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Perdido en el espacio

Sin hacer esfuerzos por ocultarme, corrí hasta las proximidades de nuestras habitaciones, donde estaba seguro de poder encontrar a Kantos Kan. Cuando me acerqué al edificio tuve más cuidado, ya que seguramente el lugar estaría vigilado. Varios hombres con ropajes civiles ociaban cerca de la entrada del frente y otros en la parte de atrás. Mi único medio para llegar sin ser visto a los pisos superiores, donde estaban situadas nuestras habitaciones, era a través de un edificio lindero. Después de considerables vueltas logré alcanzar el techo de un negocio, a varias puertas de distancia.

Saltando de techo en techo llegué a una ventana abierta del edificio donde esperaba encontrar al Heliumita. Un minuto más tarde ya me hallaba en la habitación delante de él. Estaba solo y no se mostró sorprendido de mi llegada. Dijo que me esperaba mucho más temprano, ya que el regreso de mi turno de guardia debía haber sido más temprano.

Vi que no estaba enterado de los sucesos del día en el palacio; de modo que, cuando le informé lo acaecido, se excitó muchísimo. La noticia de que Dejah Thoris había prometido su mano a Sab Than lo llenó de preocupación.

—¡No puede ser! —exclamó—. ¡Es imposible! ¿Es que acaso hay alguien en todo Helium que no prefiera la muerte a la venta de nuestra amada princesa a la casa gobernante de Zodanga? Debe de haber perdido la cabeza para acceder a un pacto tan siniestro. Tú, que no sabes cómo la gente de Helium ama a los miembros de nuestra casa real, no puedes apreciar el horror con que contemplo una alianza tan impía. ¿Qué podemos hacer, John Carter? Eres un hombre ingenioso. ¿No puedes pensar alguna forma de salvar a Helium de esta desgracia?

—Si pudiera arreglarlo con mi espada —contesté—, resolvería la dificultad en lo que a Helium concierne, pero por razones personales preferiría que otro diese el golpe que libere a Dejah. —Thoris.

Kantos Kan me miró fijamente antes de hablar.

—La amas —dijo—. ¿Lo sabe ella?

—Ella lo sabe, Kantos Kan, y sólo me rechaza porque está comprometida con Sab Than.

Mi espléndido compañero se puso de pie de un salto, y asiéndome por el hombro levantó su espada a la vez que exclamaba.

—Si la elección hubiera sido dejada a mi juicio, no podría haber encontrado alguien más adecuado para la primera princesa de Barsoom. Aquí está mi mano sobre tu hombro, John Carter, y mi palabra de que Sab Than caerá bajo mi espada, por el amor que tengo por Helium, por Dejah Thoris y por ti. Esta misma noche trataré de llegar a sus habitaciones en el palacio.

—¿Cómo? —pregunté—. Estás fuertemente custodiado y han cuadruplicado la fuerza que patrulla el cielo,

Inclinó la cabeza para pensar un momento y luego la levantó con aire confiado,

—Sólo necesito pasar entre esos guardias y lo puedo hacer —dijo por último—. Conozco una entrada secreta al palacio a través del pináculo de la torre más alta. Di con ella, por casualidad, un día que pasaba sobre el palacio cumpliendo una misión de patrulla. En este trabajo se requiere que investiguemos todo hecho inusual del que seamos testigos. Una cara espiando desde el pináculo de la alta torre del palacio era, para mí, sumamente inusual. Por lo tanto me dirigí hacia las cercanías y descubrí que el dueño de la cara que espiaba no era otro que Sab Than. Estaba evidentemente contrariado por haber sido descubierto y me ordenó mantener el secreto, explicándome que el pasaje de la torre conducía directamente a sus habitaciones y solamente él lo conocía. De llegar al techo del cuartel y alcanzar mi máquina, puedo estar en las habitaciones de Sab Than en cinco minutos; pero no puedo escapar del edificio si está tan vigilado como dices.

—¿Están muy vigilados los cobertizos de las máquinas? —pregunté.

—Generalmente no hay más de un hombre de guardia, por la noche, en el techo.

—Ve al techo de este edificio, Kantos Kan, y espérame allí.

Sin detenerme a explicarle mis planes volví a la calle por el mismo camino por el que había llegado y corrí hacia las barracas.

No me animaba a entrar en el edificio, lleno como estaba de personal del escuadrón de reconocimiento aéreo. Estos, junto con toda Zodanga, me estaban buscando.

Era un edificio enorme, que se elevaba a más de trescientos metros en el espacio. Aunque pocos edificios de Zodanga son más altos que esas barracas, algunos tienen varios metros más de altura. Los desembarcaderos de las grandes naves de guerra de la escuadra quedaban a unos quinientos metros del suelo, mientras que las estaciones de carga y pasajeros de los escuadrones comerciales se elevaban casi hasta la misma altura.

Era larga la subida del frente del edificio, y cargada de muchos peligros, pero no había otra forma. Por lo tanto, ensayé la tarea. El hecho de que la arquitectura Barsoomiana tenga tantos ornamentos lo hizo mucho más simple de lo que había imaginado, ya que encontré bordes y salientes que formaban una escalera perfecta hacia el techo del edificio. Allí encontré mi primer obstáculo. El tejado se proyectaba unos siete metros de la pared por la que había escalado, y aunque di la vuelta alrededor de todo el edificio, no encontré ninguna abertura en él.

El piso superior estaba iluminado y lleno de soldados ocupados en los menesteres que les eran propios, de modo que no podía alcanzar el techo por el interior del edificio.

Había una remota y desesperada posibilidad, y decidí intentarla. Tratándose de Dejah Thoris, ningún hombre hubiera dejado de arriesgar su vida mil veces. Asido a la pared con los pies y una mano, aflojé una de las largas correas de mis arneses, de cuyo extremo pendía un gran garfio. Con este garfio todos los navegantes del aire se cuelgan de los costados y de la base de las naves para efectuar reparaciones y con él bajan los elementos de aterrizaje.

Balanceé el garfio cautelosamente hacia el techo, varias veces, hasta que finalmente pude engancharlo. Entonces tiré con cuidado para afianzarlo, pero no sabía si soportaría mi peso. Podría estar apenas trabado en el mismo borde del techo, con lo cual mi cuerpo, balanceándose en su extremo, podía caer y estrellarse contra el pavimento a unos trescientos metros más abajo.

Dudé un momento y luego, soltándome del ornamento me balanceé en el espacio en el extremo de la rienda. A mis pies estaban las calles brillantemente iluminadas, el duro pavimento y la muerte. Hubo un ligero sacudón en la parte superior del tejado y el desagradable rechinar de un deslizamiento que hizo que el corazón se me paralizara de terror.

Luego, el gancho se prendió y estuve a salvo.

Escalé rápidamente, me aferré del borde del tejado y salté hacia la superficie del techo. Cuando recobré el equilibrio me topé con el centinela de guardia que me apuntaba con su revólver.

—¿Quién eres y de dónde vienes? —gritó.

—Soy un aviador de reconocimiento, amigo, muy cerca de estar muerto, ya que escapé por un pelo de caer a la avenida que está abajo —contesté.

—Pero ¿cómo llegaste al techo? Nadie ha aterrizado ni despegado en el edificio durante la última hora. Rápido: explícate o llamaré a los guardias.

—Mira aquí, centinela, y verás cómo he venido y qué cerca he estado de no poder llegar en absoluto —repuse volviéndome hacia el borde del techo donde, a siete metros más abajo, es decir en la punta de la correa, pendían todas mis armas.

Llevado por un impulso de curiosidad, el sujeto se acercó a mí y eso lo perdió, porque cuando se inclinó para mirar sobre el borde del tejado lo tomé del cuello y del brazo que empuñaba la pistola y lo arrojé pesadamente sobre el techo. El arma se le cayó de la mano y mis dedos impidieron que gritara en demanda de auxilio. Luego lo amordacé, lo até y lo suspendí del techo como había estado yo unos momentos antes. Sabía que hasta la mañana no lo encontrarían, y yo necesitaba ganar todo el tiempo que fuese posible.

Colocándome los arneses y las armas, corrí hacia el cobertizo y pronto encontré mi máquina y la de Kantos Kan. Sujeté la de él detrás de la mía, puse en marcha el motor y rozando el borde del techo me lancé por las calles de la ciudad, a una altura mucho menor de la usual para una patrulla. En menos de un minuto me encontré a salvo sobre el techo de nuestras habitaciones, al lado del atónito Kantos Kan.

No perdí tiempo con explicaciones, sino que enseguida nos pusimos a trazar nuestros planes para el futuro inmediato. Se decidió que yo trataría de llegar a Helium, mientras que él entraría en el palacio y despacharía a Sab Than. Si tenía éxito, luego me seguiría. Arregló mi brújula, un pequeño aparato ingenioso que se mantendría constante sobre cualquier punto de Barsoom, y luego de despedirnos nos elevamos juntos y aceleramos en dirección al palacio que se levantaba en la ruta que debía tomar para llegar a Helium.

Cuando nos acercábamos a la alta torre, una patrulla disparó desde arriba arrojando su atravesante luz de investigación sobre mi nave. Una voz me gritó que parara. Como no presté atención a ese aviso, siguió un disparo. Kantos Kan se perdió en la oscuridad rápidamente, mientras yo me elevaba cada vez más. Me desplacé a una enorme velocidad a través del cielo marciano seguido por una docena de aparatos de caza que se habían unido a la persecución, y más tarde por un rápido crucero que transportaba unos cien hombres y una batería de cañones rápidos.

Moviendo y girando mi pequeña máquina, ora elevándome, ora descendiendo, pude eludir sus reflectores la mayor parte del tiempo. Como de ese modo también perdía terreno, decidí arriesgarlo todo en un vuelo directo y dejar los resultados a cargo del destino y de la velocidad de mi máquina.

Kantos Kan me había enseñado un truco en la maquinaria —que sólo conocen los pilotos de Helium— que incrementaba de forma notable la velocidad de nuestras máquinas. Por lo tanto, me sentía seguro de poder poner distancia entre mis perseguidores y yo si podía escabullirme de sus disparos por unos pocos minutos.

Cuando aceleré, el zumbido de las balas a mí alrededor me convenció de que sólo por milagro podría escapar. La suerte estaba echada, de modo que lanzándome a toda velocidad me encaminé directamente hacia Helium. Gradualmente dejé a mis perseguidores cada vez más atrás, y ya me estaba felicitando por mi huida afortunada cuando un disparo bien apuntado del crucero hizo impacto en la proa de mi pequeña nave. La sacudida casi la vuelca, y a causa de la avería fue perdiendo altura en la oscuridad de la noche. Cuando recuperé el control de la máquina no sabía cuanto había caído, pero debía de haber estado muy cerca del suelo cuando volví a ascender, porque podía oír claramente los gritos de los animales debajo de mí. Me elevé de nuevo y examiné el cielo para ver dónde estaban mis perseguidores, pero por último, al percibir sus luces muy lejos de mí, advertí que estaban aterrizando, evidentemente en mi búsqueda.

Sólo cuando sus luces dejaron de distinguirse me aventuré a prender la pequeña lámpara de mi brújula. Entonces descubrí con consternación que un fragmento de la bala había destruido completamente mi única guía, así como mi velocímetro. Era cierto que podía seguir las estrellas para orientarme hacia Helium, pero sin saber la ubicación exacta de la ciudad ni la velocidad a la que estaba viajando mis posibilidades de encontrarla eran muy pocas.

Helium estaba a mil seiscientos kilómetros al sudeste de Zodanga, y con una brújula podría haber hecho el viaje, evitando accidentes, en unas cinco o seis horas. Sin embargo, como había resultado, la mañana me encontraría volando sobre una vasta, extensión del lecho del mar muerto, después de cerca de seis horas de vuelo continuo a alta velocidad. En ese momento vi una gran ciudad, pero no era Helium, ya que ésta era la única de todo Barsoom formada por dos inmensas ciudades circulares amuralladas y separadas por unos cien kilómetros de distancia, y habría sido fácil distinguirla desde la altura a la que estaba volando.

Pensando que había ido demasiado lejos hacia el Norte y el Oeste, volví en dirección Sudeste y pasé por otras grandes ciudades durante la mañana. Ninguna de ellas, empero, se parecía a la descripción que Kantos Kan me había dado de Helium. Además del trazado en ciudades gemelas de Helium, otro rasgo característico eran sus dos inmensas torres, una de un rojo vivo que se elevaba a unos mil quinientos metros en el centro de una de las ciudades, y la otra de un amarillo brillante y de la misma altura, que habían erigido en la ciudad hermana.