Capítulo 9

Eva Steiger llamó a Günter Meissner. El industrial del acero estaba en el despacho de su empresa y su secretaria le pasó la llamada tras preguntar quién era.

—Ah, usted —dijo, escuetamente, al coger el teléfono.

—Le llamaba simplemente para avisarle de que esta noche se emitirá el programa especial sobre Auschwitz en donde hemos incluido la entrevista que le hicimos.

Silencio al otro lado del teléfono. Eva trató de imaginárselo. Un despacho luminoso en plena Orleansstrasse, una decoración agradable, plantas de interior, una secretaria atractiva, la foto de sus nietos sobre la mesa, con marco de oro, la de su esposa, una colección de plumas y bolígrafos, la pantalla encendida de su ordenador portátil.

—Pues no sé si la voy a ver. Creo que no voy a tener ganas. Preferiré cualquier película, una de humor, mejor que eso.

—¿Se arrepiente de lo que dijo?

—Déjese de arrepentimientos, querida amiga. Desde que la conozco está buscando mi expiación. Me trata como si fuera un delincuente, y yo no lo fui, cumplí órdenes, hice lo mejor que pude lo que se me encomendó. Recuerde que no fui juzgado.

—Su trabajo era asesinar.

—¿Quiere que le diga una cosa? ¿Quiere que se la diga? Usted no es una buena periodista, porque usted no es neutra, toma partido, y no es una buena profesional. No se extrañe si le hago llegar a su superior una queja por su comportamiento. Me engañó hablándome de un documento imparcial, que serviría para que las nuevas generaciones de alemanes conocieran su pasado. Imagino que se habrá dedicado a sacar mis palabras de contexto, a pintarme como un monstruo.

—No he tenido que hacer nada, señor Meissner, no he tenido que ornar lo que usted expresó en la entrevista. Le aseguro que el trabajo es objetivo, pero quienes no lo serán, no pueden serlo, a menos que no tengan sentimientos, serán sus espectadores que se van a avergonzar de ser hombres, de que usted y los que obraron como usted pertenezcan a la especie humana.

—Todo eso, mi querida amiga, pertenece al pasado. Me parece que ya no despierta mucho interés. ¿Quién paga su programa? ¿El lobby judío? Pues habrá hecho una mala inversión. No lo verá nadie. No intente resucitar viejos dramas del pasado y preocupémonos por la Alemania del presente…

—Y sus turcos, sus árabes, sus negros que desvirtúan la raza aria.

—Eso lo dice usted.

—Pero lo sigue pensando. Sé, señor Meissner, que volvería a actuar de la misma forma que lo hizo en el pasado.

—No tiene sentido esta conversación. Soy un hombre ocupado. Adiós.

La segunda llamada la hizo a Yehuda Weis. El superviviente del campo de exterminio de Auschwitz tardó una eternidad en coger el teléfono. Le respondió con voz apagada, cansada.

—Señor Weis, soy Eva, la periodista de la ZDF.

—¿Qué tal, señorita?

—Prefiero que me llame Eva.

—¿Qué tal, Eva?

—Esta noche la televisión emite el reportaje de Auschwitz y buena parte de su entrevista. Se lo digo por si le interesa verla. De todas maneras le enviaremos una grabación de la misma a su domicilio.

—No sé si tendré ánimos para verla.

—Lo entiendo.

—Para mí ha sido muy duro rememorar toda esa pesadilla. No me siento orgulloso de ser un fantasma que viene del pasado. No soy, Eva, ningún héroe, sino todo lo contrario.

—Le ruego que no se culpe.

—¿Cómo no me voy a culpar? Hice cosas espantosas. Fui víctima, pero me obligaron a actuar como verdugo, que es lo peor que le puede ocurrir a uno. ¿Por qué tuve que sobrevivir?

—Quizá para explicar al mundo sus experiencias y que no vuelva a repetirse.

—No me haga reír, Eva. El hombre siempre viene repitiendo las mismas atrocidades una y otra vez. Es su destino desde que Caín mató a Abel. No hacemos sino seguir el impulso asesino de la naturaleza y nuestra inteligencia, para lo único que sirve, es para crear métodos más sofisticados de exterminio; eso es la civilización: que se asesina en menos tiempo y a más gente.

—Bueno, en fin. Si quiere verlo, el programa se emitirá a las diez de la noche, después de los informativos.

—No sé si lo veré. Las imágenes del pasado me hacen mucho daño. No las soporto. Me invitaron a ir a Auschwitz, para estar presente con todas esas autoridades europeas que homenajean a las víctimas del Holocausto, pero no fui, por mi estado físico, pero sobre todo por mi estado mental. No soporto el escenario, estoy seguro de que me derrumbaría, y no tengo ganas de mostrar al mundo mi dolor y mi miseria.

—Le ruego que no se mortifique, señor Weis.

—Es usted una buena chica. Una buena chica, en efecto. Pero en aquella época, hacia 1940, le aseguro que no había buenas chicas, que todo el mundo enloqueció. Aquello fue una maldita epidemia mental.

Cuando Eva colgó se enfrentó con la mirada de interrogación de Pete.

—¿Hablaste con los protagonistas de tu historia? —Sí.

—¿Y lo van a ver?

—No lo creo. Herr Meissner parece muy cabreado conmigo, algo ha cambiado dentro de su cabeza y ahora me ve como una enemiga; quizá es que se está dando cuenta de lo que me dijo, de las repercusiones que pueden tener sus palabras. En cuanto a Yehuda Weis no creo que su corazón resista revivir todo el pasado una vez más y me ha dicho que no puede contemplar imágenes del campo.

—Ven aquí.

Se sentó sobre sus rodillas, se cobijó en sus brazos, se dejó acariciar los cabellos por las manos suaves del hombre.

—¿Cuándo vas a salir de tu pesadilla y a hacerme caso? Empiezo a tener celos de ese maldito programa que te tiene la cabeza ocupada días y noches. ¿No hay un hueco para mí?

—Tú, Pete, llenas mi corazón.

—La frase es bonita, pero no es verdad. Y el corazón no es más que un simple músculo que bombea sangre.

Esperaron a las diez. Pete y Eva miraron los informativos con cierto nerviosismo. El señor Weis tenía razón y la humanidad no sacaba lecciones del pasado, como los niños que nada querían saber de las experiencias de sus padres y preferían estrellarse: un rosario de guerras se cernían en Oriente Próximo. Cenaron frugalmente y se situaron ante el televisor. Pete bebía directamente de la botella una cerveza Hacker-Pschorr y Eva fumaba con ansia un pitillo mientras empezaba el programa y su rostro llenaba la pantalla, su boca se abría y comenzaba a hablar en un primer plano sobre fondo oscuro, con la luz cenital sobre su cara. No se reconocía en pantalla. Se veía solemne, ampulosa. Era una feroz autocrítica consigo misma. Tragó saliva, aspiró humo, se revolvió en su asiento y se dejó coger la mano por Pete. Salieron las primeras imágenes, las más crudas, las de los cadáveres con los huesos perforando la piel que eran arrojados a fosas comunes como simples objetos por las palas de los tractores. La muerte reiterada, multiplicada, se volvía anónima, perdía su dramatismo; la masificación tenía el efecto de despersonalizar. En eso eran geniales los norteamericanos que personalizaban al máximo cada uno de sus muertos, que ofrecían nombres, edades, familia, vivienda, hacían escuchar su voz, para que cada víctima de su 11-S no pasara desapercibida entre la multitud.

A las diez y cuarto Yehuda Weis encendió su televisor y se arrastró hasta su silla. Un poco antes, a pesar de que se había propuesto no verlo, Günter Meissner también encendió el suyo en el salón de su casa pero envió a sus nietos fuera, a jugar a su habitación. Su esposa se sentó a su lado y Herr Meissner no pudo simular la inquietud que le producía tenerla tan cerca, observando. Habían hablado algunas veces de su papel en la guerra, de la etapa Auschwitz, y ella siempre le había apoyado. Ahora parecía dispuesta a hacerlo una vez más y tomó la mano de su marido entre las suyas. Tres personas fundamentales estaban viendo, al mismo tiempo, el programa especial sobre el aniversario de la liberación de Auschwitz, pero muchas más lo estaban sintonizando y la cadena alemana planeaba vender la cinta a la RAI, a TVE, a la Televisión Rusa y a la CNN. El director del documental se había decidido por un montaje paralelo y enfrentó las declaraciones en la sombra de Yehuda Weis, interpretado por un actor que no mostraba el rostro, y las de Günter Meissner. Este último pareció interesarse por las palabras de Yehuda Weis y, en algún momento de las mismas, parpadeó, pareció respirar con cierta dificultad al mismo tiempo que se acentuaba la presión de la mano de su esposa sobre la suya. Yehuda Weis cerró sus mandíbulas cuando vio a Günter Meissner haciendo sus declaraciones, imperturbable, orgulloso de su actuación al servicio de la nación alemana. Eva interrogaba con los ojos a su novio Pete y éste le decía, moviendo la cabeza, que el documento le parecía extraordinario. La cámara entraba en los sótanos del campo de exterminio, circulaba en un travelling por aquellos escenarios de muerte mientras se reproducía el ruido de los cerrojos atrancando las puertas de las cámaras de gas y volvía a salir la voz cavernosa de Yehuda Weis que relataba su macabro cometido de auxiliar de carnicero. Herr Meissner escuchaba en silencio, tragando despacio saliva, mientras el fuego chisporroteaba en la chimenea y creaba otro foco de luz, además del televisor, en el salón de su mansión. Los ojos de Yehuda Weis se empañaron en cuanto comenzó a oír el relato de las atrocidades que se habían cometido en el campo. Hablaba del tren de los niños, la noche en que, en poco más de treinta minutos, madres con sus hijos fueron llevadas a la cámara de gas y fueron pasto de las llamas. Se le hizo un nudo en la garganta. Apareció entonces Günter Meissner relatando el mismo hecho desde su punto de vista, con una voz firme y contundente que resaltaba sobre la del anterior testimonio, débil y acongojada. Fue entonces cuando la cámara enfocó la imagen de Günter Meissner con veintidós años recién cumplidos y el uniforme de las SS, su gorra de plato, sus gafas redondas, el frío brillo azul de sus ojos en una cara que resultaba atractiva y daba confianza. La cara no siempre revelaba la monstruosidad de su dueño. Yehuda Weis se removió en su asiento, fijó su vista en el televisor y luego, a continuación, rechinaron sus dientes.

—Es él —dijo, simplemente. Y supo por qué había llegado vivo al año 2005, cuando casi todos sus compañeros de penurias ya habían dejado esta vida y quemado sus recuerdos.

Los sentimientos eran contradictorios. Ahí estaba, sin duda, el oficial que se había encargado de la terrible misión del tren de los niños, el mismo oficial que recibiera a Yehuda Weis a la llegada al campo, quien le salvara la vida y condenara a muerte, en el mismo momento, a su madre y hermano, quien le convirtió en un cadáver en vida, encargado de conducir hasta el matadero a sus hermanos de religión y sangre que llegaban en tropeles en los trenes. Le debía la vida. ¿La vida? ¿Qué vida? Sesenta años de una incesante agonía, de enfermedades mentales que repercutían somáticamente, insomne, atiborrado de medicamentos, alcoholizado, con el hígado destrozado y finalmente condenado irremisiblemente a la silla de ruedas. ¿La vida? La vida que se quitó su esposa, ingiriendo barbitúricos, seguramente porque no soportaba su estado de permanente infelicidad. ¿La vida? ¿Qué vida? Hasta aquel momento creía que seguir viviendo era una especie de castigo añadido a la pena del infierno que ya había pasado en su juventud, cuando Dios, Yahvé, abandonó a su pueblo a su suerte. Ahora sabía que eso no era cierto, que tenía una misión que llevar a cabo y que su cumplimiento sería el único acicate para seguir viviendo.

—Cara de Ángel.