Tras vanos intentos —se notaba que ella estaba ausente, hubiera sido como hacer el amor a una estatua, y en el amor se exige un cierto entusiasmo por parte de la pareja, porque es un juego de placeres compartidos, y si no, para eso está el onanismo que es amarse a uno mismo—, Pete desistió y se tumbó al lado de Eva.
—Hoy no es mi día. Ya lo veo —protestó mientras buscaba debajo de las sábanas el slip oscuro y metía las piernas de nuevo en él.
—Oh, Pete. Lo siento. De veras, lo siento. No me odies.
—No, si te comprendo. Hay días que se tienen ganas, y días que no.
Se volvió hacia él y le tocó con los dedos la mejilla.
—Si vas a estar muy malhumorado toda la noche, puedes hacerlo. Cierro los ojos y dejo que me hagas lo que quieras.
—No me voy a morir por abstenerme, Eva. Gracias. Eres muy amable, pero no voy a aprovecharme de tu invitación.
—Eso me dijo él. Que era amable, hermosa y fuerte, prototipo de la mujer alemana. Me estremezco al pensarlo.
—Creo que exageras, Eva —Pete, sentado en la cama, se disponía a levantarse; alargó el brazo para rescatar el pantalón y, con él puesto y anudado a la cintura, recorrió la habitación en busca de su camisa.
—Tenías que haberlo visto. Bueno, lo verás si no se corta. Veremos lo que dice el jefe de producción. Temo sus tijeras y que al final quede como algo light, y odio todo lo light en televisión.
—No sé por qué te extrañas, cariño. El país está lleno de gente como ese Günter Meissner: adorables monstruos. Es un estereotipo que siempre se repite. Los asesinos en serie tienen un aspecto inofensivo, alguien a quien invitarías a cenar y con el que departirías durante la sobremesa. ¿Qué es lo que dicen sus vecinos cuando los entrevistan? Parecía una bellísima persona. Sí, claro, pero descuartizaba y se comía a sus víctimas. Esa gente suelen ser grandes seductores.
—Meissner, Günter Meissner.
—Es un enfermo. Un paranoico.
—No, Pete, no lo es, y eso es lo más espantoso. Es un señor educado, elegante, juicioso, bien situado, con una familia maravillosa que le adora, un negocio familiar que le funciona, es inmensamente rico y es feliz a pesar de todo, lo que puede provocar indignación. Y además cosecha un vino extraordinario del que me ha prometido enviarme una caja de su mejor añada.
—Bueno, pues estupendo. ¿No te habrás enamorado de un octogenario?
—No sé cómo puedes frivolizar con esos asuntos.
—La culpa fue mía al enamorarme de una periodista de informativos. Creía que cuando te sacaron de la guerra de Irak ya estabas fuera de peligro. Pero no, tú vas de un asunto espinoso a otro más.
—No, Pete. Günter Meissner no supone ahora ningún peligro, es un hombre encantador. Lo espantoso es su pasado, del que no renuncia. Pero yo tengo la teoría de que en un cuerpo viven, a lo largo de la vida, varias personas y se suceden una serie de vidas encadenadas.
—Me aturdes con esa teoría. ¿Qué demonios quieres decir?
—Muy fácil. Tú ya no eres el niño de cinco años, esa persona murió cuando pasaste a ser adolescente, y ese adolescente que fuiste murió al acceder a la madurez, y este hombre joven y que me atrae en estos momentos, que aguanta mis neuras con paciencia, lo que quizá sea una señal inequívoca de que me quiere, será un maduro al que no reconozca, quizá, un anciano que poco tendrá que ver, salvo que hereda recuerdos, con aquel niño del principio. Vivimos muchas vidas a lo largo de nuestra existencia y hasta el cuerpo es distinto en cada uno de esos períodos. No sé hasta qué punto se le pueden pedir responsabilidades éticas al octogenario Herr Meissner en el año 2005 de lo que hizo el joven teniente Meissner en la década de los años cuarenta.
—Te entiendo. Yo adoro a la joven y guapa Eva Steiger. No me he planteado qué es lo que haré con la anciana y gruñona Frau Steiger que se desplazará con muletas por un frío piso con pañales a causa de su incontinencia urinaria.
—¡Idiota! Me dijo incluso, al despedirme, que él y su esposa estarían muy contentos de que fuera un fin de semana a su casa, que tienen una finca de caza.
—No caces con ellos —se abotonaba la camisa ante el espejo y la metía luego por debajo del pantalón cerrándose, a continuación, el cinto—. Podrían tomarte por su pieza. ¿No tenían ninguna cabeza humana junto a la de un ciervo o un jabalí?
—Una espera, cuando tropieza con esa clase de personas, tener ante sí un deleznable y repugnante criminal y no a alguien simpático y amable que te ofrece una copa de buen vino. No cuadran las cosas. Llevo días pensando en ello y por mucho que me esfuerzo no consigo explicarme qué maléfico mecanismo convierte a un ser humano como nosotros en un monstruo.
—Nació monstruo.
—No, Pete. Le hicieron monstruo. Seguro que tuvo una infancia terrible, que su padre le maltrataba…
—Eso son tópicos, Evita. Mi padre bebía más de la cuenta y no era muy agradable con nosotros. Yo no reproduzco sus hábitos, todo lo contrario, me alejo de ellos. No sé, hay varias teorías acerca de eso. El germen del crimen lo lleva uno desde el nacimiento, como el de la belleza, la sensibilidad, la bondad. No tiene entonces mérito en ser lo que se es. Estamos predeterminados fatalmente. Pero hay otra teoría más inquietante: todo individuo lleva dentro de sí el germen de la maldad y solo necesita la tierra de cultivo necesaria para que aflore. Nuestros antepasados encontraron el campo abonado del Tercer Reich. La maldad es natural. El hombre reprime, mediante la educación, una serie de respuestas violentas desde que nace. Si alguien te insulta, le pegas; si alguien te pisa, le estampas una buena patada. A un tipo cuya geta te desagrada, de buena gana le tirarías un tiesto en la cabeza cuando pasa por debajo de tu ventana. A los vecinos que te incordian con el tocadiscos pues vas, llamas, entras, lo coges y lo destrozas. Pero nos han enseñado que todo eso no es bueno, no es práctico hacerlo, no hay que dejarse llevar por los impulsos naturales que suelen ser bastante pérfidos. Los niños matan a los pájaros, y si un niño no actúa de esa forma es que hasta lo miran mal, como un bicho raro. Pues los nazis, mi querida Eva, autorizaron la expresión más violenta de esos oscuros deseos que anidan en lo más profundo del ser humano pero que reprimimos por educación, porque está mal visto, porque ya hay unas leyes que regulan todos estos supuestos. Llegan los nazis y dicen que todo está permitido contra los judíos, desde quemar sus tiendas, insultarlos, apalearlos, quedarse con sus viviendas y echarlos de las ciudades. ¿Qué hace la gente? Se suma alborozadamente a esa forma de dar escape a sus pasiones más bajas y primarias que, encima, están bendecidas por el nuevo orden social. Creo que podría escribir un libro sobre todo esto.
—Yo jamás hubiera sido nazi.
—Eso no lo podrás saber nunca. Yo no soy tan categórico. Algunos turcos, con los que me cruzo, me caen bastante mal y yo creo que a ellos les produzco el mismo efecto. Estos turcos están en Alemania, tienen pasaporte alemán, pero cantan, comen, bailan, se casan como turcos y viven entre turcos. ¿Quién te dice que no acabarán siendo los nuevos judíos?
—¿Hay que matarlos, Pete, porque no te guste cómo cocinan?
—No, pero les pediría un poco más de respeto por la cultura alemana, que hagan un esfuerzo de integración como nosotros haríamos si fuéramos a vivir a Estambul.
—Me sales racista, Pete. Pete es del NPD —chilla Eva desde la cama apuntando a su novio con el índice de su diestra.
—¿Follarías con un turco? ¿Te meterías en la cama con un tipo que, después de hacerte el amor, te despreciara por haberte entregado tan fácilmente a él y te llamara puta? Son ellos los intransigentes.
—Me estás dando dolor de cabeza, Pete —se queja Eva sepultando su cabeza debajo de la almohada para no oírle—. Anda, dame una aspirina.
—¿Te vas a quedar en la cama? Te invito a cenar y seguimos esta apasionante conversación en un restaurante. Podemos ir, incluso, a un restaurante turco.
Eva se sentó en la cama y pidió a Pete que le pasara el sujetador y las bragas. Luego se cerró la falda a la cintura y metió la cabeza por un grueso jersey de lana negra que la despeinó.
—Me gusta tu pelo así, salvaje —bromeó Pete, hundiendo sus manos en su cabellera y dándole un mayor aspecto de abandono.
—Ese hombre, Günter Meissner, forma parte del tejido empresarial de este país, es un miembro destacado. Hizo lo que hizo, pero no le afecta. Hay más arrepentimiento en un violador, en un asesino que esté purgando su culpa en una cárcel, que en él. Y eso me fascina: el que no sienta nada. Él cree que esa forma de ser insensible le hace superior.
—Deja a ese Günter en paz. Dedícate a montar la entrevista y entregarla. A lo mejor te dan el Pulitzer por ella.
—Solo hay algo que no entiendo. Bueno, no entiendo nada. Pero hay algo que no deja de darme vueltas a la cabeza, una y otra vez.
—Eva —Pete la cogió por los hombros y la zarandeó suavemente— te he dicho que lo dejes. Te invitó a un goulash en un restaurante húngaro. Cambiamos el turco por la papikra de Budapest.
—¿Por qué habló? No me lo explico. Podía haber callado, no haber respondido, pero habló. ¿Por qué? Admitió cosas espantosas, Pete. Tú no lo has oído, pero yo sí. Una cosa es saberlo, haberlo leído, pero muy distinto es escucharlo por boca de uno de ellos. Me dejó en estado de shock profundo. Había pasado una semana y tenía ganas de vomitar recordando algunas de sus respuestas. Y fui muy dura con él, no creas. En realidad no estoy muy segura de que me envíe esa caja de botellas de su mejor añada.
—En fin. Creo que no hay más remedio que este para cerrarte la boca.
Pete la ciñó por la cintura y la besó en los labios. No la dejó hasta mucho más tarde.
—¿Has olvidado a Günter Meissner? No quiero oír hablar de ese tipo hasta los postres. ¿Has oído, mi pequeña Eva?