Tars Tarkas encuentra a un amigo
Alrededor del mediodía volaba bajo sobre una ciudad muerta del antiguo Marte. Al echar una ojeada a través de la llanura que se extendía más allá, vi varios miles de guerreros verdes trabados en terrible batalla. Acababa de verlos cuando me dirigieron una descarga de disparos con su puntería por lo general infalible, y mi pequeña nave se convirtió instantáneamente en una ruina que comenzó a caer sin control.
Caí casi directamente en el centro del feroz combate, entre los guerreros que no habían notado mi proximidad, ocupados como estaban en una lucha de vida o muerte. Estaban peleando a pie con sus espadas largas, mientras los disparos de un francotirador de las cercanías del conflicto derribaban a los guerreros que se separaban por un instante del enredo.
Cuando mi máquina cayó entre ellos me di cuenta que se trataba de pelear o morir, con buenas probabilidades de morir a cada momento. Por lo tanto salté al suelo con la espada larga en la mano, listo para defenderme como pudiera.
Caí al lado de un monstruo inmenso que estaba luchando con tres contrincantes. Cuando eché un vistazo a su feroz rostro, iluminado por el fragor de la batalla, reconocí a Tars Tarkas, de Thark. El no me vio, ya que estaba justo detrás de él. Entonces los tres guerreros enemigos, que eran Warhoonianos, embistieron simultáneamente. El poderoso individuo terminó rápido con uno de ellos, pero al retroceder para dar otra estocada, cayó sobre un cadáver que había quedado detrás de él y quedó a merced de sus enemigos un instante. Estos, rápidos como la luz, se echaron sobre él. Tars Tarkas se habría ido a reunir con su padre si yo no hubiera saltado sobre su cuerpo caído para enfrentar a sus adversarios. Me hice cargo de uno de ellos, cuando el poderoso Tharkiano volvía a ponerse de pie y rápidamente se batía con el otro.
Entonces me dirigió una mirada y una sonrisa se dibujó en sus labios horribles. Luego me tocó el hombro y me dijo:
—Apenas te reconozco, John Carter; pero no hay otro mortal sobre Barsoom que hubiera hecho lo que hiciste por mí. Creo que he aprendido lo que significa la amistad, amigo.
No dijo más ni tuvo oportunidad de hacerlo, ya que los Warhoonianos nos estaban cercando. Peleamos juntos, hombro con hombro, durante toda esa larga y ardiente tarde, hasta que el curso de la batalla cambió y el resto de los feroces Warhoonianos montó en sus doats y corrió hacia la oscuridad.
Diez mil hombres habían intervenido en esa lucha titánica y sobre el campo de batalla yacían tres mil muertos. Ninguna de las partes pidió ni dio tregua, ni intentó tomar prisioneros.
De regreso en la ciudad, después de la batalla, nos dirigimos directamente a los aposentos de Tars Tarkas, donde quedé solo mientras el jefe asistía al acostumbrado consejo que siempre se realiza después de cada encuentro. Mientras estaba sentado, esperando el regreso del guerrero verde, percibí que algo se movía en la habitación lindera, y cuando eché un vistazo en ella, repentinamente se me arrojó encima una criatura enorme que me sostuvo de espaldas contra una pila de sedas y pieles sobre la cual había estado echado. Era Woola, el leal y querido Woola. Había encontrado su camino de regreso a Thark. Como Tars Tarkas me contó más tarde, había ido inmediatamente hacia mis habitaciones anteriores, donde había soportado su patética y al parecer desesperanzada espera de mi regreso.
—Tal Hajus sabe que estás aquí, John Carter —dijo Tars Tarkas a su regreso de las habitaciones del Jeddak—. Sarkoja te vio y te reconoció cuando regresábamos. Tal Hajus me ha ordenado que te lleve ante él esta noche. Tengo diez doats, John Carter, puedes elegir entre ellos. Te acompañaré al acueducto más cercano que conduce a Helium. Tars Tarkas puede ser un cruel guerrero verde, pero también puede ser un buen amigo. Ven, partiremos.
—¿Y cuando regreses, Tars Tarkas? —pregunté.
—Los calots salvajes, posiblemente, o peor —contestó—. A menos que intente la oportunidad que he estado esperando tanto tiempo de batirme con Tal Hajus.
—Nos quedaremos, Tars Tarkas, y veremos a Tal Hajus esta noche. No te sacrificarás. Puede ser que esta noche tengas la oportunidad que esperas.
Objetó enérgicamente, diciendo que Tal Hajus siempre caía en salvajes accesos de furia ante el simple recuerdo del golpe que yo le había dado y que si alguna vez caía en sus manos sería objeto de las más crueles torturas.
Mientras estábamos comiendo le repetí a Tars Tarkas la historia que Sola me había contado aquella noche en el lecho del mar durante nuestro regreso a Thark.
No dijo mucho, pero los grandes músculos de su rostro denotaron pasión y dolor ante el recuerdo de los horrores que se habían descargado sobre lo único que siempre había amado en toda su fría, cruel y terrible existencia,
No objetó más cuando le pedí que nos presentáramos ante Tal Hajus. Sólo dijo que le gustaría hablar con Sarkoja, primero. A su pedido lo acompañé a las habitaciones de ésta, y la mirada de odio que ella me arrojó casi fue una recompensa adecuada por cualquier futuro infortunio que este regreso accidental podría traer aparejado.
—Sarkoja —dijo Tars Tarkas—: Cuarenta años atrás fuiste el instrumento que causó la tortura y muerte de una mujer llamada Gozaya. Acabo de saber que el guerrero que amaba a esa mujer se ha enterado de tu participación en el hecho. No te puede matar, Sarkoja: no es nuestra costumbre. Pero no hay nada que evite que ate un extremo de una correa a tu cuello y el otro extremo a un doat salvaje, simplemente para probar tu aptitud para sobrevivir y ayudar a la perpetuidad de nuestra raza. Como he oído que hará eso mañana, creí conveniente advertirte, ya que soy un hombre justo. El río Iss no es más que un corto peregrinaje, Sarkoja. Ven, John Carter.
A la mañana siguiente, Sarkoja se había ido y no se la iba a volver a ver nunca más desde ese día.
En silencio y apresuradamente nos dirigimos al palacio del Jeddak, donde inmediatamente fuimos llevados ante él. De hecho, apenas podía esperar para verme, Cuando entré estaba de pie, erguido sobre su plataforma, mirando con odio hacia la entrada.
—Átenlo a este pilar —gritó—. Veremos quién se permite golpear al poderoso Tal Hajus. Calienta los hierros. Quemaré sus ojos con mis propias manos para que no pueda manchar mi persona con su vil mirada.
—Jefes de Thark —grité, volviéndome hacia el Consejo reunido e ignorando a Tal Hajus—. He sido un jefe entre ustedes y hoy he peleado por Thark hombro con hombro con su guerrero más grande. Deben al menos escucharme. Lo he ganado hoy. Ustedes dicen ser gente justa…
—Silencio —rugió Tal Hajus—. Amárrenlo y amordácenlo como ordené.
—¡Justicia, Tal Hajus! —exclamó Lorcuas Ptomel—. ¿Quién eres tú para pasar por alto las costumbres seculares de los Tharkianos?
—¡Sí, justicia! —repitió una docena de voces.
Así, mientras Tal Hajus echaba espuma por la boca y humo por la nariz, continué:
—Son personas bravías y aman la valentía. Pero ¿dónde estaba su poderoso Jeddak durante la lucha de hoy? No lo vi en medio de la batalla. No estaba allí. Hace pedazos a mujeres indefensas y niños pequeños en su guarida, pero ¿lo ha visto alguno de ustedes pelear recientemente con hombres? ¿Por qué aun yo, un enano al lado de ustedes, lo derribe de un solo puñetazo? ¿Es esa la estirpe de los Jeddaks de Thark? Aquí, a mi lado, está un gran Tharkiano, un poderoso guerrero y un noble hombre. Jefes: ¿Como suena Tars Tarkas, Jeddak de Thark?
Un aplauso cerrado recibió la propuesta.
—Sólo falta que el Consejo lo ordene, y Tal Hajus deberá probar su capacidad para gobernar. Si fuera un hombre valiente invitaría Tars Tarkas a pelear, ya que no es de su agrado. Pero Tal Hajus tiene miedo. Tal Hajus, su Jeddak, es un cobarde. Con mis manos desnudas podría matarlo, y él lo sabe.
Después que dejé de hablar, hubo un silencio tenso, ya que todos los ojos se fijaron en Tal Hajus. Este no habló ni se movió, pero el verde manchado de su cuerpo se puso lívido y la espuma se congeló en sus labios.
—Tal Hajus —dijo Lorcuas Ptomel en un tono frío y duro—: Nunca, en toda mi larga vida, he visto a un Jeddak de los Tharkianos tan humillado. No podría haber más que una respuesta a estos cargos. La esperamos. —Aún Tal Hajus quedó como si estuviera petrificado—. Jefes: ¿podrá el Jeddak Tal Hajus probar su capacidad para gobernar Thark?
Había veinte jefes en la tribuna y las veinte espadas brillaron al ser levantadas.
No quedaba alternativa. La decisión era terminante. Así fue como Tal Hajus sacó su espada larga y avanzó para encontrarse con Tars Tarkas.
El combate terminó rápido. Con su pie sobre el cuello del monstruo muerto, Tars Tarkas se erigió en Jeddak de los Tharkianos.
Su primera decisión fue la de hacerme jefe, con el rango que había ganado por mis combates los primeros meses de mi cautiverio entre ellos.
Viendo la disposición favorable de los guerreros hacia Tars Tarkas y hacia mí, aproveché la oportunidad para alistarlos en mi causa contra Zodanga. Le conté la historia de mis aventuras a Tars Tarkas y en pocas palabras le expliqué lo que tenía en mente.
—John Carter ha hecho una propuesta —dijo dirigiéndose al Consejo— que cuenta con mi consentimiento. La expondré brevemente: Dejah Thoris, la princesa de Helium, que era nuestra prisionera, está ahora en poder del Jeddak de Zodanga, con cuyo hijo debe casarse para poder salvar su territorio de la invasión de sus tropas. John Carter sugiere que la rescatemos y regresemos a Helium. El saqueo de Zodanga sería magnífico. Siempre he pensado que de aliarnos con Helium podríamos asegurarnos el sustento suficiente que nos permita incrementar el tamaño y la frecuencia de nuestros empollamientos, para convertirnos así en los mejores, sin duda, entre los hombres verdes de todo Barsoom. ¿Qué opinan ustedes?
Era una oportunidad para pelear, una oportunidad para el saqueo, y respondieron a la incitación como truchas al anzuelo. Los Tharkianos estaban tremendamente entusiasmados. Antes que transcurriera otra media hora, veinte mensajeros montados estaban cruzando los lechos de los mares a toda velocidad, para convocar a las hordas para que se unieran a la expedición.
A los tres días estábamos en marcha hacia Zodanga con cien mil poderosos guerreros, ya que Tars Tarkas había podido alistar a tres pequeñas hordas, con la promesa del gran saqueo de Zodanga.
Yo iba montado a la cabeza de la columna, al lado del gran Tharkiano, mientras a mis pies trotaba mi querido Woola.
Siempre marchábamos durante la noche, programando nuestra marcha para acampar de día en las ciudades desiertas. Nos manteníamos dentro de los edificios durante las horas del día. Durante la marcha, Tars Tarkas, con su notable habilidad y capacidad de estadista, alistó a cincuenta mil guerreros más de varias hordas. Por lo tanto, diez días después de partir hicimos un alto a medianoche, en las cercanías de la ciudad amurallada de Zodanga, con unos ciento cincuenta mil guerreros.
La fuerza de lucha y eficiencia de esta horda de feroces guerreros verdes era diez veces mayor que la de igual número de hombres rojos. Nunca, en la historia de Barsoom, según me dijo Tars Tarkas, había marchado una fuerza tal de guerreros verdes para luchar juntos. Era una tarea monstruosa mantener siquiera un aspecto de armonía entre ellos. Era maravilloso para mí que hubieran llegado a la ciudad sin que pelearan una sola vez entre sí.
Cuando nos acercábamos a Zodanga, sus rencillas personales quedaron desplazadas por su gran odio hacia los hombres rojos, especialmente los de Zodanga, que durante años habían sostenido una despiadada campaña de exterminio contra los hombres verdes, poniendo especial énfasis en la destrucción de sus incubadoras.
Ahora que estábamos a las puertas de Zodanga, la tarea de poder entrar en la ciudad recaía sobre mí. Indicándole a Tars Tarkas que separara sus fuerzas en dos divisiones fuera de la ciudad, con cada división frente a una de las grandes entradas, tomé veinte soldados desmontados y me acerqué a una de las pequeñas entradas que hay en las murallas a pequeños intervalos. Estas entradas no tienen guardia regular, pero están vigiladas por centinelas que patrullan las avenidas que circundan la ciudad por la parte de adentro de los muros como nuestra policía vigila sus distritos.
Las murallas de Zodanga tienen una altura de veinte metros y un espesor de quince y están construidas con enormes bloques de carborundo. La tarea de entrar a la ciudad le parecía imposible a mi escolta de guerreros verdes. Los que habían sido elegidos para acompañarme eran de una de las hordas más pequeñas y por lo tanto no me conocían.
Coloqué a tres de ellos de cara a la pared con las manos unidas, ordené a dos más que subieran sobre los hombros de éstos, y a un sexto que subiera a los hombros de los dos anteriores. La cabeza del guerrero que estaba arriba de todos quedaba a unos doce metros del suelo.
De esta forma, con diez guerreros, construí una serie de tres escalones desde el piso a los hombros del que estaba más arriba. Luego, comenzando desde una distancia corta detrás de ellos, salté velozmente de una hilera a otra, y con un salto final desde los anchos hombros del más alto, tomé el extremo del gran muro y lentamente me elevé hacia su ancha superficie. Detrás de mí llevaba seis cuerdas de cuero de otros tantos de mis guerreros. Previamente habíamos unido estas cuerdas y pasando un extremo al guerrero que estaba más arriba, bajé el otro extremo cautelosamente por el lado opuesto de la pared hacia la avenida que estaba abajo. Como no había nadie a la vista, descendí hacia el extremo de mi cuerda de cuero y me lancé hacia el pavimento los diez metros que restaban.
Había aprendido de Kantos Kan el secreto para abrir estas puertas. En un momento los veinte guerreros estaban conmigo dentro de la condenada ciudad de Zodanga.
Para mi placer descubrí que había entrado por una de las entradas más bajas de las tierras del palacio. El edificio en sí mostraba a la distancia un lustre de glorioso brillo. Al instante decidí conducir un destacamento de guerreros directamente al interior del palacio, mientras el grueso de la gran horda atacaba las barracas de los soldados.
Envié, pues, a uno de mis guerreros para que pidiera cincuenta hombres a Tars Tarkas y le explicara mis intenciones, y ordené a diez de los guerreros que tomaran y abrieran uno de los grandes portones mientras con los nueve restantes yo tomaba el otro. Debíamos realizar nuestro trabajo rápido. No debía haber disparos ni hacerse un avance general hasta que hubiera entrado al palacio con mis cincuenta Tharkianos. Nuestros planes funcionaron a la perfección. Los dos centinelas que encontramos fueron despachados junto a sus padres en el mar perdido de Korus, y los guardias de ambos portones los siguieron sin decir ni una palabra.