Capítulo 6

Del montaje final decidieron suprimir un buen número de planos. Las experiencias bélicas de Günter Meissner cayeron, pese a las protestas de Eva Steiger que aducía que resultaban esclarecedoras para definir al personaje. Y lo mismo sucedió con la mayor parte de las opiniones de la periodista. Andreas Küntsler, director de informativos y programas culturales de la ZDF, la llamó y Eva Steiger cogió el avión para reunirse con él en la sede central de la Zweites Deutsches Fernsehen en Mainz-Lerchenberg.

—No soportaría que el programa cayera —le dijo a Kelmer, el realizador, antes de partir.

—No te hubiera llamado entonces.

El despacho del directivo, sito en una sexta planta de un aséptico edificio acristalado de quince alturas, tenía unas bonitas vistas sobre Maguncia. Desde los amplios ventanales, la panorámica era como un cuadro nevado de Brueghel a aquella hora de la mañana en la que el sol aún no había conseguido fundir el mar de nubes que se cernía sobre la ciudad en donde moría el Main para engrosar con su caudal el Rin. El ejecutivo no la hizo esperar.

—¿Un café?

—Gracias.

Durante un par de minutos permanecieron sentados, separados por una aparatosa y atestada mesa metálica, frente a frente, sin decir nada y esquivando las miradas. Andreas Küntsler había aterrizado en la cadena después de un pasado conflictivo en Los Verdes, y de su radicalismo de antaño quedaba su aversión a usar corbata y la devoción por los jerséis de cuello de cisne como ese negro que llevaba y estilizaba una envidiable figura teniendo en cuenta que cumplía en el próximo mes de marzo los sesenta años. Tomaron las tazas y bebieron. Las dejaron por la mitad.

—¿Bien el viaje?

—Se movió algo el avión.

—Me gustaron mucho tus reportajes sobre Irak. Una mujer valiente. Si no te lo dije antes, te lo digo ahora: nos llovieron las felicitaciones. Ahora no te enviaría. Caen como chinches los periodistas en ese infierno, tanto por el fuego enemigo como por el amigo. Aquello se ha convertido en una ciénaga para periodistas.

—Yo creo que tampoco volvería. Los muertos de Irak pronto dejarán de ser noticia.

—Vayamos al grano. No sé cómo debo decírtelo. Me vas a perdonar si me pongo un poco pedante o si soy agresivo —empezó a hablar el director mientras jugueteaba con un lápiz y Eva permanecía tensa, sentada enfrente de él, algo mareada después de un accidentado vuelo desde Múnich—. El periodismo tiene una serie de preceptos, y uno de ellos es que un periodista no debe implicarse en lo que informa, que un periodista es, a lo máximo, un testigo de lo que sucede a su alrededor y nunca debe intentar modificarlo, como el realizador de documentales sobre la sabana africana, que no intenta salvar de las garras del león a la indefensa cría de impala; un periodista debe hacer gala de su estricta neutralidad, algo que ya rompiste cuando estabas en Irak, y que vuelves a hacer ahora entrevistando a tu monstruo. Hay que saber deslindar información de opinión. He visto un montaje previo, y me parece un trabajo excelente, de lo más digno que ha salido de esta cadena, un ejercicio de responsabilidad con nuestros telespectadores, especialmente los de tu generación, los más jóvenes, de higiene democrática hacia nuestro detestable pasado. Pero dicho esto, también te voy a explicar todo lo que de negativo veo en tu trabajo. No hace falta que subrayes la conducta criminal del personaje, eso resulta obvio, me sobra, Eva; serán los telespectadores los que saquen sus propias conclusiones cuando lo oigan. En la entrevista te comportas como si estuvieras en medio de un duelo personal con Herr Meissner, una batalla privada, y no queremos ver peleas, como tampoco que nos alecciones sobre conductas morales. Te diré más, he recibido una llamada suya de queja; ha estado muy educado pero se le notaba bastante enojado y me ha dicho haberse sentido engañado e instrumentalizado.

—Era imposible permanecer neutral, Andreas —acertó a decir Eva Steiger—. He conocido a tipos criminales, violentos, a asesinos de la guerra de Bosnia, pero nunca a una persona tan cínica, tan fría como ese individuo. Sí, puede que tengas razón, que tengo la piel muy fina todavía.

—En resumen: que no vamos a dar buena parte de tus intervenciones, pero vamos a mantener casi íntegras las respuestas. De algo habrá servido tu virulencia a la hora de entrevistarle: le has provocado y ese hombre ha dicho cosas que seguramente callaría en otras circunstancias. Espero que no te importe.

—No me importa —dijo Eva, levantándose y yendo hacia la puerta—. No soy ninguna estrella televisiva, no voy a estar pendiente de mis planos. Y además, no soy fotogénica.

—Una pregunta. ¿Por qué el superviviente de Auschwitz se negó a mostrar su rostro?

—Por dignidad. No quiere dejar constancia física de su dolor. Nos costó mucho que accediera a ser entrevistado, y la entrevista resultó para mí durísima.

—Lo creo. Vamos, lo he visto. Pero hay una cosa que no deja de llamarme la atención, un detalle curioso que me deja perplejo. El verdugo, fíjate bien, se muestra, hasta cierto punto, orgulloso, y su víctima se esconde, como avergonzada. Tendría que ser al revés. La víctima aparece manchada por el delito que se ha cometido contra ella mientras el delincuente aparece relajado. Habría que reflexionar sobre ello.

Andreas la acompañó hasta la puerta de su despacho e inclinó su casi metro noventa de estatura para dar un beso a su más joven colaboradora en la mejilla.

—¿Sabes una cosa? Estoy seguro de que va a ser una bomba, un verdadero éxito. Y tú serás la responsable.

Las cosas en televisión funcionaban así. Había que ensamblar la entrevista al magnate del acero con imágenes de documentales sobre el Tercer Reich y el Holocausto que se ofrecerían como violento contrapunto a lo que decía el teniente de las SS de Auschwitz. Cuando Eva Steiger le preguntaba a Günter Meissner si no se arrepentía de nada, si no experimentaba remordimientos por todas las atrocidades que había cometido, se insertaba un elocuente plano de una excavadora arrojando cientos de cuerpos, literalmente en los huesos, a una gran fosa común, o el humo de las chimeneas de los hornos crematorios, el símbolo de la industrialización de la muerte.

—Solo queda un último detalle antes de emitirlo. La fecha indicada será el aniversario de la liberación de Auschwitz por el Ejército Rojo. ¿Qué te parece?

Eva Steiger miraba al Gordo Kelmer con aprensión. Se había manipulado su trabajo, se había partido la entrevista dotándola de un mayor efectismo, como si las palabras dictadas con esa frialdad absoluta e inhumana por ese verdugo de modales impecables no fueran lo suficientemente horrorosas para helar la sangre de los telespectadores.

—La fecha me parece correcta.

—Querida Eva, no te enfades. Un documental para televisión nunca debe tener más de dos horas de duración o debemos darlo partido, y yo creo que este se debe dar íntegro, en horario prime time, después de las noticias. Tu trabajo como entrevistadora ha sido excelente, y tu estómago extraordinario. Yo no hubiera podido permanecer impasible ante ese tipo. ¿Cómo pudiste contenerte?

—Soy profesional. Pero Andreas me ha reprochado mi partidismo. El nazi, al parecer, también ha descolgado el teléfono para quejarse.

—¿Y no te entraron ganas de matarle?

—Pasó algo curioso. Mi desprecio hacia él me salpicó directamente. Esta entrevista me ha hecho sentirme culpable. La de Günter Meissner ha sido un poco una voz acusadora, delatora, de nuestra ineficacia, de nuestra indiferencia hacia el horror, de la espantosa hipocresía que a todos nos concierne.

—¿A qué viene eso?

—Günter Meissner hacía el trabajo sucio, se manchaba las manos de sangre, pero otros, quizá tu padre o el mío, miraban en aquellos momentos para otro lado o se aprovechaban de la situación en que habían caído los judíos. Es muy fácil achacar la culpa de lo sucedido a un personaje nefasto, la reencarnación del mal, Adolf Hitler, o a una secta diabólica, el nazismo. Es una simplificación. Lo que sucedió fue producto de una enfermedad del pueblo alemán, de una borrachera de odio étnico, de nuestro delirio imperialista hábilmente azuzado, pero no por ello somos menos culpables como pueblo ni creo que en un futuro podamos sacarnos esa lacra de encima.

—Quizá tengas razón, pero ¿a qué conduce revisarlo todo?

—A que otro crimen de esa clase no sea posible.

—Ruanda.

—Está en África.

—Bosnia. Tú estuviste. ¿Cuántos años?

—Me rindo a la evidencia. Lo de ex-Yugoslavia fue espantoso, pero no de esa extraordinaria magnitud. En la medición del horror la estadística no resulta una frivolidad.

—Pero a lo que iba, Eva. Tendrías que hablar con tu querido señor Meissner. Es una cuestión de mecanismo.

—¿Otra vez? ¿Para qué?

—No hace falta que le veas, llámale. Tienes que preguntarle si quiere que distorsionemos su voz o su imagen o prefiere dar la cara.

—Él quiere dar la cara. ¿No te has dado cuenta? Se siente hasta orgulloso de lo eficaz que llegó a ser como verdugo.

—Pero debes preguntárselo.

—De acuerdo, lo haré.

—Y debe enviarnos un documento firmado de su puño y letra. No quiero problemas luego.

Cuando Eva llegó a su apartamento, situado en Schafferstrabe 114, Pete estaba en la pequeña cocina condimentando un goulash de olor apetitoso.

—Hola, cariño. ¿Eso que huele es para mí? —preguntó dejando el abrigo colgado detrás de la puerta.

—Y para mí. ¿Cómo va el documental?

—Se va a emitir el día 27 de enero, aniversario de la liberación de Auschwitz.

—Espero que te den el Pulitzer.

—Pero Cervezas Kelmer quiere que hable, antes de emitirlo, con ese asesino en serie.

—¿Para qué?

—Hay que preguntarle si quiere salir a pecho descubierto o bien debemos distorsionar la voz y la imagen.

—Ese hijo de puta está muy orgulloso de lo que hizo. Y hasta quizá tenga fans en este mundo enloquecido y al revés en el que nos toca vivir.

—Sí, pero de todas maneras hay que pedírselo, y ha de contestar por escrito.

—¿Por qué razón?

Eva comenzó a desvestirse pensando en una contestación. Pete entró de nuevo en la cocina y soltó una maldición.

—¡Se está quemando el guiso! ¡Maldita sea! ¿Por qué razón? —preguntó a gritos.

Eva, desnuda, se anudaba el batín y buscaba con los pies las zapatillas que debían de estar debajo de la cama.

—No sé. Imagina que lo ve alguien que le conoce. Alguien que sufrió algún tipo de vejación cuando ese tipo estaba en Auschwitz. ¿Qué harías? Imagina que Yehuda Weis, a pesar de su edad, su ceguera, su apatía por este mundo, averigua que Meissner era uno de sus torturadores.

Pete salió armado con un cuchillo de cocina.

—Abrirle el cuello, sin duda. Yo eso es lo que haría.

—Pues eso es lo que quiere evitar la cadena, no tener responsabilidad en lo que pueda pasar cuando se emita el programa. Voy a llamarle. Aunque odio hacerlo. Me produce escalofríos oír su voz.

—Creía que te había seducido el monstruo, que ibas a ir a cenar con él una noche de estas.

—Pete, no hay que bromear con las cosas serias.

—Pues tenía cierta curiosidad por saber cómo era su vino.

Se encerró en el dormitorio, se sentó en la cama, sacó del cajón de su mesilla de noche su agenda y buscó el número en la letra M. Una mujer cogió el teléfono; debía de ser una de las criadas de la mansión.

—Con Herr Meissner, por favor.

—No sé si se encuentra. ¿Quién le llama?

—Eva Steiger. Dígale que soy la periodista que le entrevistó días atrás y que es urgente.

—Un momento. Voy a ver.

La espera la puso nerviosa. Llevaba varios días, desde que grabaron la entrevista, obsesionada con ella. Soñaba con Meissner, con el campo de exterminio, con los fúnebres trenes que arribaban y desembarcaban su carga de carne presta a convertirse en humo. El asunto siempre le había horrorizado, pero conocerlo directamente a través de uno de sus verdugos había acabado traumatizándola.

—Querida amiga. ¿Qué tal?

La descolocó, una vez más, la amabilidad y locuacidad del monstruo. Herr Meissner era seductor. Su apostura juvenil se había convertido, con el paso de los años, en un modelo de distinción.

—Le llamaba por dos cosas. Una, para decirle que la entrevista se emitirá el próximo 27 de enero…

—El día que entraron los rusos en Auschwitz.

—Y otra, para preguntarle si quiere que distorsionemos su imagen y su voz a fin de que no se le reconozca.

Hubo un silencio elocuente al otro lado del hilo telefónico.

—No acabo de entenderla. Supone que me siento avergonzado. ¿No es eso? Que habrá gente que me deje de saludar, que pase de acera cuando me vea por la ciudad y todas esas cosas. ¿No es cierto? Pues me da exactamente lo mismo, no tengo nada de qué arrepentirme salvo, como ya le dije, de no haber sido capaz de ganar esa guerra.

—¿No teme que sea reconocido por algún superviviente?

—¿De Auschwitz? No, no me dan miedo. Sé la clase de gente que pasó por allí, y quien se arrastra entonces se arrastra siempre. No, no me da miedo, pero, de todas formas, le agradezco el interés que se toma por mi seguridad. Imagino que habrá testimonios del otro lado. ¿Me equivoco?

Le había ocultado que él no era el único entrevistado del documental, que había en él otro personaje crucial para desmentir algunas de sus inexactitudes y desenmascarar su cobardía.

—No se equivoca. La cadena necesitaría un documento manuscrito con su firma autorizando a emitir sus imágenes.

—Ajá. Se quieren ahorrar la póliza de seguros. Muy bien. Hoy mismo la redacto y se la envío. ¿Me da su dirección?

—Mejor que la envíe directamente a la cadena.

—¿Me tiene miedo, mi joven amiga?

—No me llame «mi joven amiga», por favor, que me produce un profundo desagrado.

—Está bien, como quiera. Usted cree que yo soy un monstruo. ¿Estoy en lo cierto?

—Sí. Al margen de mi profesión de periodista, como persona, opino que usted es la reencarnación del mal. El mal absoluto.

—Suena muy grandilocuente y solemne lo que me dice. El mal absoluto —repitió, subrayándolo con el tono de voz—. ¿Es un título de novela? ¿De una ópera? Me gustaría invitarla a cenar cuando pase todo esto, cuando se haya emitido el programa. Quiero que cambie de opinión. No espero que comparta mis ideas, eso es imposible, porque tenía que haber nacido en aquella época y haber estado en las calles de Alemania siendo testigo de acontecimientos cruciales. Usted se centra en lo oscuro, pero lo oscuro fue necesario para que prendiera la antorcha.

—Lo veo difícil. Hay personas buenas y personas malas.

—No me venga con simplificaciones infantiles, querida. El león de la sabana africana no piensa en el bien o en el mal cuando devora a un indefenso ñu. ¿Alguien le dice que es un cobarde porque se vale de su fortaleza física?

—¿Los judíos eran ñúes?

—En cierta medida, sí. Eran víctimas necesarias. Eran sobrante humano. ¿Qué hubiera hecho usted, señorita Eva Steiger, de haber nacido en 1911 y haber tenido veintidós años cuando Hitler subió al poder con los votos de la mayoría del pueblo alemán? Haga un esfuerzo y trasládese a esa época. Imagine las calles de Berlín engalanadas con las esvásticas y al Fhürer desfilando en coche descubierto entre millones de alemanes que le aclamaban o las tropas victoriosas de la Wehrmacht marchando como un solo hombre, con una disciplina perfecta, marcando el paso con sus relucientes botas que resonaban por el asfalto. ¿Qué hubiera hecho usted, señorita Eva Steiger? ¿Sería bolchevique o nacionalsocialista? Piénselo.

—Nunca me habría puesto al lado de los verdugos.

Colgó y salió al comedor cuando el goulash humeaba en la mesa. Pete advirtió su cara demudada.

—¿Qué ocurre? ¿Qué te ha dicho ese hijo de puta?

Se dejó caer en la silla y apoyó los codos en la mesa. El goulash olía de una forma deliciosa, pero no le prestó atención.

—Ese monstruo ha sembrado la duda dentro de mí. Me ha dicho que yo hubiera hecho lo mismo, que hubiera obrado igual de haber nacido en 1911. Y lo más terrible, Pete, es que quizá tenga razón. Somos… somos tan miserables y mezquinos los seres humanos…

—Ese asesino en serie sigue destilando veneno a pesar de los años transcurridos. No le hagas caso. Comamos.

—Hitler fue entronizado de forma democrática. ¿No sería esa una razón de peso para desacreditar el sistema democrático?

—No sé mucho de historia, pero por lo que he leído acerca del tema el puto Fhürer era la pieza que los militares alemanes y los capitalistas movieron, aprovechando su don de gentes, para enmascarar los planes de guerra, es decir, los negocios. Luego todo eso se reviste de una ideología delirante, de un patriotismo excluyente, pero los grandes beneficiarios del nazismo, mi querida Eva, son gente respetable muchas de las cuales aún se sientan en los consejos de administración de nuestras empresas.

—¿Por qué? ¿Cómo fue posible?, ¿qué hizo que la llamada nación de poetas y pensadores terminara por producir uno de los mayores horrores de la historia de la humanidad? ¿De qué sirvió la inmensa cultura del pueblo alemán?

—Esa pregunta también me la hago yo —Pete empezó a beber el caldo del goulash—. Quizá refino ese horror. ¿No es una imagen aterradora los oficiales de las SS, con sus hermosos uniformes grises, con sus elegantes gorras de plato, masacrando impertérritos a hombres, mujeres y niños?

—Me da pavor lo que no entiendo. La nación alemana se convirtió en un nido de serpientes.

Cuando acabaron de cenar no quiso que Pete pasara la noche con ella. No tenía ganas de compañía masculina, ni de sexo. Pete era un personaje formidable, alguien que ella, seguramente, no se merecía.

—Buenas noches, Eva.

—Buenas noches, cariño. Y perdóname.

—Si cambias de idea a lo largo de la noche me das un toque y vengo.

Le acarició la mejilla.

—¿Por qué eres tan increíblemente bueno y comprensivo con esta loca desquiciada?

—Será que te quiero, pequeña.

A las once de la noche Eva Steiger no pudo evitar descolgar el teléfono y llamar a un número de Hamburgo. Esperaba encontrar a su interlocutor despierto y cuerdo. No se equivocó.

—Hola, papá.

—Hola, mi pequeña revoltosa. ¿Qué es de tu vida?

—Bien. Mucho trabajo. Ya sabes lo que es la televisión, un mundo de locos siempre ajetreado y pendiente de la actualidad. Pero no me quejo. Trabajo y me gusta lo que hago.

—Claro, claro, y yo me alegro de que tengas trabajo. Lo que hiciste en Irak, perdona que te lo diga con retraso, me pareció formidable, aunque cuando lo hiciste te critiqué porque me aterrorizaba tener una hija en el ojo del huracán mientras se desataba la furia. Ahora sería peor con toda esa ola de secuestros.

—Eres muy amable, pero no era muy consciente del peligro que corría. En el periodismo de riesgo funciona la adrenalina. No dormías, ¿verdad?

—No, no dormía. Estaba leyendo La montaña mágica.

—Thomas Mann es mi autor preferido, pero creía que ya lo habías leído.

—Lo leí cuando tenía dieciocho años, pero es ahora cuando lo disfruto de verdad, querida, es ahora cuando capto todos sus matices. Un fin de semana podrías coger el avión y dejarte caer por Hamburgo. He hecho reformas en la casa, no la conocerías. He cambiado todo ese horrible papel que detestabas, he puesto parqué en el suelo y he arreglado la cocina.

—Lo celebro. ¿Cómo van los análisis?

—Bien, todas las pruebas que me hacen periódicamente salen correctas, sin alteraciones. Hago mucho ejercicio, bebo mucha agua, como mucha fruta y no voy con mujeres. Una vida de monje, como verás.

—Me alegro.

—Pues no deberías alegrarte, porque es bastante triste: moriré de aburrimiento. ¿Y tú? ¿Cómo te va con Pete?

—Nos vemos de cuando en cuando.

—Creía que ya vivías con él.

—Soy difícil para que alguien conviva conmigo. Me pasa lo que a ti.

—Lo mismo decía tu madre, pero yo estuve a su lado hasta el final —se detuvo y expelió un suspiro—. Tú pobre madre quería morir sola, en la montaña, como los pieles rojas que buscan un bosque como última morada. La verdad es que me cuesta mucho vivir sin ella. Solo valoramos lo que nos falta, y entonces ya es demasiado tarde. ¡La echo tanto de menos! Y eso que trato de entretenerme a diario, que soy activo, pero ella, hija mía, está siempre presente en mis pensamientos, como si no hubiera muerto.

—Claro. Mamá era formidable. Y encaró su enfermedad con gran valentía.

—Una mujer muy valiente. Me siento orgulloso de ella, Eva, muy orgulloso. Yo soy mucho más débil, yo me hubiera derrumbado el primer día.

—Pues te llamaba, papá, por una tontería. Creerás que estoy loca, pero es una pegunta que siempre he tenido ganas de hacerte y he ido aparcando.

—Bueno. Házmela y veré si te la contesto.

—¿Qué hacías en 1933?

Un silencio al otro lado del hilo telefónico. Una respuesta desconcertada, después.

—No entiendo el sentido de tu pregunta, hija.

—¿Qué hiciste para evitar que el nacionalsocialismo llegará al poder? Estoy metida de lleno en un documental sobre ese período y quiero pulsar opiniones. La tuya es para mí extraordinariamente valiosa por lo cercana.

—No hice nada, querida. No me interesaba por la política.

—¿Qué hiciste durante la Kristallnacht, la noche de los cristales rotos?

—Pues no me acuerdo. Bueno, sí, pensé que no era muy justo lo que hacían con los comercios de los judíos todos esos matones de las camisas pardas. Aquellos tipos eran realmente odiosos, vulgares bebedores de cerveza. Reproducían al matón de escuela que siempre está atento para descubrir al elemento más débil del aula para mofarse de él.

—Pero te callaste.

—Nadie hablaba en aquella época. La Gestapo tenía ojos y oídos en todas partes. No es que te arrestaran o te pusieran una multa, es que desaparecías sin dejar rastro.

—¿Qué hiciste para evitar el Holocausto?

—No sabíamos nada de lo que estaba pasando, Eva. Fue una terrible sorpresa cuando lo supimos. Un espanto.

—Pero sabías que deportaban a los judíos, que nunca más volvían, que os quedabais con sus casas.

—Yo nunca hice nada contra ningún judío, ni me quedé con su casa —responde con enojo—. ¿A qué conduce ahora remover ese pasado, hija? La historia de todos los pueblos guarda secretos inconfesables.

—¿A quién votaste? Di. ¿A quién votaste? ¿A quién votó mamá? ¿Por qué fuisteis ambos cómplices de esa monstruosidad? —inconscientemente había elevado su voz, ya no hablaba sino que gritaba a medida que se confirmaba lo que había venido sospechado durante todos estos años.

—Eva, Eva, Eva. Por favor, cariño. Eran tiempos difíciles, la situación económica era desastrosa, había violencia y desorden en las calles, y ese monstruo, como bien dices, se presentaba como un hombre de orden. El Hitler de los años 30 no tenía nada que ver con el que vino luego: redujo el paro y restauró la autoestima nacional. Alemania era un país en ruina. Nos engañó y luego ya fue tarde.

—Tú también. ¡Joder! Tú también. ¡Maldita sea!

Colgó de golpe y el ruido que hizo el auricular estrellándose contra la horquilla le anduvo zumbando en los oídos un buen rato. No cogió el teléfono cuando sonó, ni lo cogió después, ni siquiera descolgó cuando fue Pete el que la llamaba. Solo se decidió a abrir la puerta de su apartamento cuando llamaron insistentemente a ella. Y un Pete congelado, con bufanda, gorro siberiano y abrigo, se coló dentro escudriñando su cara.

—Estaba asustado. ¿Por qué demonios no me cogías el teléfono?

—Me he peleado con mi padre.

—¿Por qué? —se quitó rápidamente el gorro ruso, el abrigo, la bufanda y buscó el calor del radiador.

—Votó a Hitler.

—Como todo el mundo.

—Pues todo el mundo es corresponsable de lo que hizo.

—No te digo que no. ¿Y qué quieres hacer? Deja ya de obsesionarte con ese maldito asunto. Deja a Meissner, las SS, tu padre y el Fhürer. Es el pasado y no lo vas a cambiar por mucho que te empeñes.

—Meissner tiene razón. Yo también habría actuado así, yo también habría sido de los que miraban hacia otro lado cuando deportaban a los judíos. A pesar de que los historiadores alemanes se refieran al período del nazismo como una dictadura, las masas que estaban al lado de Hitler estaban más dominadas por el fervor que por el temor. Adoraban a Hitler mientras las botas de sus soldados aplastaban los territorios conquistados, convirtiéndose en un pueblo de verdugos.

—Desengañémonos. Tan masiva fue la participación de la población alemana en el nazismo que muchos de los que ocuparon puestos bajo Hitler debieron volver a ejercer cargos en la nueva democracia, incluyendo a los que los aliados consideraban criminales de guerra. No podía juzgarse a todo un pueblo por haber colaborado o secundado de forma entusiasta el nazismo. O sea que hay mucha hipocresía, que hay que coger la historia con pinzas y taparse la nariz porque apesta. Fueron los americanos los que contrataron a muchos criminales de guerra para que les ayudaran en sus programas armamentísticos y del espacio. Para fabricar la bomba atómica no había nazis. Pero así son las cosas, mi querida Eva.

—Todo eso es nauseabundo. Alemania no podrá reparar nunca lo que hizo, deberá vivir para siempre con esa vergüenza como una losa.

—Pero es humano.

—¡Humano! —chilló, colérica.

—Lo lleva la condición humana, Eva. El Holocausto fue una gran empresa, yo diría que una empresa nacional, no la cosa de dos o tres locos. Para poner en marcha toda esa maquinaria de exterminio se necesitaron no solo verdugos sino también ingenieros, arquitectos, suministradores de sustancias. ¿Has oído hablar de Topf & Sóhne?

Negó con la cabeza mientras buscaba con desespero un cigarrillo que llevarse a los labios.

—Topf & Sóhne fue la constructora de los crematorios. Lo hicieron ellos como pudieron hacerlo otros. Emplearon su tecnología para facilitar un asesinato masivo sin tener en cuenta dilemas éticos ni ideológicos. Ni siquiera sus propietarios eran del partido sino empresarios serios y rigurosos que trataron de ser eficaces. Había que llevar a millones de seres humanos a las cámaras de gas y había que hacerlos desaparecer porque no existía suelo en donde enterrarlos. La solución a ese problema logístico la tenía Topf & Sóhne.

—Me revuelven las tripas esos individuos que rentabilizaban el asesinato.

—Era una empresa radicada en la ciudad de Erfurt, en el este. No solo construyó los hornos crematorios sino que ideó un sistema para purificar el aire con sistemas de ventilación avanzados y así no interrumpir la cadena de exterminio.

—¿No los juzgaron? —Eva Steiger, cigarrillo entre los dedos, abría mucho los ojos, en una muestra de incredulidad y furor.

—No, no los juzgaron. O sí, y uno de los hermanos se suicidó al acabar la guerra. Ellos no eran nazis ni antisemitas; eran tecnócratas que se ponían al servicio del estado. Si el estado utilizaba su tecnología para el asesinato masivo, ese no era su problema. Incluso te diré que era una empresa modélica que proporcionaba a sus empleados vivienda, seguro social, pensiones y primas. Y sus ideas eran novedosas, sus ingenieros estudiaron sistemas mediante los cuales para la incineración de los cadáveres no hiciera falta otro combustible que no fuera la propia grasa de los cuerpos. Utilizó el mismo modelo de incineradoras para la eliminación de basuras o animales.

—Eso eran los judíos, los homosexuales, los gitanos, los comunistas: basura para el Tercer Reich. Somos corresponsables de toda esa mierda, nos abrasa esa inmensa vergüenza. El nombre de Alemania estará indefinidamente asociado a esa atrocidad.

—Vas a enloquecer, cariño. ¡Cálmate! ¿Me quedo contigo el resto de la noche?

—Sí, pero no voy a follar.

—¡Y quién habla de follar!

Eva Steiger, llorando, buscó el abrazo de su amigo Pete. Y Pete se encontró entre sus brazos un cuerpo tibio, trémulo, estremecido de horror, que llevó hasta la cama. La estuvo acariciando hasta que se durmió.

—¿Duermes? —preguntó cuando la vio respirando relajadamente.

Contestó con un gruñido, pero sin abrir los ojos.

—Quiero casarme contigo —le dijo, en voz baja, junto al oído—. Quiero casarme con esta periodista enloquecida y tener niños rubios y gordos con ella. ¿Qué me dices?

—Que estás loco —susurró y, al hacerlo, se movieron los cabellos situados sobre sus labios, flotaron en el aire.