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El combate en la arena

Lentamente recobré mi compostura y por fin, volví a intentar retirar las llaves del cadáver de mi antiguo carcelero. Pero cuando busqué en la oscuridad para localizarlo, descubrí con horror que había desaparecido. Entonces la verdad se me apareció como un relámpago: los dueños de esos ojos brillantes habían arrastrado mi premio lejos de mí para devorarlo en su guarida cercana. De ese modo habían estado esperando durante días, semanas y meses, toda esa horrible eternidad de mi encarcelamiento, para arrastrar mi propio cadáver y darse un festín.

Durante dos días no me trajeron comida, pero luego apareció un nuevo guardián y mi encarcelamiento siguió como antes. Sin embargo, no volví a permitir que mi razón se trastornara, a pesar de mi horrible situación.

Poco después de este episodio trajeron a otro prisionero y lo encadenaron cerca de mí. A la tenue luz de la antorcha vi que era un marciano rojo. Apenas pude esperar que se fuera el carcelero para entablar conversación. Cuando sus pasos dejaron de oírse saludé suavemente al marciano con una palabra de recibimiento: «koar».

—¿Quién eres, tú que hablas en la oscuridad? —me contestó

—John Carter, un amigo de los hombres rojos de Helium.

—Soy de Helium, pero no recuerdo tu nombre.

Entonces le conté mi historia tal cual la he relatado en este libro omitiendo mencionar mi amor por Dejah Thoris. Le alegró mucho tener noticias de la princesa de Helium. Parecía bastante persuadido de que ella y Sola podían haber llegado fácilmente a un lugar seguro. Dijo que conocía bien el lugar porque el paso que habían atravesado los guerreros warhooníanos, cuando nos descubrieron, era el único que usaban cuando se dirigían al sur.

—Dejah Thoris y Sola entraron por las colinas a menos de diez kilómetros de un gran acueducto y probablemente ahora estén a salvo —me aseguró.

Mi compañero de prisión era Kantos Kan, un padwar[2] de la flota de Helium. Había sido uno de los miembros de la expedición que había caído en poder de los Tharkianos, durante la cual habían capturado a Dejah Thoris. Me relató brevemente los sucesos que siguieron a la derrota de las naves.

Muy averiadas y casi incapaces de funcionar habían vuelto lentamente a Helium: pero mientras pasaban la ciudad vecina de Zodanga, la capital de los enemigos hereditarios de Helium entre los hombres rojos de Barsoom, habían sido atacados por un gran cuerpo de naves de guerra. Salvo la nave de la que procedía Kantos Kan, todas fueron destruidas y capturadas. Su nave fue perseguida durante días por tres de las naves de guerra de Zodanga, pero finalmente pudo escapar durante la oscuridad de una noche sin luna.

Treinta días después de la captura de Dejah Thoris, más o menos hacia nuestra llegada a Thark, su nave había llegado a Helium con un número aproximado de diez sobrevivientes de una tripulación original de setecientos oficiales y soldados. De inmediato se habían formado siete grandes flotas —cada una con cien poderosas naves de guerra— para que buscaran a Dejah Thoris. De estas naves se habían separado dos mil naves más pequeñas en la búsqueda inútil de la princesa perdida.

Dos comunidades de marcianos verdes fueron borradas de la superficie de Barsoom por una de las flotas vengadoras, sin que se encontraran rastros de Dejah Thoris. Habían estado buscando entre las hordas del norte y sólo en los últimos días habían extendido su búsqueda hacia el sur.

Kantos Kan había sido asignado a una de las pequeñas naves, manejadas por un solo hombre, y había tenido la desgracia de ser descubierto por los Warhoonianos mientras exploraba la ciudad. La valentía y temeridad de ese hombre ganaron mi mayor respeto y admiración. Había aterrizado solo, en las fronteras de la ciudad, y había entrado a pie en los edificios linderos a la plaza. Había explorado dos días con sus noches las habitaciones y las cárceles en busca de su amada princesa sólo para conseguir caer en manos del grupo de Warhoonianos cuando estaba por abandonar la ciudad, después de asegurarse de que Dejah Thoris no estaba cautiva allí.

Durante el período de nuestro encarcelamiento Kantos Kan y yo nos conocimos bien y trabamos una cálida amistad personal. Fueron sólo unos pocos días, sin embargo, al cabo de los cuales nos sacaron a rastras de la cárcel para llevarnos a los grandes juegos. Fuimos conducidos una mañana temprano al enorme anfiteatro que, en lugar de estar construido sobre la superficie del suelo, estaba debajo de ella. Estaba parcialmente lleno de escombros, de manera que era difícil determinar el tamaño que había tenido al principio. En sus condiciones actuales tenía capacidad para los veinte mil Warhoonianos que constituían las hordas en conjunto.

La pista era inmensa, pero extremadamente irregular y tosca. Alrededor de ella, los Warhoonianos habían apilado piedras de algunos de los edificios en ruinas de la antigua ciudad, para evitar que los animales o los cautivos escaparan de la arena. A cada extremo se habían construido jaulas para retenerlos hasta que les llegara el turno de encontrarse con una muerte horrible en la arena.

A Kantos Kan y a mí nos pusieron juntos en una de las jaulas. En las otras había calots salvajes, doats, zitidars furiosos, guerreros verdes y mujeres de otras hordas, además de una variedad de bestias feroces y salvajes de Barsoom que no había visto nunca. El estrépito de sus rugidos, gruñidos y chillidos era ensordecedor, y la apariencia formidable de cada uno de ellos era suficiente para hacer que el más intrépido de los corazones se sintiera sobrecogido.

Kantos Kan me explicó que, al finalizar el día uno de esos prisioneros ganaría su libertad y los otros yacerían muertos en la arena. Los ganadores de todos los encuentros del día competirían entre sí hasta que sólo quedaran vivos dos. El vencedor del último encuentro quedaba en libertad fuera hombre o animal. La mañana siguiente se volverían a llenar las jaulas con una nueva partida de víctimas, y así durante los diez días que duraban los juegos.

Poco después de haber sido enjaulados, el anfiteatro comenzó a llenarse y en menos de una hora todos los asientos disponibles estaban ocupados. Dak Kova con sus Jeds y jefes estaba sentado en el centro de uno de los costados de la pista, sobre una gran plataforma elevada.

A una señal de aquél, las puertas de dos jaulas se abrieron y una docena de mujeres verdes fueron conducidas al centro de la pista. Allí se le dio una daga a cada una y luego se soltó una jauría de doce calots o perros salvajes.

Cuando las bestias, gruñendo y echando espuma por la boca, se abalanzaron sobre las mujeres prácticamente indefensas, di vuelta el rostro. No me creía capaz de soportar esa horrible escena. Los gritos y risas de las hordas verdes daban prueba de la excelente calidad del espectáculo. Cuando volví la vista hacia la pista, pues Kantos Kan me dijo que había terminado todo, vi tres calots victoriosos gruñendo sobre el cuerpo de sus presas. Las mujeres se habían desempeñado bien.

Luego, un zitidar furioso fue lanzado sobre los perros que quedaban y el torneo siguió así a lo largo de todo ese horrible y tórrido día.

Durante el día fui enfrentado primero con hombres y después con bestias, pero como estaba armado con una espada larga y siempre superaba a mis adversarios en agilidad y por lo general en fuerza, gané el aplauso de la multitud sedienta de sangre. Hacia el final hubo gritos para que fuera sacado de la arena y se me hiciera miembro de las hordas de Warhoon.

Por último, quedamos tres de nosotros: un gran guerrero verde de alguna de las hordas del norte, Kantos Kan y yo. Los otros dos debían batirse y luego yo tendría que luchar con el vencedor por la libertad que se concedía al vencedor final.

Kantos Kan había luchado varias veces durante el día y, al igual que yo, había salido siempre victorioso, pero en algunas ocasiones con muy poco margen, especialmente cuando lo enfrentaban con los guerreros verdes. Tenía pocas esperanzas de que pudiera superar a su adversario gigante que había arrasado con todo lo que se le había puesto por delante durante el día. Medía cerca de cinco metros, mientras que Kantos Kan alcanzaba apenas los dos metros. Cuando avanzaban para encontrarse, vi por primera vez un truco de la esgrima marciana que hizo que la esperanza de vencer y vivir de Kantos Kan se cifrara en una sola jugada. Cuando estuvo a menos de siete metros del inmenso contrincante, llevó el brazo con que sostenía su espada hacia atrás por encima de su hombro y con un potente movimiento arrojó su arma de punta hacia el guerrero verde. La espada voló como una flecha y se clavó en el corazón del pobre demonio, que cayó sobre la arena.

Kantos Kan y yo teníamos que enfrentarnos, pero mientras, nos acercábamos para el encuentro le susurré que prolongara la batalla hasta cerca de la noche, con la esperanza de que pudiéramos encontrar algún modo de escapar. La horda, evidentemente, adivinó que no seríamos capaces de batirnos y gritaba enfurecida, ya que ninguno de los dos arriesgaba una estocada fatal.

Cuando vi la proximidad de la oscuridad, musité a Kantos Kan que clavara su espada entre mi brazo izquierdo y mi cuerpo. Cuando lo hizo, me tambaleé hacia atrás, sujetando fuertemente la espada con mi brazo. Así caí al suelo con el arma aparentemente saliendo de mi pecho. Kantos Kan se dio cuenta de mi estratagema y poniéndose rápidamente a mi lado puso su pie sobre mi cuello y apartando la espada de mi cuerpo me dio la estocada final —que, se suponía, debía atravesar la vena yugular— en el cuello. Sin embargo, en esta ocasión la hoja fría penetró en la arena de la pista sin causarme daño alguno. En la oscuridad que ya había caído sobre nosotros, nadie podría haber dicho que no había terminado conmigo realmente. Le dije que se fuera y reclamara su libertad y que luego me buscara en las montañas del este de la ciudad.

Cuando el anfiteatro se vació me deslicé furtivamente hacia la parte superior. Como la gran excavación quedaba lejos de la plaza y en un lugar inhabitado, tuve pocos problemas para alcanzar las montañas que se extendían más allá de la ciudad.