Capítulo 8

Durante una semana Eva Steiger permaneció encerrada en su apartamento de Múnich escuchando la grabación de la entrevista que había efectuado a Yehuda Weis para la ZDF. Una y otra vez la voz cansada del superviviente judío narraba su pormenorizada vida en el infierno y sus palabras provocaban en la periodista una sensación de angustia y asco hacia sí misma como componente de esa condición humana que había alcanzado aquellos límites de aberración inimaginables. Eva, cuando ya no podía, cuando notaba un ahogo vital, paraba la grabadora, estiraba los brazos, recorría el pasillo, abría su nevera, bebía agua y regresaba. Hacía tres días que la comida escaseaba y que la periodista de la ZDF se había olvidado de la compra. No bajaba a las tiendas del barrio, no pisaba la calle. Puso de nuevo la grabadora en marcha. Durante la entrevista con Yehuda Weis había hecho acopio de su aplomo y se había mostrado profesional y fría. Ahora sencillamente no podía, no quería. La secuencia de las atrocidades cometidas por sus compatriotas sesenta años atrás le producía mareos, le revolvía el estómago, porque por mucho que se rastrease en la historia de la humanidad no se podía encontrar monstruosidad semejante, nada equiparable. Aquel Holocausto infame no había sido la obra de un loco solitario sino la gesta maléfica de todo un pueblo enloquecido. Pete interrumpió con un timbrazo en la puerta sus sombríos pensamientos. Eva se ajustó el albornoz y fue a abrir.

—¿Por qué no coges el teléfono?

—¿Has llamado? No me he dado cuenta.

—¡Llevas dos días sin cogerme el teléfono! —chilló mientras seguía a la menuda periodista por el apartamento y desembocaban en la habitación en donde la voz cansada de Yehuda Weis rememoraba el infierno.

—¡Joder! —exclamó furioso—. ¿Aún sigues con eso? Te va a desequilibrar, querida. Deberías hablar con un psiquiatra. Te estás jodiendo, querida Eva.

—La jodió todo el pueblo alemán —respondió con furia.

—Es el pasado.

—Que no conviene olvidar.

—No puedes involucrarte tanto en lo que haces. No es bueno para tu mente. Ya te sucedió en Irak. Y te trasladaron.

—Lo de Irak era un juego de niños —se sentó en el sofá y detuvo la grabadora—. Mira Pete, creía que estaba curtida en esta profesión, pero una nunca lo está. Irak es espantoso, es un infierno, es una locura en donde mueren a diario decenas de personas a manos de esos putos marines mascadores de chicles que disparan contra todo lo que se mueve o esos sanguinarios terroristas que se van al cielo con su yihad. He visto de todo allí. Cuerpos reventados, padres abrazando los despojos sangrientos de sus hijos, soldados prepotentes subidos en sus blindados. Me han disparado. ¿No te lo conté? Pasamos muy despacio por un control americano y esos subnormales, porque se asustaron, nos acribillaron. Salí viva de milagro. Una periodista tiene que ser neutral, Pete, su deber es informar de forma imparcial sin poner opinión en lo que narra, pero hay situaciones en que eso es muy difícil. Este trabajo sobre Auschwitz es horriblemente difícil —su voz se truncó, suspiró, tomó aire para seguir—. Nunca había hablado al mismo tiempo con una víctima y un verdugo, y nunca había experimentado tantísima rabia en el cuerpo, tantísimo odio. ¿Por qué el hombre es tan atrozmente malo?

Pete la miró a los ojos.

—Todo hombre lleva dentro una bestia. Esa bestia permanece agazapada hasta que alguien le da la orden, le anima a que salga. Imagínate que premian los malos instintos. Imagina que está bien visto asesinar. Que saltan por los aires todas las normas de convivencia, que se da rienda suelta a todos los odios atávicos. Que el mal no tiene castigo sino premio. Eso fue lo que sucedió con el Tercer Reich. Pero no le des más vueltas. Nada puedes cambiar y lo que haces es justamente todo lo que puedes hacer. Ahora —dijo levantándose y cogiendo una de sus manos— en lo que debes pensar es en salir de este encierro monacal y venir conmigo a tomar una buena cerveza, señorita Steiger, y olvidar a tu Yehuda Weis y a ese asesino en serie de Günter Meissner que no son personajes de este mundo sino del pasado y sobreviven únicamente en sus recuerdos.

Fueron al restaurante Café Glockenspiel, situado en la misma Marienplatz. Condujo Pete el coche. Durante el trayecto Eva Steiger no cesaba de hablar.

—Estaba pensando en cuando se unificó Alemania, aquella maravillosa fecha de la caída del muro de Berlín, en la que Alemania era una fiesta, y en que no todo el mundo estaba alegre. ¿Recuerdas algunas voces disonantes?

—Pues yo creo que no. Aquello fue como una kermesse. Todos saltábamos de alegría ante un momento histórico de una importancia enorme. Hasta tú lloraste, querida, en la puerta de Brandemburgo. ¿No te acuerdas ya?

—Fue una explosión momentánea de sentimentalismo. Pero no era de eso de lo que te quería hablar, Pete. Se me quedó grabada la frase que pronunció un destacado intelectual alemán en un foro informal con periodistas, escritores y artistas gráficos. Dijo que una Alemania unida era una Alemania fuerte; y la historia enseña que una Alemania fuerte es una amenaza para sí misma y para el mundo. Esa frase, Pete, me vuelve ahora a la cabeza. No podemos olvidar nuestro pasado, tenemos que vivir con esa culpa.

—Eso es alarmismo infundado, querida. Para eso se hizo la Unión Europea, que es un pacto económico, pero es también un pacto de no agresión entre potencias. No puede haber amenaza si existe el eje franco-alemán, si los enemigos del pasado caminan cogidos de la mano.

—¿Alarmismo? Toda la generación literaria de la posguerra, la Trümerliteratur, la literatura de las ruinas, como la llamó Heinrich Böll, y toda la generación intelectual que había participado en el 68, se pronunciaron en contra de la unidad. Günter Grass dijo: «Auschwitz debiera haber hecho imposible la unificación». Lo que debía impedir la añorada unificación era nuestra responsabilidad por el Holocausto. La división de Alemania era un justo castigo por nuestro insensato pecado.

—Pero querida Eva: no podemos estar toda la vida pidiendo perdón. ¿Cuánto va a durar esta penitencia?

—No, Pete. No hay penitencia posible. No hay castigo que pueda compensar la balanza en donde se coloque el peso del horror que desató el pueblo alemán.

—No todos fueron culpables, Eva. ¿Olvidas que Alemania tenía el más importante partido comunista de Europa? También fueron asesinados en esos campos los opositores políticos alemanes.

—¡Claro que eran todos culpables! —chilló Eva aprovechando que el automóvil se había detenido en una intersección—. No me sirven los que dicen que no supieron, no se enteraron. Se sabía. Se sabía qué era el nacionalsocialismo, el veneno infame que llevaba en su seno, hacia dónde derivaría esa ideología de odio. Los únicos inocentes de esa barbarie fueron los alemanes que por sus ideas perecieron en los campos de exterminio, pero los otros no, los activos y los pasivos, los indiferentes, todos son culpables. Tu padre, el mío.

—No puedes juzgar una época pasada, querida, desde el presente, porque te falta no solo el contexto político e histórico, sino el emocional que es mucho más difícil de comprender. El nacionalsocialismo era una especie de secta satánica, cerrada, con sus ojos y oídos extendidos entre la población. Disentir era sencillamente morir. No puedes reclamar que todo un pueblo se convierta en héroe. Ni siquiera puedes asegurar cómo habrías reaccionado ante toda esa barbarie, si también hubieras mirado hacia otro lugar.

—Fuimos unos infames cobardes, Pete.

—Pero por lo menos hay un sentimiento de reparación ahora. Para un sector de la sociedad alemana la carga psicológica del Holocausto es tanta que todo lo que sea judío o suene a tal acarrea de inmediato un reflejo culpable y un deseo de subsanar la barbarie cometida. Y eso que tenemos presente lo que están haciendo los judíos con los palestinos, convirtiéndose en maltratados que maltratan. Está bien. Quizá debamos vivir para siempre con ese sentimiento de culpa, quizá debamos sentir vergüenza, y no orgullo, por ser alemanes. Estamos orgullosos de nuestra cultura, de nuestros pensadores, literatos, músicos, pero esa cultura fue incapaz de frenar ese delirio diabólico. ¿Qué hay que hacer para expiarlo todo? ¿Cuántos billones de euros son necesarios? ¿O hay que derramar sangre para compensar esa balanza de horror?

Consiguieron una mesa junto a los ventanales, con vistas al Ayuntamiento. Dentro de ese local clásico y acogedor, en donde el tiempo aparecía detenido, reinaba una agradable temperatura. Eva acarició la robusta mesa de madera a la que se sentaron y miró a través de los cristales esmerilados hacia el exterior. Una fina capa de nieve y sal cubría el suelo de la Marienplatz por donde los muniqueses se desplazaban envueltos en sus abrigos de pieles y escupiendo vaho por la boca. Los rastros de la Navidad habían desaparecido, pero persistía ese frío gélido que duraría hasta bien entrado marzo. Pidieron dos copas de Ebbelwei, la sidra de manzana, y un plato de salmón ahumado. Eva bebió, pero no comió a pesar de la insistencia de Pete.

—Creo que has perdido cinco kilos, amiga, desde la última vez que te vi. ¿Y tu pecho?

—A la mierda mi pecho, Pete. Me importa un bledo todo.

Pete se llevó a la boca una tostada de pan negro de cebada untada de mantequilla y pescó con el tenedor una tira de salmón traslúcido. El hermoso restaurante se había llenado. La última mesa, céntrica con respecto a la suya, la ocuparon dos parejas de jóvenes ruidosos que dejaron sus chaquetas de cuero sobre los respaldos de sus sillas.

—Pertenecemos a una generación de estudiantes alemanes occidentales que estoy seguro que es la mejor informada sobre el pasado nazi. En mi colegio, y supongo que en el tuyo, recibimos cursos especiales y detallados sobre el período negro y sus consecuencias para no olvidarlo, cada uno tuvo que trabajar sobre el Holocausto más de una vez. Y bien, mi abuelo tuvo la culpa, seguro, mi padre sería un cobarde, como el tuyo, pero ni tú ni yo tenemos que ver nada con esa mierda a no ser que el mal sea genético y se transmita a través de la sangre.

—Pero pese a la vigilancia del gobierno, los patéticos neonazis asesinaron en 2000 en Dessau a un mozambiqueño por serlo. En julio de ese mismo año una bomba estalló en una estación suburbana de Dusseldorf hiriendo a diez extranjeros, de los que seis eran judíos. ¿Está la Alemania unida provocando una revitalización del fascismo?

—No, no lo creo. Además todos los ataques que citas han ocurrido en la ex Alemania oriental.

—¿Y qué? ¿No son alemanes los vosis?

—Son alemanes muy especiales en algunos casos, Eva, hartos de la bota soviética y proclives, por lo tanto, a coquetear con el otro extremo. ¿Cuáles son los países más proamericanos de la Unión Europea? Los del Este de Europa que ven a George Bush poco menos que como su salvador.

Las dos parejas que se habían sentado próximas a la mesa que ocupaban Eva y Pete empezaron a cantar. Empezaron los muchachos, con voces marciales, y siguieron las chicas. Quizá la euforia era debida a los efectos de la dulzona Ebbelwei precedida por unas jarras de cerveza. Pero sus cánticos hicieron que Eva, situada de espaldas a ellos, girara la cabeza.

—No los mires, Eva —rogó Pete, pero ya era demasiado tarde.

Los corpulentos varones que cantaban lucían un cabello muy corto, pero no fue en ese detalle en el que repararon sus ojos de inmediato sino en sendas esvásticas tatuadas en sus brazos.

—¿Has visto lo que llevan? —preguntó Eva, indignada, a Pete.

—Son putos niñatos, majaderos que no saben lo que se tatúan en la piel —intervino Pete, con intención de apaciguarla.

—¡Maldita sea! ¡Llevan la inmunda esvástica! ¿No te das cuenta?

No pudo evitarlo Pete pese a que alargó la mano para prender su brazo. Una iracunda Eva se dirigió a la mesa de los cantantes y se enfrentó a los dos tipos tatuados. Al instante se hizo el silencio y solo se escuchó la voz de la periodista de la ZDF.

—¿Acaso sabéis lo que lleváis tatuado en los brazos? ¿Lo sabéis? —gritó.

Contestó uno de ellos mientras el otro sonreía.

—Claro que lo sabemos: es una esvástica.

—¿Y conocéis su significado?

Pete observaba la discusión desde la distancia, tenso, mientras el resto de los comensales permanecía también atento a lo que sucedía y la comida y la bebida habían perdido interés.

—Claro. Y además estamos orgullosos de ella. Simboliza el Tercer Reich, chica, el honor alemán, la grandeza de la patria, nuestros valores pisoteados.

—Simboliza la podredumbre de Alemania, su vergüenza, la etapa más negra, la época de las masacres colectivas, de los exterminios, de la dictadura más insoportable. ¡Con la mierda que lleváis en vuestros putos brazos estáis reivindicando el genocidio de los judíos! ¿Os enorgullece eso? ¿Rendís culto a los asesinos?

Intervino entonces el que estaba callado, pero sin levantarse, mirando a Eva con un destello de furia en los ojos.

—Oye, tía plasta, ¿no serás judía? ¿A qué coño vienes a jodernos nuestra cena? ¿No ves que estamos con nuestras chicas? ¿A qué mierda viene eso de los judíos y del Holocausto? Puta patraña, puta mentira y puto invento de esos judíos. Alemania es grande y fuerte. ¡Jódete, tía! —y le hizo un gesto despectivo con la mano.

—¡Sois basura! —chilló, escupiéndole a la cara.

Los muchachos tatuados se alzaron de golpe de sus sillas, con violencia, y Pete saltó de la suya para acudir a la mesa de la disputa. Tomó a Eva por el brazo.

—Se acabó la discusión —dijo, forzando una sonrisa, y haciendo esfuerzos por sacarla de allí.

—Tu amiga está como una chota. ¿Qué es? ¿Una puta judía?

Eva, con violencia, se soltó de la mano de Pete y se encaró de nuevo con ellos.

—Sí, soy puta y soy judía. ¿Me vas a matar por ello?

Llegaron dos camareros cuando la pelea parecía inevitable. Con buenas palabras consiguieron que Eva y Pete volvieran a su mesa e invitaron a las dos parejas a abandonar el restaurante.

—Nos vamos —gritó uno de ellos—. Claro que nos vamos. No queremos comer al lado de apestosos judíos —y volviéndose hacia Pete y Eva alzó el brazo y gritó— ¡Heil Hitler!

—Los hubiera matado —susurró Eva, temblando, cuando desaparecieron.

—¡Por Dios, Eva! Te he sacado para airearte y montas un número de narices —suspiró Pete vaciando de un trago lo que quedaba de Ebbelwei y haciendo una seña al camarero para que rápidamente trajera otra—. Tienes que aprender a controlarte.

—No has sido muy valiente —le reprochó Eva mirándole con furia a la cara.

—¿Qué querías? ¿Que me batiera a mamporros con ese par de skin heads? No soy un loco.