del ruso, cegado por la sangre que le cubría sus ojos y partía de las heridas de sus cejas, erraron en el aire, le cansaron. Karim aprovechó un descuido para golpear con saña su boca. Se escuchó un crujido y el ruso escupió dos dientes sangrantes mientras blasfemaba en su idioma y enloquecido lanzaba sus puños en todas direcciones, pero su rival ya estaba lejos, en el otro extremo del cuadrilátero, y los gritos arreciaron. Volvieron al cuerpo a cuerpo y el ruso consiguió trenzar sus enormes brazos a la cintura de Karim, ejercer una terrible presión, elevarle unos centímetros del suelo.

—Le va a partir —suspiró Hans Ganz, preocupado.

—¡Reacciona, turco! —le gritó el receptor de las apuestas, poniendo en pie su enorme cuerpo.

Karim hundió uno de sus dedos en la cuenca de un ojo del ruso y éste, por el dolor, le soltó de golpe; ya no se rehízo. Los golpes llovieron sobre su cabeza, una y otra vez, hasta acorralarle contra las cuerdas en donde el castigo se hizo mortal. Cansado de golpearle en la cara, que toda ella era un hematoma sangrante, un amasijo de huesos y carne, golpeó una y otra vez el hígado hasta doblegarle. El ruso se hincó de rodillas, con los puños bajos, y Karim cercó con su brazo aquel enorme cuello de toro que se resistía.

—¡Mátale! —chilló una de las mujeres con aspecto de ejecutiva.

—¿Por qué no paras la pelea? —le preguntó Hans Ganz al enorme turco que contaba los billetes.

—Porque la gente quiere ver sangre, Hans, y luego todas esas tías guarras pujarán por el carnicero, creyendo que un tipo que mata en el ring las va a matar de gusto en la cama.

Se elevó un rugido de entusiasmo en el sótano clandestino. El ruso yacía en la lona, en medio de un charco de sangre y vómito, y Karim, tras patear al caído dejándose caer con ambos pies sobre su cuerpo inmóvil, dio triunfante la vuelta al cuadrilátero, saltó de él, se dejó besar y tocar por dos mujeres ansiosas por poner sus labios en donde manaba la sangre de su piel.

—Este chico nos hace de oro —bramó el turco del cigarro.

Hans Ganz fue a ver a Karim cuando salía de la ducha y comenzaba a vestirse. Le vio el luchador a través del espejo y sonrió. Para haber intervenido en más de diez peleas clandestinas estaba intacto su rostro si se exceptuaba la cicatriz de la frente.

—Hola, maestro —le saludó, sin volverse, mientras se deshacía de la toalla que le cubría la cintura y se ajustaba los pequeños slips negros.

—Tengo que hablar contigo.

—Luego. Tengo trabajo. Un dulce trabajo.

—¿Una de esas histéricas ninfómanas?

Se acabó de colocar el pantalón y se volvió para coger la camiseta.

—¿La ha visto? Esa puta rubia tiene morbo.

—Tú sí que tienes morbo para ella —dijo Hans, sentándose mientras Karim buscaba sus zapatos debajo de la taquilla de la ropa—. Ella es silicona.

—¿Qué me quiere decir?

—En este negocio no puedes durar mucho, y lo sabes, amigo.

—Soy invencible. Ya lo ve, viejo. Nadie se me resiste.

—Hasta que encuentres la horma de tu zapato y te mande directo al paraíso.

—¿De qué negocio quiere hablarme?

—Uno bueno y con mucho dinero por medio. Mi contacto me ha hablado de veinticuatro mil euros por una venganza.

Con los zapatos en los pies se situó ante el espejo Karim y peinó sus fuertes cabellos negros orientándolos hacia atrás, con determinación.

—¿Veinticuatro mil euros? ¡Joder! ¿A quién debo matar?

—Sabía que aceptarías. Aquí tienes la dirección del hombre y su teléfono. Máxima discreción.

—Corres mucho, viejo. No te he dicho todavía que sí —protestó el luchador turco.

—Lo doy por supuesto. Me quedo con el cinco por ciento, como siempre.

—¿Quién me despide de Fariza?

—La llamaré yo si quieres —dijo Hans, levantándose de su taburete—. Y si quieres le hablo de la rubia que te espera fuera.

—No sea cabrón, viejo.

Cuando abrió la puerta y salió, la rubia que esperaba a Karim estuvo a punto de saltar sobre él pero se detuvo cuando se dio cuenta de que era otro el que salía del vestuario. Estaba impaciente aquella valquiria por saborear la carne de aquel asesino brutal.

Hans Ganz llamó desde su casa a Eli Kahan una vez colgó la gabardina detrás de la puerta y dejó el sombrero balanceándose del perchero.

—Tengo al hombre. Dile a tu amigo que irá a verle. Es el mejor. No hay nada que le detenga.