El saqueo de Zodanga
Cuando la gran puerta donde estaba se abrió, mis cincuenta Tharkianos, encabezados por el propio Tars Tarkas, entraron montados en sus poderosos doats. Los conduje a los muros del palacio, los que pude pasar fácilmente sin necesidad de ayuda. Una vez adentro, aunque la puerta me dio bastante trabajo, finalmente tuve mi recompensa viendo cómo se movía sobre sus enormes bisagras. Pronto mi veloz escolta cabalgó a través de los jardines del Jeddak de Zodanga.
Cuando nos aproximábamos al palacio, pude ver a través de las grandes ventanas del primer piso el recinto brillantemente iluminado de Than Kosis. La inmensa sala estaba repleta de nobles y sus mujeres, como si una función muy importante se estuviera llevando a cabo. No había un solo guardia a la vista fuera del palacio, debido, según creí, al hecho de que los muros de la ciudad y el palacio eran completamente inexpugnables. Por lo tanto me acerqué y espié.
En un extremo del recinto, en tronos de oro macizo incrustados de diamantes, se hallaban sentados Than Kosis y su consorte, rodeados de oficiales y dignatarios del estado. Delante de ellos se extendía un ancho corredor cercado a ambos costados por soldados. Cuando miré, la cabeza de una procesión que avanzaba hacia los pies del trono, entraba por ese corredor desde el extremo opuesto de la sala. Al frente marchaban cuatro oficiales de la Guardia del Jeddak, que llevaban una bandeja en la cual, sobre un cojín de seda roja, descansaba una gran cadena de oro con un collar y un candado en cada extremo. Después de estos oficiales entraron otros cuatro con una bandeja similar con los magníficos ornamentos propios de los príncipes de la casa real de Zodanga.
A los pies del trono, los dos grupos se detuvieron y se separaron para situarse enfrentados a ambos lados del corredor. Entonces avanzaron los dignatarios y los oficiales del palacio y del ejército, hasta que por último aparecieron dos figuras completamente cubiertas con un manto de seda escarlata —de modo que no se podía ver ninguno de sus rasgos— y se detuvieron al pie del trono, frente a Than Kosis. Cuando el grueso de la procesión hubo entrado y ocupado su lugar. Than Kosis se dirigió a la pareja que estaba delante de él. No podía entender sus palabras, pero en ese momento dos oficiales avanzaron y quitaron el manto rojo a una de las figuras y entonces advertí que Kantos Kan había fracasado en su misión, ya que el que quedó a la vista fue Sab Than, Príncipe de Zodanga.
Than Kosis tomó entonces una parte de los ornamentos de una de las bandejas y colocó uno de los collares de oro en el cuello de su hijo, cerrando el candado. Después de unas pocas palabras a Sab Than, se volvió a la otra figura, a quien los oficiales habían quitado las sedas que la envolvían, y ante mi vista apareció Dejah Thoris, Princesa de Helium.
Ahora, el motivo de la ceremonia estaba claro: unos momentos más y Dejah Thoris se uniría para siempre al Príncipe de Zodanga. Era una ceremonia hermosa e impresionante, creo: pero para mí era el espectáculo más diabólico que hubiese presenciado jamás. Cuando ya los ornamentos estaban por ceñirse en la hermosa figura y su collar de oro pendía de las manos de Than Kosis, levanté mi espada larga sobre mi cabeza, y con su pesado puño rompí el vidrio de la gran ventana y salté en medio del atónito grupo. De un salto alcancé los escalones de la plataforma que estaba detrás de Than Kosis, y mientras éste me miraba lleno de odio y sorpresa, descargué mi espada sobre la cadena de oro que hubiera unido a Dejah Thoris con otro.
Instantáneamente, todo fue confusión. Mil espadas desenvainadas me amenazaban desde todas partes. Sab Than saltó sobre mí con una daga adornada con piedras preciosas que había sacado de sus ornamentos nupciales. Podría haberle dado muerte tan fácilmente como a una mosca, pero las antiguas costumbres de Barsoom me detenían la mano. Lo tomé de la muñeca cuando la daga descendía hacia mi corazón, le hice una llave y señalé con mi espada larga el extremo opuesto de la sala.
—¡Zodanga ha caído! —Grité—. ¡Miren!
Todos los ojos se volvieron en la dirección que había señalado. Allí, avanzando a través de los portales de la entrada, cabalgaban Tars Tarkas y sus cincuenta guerreros montados en grandes doats.
Un grito de sorpresa y de alarma salió del grupo, pero ni una palabra de temor, y al instante los soldados y nobles de Zodanga se lanzaron sobre los Tharkianos que avanzaban.
Arrojé a Sab Than de cabeza por la plataforma y atraje a Dejah Thoris a mi lado. Detrás del trono había una angosta puerta. En ella estaba Than Kosis enfrentándome, con la espada larga desenvainada, y entonces nos trabamos en lucha, aunque no era contrincante a mi medida.
Mientras girábamos sobre la ancha plataforma, vi que Sab Than subía los escalones para ayudar a su padre; pero cuando levantó su mano para herirme, Dejah Thoris saltó delante de él. En ese momento mi espada dio la estocada que le confirió a Sab Than el título de Jeddak de Zodanga. Mientras su padre rodaba muerto por el suelo, el nuevo Jeddak se zafó de Dejah Thoris y otra vez quedamos enfrentados. Al instante se le unió un cuarteto de oficiales. Con mi espalda contra el dorado trono, comencé a luchar una vez más por Dejah Thoris pero debía cuidarme bien de defenderme sin aniquilar a Sab Than y con él la última oportunidad de ganar a la mujer que amaba. Yo blandía mi espada con la rapidez de la luz, tratando de esquivar las estocadas de mis enemigos. Había desarmado a dos y uno estaba muerto, cuando varios más se precipitaron a ayudar a su nuevo gobernador y vengar la muerte del anterior.
Entonces oí que gritaban: «¡La mujer! ¡La mujer! ¡Mátenla! ¡Ella es la que urdió el plan! ¡Mátenla! ¡Mátenla!».
Le dije a Dejah Thoris que se pusiera detrás de mí, y me abrí paso hacia la pequeña puerta que estaba detrás del trono. Los oficiales se dieron cuenta de mis intenciones y tres de ellos saltaron hacia ese lugar y me quitaron la posibilidad de ganar una posición en la que habría podido defender a Dejah Thoris contra un ejército de espadachines.
Los Tharkianos estaban luchando en el centro de la habitación. Empezaba a darme cuenta de que nada que no fuese un milagro podría salvarnos a Dejah Thoris y a mí, cuando vi que Tars Tarkas surgía de la multitud de aquellos pigmeos que parecían hormigas alrededor de él. De un solo golpe de su poderosa espada larga dejó un tendal de cadáveres a sus pies. Así, abriendo un corredor delante de él, llegó a mi lado en un instante, sobre la plataforma, y comenzó a sembrar muerte y destrucción a diestra y siniestra.
La valentía de los Zodanganianos era pavorosa. Ninguno intentó escapar. Cuando la lucha cesó fue porque sólo los Tharkianos estaban vivos en la gran sala, además de Dejah Thoris y yo.
Sab Than yacía muerto al lado de su padre. Los cadáveres de la flor de la nobleza y aristocracia de Zodanga cubrían el piso de aquel matadero.
Mi primer pensamiento, en cuando terminó la batalla, fue para Kantos Kan. Dejando a Dejah Thoris a cargo de Tars Tarkas, tomé una docena de guerreros y corrí hacia los calabozos que había debajo del palacio. Los carceleros los habían abandonado para unirse a los luchadores en la sala del trono, de modo que buscamos en los laberintos de la prisión sin oposición alguna.
Llamé a Kantos Kan por su nombre en cada corredor y celda que aparecía. Finalmente tuve la satisfacción de oír su débil respuesta. Guiado por la voz, lo encontramos rápidamente en un hueco en la oscuridad.
Se alegró mucho de verme y de conocer las causas de la lucha. Le habían llegado a la prisión débiles ecos de ésta. Me contó que una patrulla aérea lo había capturado antes de alcanzar la alta torre del palacio y que por lo tanto ni siquiera había podido ver a Sab Than.
Como advertimos que sería inútil intentar cortar los barrotes y cadenas que lo mantenían prisionero, regresé para buscar en los cadáveres del piso de arriba las llaves que abrieran los candados de su celda y sus cadenas.
Afortunadamente encontré a su carcelero entre los primeros que examiné, y al rato Kantos Kan estaba con nosotros en la sala del trono. Desde la calle nos llegó el resonar de unos disparos mezclados con gritos y llantos, y Tars Tarkas corrió hacia allí para dirigir la lucha que se estaba llevando a cabo. Kantos Kan lo acompañó para servirle de guía. Los guerreros verdes empezaron una minuciosa búsqueda de Zodanganianos y del botín del palacio. Dejah Thoris y yo quedamos solos.
Se había sentado en uno de los dorados tronos y cuando me volví, —me saludó con una débil sonrisa.
—¿Es posible que haya hombres así? —exclamo—. Sé que Barsoom nunca ha visto a nadie como tú. ¿Será que todos los humanos son como tú? Solo, un extraño, cansado, amenazado, perseguido, has hecho en unos pocos meses lo que ningún hombre ha hecho jamás en todas las centurias pasadas de Barsoom: has reunido a las hordas salvajes de los lechos del mar y las has traído para que luchen como aliados de la gente roja de Marte.
—La respuesta es fácil, Dejah Thoris —contesté sonriente—: No fui yo quien lo hizo, fue el amor, mi amor por Dejah Thoris. Una fuerza que podría realizar milagros aun más grandes que los que has visto.
Un hermoso rubor iluminó su rostro y contestó:
—Puedes decirlo ahora, John Carter, y puedo yo escucharlo, porque soy libre.
—Aun tengo más que decirte, aunque nuevamente es muy tarde —proseguí—. He hecho muchas cosas extrañas en mi vida. Muchas cosas que hombres más sabios no habrían hecho. Pero nunca, ni en mis fantasías más absurdas hubiera soñado ser merecedor de Dejah Thoris, pues nunca hubiera soñado que en todo el universo habitara una mujer como la Princesa de Helium. No me amedrenta que seas princesa, sino el simple hecho de que seas como eres me hace dudar de mi cordura, para pedirte, mi princesa, que seas mía.
—No tiene de qué avergonzarse aquel que conocía tan bien la respuesta a su declaración antes que tal declaración fuera hecha —contestó levantándose y poniendo sus adoradas manos sobre mis hombros.
Entonces la tomé en mis brazos y la besé.