Dos hombres, a quienes Herr Meissner solo saludó de lejos, encendieron dos focos situados en los extremos del salón y la luz convergió sobre su rostro. Entró en acción la maquilladora, una mujer madura, menuda y enérgica, que le rogó que cerrara los ojos mientras extendía por frente, nariz y mejillas polvo suficiente para que la piel no brillara. Adolf Koesler, el cámara con aspecto de vikingo que se encargaría de obtener los primeros planos de su rostro, se acercó a medir la luz e hizo un gesto de satisfacción profesional. Bergen Szavo se encargaría de los planos generales y medios y se entretenía, mientras tanto, en grabar detalles del salón, como las desmesuradas arañas de cristal, los dibujos de la alfombra persa o la luz que entraba por el amplio ventanal.
—Ya está —dijo la maquilladora, después de extender el polvo con el algodón por la cara de Herr Meissner.
—¿Cómo se encuentra? —le preguntó, amablemente, la periodista que le iba a hacer la entrevista.
—Pues un poco tenso después de toda esta parafernalia. Me siento actor ante una primera representación. Seguro que mi esposa, que fue actriz en tiempos de la UFA, estaría mucho más tranquila que yo en estos momentos.
—¿Su esposa era actriz?
—Sí, pero dejó la interpretación para dedicarse a sus hijos. Somos una familia tradicional.
—Bueno —Eva Steiger situó el magnetófono encima de una pequeña mesa de caoba, a pocos centímetros de donde estaba sentado Herr Meissner—. Creo que nuestro director de programas ya le dijo de qué iba a ir la entrevista. Y también yo le hablé de ello.
—Me informó de forma genérica. Pero sí, me insinuó que había que revivir el pasado doloroso de Alemania, el de una época oscura sobre la que pocos de los que intervinieron de una forma más o menos directa, están dispuestos a hablar.
—Exacto. Estamos haciendo este programa entre los supervivientes de la última gran guerra, para que no se olvide lo que pasó y nosotros, la gente de mi generación precisamente, que habla de oídas, reciba directamente sus testimonios.
—Me parece perfecto. No debe olvidarse nunca ese momento histórico y creo que habría que analizarlo en profundidad, omitiendo apasionamientos. Este tipo de análisis es ahora precisamente cuando se pueden hacer, con la perspectiva de los años transcurridos.
—Y su caso, Herr Meissner, es un caso paradigmático, por cuanto es usted un triunfador desde el punto de vista social —empresario de éxito, dueño de una de las más importantes industrias del acero con un gran volumen de exportaciones—, un ejemplo de esa Alemania que nació de sus cenizas, sin complejos de ningún tipo, que no reniega de su pasado como sí hacen otros que prefieren olvidar el papel que jugaron, las responsabilidades que tuvieron.
—Perdone la pregunta de un lego en la materia. ¿Es esto la entrevista?
—No, todavía no he pulsado el botón de grabación, señor Meissner. Las cámaras obtienen planos generales pero no estamos grabando sonido.
Dos niños hicieron irrupción en la sala, gritando alocadamente, y se detuvieron estupefactos cuando vieron a su abuelo rodeado de semejantes aparatos de filmación e iluminado por unos focos que a ellos los deslumbraban y les hacían cerrar los ojos.
—¿Qué es eso, abuelo?
Adler, el de diez años, era el más arrojado de los dos. Era alto, delgado, llevaba el cabello muy corto y lucía un típico traje bávaro de peto y pantalón corto color pardo. Clavó los ojos en la periodista y, acercándose a su abuelo, le preguntó:
—¿Qué hace aquí esta chica?
—Perdonen la interrupción —se excusó Herr Meissner cogiendo al muchacho en brazos y sentándole sobre las rodillas mientras Vilhelm, que tenía una ligera deformidad física, el pecho hundido, la espalda sobresaliente, nada grave que no pudiera enmendarse con gimnasia y natación diaria, y una leve cojera que se hacía más evidente al correr, miraba a ambos—. Esta señorita es periodista y va a preguntar a tu abuelo sobre cosas de la guerra.
—¡Qué bien! ¿Podemos quedarnos?
—Me temo que no. Ésta es una reunión entre adultos y será muy aburrida. Id con la abuela. Los dos. Vamos. Idos.
—¡Pero nos gustaría verte, abuelo! —protestó Adler.
—Lo podrás ver —acudió Eva, para solventar la situación— dentro de diez días, en la televisión, y podrás sentirte entonces orgulloso de lo que dice tu abuelo. Pero ahora sé obediente y hazle caso, coge a tu hermano y ve con la abuela.
—¡Muy bien! Nos vamos. Hasta ahora.
Se marcharon corriendo por la puerta del fondo. Estuvieron a punto de tirar al suelo y hacer añicos una hermosa escultura de alabastro que representaba a una dama que se cobijaba de la lluvia bajo un paraguas mientras se recogía con la mano libre la punta del vestido, para no mojárselo.
—Tiene usted unos nietos obedientes —reconoció la periodista.
—Han salido a su abuelo. Sobre todo Adler, el mayor. Son muchachos disciplinados.
—¿Y el otro? ¿Por qué no habla?
Por primera vez apareció una expresión de dureza en el rostro amable del señor Meissner; duró unos segundos, luego se relajó para responder.
—Nació con una serie de malformaciones, pero esperamos recuperarle. Va a una escuela especial y estoy seguro de que dentro de tres años será un chico perfectamente normal como lo es su hermano.
—Perdone —se excusó la entrevistadora de ZDF— no se lo habría preguntado si lo hubiera sabido.
—La creo, señorita Steiger. Es usted muy educada. Es usted, si me lo permite, el prototipo de una buena alemana: fuerte, hermosa y decidida. Y el que entienda de vinos —la amplia sonrisa de Herr Meissner evidenció la calidad de sus prótesis dentales— la acerca a la perfección.
—Me hace ruborizar, señor Meissner. En fin. Cuando quiera, empezamos.
—Me someto gustoso a su interrogatorio. Sé que este tipo de entrevistas es, al fin y al cabo, una especie de cuestionario policial. Hablaré libremente, pese a la tortura.
Y Eva Steiger pulsó el botón de grabación del magnetófono.