La fábrica de atmósfera
Esperé a Kantos Kan durante dos días, pero como no aparecía, me puse en marcha a pie en dirección Noroeste, hacia el punto donde me había dicho que estaba el acueducto más cercano. Mi único alimento consistía en leche vegetal.
Deambulé durante dos largas semanas, caminando por las noches guiado sólo por las estrellas y escondiéndome durante el día detrás de alguna roca saliente u, ocasionalmente, entre las montañas, que cruzaba. Fui atacado varias veces por bestias salvajes, monstruosidades extrañas y rústicas que saltaban sobre mí en la oscuridad. Tenía que tener mi espada larga constantemente en la mano para prevenir un ataque. Por lo general, mi extraña fuerza telepática, recientemente adquirida, me advertía con un margen de tiempo amplio. Sin embargo, en una oportunidad fui derribado y sentí los horribles colmillos en mi yugular al tiempo que una cara peluda se apretaba contra la mía, antes que pudiera darme cuenta del peligro que me amenazaba.
No sabía qué era lo que estaba sobre mí, pero podía sentir que era enorme, pesado y con muchas patas. Mis manos estuvieron sobre su garganta antes que sus colmillos tuvieran la oportunidad de hundirse en mi cuello, y lentamente aparté ese hocico peludo de mí y cerré mis manos como una morsa sobre su tráquea
Yacíamos allí, sin emitir sonido. La bestia hizo todos los esfuerzos posibles para alcanzarme con sus horribles colmillos. Yo hacía fuerza para mantener mi presa y estrangularla mientras la alejaba de mi garganta. Lentamente mis brazos cedían ante la lucha desigual y, centímetro a centímetro, los ojos ardientes y los colmillos brillantes de mi antagonista se deslizaban hacia mí. Cuando el hocico peludo volvió a tocar mi cara, me di cuenta que todo estaba perdido. Entonces una masa viviente de destrucción saltó de la oscuridad sobre la criatura que me mantenía inmovilizado contra el suelo. Los dos rodaron gruñendo sobre el musgo, destrozándose y haciéndose pedazos en forma horrorosa. Pronto terminó todo y mi salvador se levantó con la cabeza gacha sobre la garganta de esa cosa inerme que había querido matarme.
La luna más cercana apareció repentinamente sobre el horizonte e iluminó la escena Barsoomiana, dejándome ver que mi salvador era Woola. Sin embargo, me era imposible saber de dónde había salido y cómo me había encontrado. No es necesario aclarar que estaba feliz en su compañía. Sin embargo, mi alegría al verlo se vio empañada por la ansiedad de saber la razón por la que había abandonado a Dejah Thoris. Tan seguro estaba de su fidelidad a mis órdenes que pensé que solamente su muerte podría ser la causa de que la hubiera abandonado.
A la luz de las lunas que ahora brillaban sobre nosotros pude ver que no era ni la sombra de lo que había sido; y cuando se alejó de mis caricias y empezó a devorar ávidamente el cadáver que estaba a mis pies, descubrí que mi pobre compañero estaba medio muerto de hambre. Yo tampoco estaba en una situación mucho mejor, pero no podía comer la carne cruda y no tenía medios para hacer fuego. Cuando Woola terminó de comer, reanudé mi fatigoso y aparentemente interminable deambular en busca del esquivo acueducto.
Al amanecer del decimoquinto día de búsqueda tuve una alegría infinita al ver los altos árboles que señalaban el objetivo de mi expedición. Cerca del anochecer me arrastré muy cansado hacia los portales de un gran edificio que abarcaba alrededor de seis kilómetros cuadrados y que se elevaba a unos setenta metros del suelo. No había otra abertura en las paredes que no fuera la pequeña puerta, contra la que me apoye exhausto. No había tampoco señales de vida en los alrededores.
No encontré timbre ni forma alguna de anunciar mi presencia a los habitantes de la casa, a menos que el pequeño hueco que había en la pared, cerca de la puerta, se utilizara para tal propósito. Era más o menos del tamaño de un lápiz y, pensando que sería algo como un tubo por donde se hablaba, puse mi boca en él. Cuando estaba por hablar, surgió una voz desde adentro y me preguntó quién era, de dónde venía y la naturaleza de mi misión.
Expliqué que había escapado de los Warhoonianos y que estaba desfallecido de hambre y cansancio.
—Llevas las armas de un guerrero verde y te sigue un calot: aun así tu figura es la de un hombre rojo, pero tu color no es rojo ni verde. En nombre del noveno día, ¿qué tipo de criatura eres?
—Soy amigo de los hombres rojos de Barsoom y estoy muriendo de hambre. En nombre de la humanidad, ábrenos —le contesté.
En ese momento la puerta empezó a ceder ante mí hasta hundirse en la pared unos quince metros. Entonces se detuvo y se deslizó fácilmente hacia la izquierda, dejando a la vista un corredor corto y angosto, de cemento, a cuyo extremo había otra puerta, similar en todo sentido a la que acababa de franquear. No había nadie a la vista. Inmediatamente después de trasponer la primera puerta, ésta se volvió a deslizar detrás de nosotros hasta situarse de nuevo en su lugar, y luego retrocedió a su posición original en la pared del frente del edificio. Cuando se deslizaba noté su gran espesor, de más de siete metros. Luego de volver a su lugar, bajaron del techo grandes cilindros de acero, cuyos extremos inferiores encajaban en huecos que había en el suelo.
Una segunda y una tercera puerta retrocedieron delante de mí y se deslizaron a un lado como la primera, antes que llegara a un recinto interior donde encontré comida y bebida sobre una gran mesa de piedra. Una voz me indicó que satisficiera mi apetito y le diera de comer a mi calot, y mientras así lo hacía, mi anfitrión invisible me examinó e investigó minuciosamente.
—Tus argumentos son muy notables —dijo la voz—, pero evidentemente estás diciendo la verdad como es igualmente evidente que no eres de Barsoom. Puedo saberlo por la conformación de tu cerebro y la extraña ubicación de tus órganos internos y la forma y tamaño de tu cabeza.
—¿Puedes ver a través de mí? —exclamé.
—Sí, puedo ver todo, excepto tus pensamientos: si fueras Barsoomiano los podría leer.
Entonces se abrió una puerta en el costado opuesto del recinto y una extraña, enjuta y pequeña momia vino hacia mí. No tenía la más mínima vestimenta. El único adorno que llevaba era un pequeño collar de oro del que pendía sobre su pecho un gran ornamento del tamaño de un plato, incrustado íntegramente en diamantes, excepto en el centro exacto. Allí había una extraña piedra de un centímetro de diámetro que refulgía despidiendo nueve rayos diferentes: los siete colores de nuestro arco iris y dos hermosos colores que para mí eran nuevos y no tenían nombre. No puedo describirlos, pues eso sería como explicarle el color rojo a un ciego. Sólo sé que eran extremadamente hermosos.
El anciano se sentó y me habló un rato largo. La parte más extraña de todo esto era que yo podía leer todos sus pensamientos y él no podía adivinar ninguno de los míos, a menos que yo hablara.
No mencioné mi capacidad de captar sus actividades mentales, y de ese modo pude sacar ventaja de lo que habría de ser de gran valor para mí más tarde, cosa que nunca habría llegado a conocer si él hubiera estado enterado de mi extraño poder, ya que los marcianos tenían un control tan perfecto de su mecanismo mental que eran capaces de dirigir sus pensamientos con absoluta precisión.
El edificio en el que me encontraba contenía la maquinaria que produce la atmósfera artificial que hace posible la vida en Marte. El secreto de todo el proceso consiste en el uso del noveno rayo, uno de los hermosos destellos que despedía la gran piedra de la diadema de mi anfitrión.
Este rayo se separa de los otros rayos del sol por medio de instrumentos finamente ajustados que se colocan sobre el tejado del inmenso edificio: tres cuartos de éste se usan para reserva, y allí se almacena el noveno rayo. Este producto se trata entonces eléctricamente, o mejor dicho, se le incorpora una cierta proporción de vibraciones eléctricas refinadas. El producto resultante, se bombea hacia los cinco centros principales de aire del planeta donde, al liberarse, se pone en contacto con el éter del espacio y se transforma en atmósfera.
Siempre hay suficiente reserva almacenada del noveno rayo en el gran edificio para mantener la atmósfera actual de Marte por mil años, y el único temor, como me contó mi amigo, era que le sucediera algún accidente al aparato bombeador.
Me llevó a un recinto interno donde vi un campo de veinte bombas de radio, cada una de las cuales era capaz por sí sola de abastecer a todo Marte con los compuestos de la atmósfera. Durante ochocientos años, según me dijo, había vigilado esas bombas, que se usaban alternadamente una por día o un poco más de veinticuatro horas y media terráqueas. Tenía un asistente que compartía la vigilancia con él. Durante medio año marciano, o sea cerca de trescientos cuarenta y cuatro de nuestros días, uno de esos hombres se quedaba solo en esa enorme y apartada planta.
A todo marciano rojo se le enseña, durante su primera infancia, los principios de la elaboración de la atmósfera, pero sólo a dos por vez se les confía el secreto de la entrada al edificio, el que, construido como está, con murallas de cuarenta y cinco metros de espesor, es absolutamente inaccesible. Hasta el techo es a prueba de asalto por parte de una nave aérea, ya que está cubierto por un vidrio de dos metros de espesor.
De los únicos que temen algún ataque es de los marcianos verdes, o de algún hombre rojo demente, ya que todos los Barsoomianos se dan cuenta de que la existencia misma de cada forma de vida sobre Marte depende del trabajo ininterrumpido de esa planta.
Descubrí un hecho curioso mientras leía sus pensamientos y era que las puertas externas se abrían por medios telepáticos. Las cerraduras están ajustadas con tanta precisión que las puertas se liberan por la acción de cierta combinación de ondas de pensamientos. Para experimentar con mi nuevo juguete, pensé sorprenderlo para que revelara esa combinación, de modo que le pregunté como al pasar cómo había hecho para abrirme las puertas macizas de los recintos internos del edificio. Con la rapidez del rayo saltaron a su mente nueve sonidos marcianos, pero se extinguieron tan rápido como cuando me contestó que eso era un secreto que no debía divulgar.
Desde ese momento, su actitud hacia mí cambió como si temiera haber sido sorprendido para que divulgara su gran secreto. Leí esa sospecha y ese temor en su mirada y en su pensamiento, aunque sus palabras eran amables. Antes de retirarme por la noche, prometió darme una carta para un oficial agricultor de las cercanías que podría ayudarme en mi camino hacia Zodanga, la cual, según dijo, era la ciudad marciana más cercana.
—Pero no se te ocurra decirle que vas camino de Helium, pues están en guerra con esa ciudad. Mi asistente y yo no somos de ninguna ciudad. Pertenecemos a todo Barsoom. Este talismán que usamos nos protege en todas las tierras, aun entre los marcianos verdes; aunque no nos pondríamos en sus manos si lo pudiéramos evitar. Buenas noches, mi amigo, que tengas un reparador y largo descanso. Sí, un largo descanso.
Aunque sonrió complacido, vi en sus pensamientos que nunca debió haberme recibido. Entonces en su mente apareció su propia imagen, inclinada sobre mí, esa noche, acompañando la veloz estocada de una larga daga con las palabras a medio formar: «Lo siento, pero es por el bien de Barsoom».
Cuando cerró tras él la puerta de mi recinto sus pensamientos se alejaron al igual que su presencia. Esto me pareció extraño de acuerdo con mi escaso conocimiento de transferencia de pensamientos.
Cautelosamente abrí la puerta de mi habitación. Seguido por Woola, busqué la más interna de las grandes puertas. Se me ocurrió un plan intrépido. Intentaría forzar las grandes cerraduras por medio de las nueve ondas de pensamiento que había leído en la mente de mi anfitrión.
Me deslicé furtivamente, corredor tras corredor, y bajando por los sinuosos pasajes, caminé hasta que finalmente llegué al gran recinto donde esa mañana había terminado con mi largo ayuno. No había visto a mi anfitrión por ningún lado ni sabía dónde se recluía por la noche.
Estaba por arriesgarme a entrar en la habitación, cuando un ruido tenue detrás de mí me hizo volver a las sombras de un hueco del corredor. Arrastré a Woola conmigo y me acurruqué en la oscuridad.
En ese momento el anciano pasó cerca de mí y cuando entró en el recinto difusamente iluminado que había estado a punto de atravesar, vi que llevaba una daga larga y delgada y que la estaba afilando sobre una piedra. En ese momento tenía la intención de inspeccionar las bombas de radio, lo que le llevaría cerca de treinta minutos. Luego regresaría a mi dormitorio y terminaría conmigo.
Cuando atravesó el gran recinto y desapareció por el pasaje que conducía a la sala de maquinarías, me escurrí de mí escondite y crucé hacia la gran puerta, la más próxima de las tres que me separaban de la libertad.
Concentré mi mente sobre la cerradura y lancé las nueve ondas de pensamiento contra ésta. Aguardé sin respirar —y en ese momento la gran puerta se movió suavemente hacia mí— y se deslizó hacia un costado. Uno tras otro, los restantes portales se abrieron a mi orden. Woola y yo nos precipitamos hacía la oscuridad, libres y un poco mejor de lo que habíamos estado antes. Al menos teníamos el estómago lleno.
Deseosos de alejarnos enseguida de la sombra del formidable edificio, nos encaminamos hacia el primer cruce y procuramos dar con la carretera central tan pronto como nos fuera posible. La alcanzamos cerca del alba, y entrando en la primera construcción me puse a buscar a los moradores.
Había edificios bajos de cemento, cerrados con pesadas puertas infranqueables. Ni golpeando ni gritando obtuve respuesta. Fatigado y exhausto por la falta de descanso, me arrojé al suelo, ordenándole a Woola que vigilara.
Al rato, sus espantosos gruñidos me despertaron. Cuando abrí los ojos vi a tres marcianos rojos parados a poca distancia de donde nos encontrábamos, apuntándonos con sus rifles.
—Estoy desarmado y no soy enemigo —me apresuré a explicar—. He sido prisionero de los marcianos verdes y voy camino a Zodanga. Todo lo que pido es comida y descanso para mí y mi calot, y las instrucciones apropiadas para llegar a mi destino.
Bajaron sus rifles, avanzaron satisfechos hacia mí, y me pusieron —la mano derecha sobre el hombro izquierdo, según el saludo acostumbrado. Entonces me preguntaron muchas cosas acerca de mí y de mí deambular, y luego me llevaron a la casa de uno de ellos, que quedaba a poca distancia.
Los edificios donde había llamado esa mañana temprano estaban destinados sólo a provisiones y enseres agrícolas. La casa propiamente dicha se elevaba entre los árboles. Como todas las casas de los marcianos rojos, había sido elevada de noche, a unos quince metros del nivel de la superficie, sobre un inmenso eje redondo de metal que subía y bajaba dentro de un hueco practicado en el suelo. La operación se realizaba por medio de una pequeña máquina de radio que estaba en el recinto de entrada del edificio. De este modo, en lugar de molestarse con cerrojos y trabas en sus habitaciones, los marcianos rojos, simplemente se alejaban del peligro durante la noche. No obstante también, tenían medios especiales para bajarlos o subirlos desde el suelo cuando salían de viaje.
Estos seres, hermanos, vivían con sus esposas e hijos en tres casas similares de esa granja. No trabajaban, ya que eran funcionarios del gobierno, encargados de supervisar. El trabajo lo realizaban los penados, los prisioneros de guerra, los deudores y los solteros demasiado pobres para pagar el alto impuesto al celibato que exigían todos los gobiernos de Marte.
Eran la personificación de la cordialidad y la hospitalidad, de modo que pasé varios días con ellos, descansando y recuperándome de mis largas y arduas experiencias.
Cuando les conté mi historia —omití toda referencia a Dejah Thoris y al anciano de la planta productora de la atmósfera— me aconsejaron que me coloreara el cuerpo para parecerme más a su raza y así intentar encontrar empleo en Zodanga; en la armada o en el ejército.
—Tienes pocas probabilidades de que crean tu relato mientras no pruebes tu valía y te hagas amigos entre los nobles más encumbrados de la corte. Eso puedes lograrlo más fácilmente a través del servicio militar, ya que en Barsoom somos aficionados a la guerra —me explicó uno de ellos— y reservamos nuestros favores para los guerreros.
Cuando estuve listo para marcharme, me aprovisionaron con pequeños doats domesticados que todos los marcianos rojos usan para montar. Estos animales son mas o menos del tamaño de un caballo y mansos, pero por el color y la forma son una réplica exacta de sus congéneres salvajes.
Los hermanos me dieron aceite rojo para que me untara todo el cuerpo y uno de ellos me cortó el pelo, que me había crecido bastante, de acuerdo con la moda que predominaba en ese momento: cuadrado atrás y con flequillo adelante. Cuando terminaron, por mi aspecto podía pasar ya por un perfecto marciano rojo en cualquier lado de Barsoom. También cambiaron mis armas y ornamentos por otros propios de un caballero de Zodanga, de la casa de Ptor, que era el nombre de la familia de mis benefactores. Hecho esto me ciñeron al costado un pequeño bolso con dinero de Zodanga. El tipo de intercambio de Marte no es muy distinto al nuestro, excepto que las monedas son ovaladas. Los billetes son emitidos por los individuos, de acuerdo con las necesidades, y amortizados dos veces al año. Si alguien emite más de lo que puede amortizar, el gobierno paga por completo a sus acreedores y el deudor tiene que trabajar por esa suma en las granjas o en las minas, que son totalmente de propiedad del Estado. Esto les conviene a todos, excepto a los deudores, ya que es difícil obtener trabajadores voluntarios para las grandes y desoladas tierras cultivadas de Marte que se extienden como angostas franjas de polo a polo, a través de zonas inhóspitas habitadas por bestias salvajes y hombres más salvajes aún.
Cuando les dije que no sabía cómo retribuirles tanta gentileza me aseguraron que tendría muchas oportunidades si vivía lo suficiente en Barsoom. De este modo me despidieron y se quedaron mirándome hasta que me perdí de vista por la ancha carretera blanca.