—Pueden escoger el lugar que más les apetezca para la grabación —dijo Herr Meissner tras estrechar amablemente la mano de la periodista Eva Steiger, y de los cámaras Adolf Koesler y Bergen Szavo.
Saludó a distancia —pues se dio cuenta de que no podía atender a todos, estar con cada uno de ellos exquisitamente amable— a la maquilladora, a los técnicos de sonido, a todo el inmenso equipo de grabación que se ponía en marcha detrás de cada evento, por pequeño que fuera.
—¿Podemos subir al piso de arriba?
—Por supuesto —contestó Herr Meissner a la señorita Steiger—. Disponen de toda la casa. Confío en su profesionalidad. Se pueden mover con total libertad. La escalera está al fondo. Lo único que les ruego es que no entren en las habitaciones en donde está mi esposa. Si ven unos niños alborotadores por allí, son mis nietos.
La señorita Eva Steiger se volvió a los dos cámaras y les dijo:
—Investigad qué posibilidades hay de grabar arriba. Adolf Koesler, treinta años, grueso, pelo largo, barba de vikingo y aspecto desaliñado, es decir, de artista, y Bergen Szavo, hijo de húngaros, bajo, delgado, ojeroso, con el pelo muy corto y un aro vistoso perforando su oreja derecha, subieron a zancadas y sin ruido —ambos llevaban zapatillas deportivas Nike— las escaleras de doble tramo, después de dejar las pesadas cámaras de vídeo digital en el suelo del vestíbulo, en equilibrio sobre los trípodes.
—Pero, señorita Steiger, de todas maneras yo creo que el lugar idóneo para celebrar la entrevista es el salón. ¿Me acompaña? Quiero que lo vea.
Siguió al amable anfitrión. Eva Steiger se había documentado durante los quince días anteriores al encuentro, sobre la personalidad de Günter Meissner. Había muchos Günter Meissner en el país, pero quizá ninguno había llegado a escalar tan alto después de estar en el bando de los perdedores y sin hacer ostensibles actos de contrición sobre su pasado, lo que era todo un desafío. No militaba en el NPD, pero tenía algunos de sus mejores amigos en la cúpula del partido, lo que veladamente le hacía simpatizante del nacionalsocialismo, pero no tenía constancia de que asistiera a esas concentraciones nostálgicas de los antiguos miembros de las SS en donde la cerveza corría a raudales, se desempolvaban los elegantes uniformes grises y se cantaban viejas canciones de camaradería. El magnate del acero, junto a los Krupp, Thyssen, Schindler, Lazlo y algunos otros, representaban el poderío industrial alemán, que había sobrevivido a la derrota y había renacido de las cenizas. Manejaba el empresario desde esa lujosa finca próxima a Múnich, a la que se llegaba por una carretera particular y después de atravesar un hermoso y tupido bosque de cedros, un imperio de siete fábricas con sus fundiciones enclavadas en los cuatro puntos cardinales, hasta en la antigua Alemania del Este, y extendía sus tentáculos financieros fuera del país, por otros lugares de Europa en vías de desarrollo, como Rumania, y captando clientes dentro del mundo árabe, los únicos capaces de pagarse manufacturas caprichosas y únicas con los ingentes beneficios del petróleo. Era un marido ejemplar, no se le conocía ningún tipo de escándalos sexuales, buen padre y mejor abuelo, y allí estaban, certificándolo por toda la casa, sus fotos con los nietos cuando eran recién nacidos, sus fotos con ellos cuando empezaban a andar, paseando por los bosques de la Selva Negra o navegando en un barco de vela por el Rin. Un personaje ejemplar cuyo interés periodístico, al margen de sus éxitos empresariales, residía en que hizo la guerra, la perdió y siempre se negó a hacerse cómplice del revisionismo hasta el punto de que no le avergonzaba decir que apoyaba al vecino Haider de Austria. Y de eso iba ese programa que pretendía entrevistar, en la Alemania del siglo XXI, a los supervivientes de la última gran contienda, para revelar lo que hacían en la actualidad, cómo habían encauzado sus vidas después de ese enorme desastre que dejó enfangado de sangre los campos de media Europa, y mostrarlo a los ojos de las nuevas generaciones.
—¿Qué le parece el salón?
Era difícil no asombrarse. La magnitud del salón definía al personaje. El fuego ardía en una chimenea de mármol de Carrara y las cortinas abrazaban un amplio ventanal que mostraba el precioso jardín con cerezos cuidadosamente podados por jardineros parisinos. Allí había luz, a pesar de que el día estaba gris y caía una fina y fría lluvia a punto de empezar a cristalizar en copos de nieve.
—Es perfecto —afirmó Eva Steiger después de deambular con gesto de admiración por aquel amplísimo salón.
—Antiguamente era sala de esgrima —precisó Günter Meissner—. De ella guardo los espejos que hay en las paredes. Yo llegué a practicar ese deporte en mis años de juventud. Es una forma elegante de bailar, es una noble forma de luchar.
—Muy bien. Voy a avisar a mis compañeros para que dejen de hacer prospecciones por su casa y bajen al salón. Definitivamente aquí se grabará la entrevista.
—¿Le gusta el vino?
Eva Steiger se detuvo sorprendida cuando ya iba a salir de la habitación en busca de sus compañeros.
—Sí, me gusta.
—Una copa no le hará daño. Permítame.
Günter Meissner sacó del botellero climatizado un vino de la añada 2002 y se lo mostró a su invitada.
—¿Conoce esta marca?
—De vinos blancos conozco los Riesling, pero no me haga decir marcas.
—Este le gustará —dijo Günter Meissner descorchando la botella y llenando la copa de Eva Steiger—. Lo produzco yo en mi heredad.
La periodista enarcó las cejas, sorprendida, tomando la copa y mirándola al trasluz: era un blanco casi transparente, limpio, con una ligera tendencia a mostrar una coloración algo verdusca según la inclinación del líquido.
—El servicio de documentación no me dijo nada de sus aficiones vinícolas.
—Son mi orgullo —suspiró—. Brindemos.
La copa del octogenario Günter Meissner chocó con la de la veinteañera Eva Steiger. Luego, ambos bebieron con la solemnidad de los entendidos, degustando más que bebiendo, demorando el paso del líquido fresco y afrutado por la garganta.
—¿Qué le parece?
—Hum —murmuró la entrevistadora de la ZDF—. Creo que es exquisito.
—Perfecto. ¿Sabe una cosa? No soy capaz de entenderme con alguien que no sepa de vinos, no soy capaz de hablar con alguien que no beba, con un abstemio, a los que aborrezco en silencio. El vino es cultura, es savia de la uva, es sangre de la tierra. Me identifico con mi vino como lo hago con esta casa, heredada de mis tatarabuelos. Recuérdeme, cuando acabe de entrevistarme, de darme su dirección: le enviaré una caja de la cosecha de 2002, la mejor añada.
—Gracias, Herr Meissner —acertó a decir Eva Steiger, algo confusa por aquella súbita complicidad.