En el verano de 1977 Eli Kahan se cruzó en la vida de Yehuda Weis. Con cincuenta y cinco años el superviviente del campo de exterminio de Auschwitz aún podía valerse por sí mismo aunque empezaba a cojear de uno de sus pies. Era una época aquella de aparente bonanza económica para el señor Weis y sus pequeños negocios, tanto que le permitió una estancia de quince días en el balneario de Baden-Baden. En aquellos tiempos el complejo termal y de ocio atravesaba uno de sus mejores momentos y las habitaciones estaban al completo. Yehuda, necesitado de descanso y relax, compartió piscina, baños de barro, mantel y cubierto con lo más granado de la sociedad alemana de la época que no sospechaba que un sobreviviente de un campo de exterminio estuviera entre ellos. Podía pasar anónimamente gracias a que sus rasgos no eran genuinamente judíos, a que su nariz grande no era excesivamente corva, y lo único realmente sospechoso en aquellos tiempos era su extrema delgadez y el número marcado en la muñeca que hurtaba de las miradas de los curiosos.
El señor Eli Kahan lo invitó un día a su mesa. Y él aceptó la invitación de un extraño, puesto que también estaba solo. Al principio, durante los entrantes, mientras saboreaban un exquisito vino Lingenfelder y guardaban su apetito para la ensalada de patatas y col y el pescado de río con salsa bechamel que vendría a continuación, ambos hombres hablaron de generalidades, de lo hermosas que eran las instalaciones, de lo onerosas que resultaban para sus bolsillos, de la discreción de sus comidas, del ambiente relajado y acogedor en general. Fue cuando Eli sirvió por segunda vez el vino y llenó la copa de Yehuda, con la llegada del plato de verdura que realmente no olía a nada y sabía a menos, cuando el sobreviviente del campo de exterminio se dio cuenta de un número borroso marcado en la piel de la muñeca de su compañero de mesa.
—Auschwitz —dijo, mirando a los ojos del comensal que había tenido la gentileza de invitarle a su mesa.
El pulso le traicionó a Eli Kahan y una regata de vino blanco manchó el mantel antes de que la botella volviera a ocupar su lugar en el enfriador.
—Yo también estuve en Auschwitz —dijo Yehuda, mirándole a los ojos— y sobreviví.
—¿Cómo lo ha sabido?
—Le vi el número grabado en la muñeca.
—Shalon.
—Shalon.
La conversación que tuvieron a partir de aquel momento no tuvo nada que ver con las frivolidades del inicio. Devolvieron casi intacto el plato de verdura y lo mismo hicieron con el pescado, pero el vino, en cambio, se agotó. A Yehuda, Eli le recordaba a su hermano perdido porque tendría su misma edad. Seguramente estuvieron en el mismo barracón, o en un barracón cercano, pero ninguno de ellos era capaz de acordarse del otro y decir sus nombres sencillamente no les llevó a ninguna parte porque en Auschwitz los que tenían suerte eran un simple número y los que no la tuvieron fueron directamente al crematorio. Rememoraron durante la cena, que no consumieron, la llegada del tren de los niños, las agotadoras jornadas en los hornos crematorios y la dramática sublevación que acabó diezmándolos. Ambos habían sobrevivido, pero Eli parecía haber tenido más suerte en la vida que Yehuda.
—Cuando murió mi esposa, de eso hace cinco años —Eli se había encendido un cigarro y alzó el dedo demandando un cenicero al camarero que, con diligencia, cumplió su deseo—, me legó una inmensa fortuna. Fue una forma de recompensa por estar con ella hasta su último momento, por cerrar sus párpados. Sigrid tenía una de esas malditas enfermedades degenerativas, un parásito que corroía sus huesos y los convertía en serrín. No se puede imaginar usted su sufrimiento ni imaginar el mío durante esos cinco años de lenta agonía. Me pidió que acortara su vida, y yo cumplí su deseo. Un médico poco escrupuloso extendió un certificado de muerte natural.
—Eso es horroroso.
—Claro que lo es. Pero más horrorosa era la vida sin esperanza de mi pobre Sigrid. Cuando no existe dignidad no vale la pena vivir.
—Pero nosotros sobrevivimos. No fuimos dignos, y sobrevivimos, y merecíamos morir por todo lo que hicimos.
—Lo que nos obligaron a hacer.
—Lo hicimos, Eli. Tú sabes, además, por qué razón aceptamos el infame rol que nos asignaron los de las SS. Queríamos vivir a toda costa aunque tuviéramos que pagar el precio carísimo de convertirnos en ayudantes de los exterminadores. Al final fuimos nosotros más despreciables que ellos y nuestra condena fue que no nos dispararon un tiro en la sien el día que la rebelión fracasó.
Eli aplastó la colilla de su cigarro en el cenicero y entornó los ojos.
—Quiero ver tu número.
Yehuda, tras comprobar que no era observado por ninguno de los camareros que atendían las mesas del restaurante del balneario de Baden-Baden, se arremangó la camisa y se lo mostró. Aquel número, el 33.435 permanecería marcado en su piel de forma indeleble, sería una cicatriz perpetua, su señal de identidad.
—Bien. Te quiero decir una cosa, hermano. Te quiero explicar por qué, a pesar de la desgracia, encuentro cierto sentido a la vida: la venganza. No es muy correcto afirmarlo, está mal visto, desde la sociedad se nos dice que debemos perdonar, pero en nuestro corazón reina la venganza, nos devora la rabia, me despiertan por las noches los alaridos de las víctimas, las pisadas de los oficiales de las SS que entraban en los barracones y señalaban aleatoriamente con el foco de sus linternas a la víctima con la que iban a divertirse en su noche de insomnio. Yo ocupaba el barracón 46.
—Yo el 54 —dijo Yehuda.
—En el invierno de 1944, avanzada ya la Segunda Guerra Mundial, cometimos la ingenuidad de pedir permiso al oficial Koessler, un capitán bávaro de panza prominente que robaba todo lo que se almacenaba en Kanada, para celebrar la Navidad, y él nos lo concedió. Durante los días siguientes, y anteriores al 25 de diciembre, con un frío polar que azotaba el campo, mi grupo salió al exterior del recinto a talar árboles y finalmente dio con un hermoso abeto que consideramos el adecuado para conmemorar la fecha. Yo era un judío estricto, pero había conmigo judíos heterodoxos que celebraban la fiesta cristiana y yo no podía reprocharles que lo hicieran porque era una forma de saborear algo de humanidad en aquel terreno de todas las vesanias posibles. Plantamos aquel inmenso árbol delante de nuestro barracón, lo hundimos en la nieve.
—Lo recuerdo —apuntó Yehuda, en un vano intento de que no siguiera la narración.
—La noche del 25 de diciembre el oficial Koessler entró en el barracón, de madrugada, visiblemente bebido y acompañado de sus esbirros y sus fieros perros. Nadie respiró mientras él pasaba por entre las literas e iluminaba con el haz de su linterna las caras de quienes se hacían los dormidos. Pasó por mi lado y yo literalmente me había emboscado dentro de la manta, de forma que no sobresalía de la ropa del catre ni un mínimo mechón de mis cabellos. No me escogió, pero sí lo hizo con cinco hombres, dos gitanos, un polaco y dos judíos alemanes a los que arrastraron al exterior, azuzados por los perros rabiosos. A la mañana siguiente, cuando salimos a formar como cada mañana ante nuestro barracón para ir al trabajo, de nuestro árbol de Navidad colgaban, como adornos, los cuerpos desnudos de aquellos cinco prisioneros escogidos al azar. Habían sido brutalmente apaleados antes de morir, les habían arrancado a todos ellos los genitales, y se balanceaban, con una soga al cuello, de las robustas ramas del abeto, congeladas sus expresiones de muerte durante todo el invierno.
—Lo vi —confirmó Yehuda, apesadumbrado.
—No sé por qué razón los oficiales, suboficiales y la tropa de Auschwitz escaparon del juicio cuando terminó la guerra. Una injusticia más que se nos infirió a las muchas que ya habíamos recibido. Pero yo juré que no descansaría hasta encontrar a ese tal Koessler e invertí parte de mis ahorros en localizarle en aquella Alemania convulsa de la posguerra. Di con él siete meses después de acabada la guerra, porque aquel bravucón siempre hablaba de su pueblo y de lo que habían hecho con sus judíos durante la noche de los cristales rotos. Se había mezclado con sus habitantes, se había disuelto entre ellos, y renegaba del nacionalsocialismo como todos aquellos que le habían votado y sustentado durante aquella época de locura y ya no se acordaban de ello. Había gente desesperada que mataba por aquel entonces por algo de dinero, soldados del frente del Este que habían masacrado pueblos enteros de Rusia, capaces de cualquier cosa, habituados a la muerte y que notaban su ausencia una vez acabada la contienda y entregadas las armas. Quien ha matado no puede dejar de hacerlo. Quiso la fortuna que tropezara con uno de esos asesinos que había colgado el uniforme en el perchero de su casa y andaba huido. Supe reconocerle por sus ademanes de fiera, por su mirada fría, la dureza de sus manos. Cité al hombre en un establecimiento del pueblo y le dije cuál era el encargo, le di la mitad del dinero al despedirme de él y prometí entregarle el resto cuando me enterara de que había cumplido su contrato verbal. Koessler seguía muy aficionado a la bebida y un día que regresaba a su casa, haciendo eses por la nieve, un desconocido salió de la oscuridad de una esquina y le asestó un golpe determinante con una estaca en la nuca. Le mató. La cosa quedó como que el infortunado borrachín tropezó aquella noche, tuvo mal caer y se fracturó el cráneo. No se investigó. La policía entonces estaba para otras cosas, para quemar expedientes comprometedores de su colaboración con la Gestapo y el régimen nazi, entre otros cometidos. Y aquel verdugo recibió su parte de dinero estipulada. Si algún día lo necesita, amigo, no dude en decírmelo y le pondré en contacto con usted.
La tarjeta que le había dado Eli Kahan amarilleaba. El tiempo, con el papel, era más benigno que con su rostro, pero se hacía notar también. Las posibilidades de que el teléfono fuera el mismo eran prácticamente nulas, pero a pesar de todo se arriesgó y llamó. Descolgó el auricular una anciana sorda con la que le fue imposible cruzar una palabra y obtener una respuesta coherente. Llamó entonces a la telefonista y le pidió localizar el número de teléfono actual de un tal Eli Kahan cuyo último domicilio conocido figuraba en Colonia. No existía ningún Eli Kahan en la ciudad. Le encareció que rastreara por toda Alemania.
Había diez y pacientemente tomó nota de sus teléfonos y los fue llamando uno tras otro. Normalmente colgaba cuando se ponían y comprendía que no podían ser el Eli Kahan que buscaba por el tono jovial de su voz. Resultó ser el penúltimo de la lista, cuando ya desesperaba de dar con él, y lo encontró enormemente desmemoriado, tanto que temió que tampoco fuera.
—¿Quién me ha dicho que es? ¿Yehuda Weis? Me parece que se equivoca. No conozco a ningún Yehuda Weis.
—Señor Kahan, mire, por favor, el número que tiene grabado en su muñeca. Mírelo.
—¿Cómo sabe que tengo un número grabado en la muñeca?
—Auschwitz. Baden-Baden. Cenó conmigo. Me habló de cómo había liquidado al odioso teniente Koessler.
—Capitán Koessler —rectificó—. Cierto. Ya le recuerdo. Estuvo dos semanas en el balneario de Baden-Baden. Claro que me acuerdo de usted, pero han pasado muchos años para que me vuelva a llamar, caramba. Podía haberme muerto mientras tanto. ¿Qué quiere? No me haga salir de casa, ni coger el avión. No salgo. Estoy encerrado en mi fortaleza, rodeado de libros y consumo mi tiempo libre en leer a Goethe, a Hoffman…
—Me dijo que le llamara si le necesitaba.
—¿Para qué me necesita?
—Una venganza.
Hubo un tenso silencio al otro lado de la línea telefónica. Yehuda temió que se hubiera ido su interlocutor.
—¡Señor Kahan!
—Le he oído. Pero eso no es algo que pueda hablarse por teléfono.
—Hable con su hombre y que se ponga en contacto conmigo.
—Creo que se retiró.
—Pero conocerá a otro. Dígale que tengo dinero, que le daré todo el dinero del mundo.
—¿Tiene dinero, señor Weis, o va de farol? Esta gente quiere cobrar siempre por adelantado.
—Tengo dinero.
—Entiendo. Yo también vi el documental de la ZDF y le comprendo. Ahora sé quién es usted. Han pasado muchos años desde nuestra última cita. ¿Qué le hizo su SS?
—Condenó a mi madre y a mi hermano y me dejó vivir a mí.
—Necesito su número de teléfono y sus señas. Pero no le garantizo nada. Y además quiero permanecer al margen. No vaya a contar a nadie que yo le he proporcionado a esta gente.
—Seré una tumba, hermano. Se lo juró por la Torah.
—Bueno, tampoco le había pedido tanto.