Capítulo 7

Cuando Yehuda Weis abrió la puerta le sorprendió la juventud de la periodista. No relacionaba la soltura que la muchacha tuvo, cuando habló con él por teléfono, con ese físico; se había imaginado, de acuerdo con la conversación telefónica, a una mujer mucho más mayor y aquella chica que estaba situada bajo el vano de la puerta apenas había dejado atrás la adolescencia. Eva Steiger era menuda, redonda, de expresión agradable y risueña, pómulos que desaparecían bajo la carnosidad de sus mejillas, y la mirada azul. Él, a su lado, evidenciaba aún más su ruina física.

—¿El señor Weis? Soy Eva Steiger de la ZDF. Hablé con usted por teléfono.

—Ya me acuerdo. Pase, pase, la casa está hecha un desastre. No sé dónde nos podríamos colocar.

Por mucho que Eva Steiger lo intentó, cuando le llamó por teléfono para solicitarle una entrevista, no logró convencer a Yehuda Weis que sería más efectivo que ésta fuera acompañada de imágenes: «Si viene con una cámara de televisión no le abriré» le dijo, con determinación.

Ahora, al verle, empezó a comprender el porqué de ese deseo de solo prestar su voz como testimonio necesario. Yehuda tenía 78 años, pero aparentaba mucho más. La precedía, por el pasillo, sirviéndose de dos muletas que manejaba con cierta soltura, pero los pies no le respondían y su deterioro físico hacía presagiar que en muy poco tiempo caería en una silla de ruedas. Su rostro era como una especie de pergamino amarillo y rugoso, y el poco pelo que cubría su cráneo le caía por la espalda y le cubría el cuello. Tenía una nariz grande, aristocrática, que sustentaba sus enormes y anticuadas gafas redondas de carey, los labios finos, los ojos pequeños detrás de los enormes cristales de las gafas. Todo en él resultaba elegante y vagamente femenino. Pero quizá lo que más le llamó la atención a la joven Eva Steiger fue el frío permanente que sufría su anfitrión, del que era una prueba evidente la gruesa bufanda que llevaba anudada al cuello, y el temblor de sus manos huesudas, delicadas, con alargados dedos de pianista.

—Quizá estaremos bien aquí.

El habitáculo en donde Yehuda Weis había vivido durante los últimos veinte años era un pequeño piso de la Karlsruestrassen, viejo y mal construido, cuyas paredes filtraban la humedad exterior y se pintaban de un irregular moho grisáceo. Ese olor a humedad, irremediable, perseguía a Eva que acompañaba, con el magnetófono en la mano, el devenir del impedido por su piso. Finalmente, el lugar escogido para esa difícil entrevista, que había conseguido tras dos meses de arduas negociaciones, fue una pequeña salita cuya ventana daba a un patio interior sin luz.

—Perdone si no le ofrezco nada —dijo, excusándose, mientras tomaba asiento en una vieja silla de mimbre y colocaba las muletas a ambos lados, al alcance de sus brazos.

Eva Steiger tomó asiento enfrente, dejó la grabadora encima de la mesa y miró a su futuro entrevistado que rehuyó sus ojos como si todavía se sintiera víctima.

—Vivo modestamente —dijo, sin levantar la cabeza, como si contara las desportilladas baldosas rojizas que cubrían el suelo y no acababan de soldar entre ellas—. No da para más mi exigua pensión y además, señorita, estoy acostumbrado a toda clase de penurias, me río de ellas. Llega un momento que te preguntas: ¿qué más te puede pasar? Y la respuesta es: nada.

—Creo que ya le hablé, señor Weis, del objeto de este reportaje, pero de todas maneras se lo recordaré. La ZDF me ha encomendado la realización de un documental sobre nuestro oscuro y doloroso pasado conmemorando el aniversario de la liberación el Campo de Exterminio de Auschwitz. Nuestro deseo es dar a conocer lo que sucedió dentro de él, algo de lo que casi todo el mundo tiene constancia, y tratar de explicar, si es que se puede, esa monstruosa atrocidad que avergüenza a la especie humana.

Movió la cabeza, mansamente.

—Queremos dar la visión global más amplia posible, entrevistando a víctimas y también a verdugos de ese campo de exterminio.

—Está bien. Pero me perdonará si soy lento en mi hablar. Realmente estoy bastante fatigado y mi médico de cabecera me recomienda que no me altere, que me tranquilice, cosa bastante difícil, como podrá observar. Duermo poco y mal desde hace muchos años.

—Bien. Vamos a grabar.

—¿Y todo lo que diga se va a reproducir?

—No, todo no. El documental tiene una duración aproximada de dos horas. Resaltaremos lo verdaderamente importante y novedoso de lo que nos diga.

Pulsó la tecla. La cinta se puso en marcha con un imperceptible silbido. Yehuda Weis, seguramente, no lo oyó, pero clavó sus ojos sin brillo en aquel aparato que iba a recoger su debilitada voz.

—Vayamos hacia atrás en el tiempo, señor Weis. ¿Dónde vivía usted en 1940?

—En Soltzen, una pequeña población cercana a la Alsacia francesa. Mi familia trabajaba en una fundición. Era un pueblo tradicional, católico, tranquilo. Una aldea poco grande donde todos nos conocíamos, donde las puertas no se cerraban. Hasta que llegó Hitler al poder, probablemente votado por muchos de mis vecinos, y la actitud de ellos hacia nosotros cambió radicalmente. No éramos ricos, ese mito de que los judíos atesorábamos riquezas es una vulgar patraña. Mi familia era trabajadora; mi madre fabricaba dulces y los vendía por las casas; mi hermano Salom, algo más pequeño que yo, trabajaba conmigo en la fundición. Mi padre estaba impedido. A mí aquella alegría que suscitó en el pueblo la victoria del nacionalsocialismo me llenó de inquietud, pero no podía imaginar en qué especie de locura iba a derivar esa doctrina que empezó a calar entre la población porque prometía pleno empleo para todos y les hablaba del sueño de un país grande y poderoso. En los primeros años, señorita, el lobo no enseñó los dientes, se limitó a contentar a su base social, a erradicar el desempleo mientras iba calando el mensaje de lo grande que era la nación alemana y lo humillada que había sido por sus vecinos y se buscaba un animal que sacrificar a los dioses: nosotros.

—¿Cuándo le detuvieron?

—Pudimos huir, pasar a Francia, y seguir huyendo, pero no lo hicimos. Pecamos de ingenuos. Cuando se promulgaron las primeras leyes racistas, la hostilidad de nuestros vecinos se hizo notoria. Empezaron a dejar de saludarnos, de vendernos comida, a apartarse cuando caminábamos por la acera como si fuéramos apestados. Cuando pintaron la estrella de David en nuestra puerta empezamos a sentirnos amenazados; nos sonó aquello a episodio bíblico, como cuando Herodes marcó con sangre las puertas de las viviendas en donde había niños que exterminar. Luego, a los dos meses, la atmósfera era ya irrespirable, nos insultaban por la calle, decían que éramos degenerados, basura, la misma gente que había convivido con nuestra familia toda la vida, envenenados por la propaganda nazi. Vinieron una noche. Estábamos deliberando huir. Desde otras partes de Alemania nos llegaban noticias de alarma por parte de nuestros hermanos. Llegaron en un camión, silenciosos, bajaron de él uniformados de las SS, golpearon nuestra puerta con hachas, hasta abrirla, y nos quedamos quietos, petrificados, ante aquella gente que pisaba fuerte, que con aquel ruido de sus relucientes botas parecía querer decirte que en cualquier momento te iba a pisotear como una cucaracha. No nos miraban como a seres humanos, me di cuenta desde un principio, sino como insectos, una especie de carcoma que había invadido esa casa que iban a desalojar. Un oficial, el que comandaba el grupo, abrió fuego fríamente contra mi padre, le voló los sesos delante de mi madre, de sus hijos, y lo hizo de forma natural, sin un asomo de rabia, que eso fue lo peor… Ésa fue la primera víctima del nazismo que vi: mi propio padre.

—¿Cuál fue su reacción?

La primera lágrima rueda por la mejilla árida de Yehuda Weis. Su barbilla tiembla y sus débiles dientes rechinan.

—Nada. No hubo reacción. Estábamos tan asustados, tan aterrorizados, que no nos movimos, que mi madre no se movió de donde estaba, que hasta miró hacia otro lado, hacia el lado opuesto en donde mi padre agonizaba, para no verlo, para no oírlo. Éramos ya, entonces, animales que comprendían que debían sobrevivir a la matanza.

—¿No lloró?

—No. No pude. Lo hice luego, diez años después. Diez años más tarde derramé todas las lágrimas que no salieron en aquel momento. El hombre es un ser extraño que no siempre reacciona ante los estímulos ni lo hace de igual forma. Y lloré por no haber sido capaz de saltar sobre el cuello de aquel asesino, por no haberle matado o intentado, al menos. Lloré por mi propia cobardía, señorita.

—Si me llama Eva me sentiré mucho mejor, señor Weis.

—Pues bien, Eva. Aquella noche fue larga en aquel camión que recorrió varios pueblos a la redonda para acarrear indeseables judíos cuyas viviendas ya estaban marcadas. Atestábamos el camión. Iban niños, ancianos, mujeres embarazadas, enfermos. No importaba la edad, el estado, el sexo. Nos llevaron a una estación, cuando todavía era de noche y reinaba un frío espantoso, con metros de nieve que blanqueaba la oscuridad. Y allí, en los andenes, fueron desembarcando la carga de docenas de camiones que llegaban con ese ganado infame. Allí estaban los soldados de las SS con sus botas y cascos relucientes, con sus perros rabiosos atados con cadenas, seguros de su superioridad, mientras nosotros asumíamos nuestro papel de víctimas, lo interiorizábamos con una suicida predeterminación. ¿Por qué no nos alzamos? Hubiéramos muerto muchos, pero ¿y qué? En realidad nadie podía imaginarse cuál iba a ser nuestro destino.

—¿Adónde los llevaron?

—Fuimos en vagones de carga cerrados, con poco aire, sin agua, sin luz, sellados, como ovejas. Ahí empezamos a tener la sensación de que no éramos humanos. Allí teníamos que hacer las necesidades durante los cuatro días que estuvimos. Nos prometieron que no nos iba a faltar nada. Fueron largos días de viaje bajo temperaturas extremas. Iban los vagones atiborrados de gente, tanta que era imposible echarse en la paja que los cubría y que apestaba a mierda, a orina, a vómito, al olor de la miseria. En aquel transporte lo que hicieron fue deshumanizarnos, convertirnos en bestias, para hacer más fácil nuestro aniquilamiento. Y llegamos a Auschwitz, un gran complejo, una estructura pavorosa que era el final de una vía que no tenía camino de retorno, un monstruo arquitectónico que emergía entre la niebla. ¿Cómo podía un simple edificio aterrorizarnos, se preguntará usted? Pues aquel nos daba pavor, parecía lo que era, un inmenso complejo industrial de muerte, una fábrica siniestra en la que íbamos a ingresar como simple materia prima a transformar. Y entonces no sabíamos lo que sabemos ahora, que en el inmenso complejo de este campo funcionaron varios hornos crematorios y cámaras de gas, instalaciones donde se asesinó a unos cuatro millones de personas. ¿Se lo imagina? ¿Imagina tantísimo dolor? No es asumible. Salimos, o caímos, en el andén, bajo focos que nos cegaban y el ladrido de perros rabiosos a los que no veíamos pero cuyos colmillos tenían un brillo amenazador en la oscuridad, dejando nuestro equipaje en los vagones, que más tarde era recogido por los presos para ser llevado al campo Kanada, el almacén del pillaje. Quedaron en los vagones los primeros cadáveres que vi, los débiles que resultaron los más afortunados, que murieron sin saber qué era Auschwitz, un siniestro lugar, húmedo y caluroso en verano, y gélido en invierno, un escenario en el que, aunque me esfuerce, no consigo ver un sola imagen en color sino todas en un gris ceniciento que lo envolvía todo.

—¿Estaba con su madre y su hermano?

—Sí, no nos habíamos separado durante el interminable viaje en el vagón, pero ahora nos forzaron a hacerlo. Había polacos y rusos, presos veteranos entre los nazis, que nos sacaron de los vagones y nos dijeron «Ah, llegaron ustedes para trabajar, pero realmente van derechos a la muerte». No nos los creímos. Separaron a los hombres de las mujeres, a los enfermos, de los sanos. Mi madre en ese tiempo tenía 38 años y era hermosa; la vi llorar, a ella que era siempre tan fuerte, que era una mujer decidida, se desmoronó en cuanto vio aquello. Gritaban mucho, los recuerdo, de una forma horrorosa, los guardianes de las SS y los kapos. Íbamos los tres juntos, cogidos de la mano, entre la turba asustada que se desplazaba hacia aquella entrada del matadero, cuando nos detuvo un oficial alemán, un tipo alto, rubio, atractivo, un distinguido aristócrata que utilizaba la fusta de su caballo como arma. Nos detuvo y nos miró. Entonces no comprendimos lo que quería, pero luego, de verlo hacer, entendí el placer que sentían los nazis en aquellos momentos: eran como dioses designando quién debía vivir y quién debía morir. Le gritó aquel sujeto a mi madre que tenía que escoger a uno de sus hijos, y ella intuyó que era para salvarle. No lo dudó mi madre, no podía hacerlo porque aquel oficial no paraba de gritar para que se decidiera pronto por uno de sus hijos, y eso me dolió siempre, su decisión fue una estaca en mi corazón. Escogió a mi hermano Salom. ¿Por qué lo hizo? ¿Le quería más? ¿Fue porque era más débil y pequeño? No lo sé, ni lo sabré. Mi madre, creyendo salvarle, le condenó y se condenó ella, y a mí me salvó, pero me condenó también de por vida.

—¿Qué ocurrió?

—Los SS, como divertimento, hacían ya la primera selección entre los que bajaban del tren, una norma cuando llegaba un convoy de judíos. Los médicos de las SS, que eran responsables de la salud de los suyos, de la asistencia médica a los presos y del estado de las instalaciones sanitarias, estaban allí, con sus batas blancas, decidiendo sobre la vida de los que llegaban, haciendo la primera selección, la del ganado humano que descendía por la rampa de ese tren infecto. Era habitual ver allí a personajes siniestros que luego han sido famosos, al doctor Mengele, al profesor Clauberg y al doctor Schumann, fieras humanas que realizaron los más inauditos experimentos científicos con los presos que, en su mayoría, morían a causa de las consecuencias. El destino de muchas mujeres fue el de servir como animales para experimentos. Recuerdo que un día un doctor escogió, una a una, a cuarenta mujeres de un barracón que fueron llevadas a Heidelberg; allí se las asesinó con una inyección en el corazón y, una vez muertas, las pusieron en fenol para que los estudiantes de medicina pudieran practicar con sus cadáveres. Pues las envidiábamos. Porque eso, la muerte rápida con una inyección de fenol, era una bendición, señorita. Los más jóvenes, fuertes y sanos de los que llegaban eran apartados y destinados al trabajo. Los más viejos, los enfermos, los niños y sus madres, que eran aproximadamente el ochenta o noventa por ciento de los detenidos, eran conducidos directamente hasta las cámaras de gas, porque no eran rentables, no valían ni la bazofia con la que nos alimentaban. Capitalismo salvaje elevado a la enésima potencia.

—Volvamos al primer día.

—Nos llevaron para desinfectarnos, dentro de esa obsesión que tenían los alemanes por la limpieza que aún nos hacía sentirnos más sucios. Nos sometían a condiciones inhumanas y luego nos reprochaban nuestro desaseo. Era como todo, una forma de deshumanizarnos, de que nos odiáramos por ser así, poco menos que insectos. Después de la desinfección, mediante una lejía maloliente y de color azul verdosa, no nos conocíamos los unos a los otros. Mi cabeza estaba tan rapada como mi mano. Yo buscaba a mi madre, a mi hermano, pero ellos ya no estaban.

—¿Murieron?

—Sí. Murieron. Tuvieron la suerte de hacerlo el segundo, el tercer día, sin el calvario previo de los maltratos, del hambre, del agotamiento por trabajos forzados a que sometían a casi todos los presos. Mi hermanito tenía once años, solo once años, un niño —su voz se truncó por un sollozo. Tardó en recuperarla—. Mi hermano y mi madre fueron enviados a la cámara de gas y yo, por gracia de aquel oficial alemán, al que llamaban Cara de Ángel, me convertí en kapo, en el judío traidor y odioso que hacía el trabajo que a los nazis repugnaba, llevar a toda esa gente, mi gente, hasta el matadero, esperar a que se ahogaran, oír cómo arañaban las puertas herméticas, sacar luego los cadáveres y llevarlos en carretillas a los hornos y limpiar con mangueras lo que los esfínteres aterrorizados de los condenados dejaban en el suelo. A los tres días de estancia en el campo ya empecé en ese macabro oficio; me asignaron un uniforme, bajé con la turba del tren, rogando para no tropezar con mi madre y mi hermano, para no ser yo al menos quien los empujara a la cámara de gas sino que fuera otro, rezando para no toparme luego con sus cadáveres, para no ser el encargado de arrojarlos a las bocas de fuego de los hornos. Estaba horrorizado pero, al mismo tiempo, apegado a la vida como una garrapata. ¿Qué vida? Pero daba igual. Era espantoso, pero lo que más me espantaba era mi instinto animal de supervivencia que se alegraba de no estar en el grupo de las víctimas aunque fuera como auxiliar de los verdugos. Cuando estás en esa situación, sobrevivir es tu único motor; es el más básico de los instintos. Haberme negado hubiera supuesto mi condena a muerte. A pesar de ello todavía lloro y me avergüenzo de no haberme negado a tomar parte en aquel horror. La dignidad se perdió en el primer instante. Aquel día vomité, y mi vómito se mezcló con la mierda espesa, con la infernal orina que humeaba, compuso la pócima del miedo, el perfume que me iba a acompañar durante años. Éramos obreros del Sonderkommando, los que llevaban a las víctimas a las cámaras de gas, les ayudaban a desnudarse, se llevaban los cuerpos tras el gaseamiento, sacaban el oro de los dientes con tenazas y los anillos de los dedos que si no salían se amputaban, buscaban en los orificios del cuerpo joyas escondidas, cortaban el pelo de las mujeres y finalmente llevaban los cadáveres a los crematorios, Eva, auxiliares de los carniceros, los que veíamos, tocábamos la muerte, la respirábamos, los que desnudábamos los cadáveres, porque todo se aprovechaba, porque todo se vendía, y las piezas de oro las arrancábamos con nuestras tenazas de esas bocas exangües, observados por los ojos sin vida de los cadáveres, sacábamos los anillos de sus dedos grisáceos y, cuando no salían, nos obligaban a cortarlos. No se imagina cómo crujen los huesos, cómo mana la sangre, te salpica. A todo se habitúa uno para sobrevivir. Al olor de la muerte, al insufrible hedor de la carne quemada, a los piojos, a la sarna, a ver esqueletos caminar por entre los barracones que buscaban el suicidio en la alambrada electrificada. Yo, en todos los años, no vi solidaridad sino miseria, lo peor de la condición humana, por parte de los verdugos, pero también por parte de las víctimas. Nos robábamos entre nosotros, nos quitábamos los zapatos, los cordones, porque un hombre sin zapatos era hombre muerto, porque los pies se infectaban, se llagaban, se quemaban en la nieve, a pesar de los periódicos en los que los envolvíamos, de las vendas hechas con guiñapos de las ropas de los muertos. Una simple llaga en el pie era el inicio de un calvario que podía terminar en el crematorio, porque la herida no se curaba, se infectaba, la gangrena subía por el tobillo, te afectaba la pierna, apestabas y el médico te separaba para ser sacrificado. Un hombre que perdía su miserable y sucio plato de latón, en donde iba a parar la infecta sopa que nos daban a diario, con algo más de grasa y sustancia la de los kapos, era un hombre muerto, porque sin ese sucio plato inmundo ya no podía alimentarse con ese asqueroso caldo en donde los cocineros se orinaban. Eso de la solidaridad en la desgracia es un concepto falso, yo no lo vi, yo solo veía miseria y seres miserables capaces de matarse unos a otros para sobrevivir, porque a pesar de todo, a pesar de ese infierno de existencia, estábamos apegados a la vida, por vivir éramos capaces de todas las infamias posibles. Y yo, señorita, era un infame más a los pocos meses de estar en el campo. Yo tenía, como todos los kapos, un cierto poder sobre mis congéneres, para destinarlos al mejor trabajo o, por el contrario, obligarles a hacer los trabajos más brutales y esperar a que sucumbieran. Los kapos éramos víctimas, pero también verdugos. Nuestra subsistencia iba ligada a que nuestros hermanos fueran sacrificados, y nos comportamos como perros con ellos, y sentimos su odio, su desprecio, sus ganas de matarnos si hubieran tenido fuerzas suficientes para hacerlo.

—He leído que normalmente, después de varias semanas de servicio, los miembros de los Sonderkommando eran ejecutados, en primer lugar porque eran judíos, pero también para que no hubiera testigos si alguna vez se requerían en un juicio.

No pudo disimular Yehuda Weis lo que le molestó la observación de Eva Steiger. Movió la cabeza y en su mirada apagada refulgió, por unos instantes, una furia contenida.

—En efecto, solían exterminarnos al cabo de un cierto tiempo, pero no a todos. Algunos, los que ellos consideraban más eficaces, eran mantenidos en sus puestos. Yo tuve esa suerte, o esa desgracia, según cómo se mire.

A medida que hablaba, sin pausas, con una energía renovada, se abrían sus ojos, adquiriendo estos una forma redonda, se convirtieron en espejo del espanto que había dentro de su cuerpo. Sus pupilas dilatadas parecían capaces de proyectar sobre la desnuda pared que tenía enfrente el cuadro del horror visto. Eva callaba, enmudecía, no se atrevía a preguntar, dejó que la entrevista deviniera en un monólogo narrativo, que se convirtiera en un acto de penitencia. Yehuda Weis se confesaba, pero no esperaba perdón de nadie.

—También había excepciones. Hace algunos años trabé amistad con alguien que estuvo cerca de mí, una mujer llamada Etka Urztein, que ahora vive en Argentina, y es una sobreviviente del Holocausto que sufrió en carne propia. Vivía en Polonia cuando, en 1939, empezó la guerra. La llevaron al gueto de Lotz, y de allí fue a Auschwitz. Me hablaba del régimen brutal de trabajo, del hambre que pasaban, de las selecciones que había todos los días y los chicos y enfermos que se llevaban para quemar. Su padre desapareció un buen día, cuando se lo llevaron para trabajar, y nunca volvió. Quedó aquella niña con su madre, su hermana, su hermanito y una chica que estaba con ellos porque no tenía padres, luchando para sobrevivir, sin comida, sin nada —Yehuda Weis se detuvo, rememorando—. Recuerdo una anécdota que me explicó y, bueno, era un detalle para reconciliarse con el género humano, porque de vez en cuando había actitudes heroicas en ese cementerio. Cuatro muchachos, muy guapos al parecer de ella, montaron una radio clandestina en un sótano con la que conseguían escuchar noticias del extranjero. Decían a los demás mentiras piadosas del género «mañana termina la guerra» con la que insuflaban ánimo para vivir a sus compañeros, aunque todo era falso. Hasta que un día los alemanes lo averiguaron y descubrieron el sótano, pero no encontraron a nadie. Para dar con los culpables se amenazó con colgar a toda la gente del gueto si no salían los responsables de la radio. Los hubieran matado a todos, sin lugar a dudas. Pero hubo un muchacho de veintiocho años, que había perdido a toda su familia, que asumió la culpa y se colgó dejando una nota en la que decía «yo lo hice todo, nadie más que yo tiene la culpa». Con su muerte salvó a todos. Un bonito gesto. Una excepción.

—¿Cómo eran sus verdugos? ¿Cómo los veían?

—Evidentemente con miedo; estábamos bajo su capricho, podíamos morir en cualquier momento si estaban de mal humor, si se quemaban con el café o les había salido un sabañón en la oreja. Los nazis convirtieron a los judíos en una suerte de bacteria; se les quitó cualquier propiedad y dignidad humana. Matar a un judío parecía ser una operación semejante a matar una mosca; el grado de brutalidad ideológica para ver a un hombre del todo semejante a ellos mismos como un no humano es, quizás, uno de los hechos decisivos del nazismo. Al convertirnos en miseria humana, en indeseables —nuestro aspecto físico, querida amiga, animaba al exterminio, créame— no sentían piedad al asesinarnos. Éramos como una fea verruga que debían arrancar de su piel. Usted no siente piedad, ni se altera, cuando mata a un insecto, lo máximo que siente es asco. Nosotros éramos esos insectos. Aunque entonces, reducidos en aquel siniestro lugar, no imaginábamos la magnitud de la masacre, teníamos una visión muy reducida de lo que sucedía, parcial, no podíamos creer que la matanza iba a ser total, que se iba a poner esa maldita eficacia germana al servicio de la industria de la muerte, porque una de las características centrales del genocidio nazi fue la frialdad, la escala, el método y el rigor con que nos exterminaron. Pero lo más terrible, lo realmente espantoso, es que eran hombres, como nosotros, que tenían familias, que tendrían niños de las mismas edades de los que llevaban al matadero, a los que seguramente querrían, colmarían con regalos, que tenían esposas, que amaban la música y a lo mejor se conmovían, hasta podían llorar, con una pieza de Mahler o de Wagner, pero eran incapaces de sentir el menor atisbo de piedad cuando nos mandaban a las cámaras de gas, cuando nos colgaban de los postes y obligaban a la banda del campo que tocara piezas de Chopin. ¿Se lo puede imaginar? Una polonesa alegre mientras un pobre desgraciado expiraba en la horca. ¡Qué escarnio! Pero eran como nosotros, eso era lo más terrible, y a mí me aterraba convertirme en uno de ellos. Lo fui. Lo fuimos todos los kapos de Auschwitz.

—¿Cuáles eran los castigos más frecuentes?

—Estar en Auschwitz era el castigo más espantoso, pero ellos añadían otros. Los nazis eran unos sofisticados sádicos que jugaban con el desconcierto que sus medidas provocaban. Su máxima es que nadie, en un solo instante, estuviera seguro. En el campo, cualquier pretexto era bueno para castigar a los presos. Además de las prohibiciones oficiales, existía un sinfín de normas extraoficiales. Muchas de las prohibiciones eran, intencionadamente, de una gran vaguedad, de forma que los vigilantes las interpretaban a su libre albedrío. Se daban órdenes imposibles de ser llevadas a cabo por los presos: por ejemplo era imposible, al hacer la cama, alisar por completo la funda del saco de paja. Otra crueldad de las SS consistía en dictar dos normas contradictorias entre sí, de manera que todo lo que hacía la víctima podía ser interpretado en su contra. Por ejemplo, se sancionaban los zapatos sucios, porque incurrían contra la norma de la limpieza, pero, por otro lado, los zapatos limpios eran un indicio de que un preso se había escaqueado del trabajo y que había incurrido contra esta norma.

—¿Moría la gente como resultado de esos castigos?

—Por supuesto. Los castigos, ejecutados de manera tan atroz, más bien representaban una condena a muerte encubierta. Un castigo habitual era destinarte a la Compañía Penitenciaria en donde los presos eran obligados a realizar los trabajos extremadamente duros a paso ligero, incluso después de la jornada y en las tardes de domingo, privándosele de comida. Otras veces eran recluidos en celdas de castigo en las que solo se podía permanecer de pie o a oscuras, durante horas o días junto a la puerta de entrada al campo o en la plaza de las revistas. El castigo en el potro se realizaba de la siguiente manera: las piernas de la víctima eran inmovilizadas, dos presos agarraban a la víctima por los brazos, un hombre de las SS o un kapo golpeaban al preso con un garrote o un látigo obligándole a contar en alto el número de golpes en alemán, y si se equivocaba se volvía a empezar. Las lesiones que podía sufrir le llevaban muchas veces directamente a la cámara de gas. El castigo en la estaca consistía en atar al preso con las manos a la espalda a la estaca, de forma que sus pies no tocaban el suelo, y tenerle horas suspendido en esa posición. Y luego estaban las ejecuciones a las que éramos obligados a asistir.

—¿Quiere tomarse un descanso, señor Weis? Si así lo desea podemos seguir más tarde.

—No, mejor que ajuste cuentas con el pasado de una sola vez —contestó Yehuda Weis tragando saliva.

En la plaza de revistas de Auschwitz I se encontraba un patíbulo en el que se llevaban a cabo ejecuciones en presencia de todos los presos. En la mayoría de los casos, en el patíbulo eran ejecutados aquellos presos que habían intentado fugarse. El condenado, atado, era conducido al patíbulo; allí pronunciaban su sentencia, primero en alemán y después en polaco, allí también le daban las indicaciones a otro preso que tenía que hacer las funciones de verdugo. Yo fui designado muchas veces para ese papel por mi salvador Cara de Ángel. Colaborar con ellos era una forma sofisticada de destruirme. La primera vez que ahorqué a uno de los nuestros, a un conocido, precisamente a un buen amigo, me pasé la tarde vomitando, pero fuera de la mirada de los SS que hubieran interpretado mi debilidad como traición y quizá me hubieran ejecutado a la vez. La víctima tenía que subirse a una caja, el verdugo le colocaba la soga, mediante una palanca la tapa de la caja se bajaba, de forma que el condenado caía, pero solo unos centímetros, al vacío. Era una muerte dolorosa, que no sobrevenía en el acto. En la mayoría de los casos, debido a la cuerda demasiado corta al igual que a la altura reducida de la caída, los presos no morían por una fractura de nuca, sino por asfixia o por estrangulamiento. Otro sistema más solemne era el del fusilamiento, que se aplicaba a prisioneros de guerra. El paredón estaba situado en un patio protegido por dos muros, situado entre los bloques 10 y 11, en cuyo fondo se encontraba un muro pintado de negro. Delante del paredón habían echado arena, que servía para absorber la sangre de los fusilados, que debían comparecer desnudos y descalzos. Una vez ejecutados, los cadáveres, chorreando sangre, eran transportados en un camión hasta el crematorio. Estos camiones siempre dejaban tras de sí un rastro de sangre en las calles del campo. Como las bestias. Sin embargo los fusilamientos no solo se llevaban a cabo en el paredón negro. Cualquier pretexto era válido para fusilar a los presos: si un preso no trabajaba lo suficientemente rápido, o si un hombre de las SS interpretaba la mirada de un preso como rebelde, o incluso si un vigilante o un oficial de las SS se aburría. Cuando no se cumplía con la cuota prevista de muertes, recurrían a los fusilamientos. La versión oficial era que estos presos habían sido fusilados por «intento de fuga».

—Pero la forma más habitual era el gaseamiento.

—En efecto, porque resultaba la más económica y rentable en ese monstruoso lugar en donde todo se medía en términos economicistas. Los primeros intentos de gaseamiento tuvieron lugar en septiembre de 1941 en las celdas de arresto del bloque 11 en el campo principal de Auschwitz. Más tarde, el depósito de cadáveres junto al Crematorio I se utilizó como cámara de gas, pero debido al rendimiento limitado del Crematorio I y a la imposibilidad de mantenerlo totalmente en secreto, las SS se trasladaron en 1942 a Birkenau, donde transformaron dos granjas situadas en un bosque en cámaras de gas. Los cadáveres eran transportados en ferrocarriles de vía estrecha a las fosas, que se encontraban a unos cuantos cientos de metros en donde eran soterrados; sin embargo, en otoño de 1942 los cadáveres fueron desenterrados y quemados. De aquella tarea hube de hacerme cargo yo al mando de mi sonderkommando. El primer cadáver putrefacto que desentierras para ponerlo en la vagoneta te anestesia o te mata. Varios miembros de mi grupo fallecieron infectados. Pero crecía la demanda, nos llegaba materia prima de todos los rincones de Europa, porque al final, a los hombres, mujeres y niños uno trataba de verlos como eso, como materia prima. Dado que esas instalaciones provisionales tampoco eran suficientes, se empezaron a construir en julio de 1942 las cuatro grandes «fábricas de la muerte» que fueron puestas en funcionamiento entre marzo y junio de 1943. Los propios presos fueron obligados a construir esos lugares de exterminio en los que ellos mismos iban a ser los primeros en desaparecer. Allí todas las fases del proceso se encontraban centralizadas, disponiendo de todos los medios técnicos necesarios. Cada unidad estaba equipada de cuartos en los que los presos debían desnudarse, de cámaras de gas, así como de hornos crematorios para incinerar a los muertos. Técnicamente era posible quemar diariamente en los crematorios más de cuatro mil cadáveres. Sin embargo solo se trataba de una cifra teórica, en la que también se incluía el tiempo necesario para el mantenimiento y la limpieza de los hornos. De hecho, en los Crematorios II y III fueron quemados hasta cinco mil cadáveres, en los Crematorios IV y V hasta tres mil cadáveres a diario. ¿Por qué lo sé? Porque tenía que anotarlo, había que llevar una monstruosa contabilidad de la muerte en serie. Cuando se sobrepasaba la capacidad de los crematorios, los cadáveres eran quemados en hogueras al aire libre. En el verano de 1944, durante la deportación de los judíos húngaros, las SS volvieron a poner en funcionamiento el Búnker II. En aquella época era posible asesinar y quemar hasta veinticuatro mil personas a diario. Las cenizas de los muertos servían de abono para los campos, para el drenaje de pantanos o simplemente eran vertidas en los ríos o estanques de las cercanías.

—¿Ha leído, señor Weis, a Primo Levi?

—Sí, claro que lo he leído. Más, lo he vivido. Yo estaba inmerso en esa zona gris, sabe usted, yo he estado en esos círculos del infierno, he visto de cerca las tinieblas de las cámaras de gas, he separado y clasificado aquella masa de cadáveres que se amontonaban unos encima de otros buscando una rendija de aire respirable mientras salía el veneno por las duchas. ¿El Infierno de Dante? Una frivolidad, señorita, al lado de aquel horror. No hay palabras para describirlo, y hasta a veces no me lo puedo creer, pienso que lo he soñado, y he de palparme el número que tengo grabado en la muñeca para cerciorarme de que ese horror me ha pasado a mí.

—¿Cómo se puede sobrevivir en esas condiciones?

—Al mes estaba anestesiado, muerto. Dejé de pensar y de sentir. Nos moríamos de frío en el interior de esos horribles trajes de prisioneros en cuya pechera llevábamos cosido un triángulo; amarillo, los judíos; azul para los apátridas; morado para los objetores de conciencia; verde para los criminales; rosa para los homosexuales. Los nazis utilizaban toda la paleta de los colores para clasificarnos. El preso tenía que coser el número que llevaba tatuado en el brazo en el winkel, el triángulo de tela, cuyo color indicaba la categoría del preso, a la altura del pecho, en el lado izquierdo de la ropa. Con ese número los presos perdían su nombre y su individualidad. Su obsesión por el orden les llevaba a hacer cosas absurdas, a contarnos una y otra vez, a ducharnos aunque a renglón seguido nos ensuciáramos. Lo primero que hacían, cuando llegábamos, era desnudarnos y tenernos mucho tiempo así, ante la mofa de la soldadesca alemana que se reía de los cuerpos de las mujeres que ya no eran bonitas o eran mayores, para humillarlas. La desnudez, que uno tenía como algo hermoso, se convertía en algo patético, realmente animal. Luego pasaba un peluquero, uno de los nuestros, para afeitarnos la cabeza con una máquina, para arrancarnos los pelos del cráneo, y lo hacía de forma tan brutal que sangrábamos por el cuero cabelludo. La última humillación era afeitarnos los genitales. Después de eso ya nunca más nos sentíamos humanos. Nos degradaban, nos forzaban a tener un aspecto repugnante, infame, para no tener piedad de nosotros. Por eso, cuando nos miraban los hermosos y bien comidos soldados alemanes, cuando veían en qué nos habían convertido, podían dispararnos sin sentir absolutamente nada, porque disparaban a la basura, porque nos habían convertido realmente en lo que ellos buscaban convertirnos: especie degenerada, infrahumanos. ¿Y sabe qué era lo peor? Que lo conseguían, que realmente nos convertían en basura humana. No había en el lager lo que se entiende por solidaridad, sino un egoísmo monstruoso. No todos éramos iguales, los nazis eran maestros en el arte de dividir, y entre los presos había clases sociales a fin de facilitar nuestra insolidaridad. La clase alta de los presos, la así llamada «prominencia del campo», un uno por ciento de la totalidad de los encerrados, generalmente veteranos del campo, veteranos del bloque o médicos del campo, la constituían en su mayoría los presos alemanes que gozaban de privilegios ilimitados y eran tan perros como las propias SS. La «clase media» estaba formada por presos con menos poderes, kapos, enfermeros, etc., un ocho por ciento de los presos que vivían en mejores condiciones que la gran masa de presos normales. Y en el eslabón más bajo, los presos normales y los así llamados musulmanes que constituían la gran masa que vivía en condiciones infrahumanas. El musulmán era un ser humano abatido, derrumbado por la vida en el campo, una víctima del exterminio paso a paso. Se trataba de un preso que solo recibía la comida del campo sin tener la posibilidad de «procurar» nada, y que perecía en el transcurso de unas pocas semanas. El hambre crónica generaba un debilitamiento físico general. Sufría una pérdida de musculatura, y sus funciones vitales se reducían al mínimo existencial. El pulso se alteraba, la presión arterial y la temperatura disminuían, temblaba de frío. La respiración era más lenta, la voz se debilitaba, cada movimiento significaba un gran esfuerzo. Cuando se sumaba la diarrea provocada por el hambre, el decaimiento se producía aún más rápidamente. Los gestos se volvían nerviosos y descoordinados. Cuando permanecía sentado, el tronco se tambaleaba con movimientos incontrolados; a la hora de caminar ya no era capaz de levantar las piernas. El musulmán ya no era dueño de su propio cuerpo. Le salían edemas y úlceras, estaba sucio y olía mal. El pelo se volvía duro y tieso, sin brillo, y se partía con facilidad. La cabeza parecía aún más alargada al sobresalir los pómulos y las órbitas de los ojos. También las actividades mentales y las emociones sufrían un retroceso radical. El preso perdía la memoria y su capacidad de concentración. Todo su ser se concentraba en una sola meta: su alimentación. Las alucinaciones provocadas por la inanición disimulaban el hambre atormentadora. Solo miraba lo que se le ponía directamente delante de los ojos, y solo oía cuando le gritaban. Se resignaba sin resistencia alguna a los golpes. En la última fase, el preso ya ni siquiera sentía ni hambre ni dolores. El musulmán moría en la miseria, cuando ya no aguantaba más. Personificaba la muerte en masa, la muerte por inanición, el asesinato psíquico y el abandono, un muerto ya en vida que nos recordaba nuestro destino, porque éramos nosotros dentro de una semana, un mes, medio año.

Un movimiento incontrolado de la mano diestra de Yehuda Weis precipitó una de sus muletas al suelo. Osciló, durante segundos, el bastón en el que se apoyaba para andar, bailando hasta la inmovilidad. Eva Steiger se precipitó a recogerlo y lo acercó a su mano. El viejo judío agradeció su gesto con una mirada apagada, sin vida.

—Debido al duro trabajo, la escasa alimentación y las terribles condiciones del campo, para sobrevivir era necesario ascender rápidamente a la clase media o a la «prominencia». Oposiciones entre miserables —ironizó—. Y si había que medrar, pisar a alguien, mostrar tu lado más feroz y cainita para esa ascensión social, lo hacías, y lo hacías visible para que los verdugos del campo lo vieran y premiaran la vesania. Nos degradaron de tal modo, hasta tales extremos, que nosotros mismos nos avergonzábamos de vivir. ¿Para qué? —en ese momento se truncó la voz de Yehuda Weis y su mirada se empañó. Guardó silencio mientras recuperaba la compostura y tragaba saliva.

—¿Cómo podían vivir sin autoestima?

—Yo había convertido a mi familia en humo, me habían obligado a ser cómplice de un asesinato en masa y mi rol en el engranaje infernal, el de kapo, era el lugar, dentro de la masacre, más detestable: odiados por todos, odiados, sobre todo, por nosotros mismos. Y deseando, en el fondo, que no nos faltara trabajo. Imagine, Eva, un puñado de seres desesperados, conviviendo día y noche con la muerte, que se puso a temblar cuando los envíos del Este empezaron a dilatarse, cuando ya no llegaban más judíos a gasear porque veíamos entonces que nuestro fin se acercaba. Sin nuestro infame trabajo ya no éramos útiles. Pero ya no importaba. Los nazis nos habían arrebatado toda nuestra dignidad humana, habían hecho de nosotros simples trozos de carne obediente que subsistíamos porque éramos económicamente útiles. Nunca nos podíamos sentir seguros, porque no había normas, o las normas las cambiaban ellos aleatoriamente, para provocar nuestro desconcierto, para divertirse con nuestras ansias de sobrevivir. A veces los presos que alineaban a la izquierda se salvaban, y los que formaban a la derecha, se condenaban. Pero eso podía cambiar al día siguiente. Sus malditos procesos de selección eran siempre mutables. Delante de nosotros un oficial de las SS, Obersturmführer. Un soldado le llama así. Supuestamente era médico. Sin bata blanca, sin estetoscopio, de uniforme verde, con una calavera. Salimos de la fila uno a uno. Su voz era tranquila, casi demasiado tranquila. Preguntó por la edad, la profesión, si estábamos bien de salud. Pidió que le enseñáramos nuestras manos. Oí algunas respuestas. Cerrajero, dijo uno. A la izquierda. Administrativo, otro. A la derecha. Médico. A la izquierda. Obrero. A la izquierda. Almacenista. A la derecha. Ebanista. A la izquierda. Entonces le tocó a un hombre mayor. Peón, dijo. Siguió el mismo camino que el administrativo y el almacenista. Éstos supieron, entonces, que no se salvarían, que iban derechos a la cámara de gas y al crematorio. Su inactividad, la de nuestros verdugos, los sumía en un mortal aburrimiento y entonces eran peligrosos para nosotros. Los kapos vivíamos en barracones más holgados, con estufas de leña en donde podíamos calentarnos o hacernos café, todo un lujo. Cuando los SS se aburrían, o estaban bebidos, entraban en nuestro barracón por la noche y nos desvelaban con el foco de sus linternas buscando una víctima para divertirse. Lo hacían a diario con el resto de los judíos, pero de vez en cuando lo hacían con nosotros, para que nos diéramos cuenta de que nuestros privilegios se esfumaban a su capricho. Éramos un centenar de corderos escondiéndose bajo las polvorientas mantas, Eva, temblando de miedo mientras escuchábamos cómo el ruido de las botas de la patrulla se acercaba a nuestra litera. «Éste», gritaban, y sacaban a rastras de forma aleatoria a uno de los nuestros, lo llevaban afuera, lo colgaban de un poste, disparaban sobre su cuerpo para hacer puntería. Pero sabe qué era lo más terrible de todo eso, ¿lo sabe?

Que los demás nos alegrábamos, que suspirábamos de alivio cuando oíamos esos disparos que certificaban la muerte de nuestro compañero, porque era ganar una noche más de vida, porque nos habíamos librado y cada minuto contaba en aquel infierno, nos apegábamos a la vida los que estábamos dispuestos a sobrevivir. Pero ¿qué clase de vida era ésa?

El rostro de Eva Steiger se iba demudando. Quizá fuera el efecto de la luz apagada de la miserable vivienda, pero su rostro redondeado, de muchacha sana, parecía alargarse, el color huía de sus mejillas. Incluso titubeó su voz cuando hizo una nueva pregunta.

—¿Cómo era la vida cotidiana? ¿En qué empleaban el tiempo?

—Hoy se hace énfasis de la eficacia alemana hasta en su actividad más monstruosa. Era así. Reinaba en Auschwitz un maldito parámetro de productividad según el cual podías seguir viviendo mientras fueras capaz de trabajar, y todo el mundo trabajaba sin descanso en Auschwitz; todos menos aquellos destinados para la experimentación, y dejabas de hacerlo cuando te agotabas. Los recién llegados al campo eran puestos en «cuarentena», en realidad encerrados durante cuatro semanas en un barracón apestoso, diez personas en una repisa de dos metros de largo, auténticos nichos de donde, cada día, se retiraban los cadáveres de los fallecidos. Los prisioneros eran registrados y recibían un número de identificación que se les tatuaba en el brazo izquierdo cuando salían de la cuarentena en Birkenau para realizar trabajos forzados en Auschwitz o en alguno de los subcampos. Se aplicaba el mismo procedimiento a los prisioneros que eran enviados directamente a Auschwitz I: cuatrocientos cinco mil prisioneros fueron registrados de esta manera. Pero la inmensa mayoría de las víctimas de Auschwitz no era incluida en ninguna clase de registro, los hombres y mujeres que, al llegar a Auschwitz II, eran enviados a las cámaras de gas y asesinados inmediatamente no figuraban en ninguna parte, no existían. Tampoco se incluían en el registro a los prisioneros que eran enviados a trabajar en otros campos de concentración no pertenecientes al complejo de Auschwitz. Y aún había otro grupo de prisioneros no registrados, los que eran ejecutados después de una corta estancia en el campo. Este grupo estaba formado sobre todo por rehenes, oficiales del ejército soviético y partisanos. El trabajo lo era todo, de la mañana a la noche, hiciera el tiempo que hiciera, sin descanso, con guardianes que nos golpeaban con vergajos, las vergas endurecidas de los toros, si nos deteníamos en nuestra actividad. A las cuatro de la madrugada a los presos se les despertaba con el sonido estridente de silbatos: entonces había que hacer las camas a la manera militar, es decir, las mantas tenían que cubrir del todo los sacos de paja. Luego los presos se lavaban con la escasa agua que había en el campo. Se pasaba entonces la revista matutina con los presos formados en filas de diez. La duración de las revistas variaba, dependía de cuánto se tardaba en comprobar la presencia de todos los presos. A continuación tenían que marchar al compás de la música de la orquesta del campo como si fueran trabajadores felices de una idílica industria. La jornada de trabajo ascendía a once horas diarias, con media hora de pausa al mediodía para comer. A la vuelta del trabajo los presos eran controlados. Las revistas nocturnas en los campos a menudo duraban más de diez horas, casi siempre como castigo a los intentos de huida o por otro tipo de infracciones, y se llevaban a cabo hiciera el tiempo que hiciera. Los presos se ponían a la cola para la cena a las nueve de la noche. Durante el descanso nocturno estaba totalmente prohibido abandonar los barracones.

Hizo una pausa para tomar aire. Eva aprovechó el breve interludio de silencio para voltear la casete de la grabadora.

Arbeit match freí era el lema del campo, El trabajo os hará libres. Pero el trabajo era, en sí mismo, otra forma solapada de exterminio masivo. En lo que más insistían las SS era en someter a los presos a esfuerzos sobrehumanos, obligándoles a trabajar en un tiempo récord, para quebrarlos y causarles una muerte tortuosa. La fórmula más esfuerzo y menos alimento conducía inexorablemente a la muerte. La esperanza de vida de un preso solo era de seis a nueve meses, debido al trabajo duro y a la alimentación insuficiente. Las labores más duras consistían en la construcción de edificios, carreteras y vías férreas, encauzamiento de los ríos, en la cantera, en campos de castigo. Mano de obra gratis y barata con la que se lucraron muchas de las grandes empresas alemanas que debieron haberse cambiado el nombre después de la guerra pero no lo hicieron porque no se avergonzaron de su infame papel. Trabajo en empresas privadas, estatales o de las SS. Las empresas podían tomar prestados a presos, por mediación del jefe del campo, disponiendo de la capacidad productiva de aquellos con toda libertad y como contrapartida tenían que abonar a las SS una reducida tasa diaria, entre tres y seis marcos. Debido al trabajo de los presos, en muchas empresas industriales y armamentistas se desarrolló una amplia red de campos externos. Todo estaba meticulosamente organizado hasta el más mínimo detalle.

—Junto al exterminio se dio entonces la explotación económica. Ustedes eran explotados hasta que no servían ya para nada, hasta la muerte —apuntó Eva.

—Por supuesto. Aquello era un negocio terrorífico. Hubo quien vendió a los verdugos las toneladas de gases letales sabiendo que no era para exterminar roedores e insectos sino para eliminar a cientos de miles de judíos. Acabada la guerra, los directores de las empresas insistieron una y otra vez en que habían vendido sus productos para que se emplearan en fumigaciones y en que no sabían que se hubieran usado contra personas. Pero los fiscales encontraron cartas de Tesch, el mayor proveedor, en las que no solo se ofrecían a proporcionar el gas, sino que además daban consejos sobre el uso de los equipos de ventilación y calefacción. El mismo Hoess declaró que era imposible que los directores de Tesch no supieran qué uso se daba a su producto porque le vendieron suficiente como para aniquilar a dos millones de personas. Dos socios de la empresa fueron condenados a muerte en 1946 y ahorcados. El director de Degesch, otra empresa vinculada a los campos de exterminio, fue condenado a cinco años de prisión. Y luego estaban los empresarios que se lucraron con esa mano de obra gratuita, Schindler entre ellos.

—Pero Schindler salvó a más de mil judíos.

—Tomó conciencia. Sí, desde luego. Mil judíos eran un grano de arena en una playa. Por eso le santificaron. ¿De qué estábamos hablando?

—De la vida cotidiana en el campo.

—Ah, sí. A cada uno se le designaba un tipo de trabajo, excepto a los kapos, los privilegiados del campo, cuya misión era que se cumplieran las normas, que nadie escapara a sus obligaciones, contar una y otra vez a la gente que se almacenaba en los barracones y comprobar, en cada recuento, que faltaba siempre alguien en la lista, que había una boca menos para compartir la infame sopa. ¡Y que uno no cayera enfermo! Había en el campo un barracón tétrico llamado «de la cuarentena» en el que los que entraban lo hacían con la conciencia de que sus vidas se agotarían en muy pocas semanas. Teóricamente el campo de cuarentena debía prevenir la extensión de enfermedades infecciosas en el resto de las instalaciones, pero su verdadero objetivo consistía en quebrar del todo la resistencia interior de los recién llegados, amedrentados y humillados. Nadie les explicaba cómo debían comportarse. Tampoco existía ningún reglamento escrito. A los que no podían o no querían aceptar esas nuevas condiciones de vida, se les golpeaba o incluso se les mataba a golpes. Los que tenían llagas y costras iban a la chimenea. Todo el mundo en el campo las tenía debido a la pobre alimentación y la falta de vitaminas. El equipamiento primitivo y la saturación de los alojamientos, la suciedad, la ausencia de instalaciones sanitarias así como el terror permanente, tenían un efecto especialmente destructivo en el estado mental de los presos, sobre todo en el de aquellos que pasaban su cuarentena en Birkenau, donde se encontraban las instalaciones para el exterminio en masa. En Birkenau, el engaño era la norma. No siempre era simple o posible, aunque solo sea porque algunos de los deportados habían visto el cartel en el que ponía «Auschwitz» cuando el tren pasaba por el apeadero o habían visto llamas saliendo de las chimeneas, o habían sentido el extraño y repugnante olor de los crematorios. Pero nadie quería creer lo que era evidente, como el agónico que se niega a aceptar la inminencia de la muerte y así cree huir de ella. Los recién llegados incluso recibían menos alimentos que los presos que llevaban más tiempo en el campo, una política de inanición programada. En Birkenau, la extensión más terrible de Auschwitz, cada mañana el Unterscharführer de las SS Tauber seleccionaba a los que iban a la chimenea. Quien tosía, temblaba, estaba llagado, padecía sarna, había adelgazado más de la cuenta o era viejo e inútil, engrosaba el pelotón que era conducido a la muerte. En realidad se trataba de zonas de exterminio dentro del campo de concentración. Había, dentro de ese gigantesco complejo industrial de muerte, diversas secciones, antesalas del infierno, en la obsesión que tenían los nazis por compartimentar, por organizado todo de una forma escrupulosa. Uno de esos agujeros negros, de los que nadie salía, cuyo destino era la muerte segura, era Stutthof, mucho peor que Auschwitz. No se habla mucho de Stutthof, quizá porque nadie pudo contarlo. Aquello no era un campo de trabajo, sino una especie de fosa común en donde terminaba la gente. Me llegaba mucha «materia prima» de Stutthof, los conocía por su delgadez extrema. Si iban a morir, ¿por qué había que alimentarlos? Ellos no eran acreedores ni de la inmunda sopa que recibía el resto de la población penal, algo de allí que nunca olvidaré; esa sopa casi fría y grasienta de color marrón que comíamos cada día. Por la noche nos daban un pedazo de pan que justo alcanzaba para cuatro rebanadas finas. Comíamos dos y guardábamos las otras dos para desayunar. El hambre que pasábamos era insoportable. ¿De qué estaba hablando?

—De Stutthof.

—Hubo días que fui varias veces a Stutthof con mis guardianes nazis a buscar gente para llevar al crematorio. Sus barracones, si ello era posible, eran peores que el resto; el hacinamiento, más insoportable; el hedor, más nauseabundo. No había camas ni nada, estaban en el suelo como ovejas. Entraba con los verdugos y recuerdo un día que el teniente que estaba al mando del kommando de traslado me dio la prerrogativa de escoger a mi albedrío la gente a gasear. De nada sirvió negarme. Mi intento de no mancharme de sangre solo provocó que aquel individuo me llevara a un rincón del barracón, me abriera la boca, apretándome el cuello, y me metiera su Luger hasta la garganta. «¿Quieres ir tú por ellos?», me preguntó. Me convenció, claro. Eso era lo peor: que te obligaban a compartir sus tareas, que te volvían como uno de ellos, para que te odiaras, para que odiaras a tus compañeros de encierro y sufrimiento, no sintieras la más mínima piedad, la solidaridad te fuera ajena. Lo hice, claro. Anduve entre las literas atestadas de enfermos que tosían, de esqueletos vivientes que rehuían mi mirada, y los fui señalando al azar, cincuenta hombres, cincuenta seres a los que enviaba directamente a la muerte e iba a llevar en las vagonetas hasta las bocas de los hornos. Aquel día me sentí, si cabe, más sucio, más denigrado.

Yehuda Weis suspiró, o quizá tomó aire, mientras se restregaba un ojo lloroso que estaba a punto de expeler una lágrima. Se contuvo y prosiguió.

—La rutina te volvía insensible. Para sobrevivir a aquel horror tenías que empezar a contemplar a los seres que enviabas a la cámara de gas, que recogías en tu carretilla y llevabas hasta las bocas de los crematorios, como simples objetos, como escoria humana. Yo no podía mirar a los ojos de las víctimas, no era capaz de responder a sus preguntas de «¿qué nos va a pasar?» que me hacían. Solo en el caso de las víctimas que se traían de los guetos cercanos del norte de Silesia, y que conocían Auschwitz, la velocidad era esencial para que no informaran a los demás de lo que estaba sucediendo. Se decía a estas personas que se desnudaran rápidamente por su bien, se les sellaba la boca a culatazos si la abrían. Pero la inmensa mayoría no sabía, o no quería saber, acerca de su destino, como el enfermo terminal que no quiere oír hablar de la palabra cáncer y dice sentirse mejor aunque esté agonizando. Se les metía en los vestuarios, se les decía que colgaran su ropa en las perchas y que recordaran el número, y se les prometía comida después de la ducha, y trabajo después de la comida. Sin sospechar nada, cogían el jabón y las toallas, y se metían en las cámaras de gas como mansos corderos. En una ocasión se me ordenó que fuera yo el que vertiera Zyklon B, un privilegio que se arrogaban los verdugos de las SS, un guiño de complicidad que me hacían para convertirme en uno de los suyos. Durante un gaseamiento había que verter el Zyklon B por las dos aberturas de la cámara de gas a la vez. Venía en forma de gránulos, caía por encima de la gente al verterlo. Entonces las víctimas empezaron a gritar de una forma espantosa, porque sabían lo que les estaba ocurriendo. No miré por la abertura porque había que cerrarla tan pronto como se vertía el Zyklon B. Tras unos pocos minutos se hizo el silencio. No sabe usted lo que es ese silencio después del ensordecedor y angustioso griterío que lo precede. Después de que pasara un rato, debieron de ser entre diez y quince minutos, se abrió la cámara de gas. Los muertos yacían retorcidos y revueltos por todas partes, amontonados, con trozos de piel en las uñas, porque luchaban por alcanzar unas puertas herméticamente cerradas y se pateaban y golpeaban con saña como los animales en una estampida. Un día, otro día, otro día la misma espantosa rutina que ya dejaba de afectarte porque se convertía en parte de tu vida y de estar allí, en ese infierno, uno tenía la sensación de que todo el mundo era igual que esa tumba gigantesca, que aquello iba a durar eternamente, que ésa era la famosa condena al infierno que no entendíamos cuando éramos niños: el fuego eterno. El infierno estaba en este mundo, señorita Eva; yo vivía en ese infierno a diario sin posibilidad de rehuirlo. ¿Por qué no me maté para evitar esa tortura infinita? —calló durante unos instantes, se cogió la cabeza con las manos, tembló en lo que parecía un sollozo, mas no había lágrimas en sus ojos resecos que ya habían llorado todo lo que hay que llorar—. El horror se diluye en la magnitud de las cifras, en la terrorífica estadística. Uno solo de aquellos asesinatos nos hubiera estremecido, pero al ser masivos, industriales, quedaba diluido en la frialdad de la magnitud matemática. Los hombres, las mujeres y los niños, desnudos y rapados como las bestias, no eran otra cosa que pobres animales asustados que con las ropas colgadas en los vestidores habían dejado atrás su condición humana —nueva pausa, para coger aire, para reordenar sus recuerdos, y proseguir aunque la garganta estaba reseca, aunque la voz estaba rota y le costaba hasta respirar—. Hubo un prisionero judío, un joven kapo de mi edad, que osó revelar a los recién llegados lo que les esperaba y armó un extraordinario revuelo en los sótanos; hubieron de intervenir los guardianes de las SS, con las culatas de sus fusiles, golpeando salvajemente a aquella remesa de judíos para que entrara en la cámara de gas a la fuerza. Luego, cuando todo hubo acabado, en presencia de los demás kapos, como castigo ejemplar, aquel muchacho fue quemado vivo. Todavía oigo sus gritos y aún veo mi cara impasible cerrando la puerta del horno. Nadie era humano allí dentro. Nadie. Recuerdo que una vez tomé parte en el gaseamiento de un grupo considerable de mujeres que ocupaban un ala aparte del campo bajo las órdenes de Maria Mandel, una comandante que había servido en Ravensbrück. No puedo decir de qué tamaño era el grupo, pero quizá fueran trescientas personas. Cuando me acerqué al búnker, las vi sentadas en el suelo. Aún estaban vestidas. Como llevaban ropa del campo muy desgastada, no se les hizo entrar en el barracón, sino que se les obligó a desnudarse fuera, en la intemperie, bajo un frío glacial. Tosían muchas de ellas, me acuerdo, y trataban de cubrirse con sus brazos la desnudez patética de sus cuerpos. Eran jóvenes, pero les habían extirpado la belleza. Me di cuenta, al ver el comportamiento de aquellas mujeres, de que no dudaban del destino que les aguardaba, ya que lloraban y rogaban a los hombres de las SS que salvaran sus vidas y aquellos tipos se burlaban de ellas, se reían de su desnudez, las empujaban, las golpeaban. Al mando del pelotón estaba el oficial que me salvó la vida. Uno cree que la maldad esculpe el rostro de los verdugos; no es así. Aquel oficial alemán, Cara de Ángel, parecía una persona atenta, de buenos modales, de cara risueña. Una mujer se abrazó a la pernera de su pantalón, suplicante, y él le disparó a boca-jarro, en la coronilla, de forma mecánica, como si se sacara de encima un molesto insecto. La sangre salpicó sus botas: ésa fue su principal preocupación. Cogió nieve del suelo y se las limpió. Aquellas mujeres fueron conducidas a las cámaras de gas y gaseadas, pero la que fue tiroteada permaneció una semana hundida en la nieve. Luego su cadáver fue descuartizado y sirvió de comida para los perros.

Yehuda Weis abatió la cabeza y quedó en esa posición de postración un minuto largo, en silencio. Eva le observaba y vio que movía los labios. Quizá rezara, pensó. Al cabo de un rato forzó el reinicio de la entrevista con una nueva pregunta.

—¿Cuál era el régimen alimenticio?

—¿El régimen alimenticio? Advierto cierta ironía en su pregunta y no me extraña. Con la comida nuestros guardianes hacían otro tipo de selección; disminuyendo a ciertos presos las raciones los condenaban a una muerte lenta e inadvertida por inanición y agotamiento, pero le advierto que con lo que comíamos ningún ser normal podía sobrevivir, y menos sometido al duro régimen de trabajo forzado. Debido a la insuficiente alimentación, los presos no solo perdían peso, sino que también sus órganos internos sufrían una reducción de su tamaño. El doctor Johann Kremer se aprovechó de esta situación, especializándose en la investigación de la inanición: nuestras desgracias servían a la ciencia. De esa manera intentó conseguir información más detallada sobre la atrofia marrón del hígado, una disminución de su tamaño. Para poder estudiar el curso detallado de la enfermedad, el doctor Kremer preguntaba a los presos seleccionados por los pormenores, que él consideraba importantes, para Su investigación. Luego las víctimas eran asesinadas mediante una inyección de fenol y diseccionadas. Como ve, el hambre inspiraba también a esos insaciables hombres de ciencia ilustrados para los que simplemente éramos cobayas humanas. Pero me preguntaba por el régimen alimenticio. El desayuno consistía en medio litro de sucedáneo de café o té, pero sin azúcar, claro. Durante el almuerzo correspondían tres cuartos de litro de sopa totalmente insulsa, con patatas o mondas de patatas, nabos y otros ingredientes indescriptibles entre los que había insectos que eran recibidos como una especie de bendición proteínica, porque era habitual que los alimentos estuvieran pasados o en mal estado. La cena consistía en aproximadamente trescientos gramos de pan y veinticinco gramos de fiambre o margarina, una cucharada de mermelada o queso. Si los presos querían desayunar al día siguiente algo más que el café o el té que les correspondía, tenían que reservar una parte de la ración de pan de la cena. A los presos que realizaban trabajos duros normalmente les correspondía un suplemento en forma de pan, margarina, fiambre. Con esta comida miserable e infame lo normal es que los presos se encontraran en un estado de total debilidad a los pocos días a consecuencia de las raciones demasiado escasas y al agotamiento que significaba esperar la comida en las interminables colas. Se hacían colas para duchas que no funcionaban y para un plato de sopa que a lo mejor no existía. Había un solo preso-funcionario que era el encargado de repartir la comida a cientos de presos. Resultaba vital colocarse de forma estratégica en la cola, ni muy adelante, porque entonces recibías solo agua, ni muy atrás, porque te arriesgabas a que cuando llegaras la comida se hubiera terminado. Situarse en el medio era fundamental, era la garantía de recibir cierta sustancia con aquella inmundicia de color grisáceo que colocaban con un cazo sucio en el plato metálico, un apero cuya pérdida o robo significaba la muerte, por cuya posesión en el mercado negro yo había sido testigo de violentas trifulcas. Perder aquel miserable y sucio plato era sencillamente la muerte, como perder los zapatos, lo que motivaba que uno, cuando dormía en la litera, se colocara el plato y los zapatos debajo del cuerpo, para que nadie lo robara. Suena grotesco, lo sé. Los kapos, los odiados kapos, no hacíamos esas colas, teníamos un rancho aparte, lo que acrecentaba aún más el odio que alimentaba el resto de los presos hacia nosotros.

—Imagino que las condiciones sanitarias debían de ser pavorosas.

—En ninguno de los barracones de Birkenau había instalaciones sanitarias. La humedad, los tejados deteriorados y la paja sucia empeoraban todavía más esta situación; los cerdos tenían una vida mucho más digna e higiénica que la nuestra. Muy raras veces teníamos la posibilidad de bañarnos. Los presos tenían que desnudarse ya en los barracones, y desnudos y expuestos a la intemperie, daba igual que fuera verano o invierno, eran conducidos a empujones a los baños por nosotros, los sonderkommandos, azuzados con vergajos, como si condujéramos el ganado. Tenían que hacer sus necesidades en letrinas primitivas y desprotegidas, a la vista de todos. Si los médicos de las SS consideraban insuficiente la salud de estos presos, tenían que permanecer más tiempo en el campo de cuarentena. Si la salud de los presos no mejoraba, se les retenía allí. La mayoría de ellos no llegaron a ser puestos jamás en libertad. Yo rezaba cada noche para no enfermar. Una tos persistente era una condena a muerte o llevarte a la enfermería, que era la antesala de tu fin. En la jerga del campo la enfermería se llamaba «Revier». La enfermería no se diferenciaba en nada de los restantes barracones. Las camas estaban atiborradas de piojos y los colchones de paja empapados de excrementos humanos. En la enfermería había tantos enfermos que a duras penas podían moverse en las camas. Todos los presos se encontraban en un mismo espacio sin tener en cuenta sus enfermedades. Si por ejemplo los presos que sufrían de disentería se encontraban en los camastros de arriba, su deposición líquida acababa cayendo sobre los enfermos de los camastros de abajo. A menudo los enfermos tenían que compartir cama con los moribundos o los muertos. No había ni asistencia médica ni medicamentos. El hecho de que durante mucho tiempo a los médicos presos les estuviera prohibido trabajar en la enfermería, era una agravante más. No existían ni aseos, ni agua, ni jabón, ni toallas. La comida era la misma para los presos enfermos que para los sanos. Ir a la enfermería era una especie de eufemismo que quería decir coquetear con la muerte, porque en los barracones destinados a ese fin no se curaba nada y quienes lo regentaban eran tan asesinos despiadados como los que se paseaban con el uniforme gris de las SS y la Luger desenfundada. El sistema que utilizaban para desembarazarse de los pacientes era mediante la inyección letal, una inyección de fenol de diez centímetros cúbicos inyectada directamente en el corazón. Las víctimas morían en el acto. Con ese método de asesinato se empezó en agosto de 1941. Las inyecciones de fenol en la mayoría de los casos las administraban los sanitarios Josef Klehry Herbert Scherpe y presos iniciados como Alfred Stóssel y Mieczysaw Panszcyk, que tenían aspecto de curarte de todos los males. Fíjese, señorita, que no me olvido de ningún detalle, de ningún nombre. Todo está aquí —y se señaló la sien—, grabado a fuego, hasta el día de mi muerte, como los recuerdos de la infancia que permanecen imborrables. Los presos, al igual que los niños seleccionados para la inyección letal, tenían que presentarse en el bloque 20 del campo central. Allí se les llamaba de uno en uno y se les mandaba sentarse en una silla del ambulatorio. Dos presos sujetaban las manos de las víctimas, un tercero les vendaba los ojos. Acto seguido, Klehr introducía la aguja en el corazón y vaciaba la jeringuilla. Por sistema se nos obligaba a colaborar en los asesinatos, como si fuera algo normal. Acababas por interiorizarlo, por asumirlo, por no discernir el bien del mal. El bien era simplemente seguir viviendo. Así morían entre 30 y 60 personas a diario. Era una bendición, una forma de morir por la que todos estábamos dispuestos a firmar —se detuvo un momento y miró a Eva Steiger—. Ahora sí que le agradecería un vasito de agua. Si me lo trae no tendré que levantarme.

La periodista fue a la cocina. El aspecto del cuarto era más miserable que el del resto de la casa. Una alacena, un grifo que goteaba de forma persistente, una vieja nevera cubierta de óxido que temblaba en una esquina y no dejó de hacerlo cuando la abrió, buscó una botella de agua y llenó un vaso.

—Es usted muy amable. Gracias —dijo Yehuda Weis apurando el agua—. El 28 de julio de 1941 tuvo lugar la primera selección en la enfermería. Los presos fueron sometidos a un tratamiento especial, el llamado SB. Tratamiento especial era sinónimo de asesinato en las cámaras de gas. Cada dos o tres semanas, aunque a veces cada semana, la enfermería estaba al completo, y cada vez que se daba parte de ello, se daba la orden de organizar un transporte para someterlo al tratamiento especial y vaciarla. Las SS determinaban el número de presos que debían ser gaseados. Los superiores de los presos, que eran escogidos por las SS para controlar a los demás, debían entregar ese número predeterminado de enfermos. Escogían a ciertos presos, anotaban sus números y, muy de madrugada, los echaban de la enfermería. Para que ninguno de ellos pudiera escapar al fatídico control, a los seleccionados se les tatuaba la letra L bajo el número de preso en el antebrazo izquierdo. Esa L probablemente significaba «Leiche», cadáver.

Tomó aire, suspiró, entrecruzó los dedos sarmentosos de sus manos y observó, autocompasivo, la red de pequeñas venitas que parecían querer romper su piel traslúcida. Luego reanudó sus recuerdos, con voz monótona pero clara, dando cuenta de los detalles más insignificantes de los que no lograba librarse ni un instante de su vida y hacían su sueño imposible.

—Los procesos de selección solían tener siempre el mismo guión: se desnudaba a los presos, se les inspeccionaba para determinar quién estaba en condiciones de hacer trabajos forzados y quién debía ser destinado a la cámara de gas. Palidez en la cara, ojeras, excesiva delgadez, tos o cualquier otro síntoma de enfermedad o decrepitud eran el pasaporte seguro para la muerte. Recuerdo el caso de un joven judío que luchó por sobrevivir cuando el oficial de las SS responsable de la selección de su barracón le enviaba a la fila de los a exterminar. Aquel chico agarró de la solapa al suboficial alemán, que tenía una estatura como de dos metros, y le gritó a la cara: «Soy joven. Estoy fuerte. Déjame vivir. Puedo trabajar». Se la jugó, porque podían haberle matado por su insolencia, pero pudieron más sus ganas de vivir y resistió otro día. De eso se trataba, en definitiva, de llegar a la noche, de meterte en el infecto camastro y esperar la mañana siguiente con la angustia de que quizá fuera tu último día.

—No me ha hablado todavía de otro de los puntos negros del campo de exterminio, todo lo que hace referencia a los experimentos que se hicieron con los recluidos.

—Aquello era pavoroso y las mujeres se llevaron la peor parte, pobres. Muchos de los experimentos hechos en mujeres eran experimentos de esterilización y afectaron a más de ochenta que pasaron por los quirófanos de Auschwitz. Hablé, después de la liberación, con una superviviente que hizo de enfermera y me explicó con detalles en qué consistió todo aquello. Utilizaban jóvenes vírgenes que eran llevadas a la sala de rayos X, donde se les aplicaba radiación en los ovarios. La exposición a los rayos X no debe durar más que unos segundos, pero a ellas las mantenían allí durante varios minutos provocándoles unas quemaduras horribles, daños irreversibles. Después las operaba un prisionero polaco, que era ginecólogo, y buena parte de ellas moría durante el proceso, pues se utilizaba el mismo instrumental sin esterilizar para todas. ¿A quién importaban esas muertes? ¿Sabe cuáles eran las medicinas que se empleaban con ellas? Agua y papel higiénico. A las que sobrevivían se les inyectaba un líquido blanco y, después de dos meses, volvían a pasar por rayos X para comprobar que los ovarios habían sido totalmente destruidos. Otras veces aplicaban yodo repetidamente en el cuello del útero provocando cáncer en la zona y, una vez desarrollado, realizaban operaciones de extirpación de la matriz, el cuello del útero y el útero. El médico que realizaba esas operaciones no solo no recibió ningún castigo sino que trabajó en un instituto de investigación contra el cáncer en Berlín sin rendir cuenta de sus crímenes. Miles de asesinos andan libres en nuestra sociedad y ni se avergüenzan de sus actos horrorosos. Es una triste realidad.

—Por lo que me cuenta todas esas aberraciones quirúrgicas eran efectuadas con el conocimiento de toda la clase médica alemana.

—Absolutamente. Quien diga lo contrario es un cínico y un mentiroso. Todo un pueblo estaba abocado en ese proceso criminal aunque luego quisieron redimirse echando las culpas a Hitler y a que su Fhürer estaba loco, pero ese megalómano era la encarnación de lo peor de Alemania, de sus más bajos instintos. Todo hombre lleva dentro un monstruo que domamos mediante las reglas del mundo civilizado. Pero volvamos a los médicos del campo. Todo el mundo hablaba de Mengele, claro, un sádico y asesino repulsivo que mataba con sus propias manos a sus pacientes inyectándoles fenol en las venas, pero pocos se acuerdan de una siniestra mujer, la doctora Herta Oberhauser, que asesinaba a prisioneros con inyecciones de aceite y otras sustancias, les amputaba extremidades o les extraía órganos vitales, o echaba cristal pulverizado y serrín en sus heridas. ¿Imagina su grado de sadismo? Recibió una condena de veinte años como criminal de guerra, pero salió de la cárcel en 1952 y obtuvo una plaza de médico de cabecera en Stocksee, ella, una auténtica asesina en serie. Su licencia para practicar la medicina fue anulada en 1960. Quizá esté viva todavía, sea feliz, tenga nietos semejante monstruosidad. ¿No debería haber sido ahorcada? Otro galeno, el doctor Horst Schumann, se especializó en sistemas de castración. Estaba convencido de que la castración quirúrgica no necesitaba más de 6 o 7 minutos, y por tanto podía realizarse más fiable y rápidamente que la castración por rayos X. Schumann montó una estación de rayos X en Auschwitz en 1942, en el campo de mujeres de Bla. Allí se esterilizó a hombres y mujeres exponiéndoles a la acción de rayos X que destrozaban sus órganos sexuales. Agonizaron retorciéndose de dolor o fueron gaseados inmediatamente porque las quemaduras producidas por la radiación los inhabilitaron para el trabajo. Los testículos de los hombres eran extirpados y enviados a Breslau para realizar estudios histopatológicos. Los presos del campo de concentración de Auschwitz también servían para completar los fondos anatómicos. De ahí que las autoridades del campo enviaran a ciento quince presos, especialmente escogidos, al doctor August Hirt, catedrático del Departamento de Anatomía en Estrasburgo, con el fin de ser asesinados, para completar la colección de esqueletos de esta institución, lo que demuestra, amiga, que los asesinos andaban fuera y dentro del campo. Y le puedo hablar de otros ilustres galenos que pasaron por el campo y cuyos nombres y caras jamás se me borrarán: Kart Clauberg, que realizó sus experimentos con individuos vivos y estuvo implicado en proyectos de esterilización; el doctor Karl Gebhardt, que practicaba vivisecciones tanto en Ravensbrück como en Auschwitz y fue fusilado en 1948; Johann es Paul Kremer, que fue ahorcado por practicar vivisecciones. La lista de aberraciones, de crímenes, es inabarcable. Aquellos carniceros se cebaron especialmente con las mujeres. ¿Qué es lo más sagrado para una mujer? Dígamelo, Eva. ¿Qué puede ser lo más extraordinario, hermoso, para ustedes?

—La maternidad —dijo, después de un rato de silencio, tras pensarlo, con cierto temor.

—La situación era especialmente grave para las mujeres embarazadas, hasta el punto de que quienes lo estaban hacían lo imposible para que no se supiera su estado. Escondían su vientre, lo hundían, dejaban de comer, para que los guardianes no apreciaran su embarazo. Por norma una mujer gestante era enviada directamente a las cámaras de gas. Sin embargo también había partos clandestinos en el campo. En la mayoría de los casos las mujeres morían de septicemia después de dar a luz en unas condiciones pavorosas: Auschwitz no era un buen lugar para traer a nadie al mundo, era un antro de muerte, no de vida. En cualquier caso, el recién nacido no tenía casi ninguna posibilidad de sobrevivir. Los médicos de las SS y sus ayudantes arrebataban el niño a la madre y lo asesinaban sistemáticamente. A partir de principios de 1943, a las mujeres embarazadas, registradas en el campo, se les permitía dar a luz, pero los recién nacidos eran ahogados en un cubo lleno de agua por las ayudantes de las SS, por enfermeras, por mujeres que, seguramente, habían dado a luz a niños, que cuidaban de niños en sus casas mientras fríamente hundían en esos cubos de agua helada los pequeños cuerpos de los recién nacidos haciendo caso omiso de los gritos desgarradores de sus madres. Tengo clavados en el cerebro esos alaridos de desesperación. Había excepciones. En el transcurso del año 1943 algunos niños, cuando eran rubios y de ojos azules, eran arrebatados a sus madres por las SS para germanizarlos, ya no eran asesinados sino registrados en el campo y, como a los adultos, les tatuaban un número en el muslo o en las nalgas porque el antebrazo izquierdo era demasiado pequeño, mientras que a los niños judíos se les seguía tratando con una increíble crueldad y finalmente se les asesinaba. Debido a las condiciones de vida en el campo, los recién nacidos no tenían casi ninguna posibilidad de sobrevivir. Las madres totalmente debilitadas por el hambre, el frío y las enfermedades, muy a menudo no podían ni siquiera evitar que las ratas mordieran, royeran o incluso se comieran a sus hijos. Para los recién nacidos no había ni medicamentos, ni pañales, ni alimentación adicional. Si un niño lograba sobrevivir las primeras seis a ocho semanas, la madre tenía que entregarlo a las SS. Si se negaba, los dos eran enviados a la cámara de gas. Auschwitz no era un buen lugar para un recién nacido. Aquello era el infierno. Pero ¿qué pecado habíamos cometido para semejante castigo?

—¿Cómo se puede vivir así? ¿Había algún momento de tregua?

—No, pero había un lugar privilegiado en medio de aquel espantoso territorio de desolación que se llamaba Kanada, con el que soñábamos, paraíso de la esperanza. El campo Kanada era el almacén. Allí eran ordenados y envueltos todos los objetos de valor y también de la vida cotidiana, que los presos habían traído al campo, objetos que eran enviados de nuevo al centro del Reich, el material del saqueo de esa malvada industria lucrativa que se cebaba en la desgracia ajena. Estos objetos eran llevados directamente desde la rampa a este sector del campo de concentración. Era un buen trabajo estar allí clasificando los objetos personales de los que morían gaseados, pero también era duro, porque veías sus fotos, las caras de los que ya no estaban, los rostros felices de familias que ya no existían, millones de historias frustradas. El comando se denominaba Kanada, porque Canadá simbolizaba un país de riqueza y bienestar para los presos. El régimen nacionalsocialista se enriquecía a costa de los condenados a muerte, lo aprovechaba todo sin escrúpulos. Hasta otoño de 1944 se fundieron dos mil kilos de oro extraído de los dientes de los asesinados y muchas bellas mujeres de la alta sociedad alemana deben llevar todavía sobre sus pecheras esas macabras joyas. El régimen nacionalsocialista también se apropió de piedras preciosas, de grandes cantidades de dinero y de otros objetos de valor. Las tropas de vigilancia de las SS no desaprovechaban esa ocasión para enriquecerse, porque aparte de asesinos sin piedad eran ladrones; por el contrario, los presos tenían que «procurar» si no querían sucumbir a las circunstancias. Los miembros del comando de trabajo Kanada, que clasificaban los objetos, llevaban clandestinamente, exponiéndose a un gran peligro, objetos de valor al campo, que cambiaban por alimentos, ropa, zapatos, alcohol y tabaco, que a su vez los empleados civiles y las SS habían traído clandestinamente al campo. Esto se llamaba «procurar». Se trataba de un secreto a voces: solo podía sobrevivir durante algún tiempo aquel que «procuraba». Quien, gracias a la función que desempeñaba, disfrutaba de una cierta libertad de movimiento, hacía lo humanamente posible para conseguir formar parte de este negocio de intercambio. Hubo momentos en que la ropa escaseó y las SS entregaron las ropas de los judíos gaseados a los recién llegados, y asimismo los uniformes de los prisioneros de guerra soviéticos asesinados a las presas registradas. A partir de febrero de 1943, a los polacos y rusos se les permitió vestir la ropa que llevaban puesta. En agosto de 1944 esta última disposición se amplió a todos. Esta ropa también era marcada con las correspondientes categorías. A pesar de los almacenes repletos de ropas, que habían sido confiscadas a los presos, su indumentaria era insuficiente, estaba rota y sucia; para las SS era otra forma de hacerlos sufrir. Una ropa limpia, sin remiendos, y los zapatos lustrosos garantizaban a los presos mejores trabajos y un trato más respetuoso por parte de las SS. Pero era casi imposible tener un aspecto presentable en tales circunstancias.

Una tos interrumpió su monólogo. El espasmo sacudía con fuerza todo su cuerpo sarmentoso y amenazaba con demolerlo. Eva Steiger, preocupada, se dirigió a él y le tomó del brazo.

—¿Quiere que le dé agua?

—No, no se preocupe, ya se me pasará. Si no me he muerto antes, no me voy a morir ahora por esta tos inoportuna —se aclaró la voz antes de proseguir—. En la primavera del 43 llegó un tren de Polonia y allí estaba mi verdugo salvador Cara de Ángel, al frente del kommando de recepción con su uniforme gris planchado y las botas de caña relucientes: aquellos oficiales de las SS parecían actores de cine de alguna película de la UFA, tenían una pinta extraordinaria, eran elegantes y refinados. Recuerdo que venían bastantes chicas jóvenes y guapas en aquel tren, un cargamento especial, que las colocaron aparte, que fueron dirigidas directamente, tras ser desinfectadas, al Frauenblock, el prostíbulo del campo reservado exclusivamente a los Reichsdeustche, a los alemanes del campo, soldados, delincuentes y kapos arios. A esas muchachas las tenían bien comidas, como mero ganado, para que no perdieran su lozanía y pudieran satisfacer a sus clientes, pero terminaban por no estar mejor que nosotros. A los pocos meses enfermaban por promiscuidad y por una falta absoluta de condiciones higiénicas en el desarrollo de su trabajo, y a las enfermas de sífilis las enviaban a las cámaras de gas, como a los otros. Eran cuerpos de usar y tirar. Recuerdo a una de esas chicas, todavía pienso en ella porque era extraordinariamente bonita y dulce, un auténtico ángel de mirada hermosa y cabellera rubia cuya desgracia era tener un cuerpo atractivo y muy desarrollado para su corta edad, y pensar en ella por las noches me aliviaba ya que era de lo poco bello que había en el campo en donde todo era gris. Fíjese que su imagen era en color. La veía de lejos, cuando salía del Vrauenblock, entre las alambradas que nos separaban, y me extasiaba con el color de su piel sana, con la voluptuosidad de curvas que se intuían debajo de sus ropas. Todas las mujeres perdían su encanto en cuanto traspasaban las puertas de Auschwitz, pero ella no. Durante días no ansiaba otra cosa que no fuera la noche, para dormir y soñar con ella, y secretamente deseaba no despertar nunca de mis sueños agradables. Nunca había estado con ninguna mujer, y a esa edad la sangre debería bullir, aunque dentro de aquel estercolero eso era casi imposible. A veces tenía pensamientos turbios y me atormentaba, me sentía culpable de desearla, de hacer con ella lo que hacía la soldadesca canalla y borracha que la mancillaba noche tras noche sin descanso. Me había enamorado platónicamente y me imaginaba que ambos congeniábamos cuando saliéramos del campo, que podríamos llegar a casarnos y ser una familia feliz. Tenía una expresión triste, alejada del mundo. Yo la espiaba cuando no se daba cuenta, le sonreía cuando nuestras miradas se cruzaban. Mi sueño inconfesable era verla desnuda, y el destino quiso que ese sueño se cumpliera en dos ocasiones. Una vez me llamó Cara de Ángel a su despacho y ella estaba allí, desnuda y amarrada a la mesa, como una bestia, de espaldas, sujetos los brazos y las piernas a las patas de la mesa. Resultaba imposible no mirarla con deseo aun en esas circunstancias. La piel que yo intuía fina, lo era, sus formas, voluptuosas, la melena lacia le caía del cuello hacia el suelo. Cara de Ángel sorprendió mi mirada y azotó sus nalgas con la fusta que llevaba en la mano, como si fuera la grupa de su caballo. Con una risotada salvaje el oficial me preguntó si me quería aprovechar de su situación. Aquello no era lo que yo había soñado. Ella tenía la mirada baja, estaba humillada, en una postura atroz, con las piernas separadas y los tobillos atados a las patas de la mesa y las manos juntas con otra soga que le mordía las muñecas, totalmente inmóvil. Moví la cabeza, claro, de derecha a izquierda, y él lo hizo por mí, bajándose el pantalón, golpeándole las nalgas con la fusta que siempre llevaba en la mano, obligándome a asistir a su violación que duró una eternidad porque se había emborrachado de cerveza. La furia sacudió mi cuerpo, pero no fui capaz de impedirlo, me ahogué en mis propias lágrimas, la rabia me mordió el estómago, me faltaba la respiración. La muchacha lloraba, se estremecía de asco, se retorcía humillada mientras aquel salvaje la violaba en mi presencia, la manoseaba y mordía. La segunda vez que la vi desnuda fue cuando conduje hasta el crematorio su cuerpo gaseado al cabo de cinco meses de aquella escena. Su piel era grisácea, pero seguía siendo una hermosa mujer, Dios mío. Le pellizqué las mejillas, por si milagrosamente aún vivía, pero no, estaba muerta. No tenía más de dieciocho años, hubiera sido una mujer feliz, con un buen marido, con hermosos niños… No volví a soñar más con ella, me la arrebataron de mi imaginación cuando tuve que empujar su cuerpo dentro de aquel horno cuyas llamas la devoraron. Fue sencillamente espantoso.

Se detuvo para tomar aliento, para restregar los ojos con sus dedos y tragar saliva. Su silencio se eternizó mientras se escuchaba la respiración entrecortada por las lágrimas.

—¡Dios mío! —exclamó Eva en susurros.

—No invoque el nombre de Dios —replicó con furia—. Por allí no se dejó ver nunca, no impidió ninguna de aquellas salvajadas, se mostró del todo indiferente hacia el horror. ¡Dios, Dios, Dios! Le aborrecimos, nos dimos cuenta en esos momentos de que Dios no existía y de que si no era así, se trataba de un infame. No sé qué era preferible, si morir al momento, en la cámara de gas, cuando entrabas en el campo, o demorarte mientras te consumías por el trabajo brutal, la mala comida y las enfermedades. Al final, en esas condiciones extremas, todos estábamos enfermos. Por la noche, cuando se cerraban las luces de los barracones, el estruendo de las toses era insoportable, y por la mañana, cuando nos levantábamos, el hedor de los enfermos de disentería, que llenaban sus catres de mierda y sangre, inaguantable.

—¿No había ningún momento de respiro? ¿Cómo puede aguantarse toda esa miseria moral, esa degradación, a diario, sin romperse uno definitivamente?

—¿Momentos buenos? Los sueños. Cuando el hambre nos dejaba conciliar el sueño por la noche, cuando el estruendo de las toses no nos impedía dormir, o ya no nos importunaba ese insoportable hedor a carne enferma y a miseria en el que aparecía envuelto cada barracón, éramos felices. Soñábamos que estábamos de nuevo en nuestras casas, que abrazábamos a los familiares que ya no existían, que veíamos el color de los bosques y de las praderas, que éramos libres de hacer lo que nos diera la gana, y sufríamos porque sabíamos que luego, por la mañana, cuando tocara levantarnos bajo el sonido de los silbatos, los sueños se esfumarían y deberíamos enfrentarnos de nuevo a la insoportable cotidianidad.

—Me siento culpable, señor Weis, de remover tanto dolor en su interior.

—El dolor no me lo quito nunca, me acompaña día y noche, como un insoportable mal de muelas que dura eternamente. No se preocupe. No me hace revivir nada porque lo revivo a diario, desde la mañana, cuando me meto en el plato de ducha y descubro mi número marcado en la piel. No se sienta culpable, amiga, de algo que forma parte de mí —Yehuda Weis fijó sus ojos glaucos en la pared de enfrente, por encima del cabello ondulado y rubio de la periodista Steiger, y prosiguió la narración—. Durante medio año, una parte del campo de concentración de Auschwitz estuvo organizado como un gueto. En septiembre de 1943 dos transportes con cinco mil judíos checos partieron desde el gueto de Theresienstadt hacia Auschwitz. En esos transportes no se llevaban a cabo selecciones, sino que los presos eran conducidos a una sección aislada del campo de cuarentena de Birkenau. Las mujeres, los hombres y los niños se alojaban en bloques separados, pero podían moverse libremente en esa zona del campo. Así las relaciones sociales entre los presos seguían siendo posibles. Por esa razón esa zona del campo se llamó «campo de familias de Theresienstadt». Y aquellos judíos eran la envidia de todos los demás, porque vivían juntos hombres, mujeres y niños, porque podían abrazarse. Estaban aparte, segregados, comían mejor, vestían más adecuadamente y no eran destinados a trabajos atroces. Para los demás resultaba un misterio incomprensible la existencia de ese lugar privilegiado dentro del mismo infierno, pero pronto salimos de dudas. Theresienstadt era un falso decorado que exhibían los responsables del campo de la muerte a las delegaciones de la Cruz Roja que, de tarde en tarde, se dejaban caer y tomaban nota de que las condiciones en Auschwitz no eran tan inhumanas y degradantes como contaban. Una gran mentira que no se sostendría por mucho tiempo, además. En las actas de internamiento de aquel grupo privilegiado figuraba la nota SB, sonderbehandlung, tratamiento especial, el eufemismo con el que designaban el asesinato masivo por gaseamiento. A los internados del campo de familias se les engañaba durante seis meses en cuanto a su destino, puesto que no sabían nada de esa nota, y creían que, debido al trato relativamente bueno, iban a mantenerse con vida. Los judíos checos no eran asignados a ningún comando de trabajo, podían recibir paquetes postales, tenían el permiso de escribir cartas, incluso se les exigía que mantuvieran correspondencia con sus familias porque eran la cara amable y publicitada de Auschwitz, la que acallaba los siniestros rumores acerca del matadero. A pesar del trato preferente murieron, en el transcurso de los seis primeros meses, mil ciento cuarenta personas en aquella sección. Transcurridos los seis meses, el plazo prefijado, el 9 de marzo de 1944, los sobrevivientes fueron asesinados en las cámaras de gas sin ningún tipo de miramiento después de ese interregno de privilegios. El campo de familias de Theresienstadt ya había cumplido con esa función representativa, justificando a las SS frente al mundo exterior.

—Lo que cuenta resulta de una extraordinaria crueldad. ¿De qué otros países llegaban remesas de judíos?

—De Hungría. Hasta la entrada de las tropas alemanas en Hungría el gobierno húngaro se había negado a deportar a la población judía a los campos de concentración. El nuevo gobierno, con su jefe proalemán Sztojay, aceptó las exigencias alemanas, concentrando a los judíos en guetos y campos transitorios para después deportarlos a Auschwitz-Birkenau. Preparativos a gran escala precedieron a los dos primeros transportes, que salieron el 29 de abril de 1944 de Kistarcsa, con mil ochocientos judíos, y el 30 de abril de 1944 de Topolya, con dos mil judíos. Los datos los tengo frescos pues yo era el encargado de hacer anotaciones en los libros de la contabilidad de la muerte que nuestros asesinos llevaban con precisión empresarial, como si aquellas partidas contables de entradas y salidas de seres humanos no escondieran, tras la frialdad de los simples números, todo un rosario de tragedias. Los alemanes lo anotaban todo, lo fotografiaban todo, porque estaban convencidos de que nunca tendrían que dar a nadie ningún tipo de explicación de sus actos execrables. Tras una interrupción de dos semanas empezó, el 15 de mayo de 1944, la fase principal de las deportaciones. Hasta el 9 de julio de 1944, más de cuatrocientos mil judíos fueron deportados desde Hungría a Auschwitz. Al parecer hubo presiones por parte de los países neutrales y del Vaticano, y el regente Horthy prohibió seguir con las deportaciones. En aquel momento, Alemania no quería que se agravase el conflicto con Hungría, por lo cual renunció a tomar medidas decisivas. Sin embargo, en agosto de 1944, varios centenares de judíos húngaros fueron transportados desde el campo para presos políticos en Kistarcsa a Auschwitz. Para estar preparados antes de la llegada de los dos primeros transportes, se realizaron una serie de mejoras: los crematorios fueron reformados y reforzados con arcilla refractaria, las chimeneas, con bandas de hierro. Había que tener a punto la maquinaria mortífera.

Detrás de los crematorios fueron excavadas fosas muy amplias. Un mayor número de presos fue asignado a los comandos de limpieza, así como a los comandos especiales. A pesar de ello, estos dos comandos no daban abasto porque eran demasiados los judíos que llegaban con sus correspondientes pertenencias. Los judíos húngaros tardaban una media de al menos cuatro días para llegar al campo. Los vagones estaban tan abarrotados que no podían respirar. Tampoco se les daba de beber porque el exterminio empezaba ya en el viaje. Muchos de ellos morían por asfixia o de sed. Especialmente los niños pequeños, los ancianos y los enfermos morían debido a estas circunstancias durante el transporte. La situación era dantesca, por la cantidad de trabajo que se avecinaba y recuerdo a los SS angustiados, estresados, como el obrero de fábrica que está al cuidado de una cadena y no puede despistarse ni un segundo si no quiere causar un desastre en la producción. Porque de eso se trataba, querida amiga, de que éramos una inmensa fábrica de producir muerte a una escala jamás vista. Al tratarse de transportes tan numerosos, las SS seleccionaban a muchos judíos para enviarlos primero al campo y después a la cámara de gas. Sin embargo, el número de los cadáveres gaseados era tan elevado que los crematorios no tenían suficiente capacidad para esas masas y se estudiaron sistemas científicos para mejorar la eficacia de la producción de la muerte. Descubrieron que si se incineraban cuerpos bien alimentados con cuerpos desnutridos, la combinación era más eficiente. Se quemaron de tres a cuatro cadáveres en una vez, y se usaron diferentes clases de carbón, registrando después los resultados con una minuciosidad enfermiza. Después, se dividieron los cadáveres en las categorías de nutridos y desnutridos, siendo el criterio la cantidad de carbón necesaria para reducirlos a cenizas. Así se estableció que el procedimiento más económico y que ahorraba más combustible sería quemar los cuerpos de un hombre bien alimentado y una mujer desnutrida, o viceversa, junto al de un niño porque con esa combinación, una vez hubieran prendido, los cuerpos seguirían quemándose sin necesitar más carbón. Todo era una cuestión de economía, de racionalizar gastos, y estábamos hablando del exterminio de seres humanos. Los crematorios, científicamente planeados, deberían haber podido hacer frente a todo el proyecto, pero no podían, estaban al borde del colapso. El complejo tenía cuarenta y seis nichos de hornos, cada uno con capacidad para entre tres y cinco personas. La incineración en un nicho duraba una media hora. Llevaba una hora al día limpiarlos. Así, en teoría, era posible incinerar unos doce mil cadáveres en veinticuatro horas, cuatro millones trescientos ochenta mil al año. Cifras, malditas y perversas cifras y un ratio de productividad espantoso. Pero los bien construidos crematorios fallaron en varios campos, y sobre todo en Auschwitz en 1944. En agosto, el total de incineraciones alcanzó un pico de veinticuatro mil al día, pero aun así había un cuello de botella. Las autoridades del campo necesitaban un método de eliminación de los cadáveres, económico y rápido, así que de nuevo cavaron seis enormes fosas tras el Crematorio Cinco y reabrieron antiguas fosas cavadas en el bosque. La necesidad de una eficiencia a gran escala para hacer frente al enorme número de cadáveres producidos por las cámaras de gas, llevó al diseño y construcción de nuevos crematorios, y la capacidad diaria subió de seiscientos cuarenta y ocho cadáveres al día a diez mil, pero se tuvo que recurrir a veces a grandes piras y fosas para deshacerse de los montones de cadáveres, pues con tanta actividad los hornos empezaron a fallar. El Crematorio Cuatro se averió totalmente después de un breve período de funcionamiento, y hubo que cerrar el Crematorio Cinco de vez en cuando. Los cadáveres se iban amontonando, de forma que terminaron apilándolos en hogueras dentro de unas fosas previamente excavadas, donde eran quemados. Para acelerar este proceso, fueron excavadas zanjas alrededor de las hogueras, en las que escurría la grasa de los cadáveres, y la incineración en fosas se convirtió en el método principal de eliminación de cadáveres. Las fosas tenían canalizaciones en un lado que recogían la grasa humana. Para mantener las fosas ardiendo vertíamos aceite, alcohol y grandes cantidades de grasa humana hirviendo sobre los cadáveres. Esa grasa se vertía sobre los montones de cadáveres, para que ardieran mejor y más rápidamente. Nosotros, los kapos, al mando de nuestros batallones de trabajo, deambulábamos por aquel siniestro escenario que hedía a muerte sin inmutarnos, mirando sin ver, escuchando sin oír, la magnitud de aquel Apocalipsis. Los SS estaban realmente enloquecidos con tantísimo trabajo. Las imágenes de barbarie de las que fui testigo son difíciles de reproducir. Un tipo grueso de las SS, un verdadero cerdo que aún lo parecía más al lado de nuestros escuálidos cuerpos, se emborrachaba en medio de aquel atroz espectáculo de pirámides de cuerpos ardiendo y se divertía arrojando con vida a niños pequeños o ancianas a la grasa hirviente o al fuego. Los gritos eran espantosos, pero lo peor de todo, lo que me corroe el estómago, para lo que no hallo explicación y me demuestra lo mezquino y miserable que soy, es que yo, que estaba cerca de ese monstruo seboso que se divertía quemando viva a la gente, por placer, por oírlos gritar y retorcerse de dolor en la gran hoguera, no fuera capaz de saltar sobre él, morderle, matarle. El instinto de supervivencia me mantenía quieto, vergonzosamente pasivo, cómplice de aquella locura.

Yehuda Weis suspiró, cerró los ojos, se llevó los dedos a los labios resecos, se estremeció de llanto seco mientras temblaban sus rodillas, se juntaban, se entrechocaban.

—Para calmar a los parientes de los deportados y también al resto de la población húngara que se había percatado del hecho de que un gran número de personas de repente había desaparecido, los húngaros recién llegados tenían que enviarles una postal con el siguiente texto: «Estoy bien». Como remitente debía figurar el campo de trabajo de Waldsee, que solo existía en la imaginación de la Gestapo del campo. También aquéllos, que eran enviados directamente del tren a la cámara de gas, recibían postales en las cabinas de los crematorios con la orden de escribir a casa. Los muertos escribían sus últimas cartas y los familiares se mantenían en el engaño de poder abrazarlos algún día.

—Y también hubo gitanos. ¿Recuerda su llegada? De los gitanos solemos olvidarnos siempre.

—Sí, el dolor parece ser también una cuestión de estadística. Las otras etnias y grupos sociales exterminados por el nacionalsocialismo pasan desapercibidos ante el Holocausto judío. Andábamos perdidos en las cifras del horror y no valorábamos que cada muerte era la pérdida de un ser irreemplazable, que cada ser humano es una compleja construcción de sentimientos, emociones y recuerdos. Los gitanos, claro que me acuerdo de ellos. Mi misión de kapo era la de recibir a todos los aspirantes a morir en la fatídica estación de tren. El 16 de diciembre de 1942, Himmler dio la orden de internar a todos los gitanos, dado que debían ser exterminados al igual que los judíos. El 26 de febrero de 1943 llegó a Auschwitz, organizado por el RSHA, el primer transporte de gitanos, al que siguieron más transportes. Los gitanos no eran sometidos a ninguna selección a su llegada. El campo de los gitanos era un campo de familias, es decir, que las familias al completo eran enviadas a esa sección del campo. Se trataba de gitanos de todo Centro Europa; en poco tiempo habían sido deportados a millares. Algunos de los transportes, sin embargo, eran enviados a su llegada directamente a las cámaras de gas. En su mayoría se trataba de transportes procedentes del Este, con síntomas de una presunta epidemia, por lo que eran enviados directamente a las cámaras de gas. Las SS les prometían que solo iban a permanecer transitoriamente en el campo, para después establecerse en un nuevo territorio en el Este. Debido a las condiciones de vida catastróficas en el campo y al mal trato por parte de los presos alemanes, la mayoría de ellos moría en el campo. Cuando en el campo de los gitanos se declararon enfermedades contagiosas, especialmente el tifus exantemático, los presos de dos bloques fueron gaseados para evitar la propagación de la epidemia. En la primavera de 1944 las SS empezaron a desmantelar el campo de los gitanos. Los hombres y mujeres capacitados para trabajar fueron enviados a Alemania. Todos los demás, alrededor de tres mil personas, fueron gaseados la noche del 6 de agosto de 1944 —hizo una pausa, se humedeció los labios y esbozó una sonrisa—. Pero también había lugares no tan terribles dentro del campo, como Mexiko que, junto con Kanada, era el mejor destino posible. En la última fase de la guerra, la industria armamentista reclamaba cada vez más mano de obra; aquéllos, que en la selección, a su llegada, habían sido calificados de capacitados para el trabajo, eran trasladados al campo Mexiko. Este sector del campo de concentración, en Auschwitz-Birkenau, todavía no estaba terminado. Allí los presos tenían que permanecer hasta que eran enviados en un segundo transporte a uno de los campos de trabajo. Ya que no iban a quedarse en Auschwitz, a estos presos no les era tatuado el número de registro. En el nuevo sector del campo se daban las mismas condiciones de vida, tan inhumanas y con las mismas consecuencias devastadoras, que en un principio habían sufrido también en el campo de mujeres de Birkenau y más tarde en el campo de los gitanos. La carencia de las instalaciones higiénico-sanitarias más imprescindibles y la falta de agua eran las causas principales de una tasa de mortalidad muy elevada. En la jerga del campo denominaron este nuevo sector Mexiko. Los internados no recibían las habituales ropas y mantas del campo, sino aquellas mantas de las que habían sido despojados los deportados del campo Kanada. Cuando los internados de este sector del campo se movían apretujados con sus mantas, esa imagen multicolor evocaba asociaciones con México. De ahí venía el nombre.

—Hubo un tren con niños. Hábleme de ese transporte.

—Sí. El tren de los niños. No era una novedad. En cada tren llegaban niños y madres que eran enviados directamente a las cámaras de gas porque no eran productivos. Aquellos niños a los que las SS perdonaban la vida, se convertían primero en aprendices de albañil en la construcción de los crematorios en Birkenau. Ya que la alimentación no era suficiente para realizar estos trabajos tan duros, sufrían de desnutrición. En 1943, concluidos los trabajos en Birkenau, los muchachos de la escuela de albañilería fueron trasladados a Auschwitz I donde fueron asesinados con inyecciones de fenol. Muchos niños se encontraban de continuo en el campo, en los bloques y en los comandos de trabajo, donde tenían que ejercer de peones. Había kapos alemanes que abusaban de los muchachos para satisfacer sus instintos más perversos, agravados por su larga estancia en el campo. Los sodomizaban, los violaban, los embrutecían. A partir de 1942, los niños procedentes de todas las zonas ocupadas fueron deportados a Auschwitz. En general los niños pequeños eran asesinados inmediatamente por ser demasiado débiles para trabajar. Si durante la selección, una madre llevaba a su hijo en brazos, los dos eran enviados a la cámara de gas, porque en estos casos se calificaba a la madre de no capacitada para trabajar. Si era la abuela la que llevaba al niño, era ella la asesinada junto al niño —su voz se truncó y la pausa se alargó mientras cogía aire—. Pero peor era la vida que esperaba a los que se salvaban de la cámara de gas. Duele ver a un adulto, a una mujer, a un anciano maltratado, desnutrido, pero ver a niños moribundos sacudía la conciencia anestesiada de quienes habíamos sido testigos de toda clase de inhumanidades. Cierro los ojos y puedo ver ese horror incalificable. Los niños, al igual que los adultos, estaban en los huesos, sin músculos y sin grasa, y la piel fina se desollaba en todas partes sobre los huesos duros del esqueleto, inflamándose y convirtiéndose en heridas ulcerosas. La sarna cubría por completo los cuerpos desnutridos extrayéndoles toda su energía. Las bocas estaban carcomidas por profundas úlceras, que ahuecaban las mandíbulas y perforaban las mejillas como un cáncer. En muchos casos, y debido al hambre, el organismo, que se iba descomponiendo, se llenaba de agua. Se hinchaban hasta convertirse en una masa deforme, que no podía ni moverse. La diarrea, sufrida durante semanas, corrompía sus cuerpos indefensos, hasta que al final, debido a la pérdida continua de sustancia, no quedaba nada de ellos. Los veía vagar por el campo, como fantasmas, con los ojos fuera de las órbitas y ¿sabe qué es lo que deseaba para ellos? Una muerte rápida, que uno de esos asesinos de uniforme y botas relucientes que se paseaban junto a esos fantasmas a los que se les había negado la parte de la vida más hermosa, el sueño de la infancia, les disparara en la cabeza y acabara con su agonía. Pero no lo hacían, no, porque un pellejo maloliente y repugnante que se descomponía mientras se arrastraba por el lodo del campo no merecía una simple bala del Tercer Reich.

Se hizo un nuevo silencio, palpable, mientras la luz escasa que iluminaba la habitación parecía apagarse como la misma vida. Eva observó el rostro demacrado de Yehuda, los ojos hundidos, la nariz afilada, la puntiaguda barbilla, la piel cetrina y fina que a duras penas cubría los huesos de la cara. Quiso hablar pero no le salió la voz, tembló a punto de descomponerse, cerró una y otra vez los ojos para cortar el río de lágrimas que pugnaban por recorrer su cara. Faltaba aire en esa habitación. O el aire era espeso, irrespirable.

—El tren de los niños. Usted quiere saber lo que pasó. Aquel tren venía de Cracovia y los niños lloraban al bajar del tren después de varios días sin comer ni beber. Y allí estaba el oficial que me salvó la vida, que asesinó a mi madre y a mi hermano, al que debía de odiar y estar agradecido al mismo tiempo, dirigiendo el pelotón de soldados, cogiendo a los niños por las piernas como si fueran meros conejos y arrojándolos al interior del camión ante los gritos desgarradores de las madres. Habíamos visto de todo, señorita, pero aquella atrocidad nos superó: no se maltrata a los corderitos ni a los terneros de la forma que yo vi que hacían con aquellos críos. Las criaturas volaban por los aires y se desintegraban contra el camión con un chasquido horroroso de sus huesos. Eso se tiene que oír, no es posible que se lo imagine. Aquel día la nieve de Auschwitz se volvió roja por la sangre de miles de inocentes. Y durante semanas seguí oyendo aquellos gritos, los de las madres y sus hijos, mientras se ahogaban en las cámaras de gas. Fue espantoso amontonarlos en las carretillas, llevarlos al crematorio. Yo no podía mirar, cerré los ojos. Las mujeres abrazaban los cuerpos de sus hijos, los tenían entre sus brazos, para protegerlos, como si quisieran de nuevo meterlos en sus úteros. ¿Se lo puede imaginar? No, claro que no. No éramos humanos, nos habíamos vuelto locos.

Eva Steiger se quedó un momento sin aire. Se sintió mareada y dio gracias a que estaba sentada en esa dura silla de madera. Tragó saliva y respiró hondo. Tuvo que luchar para que las lágrimas no reventaran sus ojos y anegaran sus mejillas. Tomó aire y volvió a hablar, esforzándose porque su voz saliera de su boca clara, sin temblor, pero se le estrangulaba en la garganta, se escuchó ella débilmente ese tono mortecino y agónico de sus palabras. Irak le pareció el paraíso.

—Hábleme de la revuelta de los sonderkommandos.

—No fue nada heroico. ¿Qué perdíamos? Nada. Nuestra vida no tenía ningún sentido, aunque el instinto animal nos animaba a sobrevivir. Había presos que estaban dispuestos a crear una resistencia, no lo hacían de forma individualizada, porque una persona sola no tenía casi ninguna posibilidad. En el campo de concentración se formaban grupos por nacionalidades, o bien por opiniones políticas similares. Había que cumplir con dos condiciones imprescindibles para poder formar la resistencia: ocupar los puestos importantes con personas de confianza y un servicio de información de los presos que funcionara bien. El trabajo ilegal se centraba en la ayuda a la fuga y la planificación de las revueltas armadas. Llegó un momento que presentimos que nuestro fin estaba próximo. Los aviones aliados sobrevolaban el campo de exterminio, pero nunca lo bombardearon. ¿Por qué? Quizá consideraron que los nazis les estaban ahorrando un trabajo sucio, es un pensamiento horroroso que me viene a la cabeza. ¿Por qué no arrasaron el campo de exterminio? No nos importaba morir a cambio de eso. Pero no lo hicieron. El número de internados por entonces se elevaba a ciento cincuenta y cinco mil personas y las SS empezaron la evacuación del campo, señal que nosotros intuimos como el principio de nuestro fin. Estábamos convencidos de que nosotros seríamos los próximos en ser gaseados ante la inminencia del fin de la guerra y organizamos en silencio la revuelta. Un grupo de jóvenes mujeres judías, que realizaban trabajos forzados en la fábrica de municiones Unión en Auschwitz, nos suministraron clandestinamente, durante medio año y bajo condiciones muy difíciles, pólvora. La pólvora era entregada a un miembro de la resistencia que trabajaba en el almacén de ropas, que a su vez la entregaba al sonderkommando. Había muchísimo odio acumulado en cada uno de nosotros cuando el 7 de octubre de 1944, por sorpresa, los sonderkommandos del campo de concentración de Auschwitz-Birkenau, unos cuatrocientos judíos principalmente húngaros y griegos, atacamos a los SS que nos vigilaban mientras limpiábamos las cámaras de gas de la porquería de la última remesa de víctimas. No se lo esperaron. Con palas, picos, hachas, acabamos en pocos momentos con cuatro de aquellos verdugos nazis. Sentí, Eva, verdadero placer en matarlos, en encarnizarme con sus cadáveres, en meterlos en los hornos crematorios cuando estaban agonizando y oír sus gritos horribles cuando los devoraba el fuego, aún con vida. Pensé en mi madre, en mi hermano, en los miles de niños, en la muchacha polaca cuando descuarticé con el hacha a uno de aquellos miserables uniformados que gritaba aterrorizado que no le matara, al que se le abrían los esfínteres, que se convertía en un animal despreciable que a toda costa quería salvar su vida. Ese alemán no tenía las botas limpias, ni el casco reluciente: murió envuelto en su propia mierda, sobre una mesa, me libré de su hedor empujándole con mis propias manos hacia el horno. Después volamos la cámara de gas del Crematorio Cuatro e intentamos huir. Durante unas horas volvimos a sentirnos dignos. Dignos matando a nuestros verdugos, incendiando y destrozando los hornos crematorios. Aquella violencia nos devolvía ilusoriamente la libertad por unos instantes muy breves.

Ahora eran los ojos de Eva, silenciosa, los que poco a poco iban abriéndose y era su cuerpo el que se estremecía ante el relato mientras la cinta, neutra, seguía su devenir en el interior del magnetófono.

—Nos hicimos con algunas de sus armas, nos enfrentamos fuera de los barracones con los guardias de las SS, pero terminaron aplastándonos y aplicándonos un castigo ejemplar. La treintena que sobrevivió fue obligada a tenderse en el suelo, sobre la nieve que nos quemaba la cara y las manos, y el oficial de las SS, el que me salvó al llegar, Cara de Ángel, volvió a salvarme otra vez, al disparar contra quien estaba tumbado a mi derecha y hacer lo mismo con el que estaba a mi izquierda. Me salvó, ese mal nacido, y me condenó de por vida, porque yo ya no quería vivir, yo era una piltrafa moral y física, una escoria humana. En cuanto a nuestras heroicas cómplices, fueron descubiertas tras exhaustivas investigaciones de la Gestapo del campo de Auschwitz que averiguó que la pólvora procedía de la fábrica Unión. Las cuatro mujeres involucradas fueron torturadas durante varios días, pero no traicionaron a los miembros de la organización clandestina. Fueron ahorcadas el 6 de enero de 1945, tres semanas antes de la liberación del campo de Auschwitz por los soldados del ejército soviético. Ala Gertner, Roza Robota, Regina Safirsztajn y Estucia Wajcblum se llamaban. Nada de aquella época, ni un solo nombre, escapa a mi memoria, y en cambio olvido lo que hice ayer.

—Y llegó la liberación.

—Ya en noviembre de 1944 Heinrich Himmler ordenó el desmantelamiento de las instalaciones de exterminio y la destrucción de las cámaras de gas y de los crematorios. Las cámaras de gas habían cesado su funcionamiento meses antes. Comenzó la evacuación de Auschwitz y de los campos adyacentes cuando empezaba a verse que la guerra estaba perdida por Alemania. Los aviones aliados seguían pasando por encima de nuestras cabezas con cierta frecuencia y rezábamos, inútilmente, para que arrojaran sus bombas sobre el campo de exterminio, aunque eso supusiera nuestro fin. Deseos vanos: Auschwitz no merecía una sola bomba aliada. A través de las radios clandestinas, que habían fabricado varios prisioneros, nos llegaban noticias del desembarco de Normandía, la ofensiva rusa y el atentado frustrado contra Hitler. Sabíamos que el fin estaba cerca pero nos producía una inmensa angustia que no pudiéramos verlo con nuestros propios ojos, que nos liquidaran antes. Algo cambió sustancialmente en el campo de exterminio y fue la forma de mirarnos de los SS y hasta de los propios disidentes políticos alemanes encerrados: por primera vez sentimos que nosotros éramos la amenaza para ellos, y no al revés, que la tortilla se daba la vuelta, y los alemanes, unidos los verdugos y sus presos, sentían sobre sí el impacto de las bombas que arrasaban sus ciudades. Empezamos a ver en los rostros altaneros de nuestros guardianes el fantasma del miedo y la derrota; de héroes, por encima del bien y del mal, pasaban a asustadizos soldados en retirada e intuían que tendrían que dar razón de sus crímenes execrables. Pero nos temíamos una huida hacia delante mientras el Tercer Reich se desmoronaba, que los zarpazos de la fiera agonizante nos alcanzaran. Los presos que todavía eran capaces de desplazarse por su propio pie fueron enviados a la marcha de la muerte hacia el oeste, cincuenta y ocho mil prisioneros de los que quince mil murieron. Dejaron Auschwitz en vagones de trenes abarrotados que no tenían techo y recuerdo que nevaba de una forma intensa. Después de una semana aquella gente comenzó a morir, lo que era un plus inaguantable de crueldad teniendo en cuenta la cercanía del fin de la guerra. La última contabilización arroja un saldo de sesenta y seis mil veinte internados en el campo de concentración de Auschwitz, incluidos los campos adyacentes. Recuerdo la tarde que Cara de Ángel me llamó a su oficina. Estaba nervioso, entrecerraba sus ojos azules y el color sonrosado de sus mejillas se había vuelto grisáceo. Por un momento temí que fuera a dispararme y seguramente lo pensó porque tenía su Luger en la mano y me miraba a mí mientras me decía que aquello llegaba a su fin, que se iba. «¡Te salvé la vida!» me gritó. Debía de estar loco porque le contesté que no era ningún favor la vida que me había regalado, que le odiaba profundamente, que era un vulgar asesino y un cobarde. Abandoné su despacho esperando oír el estampido de su pistola que me indicara mi muerte. No hizo fuego contra todo pronóstico. Imagino que las circunstancias, el hecho de perder esa guerra que nunca pensaron que perderían, le bloquearon. Sí, llegaron los rusos el 27 de enero de 1945 cuando los SS huyeron del campo de concentración olvidándose de matarnos. La derrota los desconcertaba, les hizo perder su eficacia asesina. Cuando el campo fue liberado había en él siete mil prisioneros, la mayoría enfermos y casi muertos de hambre. Los nazis destruyeron el campo de concentración parcialmente y huyeron del Ejército Rojo. Y aquellos soldados soviéticos miraban incrédulos todo el horror que descubrían allí dentro. Fumé mi primer cigarrillo en cinco años de manos de un tovarich, el primer cigarrillo de mi vida, y fui liberado, volví a mi pueblo con veintitrés años, a mi casa, para ser despreciado de nuevo por mis vecinos que me creían muerto y a quienes molestaba por mi insolencia de haber sobrevivido. Allí estaban, Eva, los que miraron a otro lado cuando vino a buscarnos aquella noche de 1940 aquel camión que nos llevó al infierno, y en el infierno sigo, sin salir de él.

—Hay una pregunta que todos los represaliados suelen contestar de forma muy comedida, buscando lo políticamente correcto. Usted no olvida.

—No podría aunque quisiera. Mi mayor deseo sería ser amnésico, borrar de mi mente todo ese espantoso período.

—¿Siente odio, deseos de venganza?

—Una de las pocas satisfacciones que tuve fue ver a Hoess ahorcado en 1947 frente a su casa de comandancia de Auschwitz, donde vivía con su esposa y dos hijas. Testifiqué contra él en el juicio. No destacaba por su crueldad, me refiero a que no tomaba parte en esa orgía de sangre y muerte directamente, pero la diseñó, montó esa cadena de producción letal y no se planteó nunca sus consecuencias. Era un verdadero monstruo, yo creo que ya estaba muerto cuando le ejecutaron. Cuando le mataron, sin su cuidado uniforme, parecía otra persona, alguien normal y corriente, que no impresionaba, y costaba pensar que ese individuo había sido el responsable de tantos millones de muertes, de haber multiplicado el dolor por media Europa. Pero fue una vida, un puñado de vidas, por millones inmoladas. ¡Es tan enorme la desproporción! Pero es que no había un castigo proporcional a aplicar, era impensable e imposible a no ser que se les aplicara tormento por la eternidad. Si lo que me pregunta es si me sentí satisfecho, si la ejecución de Hoess supuso algún bálsamo para mí, le diré que no. ¿Puedo estar tranquilo sabiendo que siete mil miembros de las SS implicados en crímenes de guerra andan sueltos y alardean de sus atrocidades en las reuniones del NPD? No lo estoy.

—¿Se casó, señor Weis? —preguntó, inopinadamente, Eva Steiger después de un silencio.

—E hice desgraciada a mi mujer, que se suicidó incapaz de soportar mi dolor. Estoy condenado a permanecer solo.

—Perdone, no lo sabía. Lo siento.

—Es una anécdota más. Y aquí estoy, a pesar de todo, renuente a marchar, obcecado en vivir aunque no sé por qué. Quizá Yahvé me tenga predestinado para alguna causa —se detuvo y se hundió los dedos de la diestra en las cuencas de sus ojos apagados—. ¿Sabe una cosa? Me duele haber sobrevivido, me siento culpable por ello. Esta sociedad no quiere víctimas, se alía más bien con los verdugos que con los que sufrieron, del mismo modo que se huye de los enfermos, de los moribundos, de los pobres. Somos testigos molestos de la mayor atrocidad cometida por el hombre, somos la negación de la existencia de Dios, porque si hubiera existido no lo habría permitido. ¿No lo cree? En ese espantoso lugar desaparecieron muchos amigos, familiares, cuyos cadáveres quizá tuve que acarrear hacia los crematorios. Y le aseguro que Dios no estaba allí, que también miró hacia otro lado como el resto de esa humanidad que ahora se acuerda de nosotros pero entonces se olvidó por completo.

—Bueno —dijo Eva, suspirando, pulsando la tecla de off de la grabadora y alzándose de su silla—. Creo que ya tengo material suficiente. Pondremos su voz a una silueta que simulará ser usted y fotos fijas de archivo de Auschwitz. Ha sido, señor Weis, muy amable y útil. Le estoy infinitamente agradecida y más sabiendo lo que ha supuesto para usted resucitar todo ese horror.

Pese a las protestas a que no lo hiciera, Yehuda Weis, renqueante, acompañó a Eva Steiger.

—¿Por qué no ha querido salir en imagen? —fue la última pregunta, ya con la puerta abierta y la mitad del cuerpo en el descansillo de la vieja y fría casa de la Karlsruestrassen.

—Por pudor, por infinita vergüenza. No por miedo. Nadie de los que pasaron por mis manos vivió, Eva, y ésa es mi condena de todas las noches, el recuerdo que no me deja dormir. Aún oigo los gritos de las madres y de sus hijos, y aún huelo a la mierda de la miseria. No vivo. Mi vida acabó aquella noche de 1940, cuando el camión fue a por mí. Ese día murió Yehuda Weis. El resto es un inútil purgatorio.