Eva Steiger y Karl Kelmer —a quien cariñosamente los colegas de los medios de comunicación llamaban Gordo Kelmer, o Cervezas Kelmer una vez posaban los ojos en el perímetro torácico de su estómago—, se encerraron una vez más, la tercera en lo que iba de día, en la sala de montaje, y se aprestaron a diseccionar la entrevista que una semana antes, ni un día más ni un día menos, la joven y prometedora periodista, especializada en temas de candente actualidad, había realizado al magnate del acero, el empresario Günter Meissner. Para Eva era la séptima vez que veía íntegro aquel reportaje de casi dos horas de exhaustivas preguntas, elocuentes silencios y cuestiones que quedaban sin respuesta con el que soñaba una noche sí y otra también. Cuando empezaron a proyectarse las imágenes, por enésima vez, en el enorme monitor de la sala de montaje de la ZDF, Gordo Kelmer tuvo a bien encender un cigarrillo, para calmar su estrés hacia lo que consideraba, no sin razón, una bomba informativa. Se hizo el silencio en aquel cuarto oscuro y quedaron, resaltados, los matices de esa tensa conversación que, conforme iba avanzando, se convertía casi en un interrogatorio policial y tenía momentos álgidos en los que parecía que el interrogado-entrevistado fuera a levantarse y dar por zanjada aquella confesión pública. De forma casi obsesiva, Eva Steiger escudriñó el rostro de Günter Meissner tratando de ver en él, en algún momento de esas dos horas de conversación, algún gesto que indicara pesar, vergüenza, dolor, asco que le hubiera pasado inadvertido cuando le entrevistó. No lo vio. En ninguno de los momentos, ni tan siquiera en los más dramáticos y comprometedores, en los más repugnantemente obscenos de esa catarsis privada que, sin embargo, dejaba totalmente indiferente a uno de sus principales actores, tembló su voz, se cubrió la frente de sudor o parpadearon sus hermosos ojos azules que aún mantenían el mismo brillo de antaño, esa determinación que exhibía en la foto sepia en la que aparecía vestido de militar y que no tuvo ningún pudor en mostrar ante las cámaras, para que la recogieran.
—Señor Meissner, el objeto de este reportaje, en el que la ZDF le entrevista a usted como lo hace con otros supervivientes de la Segunda Guerra Mundial, es recabar testimonios veraces de personajes anónimos que, con mayor o menor responsabilidad, intervinieron en hechos dramáticos que han marcado para siempre la historia de nuestro país y de los que no nos sentimos especialmente orgullosos. Usted, según consta al equipo de documentación de la cadena para la que trabajo, se enroló voluntariamente en las SS, la fuerza de elite militar del nazismo. ¿Qué le movió a ello?
—El profundo idealismo y el amor a la patria alemana —contestó sin parpadear y con voz rotunda—. Ante todo el nacionalsocialismo era un movimiento patriótico con raíces sociales y una de sus principales aspiraciones era la unión de los territorios habitados por los alemanes que habían sido fragmentados e integrados en diversos países por medio de disposiciones que no los habían tenido en absoluto en cuenta y resultaban inaceptables. Tenga presente que cientos de miles de jóvenes alemanes creyeron que había llegado el momento en que había que hacer algo por su país, de que nos encontrábamos en una encrucijada histórica muy importante después de haber sido ninguneados durante siglos por nuestros vecinos europeos y haber sufrido una derrota humillante que nos condenaba a ser una nación de segunda fila, no determinante en el mundo, sin ejército y a expensas del capricho de nuestros vecinos. Había una enorme fuerza y determinación en todos nosotros, y esa energía colectiva cristalizó en un personaje único, en una persona que capitaneó con mano de hierro la nave del país y la lanzó contra mares tempestuosos. En esos momentos decisivos las sociedades alumbran a los líderes. Él lo era, sin duda.
—Habla de Hitler como si fuera un héroe. ¿Reivindica su figura aun ahora?
—En la actualidad causa escándalo decirlo, casi te detienen por ello, pero es que en aquella época todos le considerábamos un líder excepcional, sin duda el mejor capacitado para conducir al pueblo alemán, porque tenía una visión del pangermanismo que conectaba con la raíz de nuestro pueblo que se sentía muy humillado por razones históricas y por acuerdos políticos que yugulaban nuestra nación. Mire esa película que han estrenado, El hundimiento creo que se llama, basada en el libro del escritor y periodista Joaquim Fest, a quien ya hay paranoicos que acusan de militar en las filas del NPD, y fíjese en el revuelo que ha armado, un revuelo absurdo, infantil, porque en ella se presenta un Hitler humano. ¿Alguien lo dudaba? Claro que Hitler era humano, y tenía las grandezas y miserias de todo hombre. No debemos olvidar nunca que Hitler era Alemania, y que Alemania era Hitler. Eso era así en aquella época —insistió con vehemencia— y quien quiera discutirlo es que miente ex profeso.
—He visto la película, señor Meissner, y si ese Hitler era el que sedujo al pueblo alemán debo mostrarle mi sorpresa.
—Vamos, vamos, es una película a fin de cuentas. Pero ese chico, Bruno Ganz, se mete en el personaje, pese a que debe de detestarlo en su fuero interno porque creo que es comunista. Ése era el Hitler crepuscular, acorralado, vencido, pero nosotros conocimos a otro Hitler inspirado, con una energía extraordinaria y unas dotes de comunicación soberbias, electrizantes, el conductor de todo un pueblo como, en el otro espectro político, lo había sido Lenin.
—Pero condujo a Alemania a la ruina, Herr Meissner.
—¿A la ruina? No creo que Alemania, en estos momentos, sea una ruina. Hay cosas que detesto, claro, pero seguimos siendo un gran país, la locomotora de Europa pese a haber salido derrotados de dos guerras mundiales. A Hitler le cegó el exceso de ambición, la falta de mesura y sus consejeros. Quizá un error suyo fue el no hacer política. Desde mi punto de vista no fue una buena idea enemistarse con Inglaterra, y menos con Estados Unidos al que deberíamos haber intentando seguir manteniendo en la neutralidad o haber atraído a nuestro bando para aplastar a la Unión Soviética.
—¿Estaban conformes con las guerras expansivas? ¿Estaban de acuerdo con invadir Polonia, Francia…?
—Hay que situarse en la época. Alemania había sido humillada y el Fhürer era el único hombre capaz de sacarnos de ese túnel oscuro y devolvernos la dignidad perdida. Años de depresión nacional, de desempleo, de pobreza, el miedo a convertirse en un país satélite del bolchevismo, todo eso saltó por los aires gracias a la visión de futuro de Adolf Hitler. Existía un gran descontento entre las clases medias europeas empobrecidas por la inflación de 1932; los patriotas alemanes se hallaban desesperados y enfurecidos por las condiciones humillantes en que se había firmado el Tratado de Versalles, y luego existía un miedo real a que el bolchevismo, que estaba muy organizado en Alemania en torno al potente Partido Comunista, una auténtica hidra, se hiciera con el poder. Había enquistados dentro de la nación alemana una serie de grupos enemigos, además de los enemigos políticos y enemigos del pueblo potenciales, como los judíos, que siempre se autoexcluyeron, que no trabajaban para la nación sino para sus propios intereses, y diversos cuerpos asociales como los testigos de Jehová, los homosexuales o los gitanos que carecían de esa visión nacional. Todo ese mar de fondo dio como resultado a Hitler, un personaje providencial fruto de las circunstancias del momento. Toda la nación, tanto los que luchábamos en el frente, como los que lo hacían en la retaguardia, formábamos parte, orgullosamente, del cuerpo alemán. El Fhürer era la cabeza, desde luego, pero nosotros, los millones de alemanes dispuestos a dar la sangre por él, resueltos al sacrificio, éramos las células imprescindibles de ese organismo inmenso que se disponía a dar un zarpazo importante a sus vecinos desleales.
—¿Había un afán de revancha?
—Sin duda lo había. Y la historia se hace por afanes de revancha. Y no es nuevo. Hitler prometió bienestar a una clase media empobrecida que abrazó el nacionalsocialismo para salir de la miseria. Tengo imágenes de alemanes pobres, de familiares propios que vivían poco más o menos en la indigencia, mientras los comerciantes judíos prosperaban. Eso creó odio. ¿Que nos cegó el optimismo? Sí, claro, eso lo podemos decir aquí, y ahora, pero no entonces, cuando la maquinaria de guerra alemana resultaba imparable. Son los imperios, y sus caídas, los que hacen mejorar el mundo. No creo que los bárbaros, y entre ellos los pueblos germánicos, estuvieran muy conformes en ser pisoteados por las huestes del Imperio Romano, pero a la larga esas invasiones que se tuvieron que hacer, como es lógico, a sangre y fuego, porque el dominado siempre impone una resistencia numantina, resultaron fructíferas, y hoy en día muchos pueblos de Europa, no el nuestro, hablan lenguas derivadas del latín, conservan instituciones del Imperio Romano, exhiben orgullosos sus ruinas.
—Pero, en cambio, señor Meissner, no conozco ningún país de Europa que se enorgullezca de haber sido invadido por la Alemania hitleriana. El único legado que dejamos fue el de la muerte y la destrucción.
—Es pronto para eso. Las heridas tardan en cicatrizar. Tienen que pasar generaciones para que se vea si ha habido fruto. Me puede tildar de loco, pero la idea de una Europa unida y fuerte ya la tuvo Hitler, que fue un gran visionario.
—Hitler, al contrario que muchos emperadores romanos o el mismísimo Napoleón, es un personaje detestado universalmente. Pocos se atreven a defenderle en público. Su perfil psicológico es el de un perdedor, un fracasado absoluto, que ni triunfó en sus aspiraciones artísticas, relegado a la función de pintor de brocha gorda, ni hizo carrera en el ejército en donde no fue más que un simple cabo. Imagino que usted también tiene presentes estos aspectos tan poco positivos de la personalidad de su líder político.
—En eso reside la grandeza del personaje, mi querida amiga, en su capacidad de superación, en la lucha triunfante contra todo tipo de adversidades. Hitler se esculpió a sí mismo como muchos venerados personajes del self made man americano a los que todo el mundo admira ahora.
—¿Sabía usted que Hitler fue mendigo, que los residentes del asilo de pobres de Viena le pusieron el apodo de Ohm Kruger, y que luego se convirtió en un chivato? ¿Ése es el héroe del pueblo alemán?
—He oído muchas patrañas tratando de desprestigiarle. Algunas son realmente increíbles y creo que escasamente documentadas como las que me acaba de citar y, de ser ciertas, no invalidan al personaje, sino todo lo contrario. Precisamente sus fracasos le hicieron renacer y propiciaron el surgimiento del nuevo ser. A mí no me interesa el Adolf Hitler pintor de brocha gorda fracasado, sino el Adolf Hitler que toma el poder y convierte en pocos años Alemania en un país poderoso, en el eje alrededor del cual gira el mundo.
—Sin embargo, por lo que he leído, fue un personaje oscuro y lleno de complejos, con graves problemas afectivos. Su abuela había trabajado como sirvienta en la casa de un comerciante judío, del que tuvo un hijo biológico al volver a su pueblo natal y casarse: Alois, el padre de Hitler, que creció con el rencor a los judíos y se lo transmitió a su hijo Adolf al que maltrataba física y psíquicamente a diario. Ello explica el odio de Adolf Hitler a todo lo judío y que se convirtiera en un adulto ultraviolento cuyo fin último era librar a toda Alemania de la sangre judía que corría por sus propias venas. Objetivamente, según sus propias teorías, era un tullido moral de sangre semítica. Hubiera tenido que empezar exterminándose a sí mismo para ser consecuente con sus teorías de pureza racial.
Herr Meissner se pasa el dedo pulgar por sus labios y se aprisiona luego con la mano su mandíbula cuadrada. Abre y cierra los ojos antes de responder. Mira a su interlocutora con una mezcla de condescendencia y paternalismo.
—La veo cargada de prejuicios, de clichés prefabricados, de un odio que poco dice a favor de la ecuanimidad que debe tener todo periodista. Eran otros tiempos, señorita, otra época. Esa infancia que usted retrata no era tan distinta de las infancias de todos los niños de Austria y Alemania en donde los adultos habían sido educados en la creencia de que para disciplinar a un niño había que aplicarle castigos físicos. Y no solo en nuestra patria: eche un vistazo a los colegios británicos. Hitler es el ogro, el asesino en serie, Drácula, el jefe de una secta… Seamos un poco serios. Habría que revisar al personaje con equidad, sin dramatismos. Hitler procuró lo mejor a la nación alemana, veló por su grandeza, tuvo un sueño pangermánico, fue el primer europeísta, pero hizo un cálculo completamente errado de nuestro potencial: resultaba imposible abarcar toda Europa, debió convencer más aparte de vencer. Con la humillación del vencido no se puede contar para un proyecto de nación tan ambicioso.
—Una Europa dócil bajo su bota, modelada a su gusto, aria.
—Las cosas, mi querida jovencita, eran así en aquella época y ya sé lo que les cuesta entenderlo a las nuevas generaciones, que no tuvieron que vivir esos delicados momentos históricos, lo difícil que es comprender lo que pasó. Tenga en cuenta que Alemania era una cerrada e inexpugnable piña, que los alemanes hervíamos de fervor patriótico, que teníamos, con orgullo, un concepto de nación que hoy en día puede sonar a trasnochado.
—Usted, por lo que me dice, era un convencido nacionalsocialista.
—Sí, y no me avergüenzo, como hacen otros, en proclamarlo. El nazismo fue, en parte, el intento de una nación de declararse como el inicio de una nueva cultura, de crear un nuevo tipo de hombre que suplantara la idea del humanismo por otro adiestrado en el poder, en la obediencia y la fidelidad. Soñábamos con el superhombre nietzscheano frente al mediocre proletario leninista porque para mejorar la condición humana hay que poner el listón arriba y no al nivel del suelo y hay que excluir a los que no son capaces de saltarlo. Fui nacionalsocialista gracias a la influencia de mi padre que, cuando tenía catorce años, me alistó en las Juventudes Hitlerianas y recuerdo ese período, desde la perspectiva que da el tiempo, como uno de los más plenos y gozosos de mi época, y no solo porque era joven y se tiende a mitificar ese período de la vida, sino porque en esa época de instrucción que viví, en un régimen casi militar, fui endurecido con la disciplina espartana, viví en contacto permanente con la naturaleza y recibí su didactismo directamente de las fuentes. El nacionalsocialismo, mi querida periodista, era un movimiento ecologista antes de que llegaran esos payasos de Greenpeace con sus proclamas salvadoras del planeta. Nos movían las leyes de la naturaleza, la naturaleza nos daba sus clases magistrales, y así sabíamos lo importante que era la fortaleza física, la agilidad mental, o lo nocivo que eran para la especie los elementos degenerados o enfermos, la sabia ley que prima al más fuerte sobre el débil, porque la humanidad no era igual, como no era igual el reino animal, y había hombres fuertes y hombres débiles, y allí, en esos campamentos en donde reinaba una extraordinaria camaradería porque todos éramos iguales, en donde hice las mejores amistades de mi vida, con algunas de las cuales aún sigo viéndome, se forjó mi mentalidad, el coraje, la ausencia de miedo, el desprecio al dolor, al que nos habituábamos en duros ejercicios diarios, y allí se constituyó el germen de ese ejército invencible y temido que actuó en Europa como una máquina feroz. Nos hicieron cachorros para el combate y fuimos forjados en el concepto de lucha permanente para evolucionar. Imagínese miles de niños educados de una forma espartana, predestinados a una empresa nacional, entrenados hasta convertir sus miembros en el más puro acero, sin miedo, con determinación, con claridad de metas: esos niños de esos campamentos fueron el germen de la Wehrmacht; esa disciplina nos hizo invencibles.
—¿Les enseñaron a ser violentos, insensibles, máquinas inhumanas?
—No tergiversemos las cosas. Todos somos violentos. O casi todos, porque también los hay incapaces, mansos; fíjese que la palabra manso tiene una connotación de insulto, es peyorativa, y tiene que ser Jesucristo quien se vea obligado a redimirlos otorgándoles una bienaventuranza. Nos enseñaron a ser duros con nuestro cuerpo, a dominarlo, a vencer al hambre con dietas increíbles, a subsistir con escasez de medios, a soportar el dolor físico sin delatar a nadie. Éramos luchadores. Éramos los miembros de un cuerpo. Yo, que era un chico débil, apocado, al que las peleas de patio de colegio aterrorizaban, me convertí en un muchacho combativo, fuerte, con una impecable musculatura que ejercitaba a diario. Pero no éramos insensibles, ni mucho menos. Apreciábamos los paisajes de nuestro país, su música extraordinaria, los maravillosos castillos, la belleza de nuestras mujeres arias, el placer que produce la conquista de un pico inaccesible. Amábamos nuestra extraordinaria cultura, nuestros literatos, pensadores, músicos. Un pueblo que daba a Goethe, a Mahler, Wagner, pensadores de la talla de Nietzsche, era más que una simple nación destinada a ser dominada.
—¿Se da cuenta de que eso ya no es así?
—Y lo acepto. Vivimos otra época. La vida es más fácil. Ya nadie lucha. Estupendo. Y se vive más o menos bien, tan bien que somos pasto de emigrantes que nos invaden y están cambiando la composición étnica de nuestro país. ¿La raza aria? Ja. Un sueño, una utopía. Desapareció. Lo acepto. A mis ochenta y cinco años no voy ya a cambiar el mundo, solo aspiro a vivir entre los míos, hacerlos felices. Aquello fue un bonito sueño de juventud, la utopía de un momento muy especial.
—¿Un bonito sueño de juventud que costó millones de muertos, que arrasó países, que exterminó a una raza? ¿No fue una locura?
—¿Locura? Fíjese usted en una cosa: estamos denostando toda una época de nuestro país, que definimos como oscura, terrible, y no sé cuántos más epítetos siniestros, sencillamente porque el final de esa empresa se saldó con el fracaso, porque Alemania perdió la guerra que desencadenó. Observe, y creo que usted es suficientemente inteligente para hacerlo, que eso se produce exclusivamente porque Alemania no ganó esa guerra, y subrayo esa frase. ¿Qué hubiera pasado si la hubiera ganado? Pues exactamente lo contrario. ¿Quién se habría sentado en el banquillo en los juicios de Nuremberg? Pues no lo dude, el presidente Truman por haber borrado del mapa Hiroshima y Nagasaki con la espantosa bomba atómica, Winston Churchill por haber bombardeado con fósforo Dresde, Stalin por sus espantosas deportaciones, sus orgías de sangre, las violaciones masivas de mujeres alemanas a manos del desenfrenado y anárquico ejército ruso. ¿Sabe cuántos inocentes murieron en Dresde? Cuatrocientos mil en dos días de bombardeos implacables, abrasados tras espantosos dolores. ¿Por qué no se consideró crimen de guerra la violación sistemática de mujeres por la horda de Stalin? La respuesta es simple: vencieron. La historia es así. Solo se juzgan las barbaridades de los perdedores, pero se exoneran todas las brutalidades de los vencedores, por lo que uno deduce que lo peor de esa Segunda Guerra Mundial, lo monstruoso de ella, fue que la perdimos. Pero esto, afortunadamente, cambia, y ya se habla del sufrimiento del pueblo alemán, de las matanzas injustificadas de la población civil de Dresde, de cuyo bombardeo se cumplen ahora sesenta años.
—Usted estuvo en el frente del Este.
—Sí, hasta bien entrado el año 1942. Fue una temporada muy dura, en la que me curtí militarmente, pero en la que me sirvió de mucho mi aprendizaje en las Juventudes Hitlerianas. Tenía entonces veintidós años. Yo estaba hecho al frío más extremo. Uno de los ejercicios que hacíamos, en la época de campamentos, era sobrevivir una serie de días a la intemperie, en pleno invierno, durmiendo al raso, procurándonos el alimento. Desarrollé las enseñanzas que había recibido en las Juventudes Hitlerianas en el frente soviético.
—Fue una campaña especialmente dura. He visto imágenes del sitio de Stalingrado verdaderamente pavorosas, miles de cadáveres enterrados en la nieve. Imagino que vería caer a muchos camaradas.
—Muchísimos. Sufríamos una terrible mortandad, no solo por el fuego de los soviéticos, que estaban en su tierra y la conocían al dedillo, sino por el general invierno, quien finalmente nos derrotó. La nieve nos sepultó, impidió nuestro avance, anuló todo nuestro potencial de fuego. Combatir en esas condiciones extremas exige un esfuerzo tremendo por parte del cuerpo, es como cuando un escalador ataca los últimos cien metros del Everest, que se queda sin aliento. Los movimientos, las reacciones bajo un frío extremo son mucho más lentas, uno se convierte en un blanco fácil.
—Le hirieron.
—Sí, en un pueblo cercano a Sebastopol. Era una lucha muy encarnizada, casa por casa, con un enemigo renuente a perder posiciones, que era esquivo, que actuaba como francotirador. Cayeron cuatro compañeros de mi pelotón, entre ellos el mejor amigo de mi infancia, el cabo Otto Kruger, con la garganta reventada por una bala, que se desangró entre mis brazos…
—¿Qué sintió entonces?
—No hay tiempo para sentir, ni para conmoverse. Si lo haces eres hombre muerto. Le cerré los ojos, sí, eso fue lo que hice, y le puse el casco sobre la cabeza, y reaccioné con ira, eso fue lo que me perdió. Recibí un impacto de bala en el pecho, del que aún tengo la cicatriz. Fue mi primera herida importante, pero seguí luchando, con una rabia feroz. Entré, lo veo con mis ojos, en una habitación totalmente destruida y vi un par de sombras al fondo. Disparé a ciegas, sin detenerme, sin notar que tenía ya la guerrera empapada de sangre. Los debí de matar a todos, porque oí sus lamentos en ruso, sonoras imprecaciones, maldiciones. Subí luego, a trompicones, a la segunda planta de esa casa en ruinas cuyas paredes estaban horadadas como un queso Gruyere. El cerebro no te guía en esos momentos, es el cuerpo, el corazón, que te sale por la boca, que late a una velocidad suicida drogado por la adrenalina —en ese momento la cara de Günter Meissner se iluminó por el fulgor de sus ojos azules. Hablaba y su mandíbula cuadrada se estremecía con violencia. Corría su mente hacia al pasado, a la velocidad de la luz, reviviendo aquellos episodios con una fidelidad documental y renegó la mente de ese cuerpo viejo y achacoso que no reconocía suyo—. Recuerdo, la veo, como la veo a usted —prosiguió, fijando la mirada en Eva Steiger que se resistía a ser hipnotizada por su vehemencia— a una chica rusa, joven, bien parecida, rubia, que se cubría el cabello con un gorro de lana y llevaba botas militares. Me disparó con su tokarev en cuanto me vio aparecer, una ráfaga que levantó miles de esquirlas en la pared que tenía a mi espalda. La muerte silba a tu lado y realmente no lo adviertes, porque la reacción natural e inteligente sería huir. Para mí, en aquellos momentos, aquella muchacha no era una mujer, simplemente era un enemigo, causante de la muerte de mis camaradas. Caí sobre ella, con todo el peso de mi cuerpo; era una luchadora brava, que estaba dispuesta a vender cara su vida: me mordió desesperadamente en las manos, pero yo ya estaba decidido. Luego fue cuando me di cuenta de la gravedad de la herida y unos camaradas me trasladaron a la retaguardia.
—¿Mató a la chica?
—Por supuesto. No lo hice con el fusil ametrallador, que se me había encasquillado durante la refriega, ni con la pistola, sino con el machete. Un golpe decidido en el pecho que le rompió el esternón.
—Horrible, ¿no?
—La guerra está llena de esos momentos que usted dice horribles. Cada día, mi querida amiga, los que sobrevivíamos volvíamos a nacer una y otra vez.
—Hábleme de lo que pasó después.
—Pues fue mortalmente aburrido después de aquellos meses en el frente de batalla ruso. Mis heridas revestían cierta gravedad e incluso, ahora, cuando cambia el tiempo, siento punzadas en el pecho. Me pasé un mes a cuerpo de rey en un hospital de Berlín, una especie de balneario de la retaguardia que parecía un premio a mi comportamiento valeroso. Y fue allí, precisamente, donde conocí a mi esposa que era enfermera del centro sanitario. Fue un maravilloso flechazo. Ella era muy delgada y enérgica, y hermosa como una valquiria wagneriana. Creo que tengo alguna foto de Greta en aquella época.
Se levantó. Recorrió el salón. Abrió un cajón cerrado con llave. Regresó con dos fotos color sepia en la mano. Las alargó ambas a la periodista que hizo un gesto a quien manejaba la cámara para que hiciera un primer plano de las instantáneas.
—Mi mujer, que luego fue una afamada actriz de teatro e hizo sus pinitos en el cine de la UFA, fue niña prodigio en una conocida película de la época, Die Drei von der Tankstelle, de Wilhelm Thiele, hasta que se quedó embarazada, y este soy yo, con mi uniforme —dijo, orgulloso, señalando las viejas instantáneas restauradas.
Ambos tenían los labios finos y los pómulos marcados. Gentes de guerra. Coincidían en el azul metálico de sus ojos. Ambos eran hermosos, biológicamente puros. Günter, en especial, pensó la periodista, repasando una y otra vez esa foto sepia en la que su interlocutor, con sesenta años menos, posaba con la barbilla levantada, sonrisa dental, vistiendo con orgullo el elegante uniforme gris de las SS. Hasta Greta, que era muy femenina, delicada, frágil, no ocultaba el aire marcial que la época requería. Miraba la foto, las fotos, e imaginaba a Günter abriéndose paso con su machete en el pecho de aquella anónima rusa que no recibiría sepultura y que luchaba por defender su casa, su familia, su patria, de esa disciplinada horda invasora que arrasaba todo con su furia.
—Entonces, señor Meissner, fue cuando usted entró en las SS sección de la Calavera.
Hubo una pausa, una décima de segundo de duda en el entrevistado, mientras los ojos azules del magnate del acero se deslizaban por la cara suave e inocente de Eva Steiger. Quizá le engañase el aspecto dulce y aniñado de su interlocutora y la hubiera subvalorado. Ella era una hermosa aria rubia de pelo fuerte y ojos azules, no demasiado voluminosa, más bien menuda y de cuerpo suavemente redondeado, la hija que no tuvo y con la que soñó.
Pero no era ninguna bisoña. La había visto, meses atrás, corriendo riesgos en Bagdad, con chaleco antibalas y micrófono en la mano mientras estallaban coches bomba que despedazaban civiles y aterrorizaban a los muchachos imberbes que enviaba Bush a la tierra del petróleo para cimentar su imperio. Había visto muerte y destrucción a su alrededor y quería empaparse de la muerte y destrucción del pasado ante el cual el presente era un juego de niños. La guerra era una sinfonía ensordecedora de cañonazos que demolían los muros de las casas, y los cadáveres, amasijos sangrientos entre las ruinas. Vio nieve y surcos de sangre sobre el manto níveo, dibujando un cuadro abstracto; vio esculturas de hombres congelados, con la barba y el cabello endurecidos por el hielo, que los miraban con sus ojos de muerto; y uniformes quemados y vacíos de los que huyó la carne tras las explosiones.
—Está en un error. En 1944 las SS Armadas contaban con alrededor de novecientos diez mil hombres bien entrenados y perfectamente pertrechados con las armas más sofisticadas del momento. Yo ya estaba entonces encuadrado en ellas como fuerza de elite y combate en ese cuerpo formidable y valeroso que era la punta de lanza de la Wehrmacht. El hombre de las SS reaccionaba con dureza ante todo tipo de sentimientos humanos, era duro consigo mismo y con los demás. Con esa mentalidad, el hombre de las SS se destacaba conscientemente de la gran masa formada por los camaradas del partido. Los mejores, la elite guerrera y mejor preparada para el combate. Pero la gravedad de mis heridas desaconsejaba mi nuevo envío al frente en donde habría perecido o hubiera sido una rémora para mis compañeros. No se trataba de forjar héroes, sino de ser útil al Reich en cualquiera de los cometidos. Nosotros no importábamos, lo importante era Alemania. Yo lo hubiera deseado, volver al frente ruso, pero era consciente de que no sería útil en primera línea y que debería reservarme para labores de retaguardia.
—Como vigilante en el campo de concentración de Auschwitz. Usted era miembro de las Unidades de Calavera de las SS, responsables de la vigilancia de los campos de concentración.
Primerísimo plano del rostro de Günter. Sus ojos. No se apreciaba parpadeo. Su boca. Ralentizaba la respuesta, otra vez, después de la verborrea sin respiro con que había narrado sus hazañas en el frente del Este. Por un momento Eva temió que, llegado ese momento, el crucial, al que había estado deseando arribar desde que se inició la entrevista, esta quedase en el aire, el anfitrión se levantase y abandonase el ring dejando nulo el combate. Era un riesgo y lo asumía. Le había ocurrido con otros. Pero Günter era distinto.
—La permanencia en el campo de concentración se consideraba un servicio en el frente contra los enemigos del Reich. Estaban los enemigos externos, fácilmente identificables, y los enemigos internos, que intentaban mezclarse entre nosotros. Llegué a Auschwitz cuando era un simple campo de concentración para prisioneros de guerra polacos. Entre Cracovia y Kattowitz, junto a Vístula, existía un viejo campamento militar abandonado conocido como Oswiecirm, antiguo cuartel de la monarquía austro-húngara, ubicado en un terreno pantanoso pero con favorables vías de comunicación. El complejo comprendía un territorio de cuarenta kilómetros cuadrados, del que también formaba parte un coto vedado muy extenso. Bajo el mando del primer comandante del campo, Rudolf Hoess, se empezó a construir en mayo de 1940 el campo, que más tarde se conocería como Auschwitz I o campo central, con los primeros presos que llegaban del campo de concentración de Dachau. Esta primera ampliación estaba pensada para albergar a siete mil presos y comprendía veintiocho edificios de ladrillo de dos plantas así como otros edificios adyacentes de madera. Por término medio el número de presos ascendía a dieciocho mil. Dos alambradas de espino, con corriente de alta tensión, cercaban la totalidad de la superficie para hacer imposibles las fugas. Por orden de Heinrich Himmler se empezó a construir el campo de Auschwitz II-Birkenau en octubre de 1941, cuya principal finalidad era utilizar como mano de obra a los prisioneros polacos y a los que habrían de llegar del frente ruso, que era mucho más extenso que el campo central y comprendía doscientos cincuenta barracones de madera y piedra. El número más elevado de presos en Birkenau ascendió en 1943 a aproximadamente cien mil personas. Auschwitz III se construyó con posterioridad, era el campo exterior en donde estaban ubicadas las empresas agrarias e industriales, como Buna-Werke en Monowitz, verdaderos complejos fabriles —relataba Günter Meissner con precisión matemática, sin olvidar ningún dato, por nimio que pareciera. Hablaba como si tuviera el complejo de Auschwitz incrustado en el cerebro, impreso, y lo estuviera viendo con sus ojos tal como era cuando llegó a él. Describía su plano mentalmente, a falta de papel—. La vida era bastante rutinaria, deprimente, mucho más para alguien, como yo, curtido en la acción; Auschwitz, no era un destino apetecible bajo ningún concepto, pero lo acepté por disciplina. Tenía grado de teniente y mi función era vigilar que nadie tratara de escapar. No, no me siento especialmente orgulloso de mi etapa en la retaguardia, pero cumplí con mi deber de soldado y de alemán.
—Sin embargo maltrataron a esos presos polacos. Mataron a muchos de ellos. ¿No es cierto?
—La llegada del primer transporte de algo más de setecientos presos polacos se produjo en 1940. Yo los recibí y puedo decirle que no se les trataba con excesivo rigor. Murieron por el trabajo, por el frío y porque no iban bien alimentados, pero Auschwitz no era un hotel y estábamos en guerra. El lema del campo era que el trabajo les haría libres. Y trabajaban, claro, de sol a sol, para que así no pensaran en fugarse y estuvieran lo suficientemente cansados para causarnos problemas. Entre 1940 y 1945 fueron internados en Auschwitz cuatrocientos cinco mil detenidos, en su mayoría polacos, soviéticos y gitanos, y le puedo asegurar que el establecimiento tenía, sobre todo, una función económica. En las proximidades del campo de concentración de Auschwitz estaban ubicadas diferentes industrias que alquilaban a los presos como mano de obra. La empresa IG-Farben, ubicada en la periferia de Monowitz, fabricaba, por ejemplo, goma sintética. Para los presos que trabajaban allí, las SS construyeron el 31 de mayo de 1942 el campo externo de Auschwitz-Monowitz, que se convirtió a partir de diciembre de 1943 en el campo central del complejo Auschwitz III. Además las SS explotaban sus propias empresas y minas. En total había cincuenta comandos externos de este tipo, grupos de internos trabajadores que podían salir fuera del recinto. Y también le diré una cosa que no debería sorprenderla, y es que los propios presos colaboraban en la administración del campo. Las tareas encomendadas aumentaban cada día y la dirección del campo dependía de la colaboración de los presos porque los alemanes no teníamos tiempo ni ganas de implicarnos en ello, les dábamos una cierta autonomía. El sistema de la autoadministración controlada estaba estructurado según el principio del Führer: veterano del campo, veterano del bloque, kapos de los kommandos de trabajo. Como consecuencia, entre los presos se estableció una serie de jerarquías y le sorprenderá si le digo lo que peleaban entre ellos para tener una consideración social más elevada. Había frecuentes disputas entre los presos criminales, los alemanes delincuentes, y los políticos, los disidentes y los comunistas, por hacerse con el control interno del establecimiento. No era tan terrible al principio.
—El ingreso en los campos de concentración se llevaba a cabo en contra de toda base legal —Eva Steiger abrió su carpeta de tapas oscuras y extrajo un documento mecanografiado que leyó—. Por medio del decreto provisional «Para la protección del pueblo y del Reich» del 4 de enero de 1934, las autoridades policiales en el Reich alemán podían arrestar preventivamente a personas, sin juicio y por un tiempo ilimitado, «para combatir toda aspiración antiestatal», leo textualmente. En general, la central de la Gestapo y del RSHA de las SS en Berlín debía dictar auto de prisión preventiva, sin embargo esto solo se tenía en cuenta en el caso de personas del Reich alemán.
—Estábamos en una situación especial y era necesario el recorte de libertades para proteger a la nación de los enemigos externos, pero también de los internos —Günter mira a continuación fijamente a su interlocutora—. Usted como periodista informada debe saber, y sé de buena tinta que eso es así porque, si no me equivoco, ha estado en Irak, que hay momentos excepcionales en la vida de un país que exigen un recorte drástico de los derechos ciudadanos para salvaguardar la comunidad. ¿Le suena claro? No nos escandalicemos porque es exactamente lo que está haciendo en estos momentos en Estados Unidos el señor George Bush.
—Las comparaciones pueden resultar odiosas y nos llevarían muy lejos de lo que nos interesa. Volvamos al pasado, señor Meissner, y le aseguro que lejos de mí está defender al presidente Bush. Luego Auschwitz se amplió considerablemente, ¿no es cierto?
—Sí, con la llegada de Rudolf Hoess como director del campo. Tras pasar por Dachau y Sachsenhausen, se premió su lealtad ascendiéndole a Hauptsturmführer de las SS. Él fue el artífice de lo que conocemos como Auschwitz; vino con arquitectos, ingenieros, construyó un enorme complejo de cuarenta y dos kilómetros cuadrados, filas de nuevos barracones para albergar a muchos prisioneros. Posteriormente se amplió a Birkenau comandado por Josef Kramer. No se puede imaginar usted las dimensiones de aquello. En el campo de concentración de Auschwitz I, a los presos, que fueron quienes edificaron el campo y gran parte de las instalaciones industriales adyacentes, se los alojaba en antiguos cuarteles de ladrillo. Había veintiocho bloques, pero no todos estaban destinados a los presos. En el campo de concentración Auschwitz II-Birkenau, que se construyó con posterioridad, había diferentes tipos de barracones, de ladrillo y de madera, que eran antiguos barracones-caballerizas. Cada barracón disponía de dos pequeñas habitaciones, una para el decano responsable del orden y otra que servía para almacenar el pan, y sesenta paredes divisorias entre las que se encontraban literas compuestas por tres camastros respectivamente con un total de ciento ochenta plazas. En los barracones de ladrillo los camastros estaban cubiertos con una fina capa de paja. En los barracones de madera había sacos para dormir; eran de papel y estaban rellenos de paja y viruta. Además a los presos también se les entregaban mantas. Reinaba la austeridad, claro, pero es que estábamos en tiempos de guerra y nosotros no vivíamos mucho mejor, y peor estaban los que combatían en el frente de Rusia con el hielo como lecho.
—¿De qué modo controlaban a esa ingente población penitenciaria?
—Si se refiere a si las SS estaban constantemente encima de los presos, le diré que no. Había una cierta independencia. La organización interna del campo de concentración, también con respecto a los presos, obedecía a la estructura nacionalsocialista de autoadministración. El mando lo tenía el decano, el preso más veterano del campo, elegido por las SS. Debido a la extensión del campo y a la gran cantidad de campos adyacentes, había más de un decano. Estos decanos eran los responsables del campo ante las SS, y como tales, las SS siempre se dirigían directamente a ellos con sus disposiciones. Cada bloque tenía su decano de bloque, cada dormitorio su decano de dormitorio. Una condición para ser decano es que hablara perfectamente alemán y sirviera de interlocutor con el resto de la población penitenciaria. En principio todos los presos tenían que trabajar. Eran reunidos en kommandos de trabajo, dirigidos por los kapos, presos responsables de un comando de trabajo o bien de un servicio que se les distinguía porque llevaban brazaletes; por lo general eran presos alemanes los que preferentemente desempeñaban estas funciones, pero también había judíos. En los kommandos grandes había un kapo superior y un kapo inferior. Los kapos no tenían que trabajar, sino que tenían que procurar que las marchas se realizaran debidamente y también eran responsables del rendimiento de su kommando de trabajo. Como verá, era una organización jerarquizada cuyo funcionamiento era perfecto.
—¿Qué recuerda del que fue su jefe? ¿Cómo era el máximo responsable del campo?
—Duro y justo a la vez. La dureza es inherente a la condición de militar. Era disciplinado, no se cuestionó ninguna orden que recibió, y era creativo, me refiero a que tenía ideas nuevas de cómo desarrollar el trabajo que le habían encomendado, lo que motivó su posterior ascenso como coordinador de campos. No le traté mucho en el ámbito personal, pero le puedo decir que era un hombre que estaba orgulloso de su ejemplar vida familiar y de la dedicación a sus hijos y sus mascotas. Era un fanático del deber. Se cuenta que una vez se vio obligado a irse de una celebración navideña con su familia para atender las tareas del campo.
—Un planificador concienzudo.
—Ahora se le tildaría de tecnócrata. En efecto. Siempre se cita la eficacia alemana, hasta en eso. Hoess, el jefe del campo, estaba muy preocupado por llevar a cabo el trabajo que las máximas autoridades del Tercer Reich le habían confiado; por un momento creyó no poder asumir la enorme responsabilidad que cayó sobre sus espaldas, pero no era un hombre que se sintiera derrotado por las dificultades, sino que estas le motivaban. Era un militar de la escuela prusiana.
Eva Steiger observó a su interlocutor antes de intervenir. Hasta ese momento quien escuchase la entrevista y viera el rostro relajado, ligeramente bronceado de Herr Meissner, en el marco de su salón de estar y con el fondo de la chimenea crepitante en donde ardían dos leños cruzados, no tendría datos para desentrañar que el octogenario empresario, cuando hablaba con orgullo de ese enorme complejo fabril del que daba toda clase de detalles técnicos, lo hacía de un monumento a la infamia del hombre. En palabras de Günter Meissner, Auschwitz era una fábrica algo más dura que las habituales en donde los obreros trabajaban gratis.
—¿Una fábrica? Parece evitar decir lo que realmente era Auschwitz, Herr Meissner —dijo Eva Steiger endureciendo su mirada—. Nadie ignora lo que representa ese campo de concentración y cuál era su función. ¿Por qué no dice claramente lo que era? Todo el mundo lo sabe, pero sería interesante que saliera de sus labios. Hicieron de Auschwitz una «fábrica de la muerte», con procesos rigurosamente calculados para matar eficientemente al mayor número de personas en el menor tiempo posible. Hablemos de cuando empezaron a llegar los judíos, Herr Meissner, esos cuatro millones de seres que nunca fueron matriculados, que no figuran en las listas, porque estaban de paso. Usted me está hablando de un programa técnicamente perfecto para cometer asesinatos en masa, pero elude la palabra asesinato, que es para lo que se edificó ese complejo del que habla con inexplicable orgullo.
Nuevo silencio. Günter Meissner mira a la periodista con desconfianza. Pero sonríe.
—¡Ajá! Éste es el verdadero motivo de la entrevista, Auschwitz y su aniversario. Me lo podía haber dicho. Es usted, mi joven amiga, bastante tramposa. Cuando me invitaron a su programa quedamos que hablaríamos de la época en que me tocó vivir. Los campos de concentración fueron una anécdota dolorosa.
—En efecto, porque el 27 de enero de 2005 se cumplen 60 años de la liberación del campo, a cargo del Ejército Rojo de la entonces Unión Soviética, descubriendo al mundo el horror que encerraban sus muros. ¿No quiere hablar de ello? ¿Se avergüenza?
—¿Avergonzarme? No. No tengo nada de qué avergonzarme. Nada. Fui un buen soldado alemán. ¿He de avergonzarme por ello? ¿Usted se avergüenza por ser una buena profesional? No tengo inconveniente en hablar de ello. Fue en septiembre de 1941 cuando se hicieron los primeros experimentos con el gas Zyklon B en Auschwitz que afectaron a seiscientos prisioneros de guerra soviéticos y a doscientos noventa y ocho presos enfermos.
—Que fueron asesinados. Si me permite, aquí llevo un informe que me gustaría leerle por lo clarificador que es y que espero que usted me confirme —Eva sacó de su cartera de plástico negra un manojo de hojas grapadas—. Es un informe titulado «El Reasentamiento de los Judíos», en el que el Sturmbannführer de las SS Gricksch daba la siguiente información al Coronel de las SS von Herff y al Reichsführer de las SS Himmler, tras la inspección realizada entre el 14 y el 16 de mayo de 1943: «El campo de Auschwitz tiene un papel especial en la resolución del problema judío. Los métodos más avanzados permiten la ejecución de la orden del Führer en el menor tiempo posible y sin despertar demasiada atención. La llamada “acción de reasentamiento” tiene los siguientes pasos: los judíos llegan en trenes especiales (vagones de mercancías) hacia el anochecer y son llevados por vías especiales a áreas del campo específicamente diseñadas para este fin. Allí se hace bajar a los judíos y un equipo de doctores examina su capacidad de trabajar, en presencia del comandante del campo y varios oficiales de las SS. En este punto cualquiera que pueda ser incorporado de alguna manera al programa de trabajo es llevado a un campo especial. Los enfermos que tengan curación son llevados al campo médico y se les devuelve la salud con una dieta especial. El principio básico que está detrás de todo es conservar la mano de obra para trabajar. El tipo anterior de “acción de reasentamiento” ha sido rechazado, dado que es demasiado costoso destruir una preciada energía de trabajo continuamente».
Cuando acabó de leer alzó los ojos y buscó la mirada de Meissner.
—Es un informe veraz. Verá, Auschwitz fue pensado, ante todo, como un enorme complejo fabril, una enorme infraestructura económica de producción para el Tercer Reich con mano de obra gratuita que trabajaba a cambio de comida y atención.
—El informe describe después el destino de aquellos sin la suficiente suerte como para ser considerados apropiados para ser mano de obra esclava o enfermos con curación, y da algunos detalles sobre el proceso de exterminio. Resultados de esta «acción de reasentamiento» —eufemismo del asesinato en masa— hasta la fecha: quinientos mil judíos. Capacidad actual de los hornos de la «acción de reasentamiento»: diez mil en 24 horas. La producción de Auschwitz era muerte. Hábleme de los judíos, cuando llegaron.
—¿Es de eso de lo que quiere hablar? Bueno, pues hablemos, no tengo inconveniente. Todo el mundo lo sabe. Los judíos constituían indiscutiblemente el mayor grupo de presos de Auschwitz a partir de 1942. Llegaban en trenes, sí, como las bestias. Los vagones, cuando abrían las puertas y dejaban la carga, hedían de una forma bastante desagradable. Algunos no resistían el viaje y se pudrían entre la paja de los vagones. Algo sucio, pero yo ya había visto de todo en el frente de Rusia como para que mi estómago se alterara. La guerra, señorita, no es otra cosa que una sucesión de atrocidades y suele ganarlas quien se comporta con el contrario de la forma más atroz posible. No hay guerras elegantes, no se hacen las guerras a los acordes del Danubio Azul, por Dios —subraya esta última frase con una elevación del tono de voz.
—Usted hacía la selección.
—¿Qué selección?
—La de los que debían morir y la de los que podían seguir viviendo para morir más tarde. Estaba en el Kommando de bienvenida.
—Sí. Estaba en el comando de selección. Nos guiábamos, únicamente, por criterios de viabilidad. Seleccionábamos a los ancianos, a algunas mujeres no aptas para el trabajo. Integraban el grupo meerschaum.
—¿Qué quiere decir?
—Los meerschaum, espuma de mar, eran los que debían desaparecer sin dejar rastro. Los demás, los natch und nebel, noche y niebla, morían de otra forma.
—Enviaba a una muerte atroz a inocentes que no le habían hecho nada.
—Es difícil de entender desde su perspectiva. El Tercer Reich era un sistema muy planificado, con una filosofía racial, y dentro de ese sistema no tenían cabida los judíos. Mi percepción de ellos era la de un grupo étnico degenerado, al que había que excluir. Tendría que verlos con mis ojos y quizá podría llegar a entenderme: se retorcían de miedo, imploraban como bestezuelas y, lejos de provocar compasión, los odiabas aun más por ese comportamiento indigno de la especie humana. Yo no me inventé la solución final. Fue en agosto de 1941 cuando Heinrich Himmler ordenó a Rudolf Hoess la supresión de judíos en Auschwitz.
—Pero la aplicó sin pestañear.
—Cumplí con mi obligación. Un ejército no funciona con opiniones privadas; si se cuestionan por sistema las órdenes, deja de haber ejército.
—¿Supresión? Me aterra la perversidad del lenguaje, los eufemismos para tapar la monstruosidad. Supresión por exterminio, asesinato masivo.
—No se haga la candorosa, señorita. Ahora se hace lo mismo con el lenguaje. ¿Guerra preventiva? Una invasión. ¿Operaciones encubiertas? Actos ilegales. ¿Armas inteligentes? Armas letales. Cuando a un marine norteamericano le entrevistaba usted ¿qué le decía? ¿Qué estaba matando a inocentes, a niños iraquíes, a ancianos indefensos, a mujeres? No, le decía que estaba haciendo un buen trabajo, y el trabajo era mejor mientras más letal resultara.
—¿Una obligación era asesinar a millones de seres inocentes que no tenían ni una sola opción para defenderse? No eran partisanos con armas en la mano sino civiles inermes.
—Sí, en esos momentos era mi obligación, como meses antes había sido combatir en el frente ruso.
—Enviaba a familias enteras a la muerte. ¿Qué sentía?
—Nada.
—¿No le conmovían? ¿No sentía piedad por toda esa gente a la que se asesinaba?
—Yo era un eslabón de la cadena. No se me permitía pensar, y no quería pensar.
—¿Ni una sola vez se replanteó lo que estaba haciendo?
—Era un soldado, mi joven amiga, y ésa era mi tarea que debía cumplir lo mejor posible.
—Asesinando.
—En las guerras se cometen actos terribles. Es la esencia de la guerra.
—No eran ningún peligro, eran gente pacífica, sin armas, mansos.
—Los judíos representaban el peligro de la disgregación del estado. El que fueran mansos no los exoneraba. Corrompían, con su presencia, la esencia de esa gran Alemania que estábamos construyendo.
—¿Había que matarlos en masa?
—Usted lo ve de una manera, yo de otra. Quizá no logremos entendernos nunca. Hay clases de seres humanos; es una solemne idiotez decir que todos somos iguales. Eso lo decían los bolcheviques y están en el basurero de la historia. Ni usted ni yo somos iguales, a pesar de ser ambos arios. Sería un crimen horrendo matarnos entre nosotros, entre los buenos alemanes, pero los judíos eran un corpúsculo ajeno incrustado en el tejido social de Alemania, y se ideó la fórmula drástica para extirparlo. Ninguna operación quirúrgica se hace sin sangre.
—¿Nunca tuvo compasión?
—En Auschwitz había que dejar la compasión en la entrada.
—¿Disparó alguna vez contra ellos?
—Alguna vez.
—¿Por qué?
—Era terriblemente monótona la vida en el campo.
—Según los informes de las SS, podían ser quemados cuatro mil setecientos cincuenta y seis cadáveres a diario.
—Esa cifra que maneja creo que está desfasada.
—¿Es exagerada?
—No, hubo momentos puntuales en que se triplicó el número de incineraciones.
—Y desde la distancia, pasados los años, ¿no se arrepiente de lo que hizo?
—No sirve de nada el arrepentimiento.
—¿No sueña con los actos atroces que cometió?
—No. Procuro no pensar en ellos.
—Se enviaba a la gente engañada a la muerte, se les envenenaba con gas, se les mataba tras horribles sufrimientos.
—No es cierto. No tiene ni idea. La muerte por gaseamiento era rápida, segundos de agonía, y en nada comparable a otros sistemas de ejecución que Hoess rechazó. El comandante se enfrentó a problemas técnicos de una gran envergadura. Los fusilamientos masivos, que se utilizaron en un primer momento, resultaban costosos y sangrientos porque teníamos que emplear armas de fuego. Los fusilamientos no representaban el medio apropiado por los altos costes de la munición, el ruido de los disparos y el estrés psíquico que producían en los hombres de las SS encargados de llevarlos a cabo. Hoess detestaba la sangre porque no había estado en el frente, era un hombre de retaguardia, un burócrata eficaz. Como consecuencia, las SS decidieron poner en práctica la eliminación por veneno, que era inyectado a los presos, pero seguía siendo una tarea larga y laboriosa. El descubrimiento de las propiedades del Zyklon B, que exterminaba los piojos de la ropa, fue un verdadero bálsamo para todos. Yo odiaba estar en los piquetes de ejecución, créame, no es nada agradable dar el tiro de gracia a alguien que permanece tendido en el suelo desangrándose. En enero de 1942, en Birkenau, en una granja reformada situada dentro del terreno del campo de concentración Auschwitz-Birkenau, se produjo el primer ensayo de un programa que técnicamente era perfecto y que iba a facilitar las cosas. El Zyklon B nos quitó un enorme peso de la cabeza, hizo viable una operación que parecía imposible. Digamos que ese gas letal hizo más dulce la operación diseñada en Berlín el 20 de enero 1942, en la Conferencia de Wannsee, en donde se tomó la decisión drástica contra los asociales.
—En donde estaban Reinhard Heydrich y Adolf Eichmann.
—Sí, así es. Heydrich fue quien diseñó la operación, Eichmann redactó el acta. Se estaba decidiendo la suerte de once millones de judíos.
—Habla de asesinatos masivos, Herr Meissner, como asuntos de logística.
—Técnicamente era muy complejo. Había que eliminar, pero era necesaria una cierta discreción. Hoess se abrazó al Zyklon B.
—En Auschwitz tuvieron lugar espantosos experimentos médicos. Varios de los setenta o más proyectos de investigación médica llevados a cabo por los nazis, entre otoño de 1939 y primavera de 1945, tuvieron lugar en Auschwitz. Estos proyectos incluían experimentos realizados con seres humanos contra su voluntad, y se empleó, al menos, a siete mil personas, basándonos en los documentos existentes y los testimonios personales; sin duda hubo muchos más que fueron utilizados sin que quede ningún documento o testimonio.
—Se consideraban adecuados para el Reich y resultaron positivos en cuanto a la prevención de enfermedades o la erradicación de malformaciones. Tenga en cuenta que esos experimentos se solían hacer con seres enfermos. Unos doscientos médicos alemanes participaron en los experimentos de los campos de concentración, encargándose de las selektionen para la investigación, y le puedo decir que mantuvieron lazos profesionales estrechos con el resto del colectivo médico de la nación, y usaron las universidades e institutos de investigación de Alemania y Austria para su trabajo. No sé si me entiende lo que le quiero decir: que toda Alemania estaba involucrada en el gran proyecto del Führer.
—¿Cuál era la dinámica de esos experimentos?
—El doctor Ernst Robert Grawitz, Oficial Médico Jefe de las SS, recibía todas las peticiones de autorización de un experimento, y pedía dos opiniones antes de presentárselas a Himmler con su recomendación. Grawitz recurría al doctor Karl Gebhardt, el médico personal de Himmler, para una opinión, y a Richard Glücks y Arthur Nebe para la otra. Después le pasaba su informe a Himmler, que tenía un gran interés en los experimentos y con frecuencia intervenía en su desarrollo. No se dejaba nada al azar ni a la improvisación.
—¿Qué tipo de experimentos se llevaban a cabo?
—Los experimentos se llevaron en aras del desarrollo de la ciencia y para llevar a cabo ciertas investigaciones antropológicas. Había tres grandes clases de experimentos. La Luftwaffe realizaba experimentos en Dachau y otros lugares sobre supervivencia y rescate, incluyendo investigaciones sobre los efectos de la gran altitud, las bajas temperaturas y la ingestión de agua de mar. El tratamiento médico era la segunda clase, y tenía que ver con la investigación en el tratamiento de heridas de guerra, ataques con gas, y la formulación de agentes inmunizadores para tratar enfermedades contagiosas y epidemias. Finalmente, había una tercera clase de experimentos raciales, incluyendo la investigación sobre enanos y gemelos, la investigación serológica y el estudio del esqueleto.
—Utilizaban cobayas humanas que luego asesinaban.
—Iban a morir de todas maneras, duraban menos, pero morirían y, mientras tanto, prestaban un servicio a la sociedad.
—He tenido acceso a una serie de informes que demuestran la existencia de un tráfico de cadáveres con fines experimentales, lo que hace suponer que se asesinaba a prisioneros de Auschwitz para suministrar cuerpos: «Berlín, 2 de noviembre de 1942. Secreto. Al Obersturmbannführer de las SS doctor Brandt. Querido Camarada Brandt: Como usted sabe, el Reichsführer de las SS ordenó hace un tiempo que se proporcionara al Hauptsturmführer de las SS profesor doctor Hirt todo lo que necesite para sus investigaciones —ya he informado al Reichsführer de las SS de este asunto—; se necesitan ciento cincuenta esqueletos de prisioneros o judíos, y el campo de concentración de Auschwitz es el que ha de proporcionarlos. Con saludos de camaradería, Heil Hitler, suyo atentamente, Sievers». El segundo documento es un informe realizado por el profesor Hirt: «Respuesta a: suministro de cráneos de comisarios judeobolcheviques para su estudio científico en la Universidad de Estrasburgo». Cito: «Se dispone de amplias colecciones de cráneos de casi todas las razas. Solamente en el caso de los judíos no hay suficientes cráneos disponibles para la ciencia como para que el trabajo con ellos permita llegar a conclusiones seguras. La guerra en el Este nos ofrece ahora la oportunidad de resolver esta deficiencia. Con los comisarios judeobolcheviques, que pertenecen a un repulsivo y característico tipo de subhumano, tenemos la posibilidad de elaborar un documento científico fiable al hacernos con sus cráneos».
—No tengo ningún comentario que hacerle, solo le diré que esos experimentos fueron beneficiosos para la ciencia médica.
—Lo que sigue a continuación —Eva esgrimió los documentos que tenía entre las manos— es el detalle de un procedimiento escalofriante para garantizar la provisión de esa materia prima. El sistema para asegurar esta provisión de cráneos fue ordenar a la Wehrmacht la entrega inmediata a la policía militar a todos los comisarios judeobolcheviques que capturase. La persona encargada de vigilar este material, al parecer un joven médico o estudiante de Medicina que perteneciera a la Wehrmacht, preparó una serie previamente especificada de fotografías y mediciones antropológicas de los sujetos que iban a ser sacrificados. Tras ser asesinados a sangre fría para esa macabra provisión, las cabezas de los judeobolcheviques debían ser cercenadas de tal forma que quedaran intactas y sin heridas, y una vez separadas del tronco tenían que ser enviadas, sumergidas en algún líquido de conservación, en botes bien sellados, fabricados para este fin, a la dirección indicada. Con esta frialdad espeluznante se detalla el macabro procedimiento, relegando a los seres humanos al papel de cobayas.
—Me está hablando de anécdotas irrelevantes, señorita Steiger, y de actividades de las que no tuve ningún conocimiento y, por tanto, no puedo rebatirle.
—Pero que son determinantes para valorar el comportamiento de las SS durante la guerra de exterminio, de sus modos despiadados.
—Su partidismo, señorita Steiger, no casa con su profesión periodística. Odia a los nazis, a Hitler, a aquella Alemania que no pudo ser y hurga en el basurero. Hable también de lo positivo, del nivel económico que consiguió el Tercer Reich.
—¿Qué me dice de los experimentos llevados a cabo por el profesor Cari Clauberg?
—Clauberg era una eminencia reconocida. Llevó a cabo experimentos sobre esterilización, tanto en Auschwitz como en Ravensbrück, inyectando sustancias químicas en vientres durante exámenes ginecológicos normales. También en Estados Unidos se realizaron pruebas pavorosas con la población reclusa para medir la fuerza letal del arma nuclear. Pero ellos no han perdido ninguna guerra, no tienen que dar explicaciones al mundo acerca de Hiroshima o Nagasaki.
—Miles de mujeres judías y gitanas sufrieron ese tratamiento.
—Clauberg trató de responder a la pregunta de Hitler de cuánto tiempo llevaría esterilizar a mil mujeres, y le informó de que, con los métodos que había desarrollado, un equipo formado por un médico y diez asistentes podría hacer el trabajo en un día.
—Pero las inyecciones destruían totalmente las membranas del vientre y dañaban seriamente los ovarios de las víctimas, que eran después extirpados y enviados a Berlín para probar la efectividad del método. Las pacientes morían después de sufrir espantosos dolores.
—Moría la gente en el frente, en las ciudades, en la retaguardia. Le repito: es irrelevante lo que me pregunta.
—¿Qué me puede decir de la doctora Mandel?
—Venía de Ravensbrück, un campo de concentración femenino a noventa kilómetros de Berlín. No sé más de ella salvo que era austríaca y amaba con delirio la música.
—Dirigió el campo de mujeres de Auschwitz. Las prisioneras la llamaban «la bestia». Por su participación en las selecciones para la cámara de gas y los experimentos médicos, y por las torturas que infligió a incontables prisioneros, fue condenada a muerte en 1947 como criminal de guerra. ¿Melómana? Sí, ordenaba a la orquesta que tocara mientras ahorcaban a los sentenciados.
—Me consta que trataba humanamente a sus presas, sobre todo a las que tenían conocimientos musicales.
—¿Cómo puede decir eso si asesinó a quinientas mil mujeres de etnia judía y gitana y a presas políticas?
Günter Meissner suspira y se cubre un instante la cara con las manos.
—Viene aquí extraordinariamente documentada, con un montón de datos que no son contrastables, que son aproximativos. ¿Quién le ha dicho todo esto? ¿Los libros? ¿Ese famoso Internet propagador de mentiras? Yo estuve allí, señorita Steiger, y le puedo decir que solo el diez por ciento de lo que dice se aproxima a la verdad.
—Negar la evidencia es una de sus armas. ¿No es cierto? Sí, por supuesto que vengo documentada, porque es mi obligación, por supuesto que durante meses he estado removiendo archivos de toda clase, de Auschwitz y de todos los campos de exterminio y he recabado información al estado de Israel, al museo del Holocausto, porque es mi obligación.
—Mire, todos, absolutamente todos, estábamos dentro del engranaje. Y la doctora Mandel, le repito, era una de las más condescendientes que pasaron por Auschwitz: creó una orquesta, puso un poco de humanidad en el infierno de la guerra. En marzo de 1942 se estableció en el campo central Auschwitz I la primera sección para mujeres, separándola del campo de hombres por un muro de ladrillos de dos metros de altura. Las primeras presas fueron unas mujeres procedentes de Ravensbrück que llegaron con la doctora, y poco más tarde fue desmantelado y las mujeres fueron trasladadas a Birkenau.
—Para ser exterminadas. ¿Cuántas mujeres fueron asesinadas?
Günter Meissner se revuelve incómodo en su asiento mientras medita la respuesta.
—Serían entre cuatro y siete mil las mujeres sometidas a tratamiento, casi todas ellas enfermas terminales, por lo que se trató de un acto de eutanasia masiva, de ahorrarles sufrimientos innecesarios y economizar gastos, pues de todas maneras iban a morir. El primer campo de mujeres en Birkenau pronto se quedó pequeño, de forma que tuvo que ser ampliado aprovechando una parte de las instalaciones que hasta aquel momento habían sido destinadas a los hombres. En 1944 fue de nuevo ampliado con otras partes del campo de hombres. Tuvimos un problema organizativo que resolvimos de la mejor forma posible. En Birkenau solo se encontraban internadas unas pocas presas políticas alemanas, de forma que el campo disponía de muy pocas funcionarías, por lo que tuvimos que recurrir a las prostitutas alemanas y a unas pocas judías eslovacas que disfrutaban de un estatus especial pese a ser untermenschen.
—¿Untermenschen?
—Seres humanos inferiores.
—Y llegamos al doctor Mengele que promovió experimentos médicos con prisioneros, especialmente con enanos y gemelos. Se dice que supervisó una operación en la que dos niños gitanos fueron cosidos el uno al otro para crear gemelos siameses; las manos de los niños sufrieron graves infecciones en los puntos en los que unieron las venas, se gangrenaron. La única evidencia directa de estos experimentos proviene de un grupo de supervivientes y de un médico judío, Miklos Nyiszli, que trabajó con Mengele como patólogo. Mengele sometía a sus víctimas —gemelos y enanos a partir de dos años de edad— a exámenes clínicos, pruebas sanguíneas, rayos X y mediciones antropológicas. En el caso de los gemelos, hacía perfiles de cada gemelo para compararlos. También inyectaba a sus víctimas diversas sustancias, y echaba productos químicos en sus ojos, intentando cambiar el color de estos.
—La intención de Mengele era establecer las causas genéticas del nacimiento de gemelos para facilitar la formulación de un programa que doblara la tasa de nacimiento de la raza aria. Todos sus trabajos iban destinados al mejoramiento racial. Los experimentos que llevó a cabo el doctor hubieran sido de una importancia crucial si aquella guerra se hubiera ganado porque habría multiplicado el número de arios en Europa. Mengele se adelantó a su época. ¿Acaso no se quieren clonar ahora seres humanos para evitar que sufran malformaciones?
—Él mismo les mataba inyectándoles cloroformo en el corazón para después realizar exámenes patológicos comparativos de sus órganos internos. Los experimentos con gemelos afectaron a ciento ochenta personas, tanto adultos como niños.
—Pero olvida que su monstruo Mengele también realizó un gran número de experimentos en el campo de las enfermedades contagiosas, fiebres tifoideas y tuberculosis, para averiguar cómo los hombres de distintas razas podían enfrentarse a estas enfermedades, para salvar vidas humanas y mejorar las existentes. Como siempre, su visión, señorita, es sesgada.
—Utilizando a gemelos gitanos para este fin. Los experimentos de Mengele supeditaban la investigación científica a los fines racistas e ideológicos del régimen nazi. No le interesaba el hombre en sí sino el hombre ario. Sus experimentos médicos conllevaban el asesinato de sus pacientes.
—Mengele murió en Paraguay. ¿Qué importa ya? Einstein inventó la bomba atómica y todo el mundo le adora. Claro, porque era judío. ¿Para qué remover todas estas historias?
—Para fundamentar la naturaleza criminal del régimen nazi. Señor Meissner, ¿qué pasó con el tren de los niños?
—Mi querida amiga, la veo especialmente interesada en las anécdotas morbosas. ¿De qué niños me habla?
—Llegó un tren a Auschwitz con cuatro mil quinientos niños y sus madres.
Guardó silencio unos momentos mientras suspiraba. Luego se revolvió con cierta incomodidad en su asiento, cuando contestó.
—Sí, lo recuerdo. Venían de Cracovia.
—¿Qué fue de ellos?
—Fueron apilados en camiones.
—¿Para qué?
—Para ser llevados a las cámaras de gas.
—¿Lloraban? ¿Gritaban?
El rostro desencajado de la periodista contrastaba frente al rostro inmutable del entrevistado. Günter Meissner voló al pasado, a una gélida noche, a ese transporte fantasmal entrando en la estación de Auschwitz entre nubes de humo, abriendo las puertas y vaciando el cargamento humano ruidoso, implorante. Madres congeladas que apretaban sus retoños entre sus brazos, que protegían entre sus miserables trapos a infantes que ya eran cadáveres. Le molestaba esa turba, y le molestaba que hubiera llegado a esa hora intempestiva, que le hubieran sacado de la cama. Se paseaba entre los niños y sus madres con la fusta entre las manos. Gritaba a derecha e izquierda y los guardianes de las SS descargaban golpes terribles de culata sobre los cráneos de algunas madres. Ya nadie gritaba. Ya reinaba un silencio sepulcral que acrecentaba el rugido incesante del horno crematorio cercano, ese mugido de bestia insaciable que devoraba todo lo que le echaban. Y dio la orden de separar a las madres de los niños y de que éstos fueran amontonados como simples mercancías en la cabina de carga de los camiones que esperaban transportarlos a las cámaras de gas. Los cogieron como carne, los estrujaron entre las manos, los golpearon contra la carrocería del camión, los lanzaron agonizantes como fardos a su interior y abrieron fuego contra las madres que se rebelaron por no compartir el destino de sus vástagos. Empezó a hablar y su voz era neutra, su mirada muy fría.
—Sí, se quejaban, protestaban. Trataban de escaparse algunos y había que correr detrás de ellos.
—¿Qué edades tenían?
—Siete, doce años.
—Como sus nietos.
—No confunda las cosas. Eran judíos. Sí, niños, pero crecerían y serían judíos. Eran la mala simiente. Eso es lo que creíamos entonces, quizá estábamos equivocados, pero toda Alemania lo estaba, toda Alemania sabía qué se estaba haciendo con los judíos, no seamos hipócritas, y miraban hacia el otro lado. ¿Cree que la gente no sabía lo de los hornos crematorios? Aquellas columnas apestosas de humo eran vistas por todos, hasta por los aliados que nunca bombardearon el campo a pesar de conocer exactamente su ubicación. No merecíamos su atención, nos dejaron acabar nuestro trabajo. ¿Qué hacía el vecino cuando la Gestapo deportaba a una familia judía y ya no se volvía a saber más de ella? ¿Protestaba? No, claro que no, se quedaba con su casa.
—¿Qué hacían con los niños de ese tren de Cracovia?
—Los atrapábamos y los arrojábamos a los camiones.
—Como ovejas.
—Sí, no eran niños para nosotros en aquellos momentos, no los veíamos así.
—Muchos morían por los golpes.
—Cierto. Los cogíamos por las piernas y los lanzábamos al interior del camión. Algunos morían del golpe, con el cráneo fracturado. Pero hubieran muerto después en la cámara de gas.
—¿Se da cuenta señor Meissner, de que está hablando de niños? ¿Se da cuenta de que fue un asesino de niños?
—En Auschwitz, mi querida señorita, no éramos muy respetuosos con los derechos humanos. Ese concepto vino después.
—¿Y no siente nada?
—Nada. ¿Qué quiere que le diga? ¿Que no puedo dormir por las noches? ¿Que no puedo conciliar el sueño? ¿Que he intentado suicidarme? Pues no, mi buena amiga. Nada. No me conduciría a ninguna parte expresar arrepentimiento de algo que hice. Investiguen con la misma lupa lo que hizo Stalin en su Gulag, o los crímenes execrables de Estados Unidos en Vietnam. ¿Por qué siempre hemos de ser nosotros los villanos de la función?
—¿Considera que obró correctamente?
—Hice lo que tenía que hacer, cumplí con mi deber.
—¿Es consciente de que muchas de sus víctimas que han sobrevivido viven en un infierno permanente a causa de sus secuelas mientras usted disfruta de una vida holgada, tiene dinero, posesiones, familia, etc.? ¿Es eso justo? Ni usted ni los siete mil miembros de las SS al cuidado de los campos de exterminio fueron juzgados como criminales de guerra. ¿Por qué?
—Solo éramos culpables de obedecer. Yo creía que obraba correctamente. En tiempos de guerra se hacen cosas que serían impensables en tiempos de paz. Y el dolor es extensivo a todos los bandos. ¿Sabe cuántos familiares míos fueron asesinados por los rusos? Más de treinta entre tíos, primos, sobrinos, y no en el campo de batalla precisamente, sino en la retaguardia, violadas antes si eran mujeres. ¿Acaso eso no es horrible, no es un crimen? Se tiende a magnificar el sufrimiento de ingleses, norteamericanos, rusos, polacos, y a minimizar el de los alemanes. ¿No perdimos hijos, acaso? ¿No mataron a nuestras madres, violaron a nuestras hermanas? Los franceses, los ingleses, los norteamericanos pueden enorgullecerse de sus muertos, de que lo hicieron por una causa justa, y ahí están sus cementerios militares para honrarlos, sus miles de cruces blancas bañadas por el aire salobre de Normandía, honrados por los presidentes de turno de las potencias aliadas. ¿Qué ocurre con los caídos alemanes? ¿No lucharon por Alemania, por defender su tierra cuando era atacada por los dos flancos? Pero somos demonios, vampiros sangrientos, monstruos, los malvados sin entrañas y sin escrúpulos de todas las películas en una visión de la historia en que solo hay dos colores, el blanco o el negro, pero se olvidan del gris, de los matices. Hay que pasar página, dejar a un lado las lamentaciones y actuar en positivo para que una situación así no se repita —hizo una pausa y comprobó el efecto de sus palabras en su interlocutora—. Me vanaglorio, me enorgullezco, de mi actuación en el frente del Este, no de lo que sucedió luego. Pero sucedió y se hizo aquello de una forma organizada, sin fallos, con esa mentalidad alemana que busca el perfeccionismo. Actuaba sin replantearme nada. Había un trabajo que hacer y había que hacerlo rápido, lo mejor posible.
—¿Es justo que usted sea feliz con la cantidad de desgracia que ha causado?
—Me lo he ganado todo con mi esfuerzo. Soy un luchador nato, renazco desde la derrota.
—¿Por qué no le condenaron?
—Porque cumplí con mi deber.
—Le cito algunas de las cifras monstruosas que se esgrimieron en el proceso de Nuremberg contra su jefe Hoess, que en 1923 ya estuvo implicado en un asesinato y fue condenado a cadena perpetua, quedando libre como resultado de una amnistía general en 1928. Las debe de conocer, pero yo se las recuerdo —abrió una carpeta de plástico duro, negra, extrajo un papel mecanografiado, se dispuso a leer ante la mirada de indiferencia de su entrevistado—. «El proceso de Nuremberg condenó a muerte en la horca a su comandante Rudolf Hoess, acusándole de la muerte de: a) alrededor de trescientas mil personas encerradas en el campo en calidad de prisioneros inscritos en el registro del campo; b) alrededor de cuatro millones de personas, principalmente judíos, que fueron llevados al campo en furgones procedentes de diversos países, con el objeto de ser directamente exterminados y que, por esta razón, no figuraron en el registro; c) alrededor de doce mil prisioneros de guerra soviéticos, encerrados en el campo de concentración contraviniendo las prescripciones del derecho internacional sobre el régimen de los prisioneros de guerra; por asfixia en las cámaras de gas habilitadas en el campo, por fusilamiento y, en casos particulares por ahorcamiento, por inyecciones mortales de fenol o a causa de experiencias médicas que provocaban la muerte, por la privación sistemática y gradual de alimentos, por la creación en el campo de condiciones de vida especiales que ocasionaban una mortandad general, por el trabajo excesivo impuesto a los prisioneros y por la manera bestial de tratarlos, causando la muerte instantánea o graves lesiones corporales. El tribunal de Nuremberg le acusó también de crueldad física y moral contra sus prisioneros y del saqueo de sus bienes. Durante su juicio el acusado describió, con el nulo apasionamiento de un robot, cómo gradualmente había aumentado el número de ejecuciones, empezando con unos pocos centenares al día para después, cuando los métodos se habían perfeccionado, subir a mil doscientos. A mediados de 1942, las instalaciones habían alcanzado la capacidad suficiente como para eliminar a mil quinientas personas en un ciclo de veinticuatro horas con los hornos más pequeños, y hasta dos mil quinientas con los mayores. Hacia 1943 se logró un nuevo pico diario de doce mil. Según todas las fuentes, en Auschwitz murieron cerca de cuatro millones y medio de personas, en su mayoría gaseadas o quemadas, como se ha dicho, pero también fusiladas, unas veinte mil, ahorcadas y en accidentes provocados. Unas trescientas mil murieron de enfermedad, agotamiento y desnutrición». Su jefe Hoess dijo antes de ser ejecutado: «Por voluntad del Reichsführer de la SS, Auschwitz se convirtió en la mayor instalación de exterminio de seres humanos de todos los tiempos. Que fuera necesario o no ese exterminio en masa de los judíos, a mí no me correspondía ponerlo en tela de juicio, quedaba fuera de mis atribuciones». Y a continuación: «Si el mismísimo Führer había ordenado la solución final del problema judío, no correspondía a un nacionalsocialista de toda la vida como yo, y mucho menos a un comandante de las SS, ponerlo en duda». ¿Hace suyas sus palabras?
—Hoess era un buen nacionalsocialista, un buen patriota que actuó dentro de la ley y cumplió como soldado, sin cuestionarse la idoneidad de lo que hacía, las órdenes.
—Fue ejecutado y colgado como criminal de guerra.
—Es lo que lleva perder las guerras: unos tienen que dar cuenta de sus actos mientras otros se vanaglorian de ellos. Pero con respecto a todas esas cifras que me ha dicho antes, esa estadística que esgrime, le voy a decir que creo que esos datos que usted maneja son falsos. No niego masacres, actos inhumanos y un excesivo celo por parte nuestra con respecto a los prisioneros, pero estábamos en guerra y los parámetros que rigen la sociedad en tiempos de paz no sirven. Los juicios de Nuremberg fueron terriblemente parciales, como usted reconocerá, fue un juicio de los vencedores hacia los vencidos, se nos observó con lupa, se nos castigó, pero se pasaron por alto las muchas atrocidades cometidas por los aliados, el bombardeo de Dresde, por ejemplo, las violaciones masivas de alemanas por parte del Ejército Rojo de Stalin, las atrocidades norteamericanas de Hiroshima y Nagasaki. No me sirven de mucho los datos parciales y sesgados que usted maneja.
—¿Volvería a actuar del mismo modo?
—Sin duda, si las circunstancias fueran las mismas. Mire la naturaleza. ¿Alguien siente piedad cuando un león descuartiza a un ñu? Nacimos en un mundo cruel y había que luchar para sobrevivir y para que los nuestros vivieran en el mejor de los mundos posibles. ¿Que esto tuvo un coste para otros pueblos? No lo niego, pero había que decidir entre ellos y nosotros, fríamente, y optamos, como patriotas, por nosotros. Y la vida, querida e ingenua amiga, siempre tiene el mismo guión. ¿Qué hacen hoy los norteamericanos en Irak? Matan y torturan por cuestiones geoestratégicas, por controlar los mayores recursos del planeta, y lo hacen porque son fuertes, porque la fuerza es mucho más poderosa que la razón, la fuerza es ciega mientras la razón es cobarde.
—¿No se arrepiente de nada? ¿No hay nada que no hubiera cambiado?
—Sí, me arrepiento de no haber dedicado más tiempo a mi familia, y haber perdido esa guerra.
—Bien. Muchas gracias, señor Meissner por su testimonio.
—Gracias a ustedes. Espero haber puesto un poco de luz en algo sobre una época sobre la que se han dicho toda clase de barbaridades sesgadas y ha primado la pasión sobre la razón.
—¿No era usted el mayor bárbaro?
—Era simplemente un patriota que amaba a Alemania, querida Eva. ¿He de purgar pena por eso?
—Conductas como la suya hacen que gente como yo y todo buen nacido se avergüence de ser alemán, de que nos estremezcamos de horror cuando un extranjero nos pregunta sobre el Holocausto.