La huída
El resto de nuestro viaje no tuvo imprevistos. Estuvimos veinte días en la ruta, cruzando dos lechos de mares y atravesando o rodeando un número de ciudades en ruinas, bastante más pequeñas que Korad. Atravesamos dos veces los famosos acueductos marcianos, llamados canales por nuestros astrónomos terrestres. Cuando llegábamos a esos sitios, se enviaba a un guerrero a la delantera, provisto de un catalejo. Si no había una tropa considerable de marcianos rojos a la vista, nos acercábamos lo más posible sin correr el riesgo de ser vistos, y acampábamos hasta que oscureciera. Entonces nos aproximábamos cuidadosamente hasta las zonas cultivadas, y luego de localizar uno de los numerosos y anchos caminos que por lo general cruzan esas áreas, nos deslizábamos silenciosa y furtivamente hacia las tierras áridas del otro lado. Uno de esos cruces nos llevó cinco horas sin parar una sola vez y el otro llevó la noche entera, de modo que sólo abandonamos los confines de los campos cercados cuando empezaba a despuntar el sol.
No había hablado ni una sola vez con Dejah Thoris, ya que no me dio a entender ni una palabra de que sería bienvenido a su carro. Por mi parte, mi estúpido orgullo me impidió hacer intento alguno. Estoy convencido de que la actitud de un hombre con una mujer está en relación inversa con su valentía entre los hombres. El débil y el lelo tienen por lo general una gran habilidad para hechizar al sexo débil, mientras que un hombre de lucha, que puede hacerle frente a peligros reales sin temor alguno, se esconde en las sombras como un niño asustado.
A los treinta días de mi llegada a Barsoom entramos en la antigua ciudad de Thark, a cuya gente, olvidada desde mucho tiempo atrás, esta horda de hombres verdes había robado hasta el nombre. Las hordas Tharkianas sumaban alrededor de treinta mil almas y estaban divididas en veinticinco comunidades. Cada comunidad tenía su propio Jed y jefes menores, pero todas estaban bajo las órdenes de Tal Hajus, Jeddak de Thark. Cinco comunidades tenían sus cuarteles en la ciudad de Thark y las restantes estaban esparcidas entre otras ciudades desiertas del antiguo Marte, a lo largo y ancho del distrito gobernado por Tal Hajus.
Hicimos nuestra entrada en la gran plaza central por la tarde, temprano. No hubo saludos entusiastas de amistad hacia la expedición que regresaba. Los que por casualidad se veían nombraban a los guerreros o mujeres con los que estaban en contacto directo, con el saludo formal de su especie. Pero cuando descubrieron que la caravana traía dos cautivos el interés se incrementó y Dejah Thoris y yo fuimos el centro de atracción de los grupos.
Pronto se nos asignó nuevas habitaciones y el resto del día lo utilizamos en acomodarnos a las nuevas condiciones. Mi hogar ahora daba a una avenida que, proveniente del sur, salía a la plaza y era la arteria principal por la que habíamos marchado desde los límites de la ciudad. Estaba en el extremo opuesto de la plaza y tenía un edificio entero para mí solo. El mismo esplendor arquitectónico, característica tan notable de Korad, se evidenciaba en este lugar, solamente que en mayor escala y con más riqueza. Mis habitaciones podían haber alojado al más grande de los emperadores terráqueos, pero para estas extrañas criaturas, nada del edificio tenía importancia, excepto su tamaño y la inmensidad de sus recintos. Cuanto más grande era más deseable. Por eso, Tal Hajus ocupaba lo que podría haber sido un enorme edificio público. El más grande de la ciudad, pero completamente inepto para propósitos de residencia. El que le seguía en tamaño estaba reservado a Lorcuas Ptomel, el siguiente para el del de rango inmediato y así sucesivamente hasta el último de los cinco Jeds. Los guerreros ocupaban el edificio del caudillo a cuyas reservas pertenecían, pero, si era de su agrado, podían buscar refugio en cualquiera de los cientos de edificios abandonados en su propio barrio de la ciudad, estando asignada a cada comunidad una parte de la ciudad. La selección de edificios tenía que hacerse de acuerdo con esas divisiones, excepto en lo que concernía a los Jeds, que ocupaban los edificios que daban a la plaza.
Cuando había logrado finalmente poner mi casa en orden o, mejor dicho, ver que esto ya se había hecho, casi era el atardecer. Me apresuré a salir con la intención de encontrar a Sola y a las personas que tenía a su cargo, ya que había decidido mantener una conversación con Dejah Thoris y tratar de hacerle sentir la necesidad de darnos por lo menos una tregua hasta que pudiera encontrar una forma de ayudarla a escapar. Busqué en vano hasta que el borde superior del gran sol rojo estaba desapareciendo detrás del horizonte. Entonces pude ver la horrible cabeza de Woola que asomaba por una ventana de un segundo piso, en el lado opuesto de la misma calle en la cual tenía mis habitaciones, pero más cerca de la plaza.
Sin esperar una invitación, me abalancé hacia la rampa sinuosa que conducía al segundo piso. Al entrar en un gran recinto, Woola me recibió saludándome frenético. Se abalanzó sobre mí con todo su peso y casi me tira al suelo. Ese pobre viejo amigo se sentía tan feliz de verme que pensé que me devoraría. Su cabeza se partía de oreja a oreja en una sonrisa de duende que dejaba al descubierto sus tres hileras de colmillos. Calmándolo con una orden y una caricia, miré apresuradamente a través de la oscuridad, buscando un indicio de Dejah Thoris. Entonces, al no verla, la llamé. Hubo una respuesta como un susurro, que provenía del ángulo opuesto de la habitación. Con dos zancadas rápidas me puse a su lado. Estaba agachada entre las pieles y sedas, sobre un asiento antiguo de madera tallada. Como me quedé esperando, se levantó y mirándome a los ojos dijo:
—¿Qué quiere Dotar Sojat, Tharkiano, de su cautiva Dejah Thoris?
—Dejah Thoris; no sé qué he hecho para enojarte. Lejos de mí estaba herirte u ofenderte. Siempre he deseado protegerte y reconfortarte. No sabrás de mí si esa es tu voluntad: pero no es un pedido, sino una orden, el que debes ayudarme a lograr que te fugues, si tal cosa es posible. Cuando estés otra vez a salvo en la corte de tu padre, puedes hacer conmigo lo que te plazca; pero desde este momento hasta ese día, soy tu dueño y debes obedecerme y ayudarme.
Me miró larga y seriamente y pensé que sus sentimientos hacia mí eran mejores.
—Entiendo tus palabras, Dotar Sojat, pero no te entiendo a ti. Eres una extraña mezcla de niño y hombre, de bruto y noble. Sólo deseo poder leer tu corazón.
—Mira a tus pies, Dejah Thoris, ahí yace ahora ahí ha estado desde la otra noche en Korad y ahí estará siempre, latiendo sólo por ti hasta que la muerte lo acalle para siempre.
Dio un pequeño paso hacia mí con sus manos extendidas en un gesto extraño y dubitativo.
—¿Qué quieres decir, John Carter? —musitó—. ¿Qué me estás diciendo?
—Te estoy diciendo lo que me había prometido no decirte, al menos hasta que no fueras más una cautiva de los hombres verdes. Lo que había pensado no decirte nunca, por la actitud que adoptaste hacia mí durante los últimos veinte días. Te estoy diciendo, Dejah Thoris, que soy tuyo en cuerpo y alma, para servirte, para pelear por ti y morir por ti. Sólo te pido algo como respuesta y es que no me des señal alguna, ya sea de reprobación o aprobación a mis palabras, hasta que estés a salvo entre tu propia gente, y que cualquiera que sea el sentimiento que abrigues hacia mí, que no se vea influido ni teñido por la gratitud. Lo que sea que haga por ti será solamente por motivos egoístas, ya que me brinda más placer el servirte que el no hacerlo.
—Respetaré tus deseos, John Carter, porque entiendo tus motivos, y acepto tus servicios con la misma voluntad con que me someto a tu autoridad. Tus palabras serán ley para mí. Ya dos veces te he interpretado mal y de nuevo te pido que me perdones.
La entrada de Sola impidió que la conversación se prolongara en cuestiones personales. Ésta se hallaba muy agitada y había perdido por completo su acostumbrada calma y autodominio.
—Esa horrible Sarkoja ha estado con Tal Hajus —gritó—, y por lo que escuché en la plaza hay pocas esperanzas para ustedes dos.
—¿Qué decían? —preguntó Dejah Thoris.
—Que serán arrojados a los calots[1], en el gran circo, tan pronto como las hordas se hayan reunido en asamblea, para los juegos anuales.
—Sola —dije—: Eres una Tharkiana, pero odias y aborreces las costumbres de tu gente tanto como nosotros. ¿No nos quieres acompañar en un esfuerzo supremo por escapar? Estoy seguro de que Dejah Thoris podrá ofrecerte hogar y protección entre su gente. Tu destino no podrá ser peor entre ellos que lo que siempre será aquí.
—Sí —gritó Dejah Thoris— ven con nosotros, Sola. Estarás mucho mejor entre nosotros, los hombres rojos de Helium, que lo que estás aquí, y puedo prometerte no sólo un hogar, sino el amor y afecto que tu naturaleza necesita y que siempre te fue negado por las costumbres de tu propia raza. Ven con nosotros. Sola; podríamos irnos sin ti, pero tu destino sería terrible si ellos pensaran que has consentido en ayudarnos. Creo que ni siquiera por ese temor intentarías interferir nuestra fuga. Pero te queremos con nosotros, queremos que vengas a una tierra donde brilla el sol y hay felicidad, entre gente que conoce el significado del amor, de la simpatía y de la gratitud. Di que sí, Sola, dime que quieres venir.
—El gran acueducto que conduce a Helium está a sólo setenta y cinco kilómetros al sur —musitó Sola, como para sí misma—. Un doat rápido podría hacerlo en tres horas. Luego, de allí a Helium hay setecientos cincuenta kilómetros. La mayor parte del camino a través de distritos espaciados. Podrían enterarse, y seguirnos. Nos podríamos esconder entre los grandes árboles por un tiempo, pero las posibilidades de fuga son demasiado reducidas. Nos seguirían hasta los portales mismos de Helium, sembrando la muerte a cada paso; ustedes no los conocen.
—¿No hay otra forma de llegar a Helium? —pregunté—. ¿No puedes trazarme a grandes rasgos un mapa del territorio que debemos cruzar, Dejah Thoris?
—Sí —contestó, y tomando un gran diamante de su cabeza dibujó sobre el mármol del piso el primer mapa que veía del territorio Barsoomiano. Estaba cruzado en todas direcciones por largas líneas rectas, a veces paralelas y a veces convergentes en grandes círculos. Las líneas, según dijo, eran acueductos; los círculos, ciudades. El extremo noroeste de donde estábamos lo marcó como Helium.
Había otras ciudades cercanas; pero, según dijo, temía entrar en muchas de ellas, ya que no todas mantenían relaciones amistosas con la ciudad de Helium.
Por último, después de estudiar cuidadosamente el mapa a la luz de la luna, que en ese momento inundaba la habitación, señalamos un acueducto del extremó norte de donde estábamos y que también parecía conducir a Helium.
—¿No atraviesa el territorio de tu abuelo? —pregunté.
—Sí —contestó—, pero está a trescientos kilómetros al norte de donde estamos. Es uno de los acueductos que cruzamos en el viaje hacia Thark.
—Nunca sospecharían que tratamos de cruzar por ese distante acueducto —contesté—, y es por eso que creo que es la mejor ruta para nuestra fuga.
Sola estuvo de acuerdo conmigo y se decidió que abandonaríamos Thark esa misma noche; es decir tan pronto como yo pudiera encontrar y ensillar mis doats. Sola montaría uno y Dejah Thoris y yo el otro. Cada uno de nosotros llevaría la suficiente comida y bebida para dos días, ya que no se les podía exigir a los animales que anduvieran muy rápido tan largo trecho.
Indiqué a Sola que se adelantara con Dejah Thoris por una de las avenidas menos frecuentadas, hacia la frontera sur de la ciudad, donde las alcanzaría con mis doats, tan pronto como me fuera posible. Dejándolas para que prepararan la comida, sedas y pieles que necesitaríamos, me deslicé cautelosamente hacia la parte trasera del primer piso y entré en el patio, donde nuestros animales se movían sin cesar, como era su costumbre antes de dormir por la noche.
En las sombras de los edificios y fuera de la luz de las lunas marcianas, se movía la manada de doats y zitidars, estos últimos gruñendo con sus sonidos guturales y, los primeros, emitiendo el agudo chillido que denotaba el casi habitual estado de furia en el que estas criaturas pasaban su existencia. Estaban más calmados ahora, debido a la ausencia de hombres, pero ni bien me olfatearon se inquietaron y aumentó el horrible barullo que hacían. Era un trabajo arriesgado, entrar en una cuadra de doats, solo y de noche. Primero porque el barullo que aumentaba podría alertar a los guerreros que estuvieran cerca, de que algo andaba mal, y segundo porque la más mínima razón o sin razón alguna, algún inmenso doat podría decidir por su cuenta embestirme.
Como no tenía ningún deseo de despertar su temperamento desagradable en una noche como ésa, en la que tantas cosas dependían del secreto y la celeridad, me coloqué cerca de las sombras de los edificios, preparado para saltar y ocultarme en una puerta o ventana a la menor señal de peligro. Así, me desplacé silenciosamente hacia las grandes cercas que se abrían a la calle en la parte de atrás del patio, y mientras me acercaba a la salida llamé suavemente a mis dos animales, ¡cómo agradecía a la providencia, que me había otorgado la perspicacia de ganarme el amor y la confianza de estas bestias salvajes! En ese momento, en el lado opuesto del patio vi dos grandes bultos que se abrían paso hacia mí entre las moles de carne que había de por medio.
Se me acercaron y frotaron sus hocicos contra mi cuerpo buscando la comida que acostumbraba darles como recompensa. Abriendo las cercas ordené a las dos grandes bestias que salieran, y luego, deslizándome cautelosamente detrás de ellas, cerré los portales.
No ensillé ni monté allí a los animales, sino que caminé silenciosamente a la sombra de los edificios hacia una avenida poco frecuentada que conducía hacia el lugar en el que había convenido en encontrarme con Dejah Thoris y Sola. Con el silencio de los espíritus incorpóreos, avanzamos furtivamente por las calles desiertas.
Hasta que no tuvimos a la vista la llanura que se extendía más allá de la ciudad, no comencé a respirar libremente. Estaba seguro de que Dejah Thoris y Sola no tendrían ninguna dificultad en llegar al lugar de nuestra cita sin ser descubiertas. Pero, con mis grandes doats, no estaba tan seguro de mí mismo, ya que era bastante inusual que los guerreros abandonaran la ciudad después que oscurecía, pues en realidad no tenían dónde ir, a no ser que hubiera una larga cabalgata de por medio.
Llegué al punto de reunión a salvo; pero como Dejah Thoris y Sola no estaban allí, conduje a mis animales hacia la entrada de uno de los edificios más grandes. Como presumía que alguna de las mujeres de la misma casa podía haberse puesto a conversar con Sola y hacer que demorase en salir, no me sentí demasiado inquieto; pero cuando transcurrió cerca de una hora sin noticias de ellas, y cuando otra media hora pasó lentamente, empecé a ponerme nervioso. Entonces, en el silencio de la noche se oyó el rumor de un grupo que se acercaba y que, por el ruido me di cuenta de que no podían ser fugitivos deslizándose furtivamente hacia la libertad. El grupo pronto estuvo cerca de mí, y desde las sombras de la puerta del edificio donde yo estaba pude ver a unos guerreros montados que, al pasar, dejaron oír una docena de palabras que hicieron que el corazón se me viniera a la boca.
«Podría haber dispuesto encontrarse con ellas fuera de la ciudad y por lo tanto…». No oí más, pues ya habían pasado, pero fue suficiente. Nuestro plan había sido descubierto. Las posibilidades de escapar de ahora en adelante del terrible final que nos esperaba serían por demás escasas. Mi única esperanza era regresar sin ser descubierto a las habitaciones de Dejah Thoris y saber qué le había sucedido. Pero hacerlo con esos inmensos doats conmigo, ahora que la ciudad estaría alborotada por la noticia de mi fuga, no era problema insignificante.
De pronto se me ocurrió una idea. Actuando de acuerdo con mis conocimientos sobre la construcción de los edificios de esas antiguas ciudades marcianas, que tienen un patio en el centro de cada manzana, tanteé a ciegas mi camino a través de los oscuros recintos y llamé a los doats para que me siguieran. Estos tuvieron dificultades para pasar algunas de las puertas, pero como todos los edificios principales de la ciudad eran de grandes dimensiones, pudieron deslizarse a través de ellos sin atascarse. Por último llegaron al patio interior, donde, como suponía, encontré la acostumbrada alfombra de vegetación similar al musgo que podría proveerles de comida y bebida hasta que los regresara a su propio corral. Estaba seguro de que estarían tan tranquilos y contentos como en cualquier otro lugar y no existía ni la más remota posibilidad de que fueran descubiertos, ya que los hombres verdes no tenían muchas ganas de entrar a esos edificios de las afueras de la ciudad porque eran frecuentados por lo que creo que es la única cosa que les causa miedo: los grandes simios blancos de Barsoom.
Les quité los arneses y los oculté en el vano de la puerta trasera del edificio por la cual habíamos llegado al patio. Dejé sueltos a los doats y me abrí paso rápidamente a través del patio hacia la parte trasera de los edificios que estaban del otro lado. De allí desemboqué en la avenida que estaba más allá, y esperé en la puerta del edificio hasta asegurarme que nadie se acercaba. Entonces me apresuré a cruzar al lado opuesto y entré por la primera puerta del patio que estaba más allá. Así, atravesando patio tras patio, con la única aunque remota posibilidad de ser descubierto que traía aparejado el necesario cruce de las avenidas, llegué al patio de la parte trasera de los cuartos de Dejah Thoris.
Allí, por supuesto, encontré las bestias de los guerreros que habitaban en los edificios adyacentes y podía esperar encontrarme con los guerreros mismos si entraba, pero afortunadamente tenía otro medio más seguro de llegar a la parte superior, donde se encontraría Dejah Thoris. Después de determinar con la mayor precisión posible cuál era el edificio que ocupaba, ya que nunca lo había mirado desde el lado del patio, me valí de mi relativa fuerza y agilidad y salté hasta aferrarme del borde de una ventana del segundo piso que yo pensaba que daba a la parte de atrás de su habitación. Me arrojé, pues, dentro del recinto y avancé furtivamente hacía la parte de adelante del edificio. Al llegar a la puerta de su habitación me percaté por las voces que venían desde adentro, de que allí había alguien.
No entré precipitadamente, sino que me detuve a escuchar para asegurarme que fuera Dejah Thoris y que no hubiera peligro alguno al entrar. Gracias a Dios tomé esta precaución, ya que la conversación que escuché fue en los tonos guturales de los hombres, y las palabras que me llegaron me advirtieron a tiempo. El que hablaba era un jefe y estaba dando órdenes a cuatro de sus guerreros.
—Cuando regrese a este recinto —estaba diciendo— como seguramente hará cuando vea que ella no acude a encontrarse con él en los bordes de la ciudad, ustedes cuatro saltan sobre él y lo desarman. Esto requerirá la fuerza combinada de todos ustedes, si el informe que trajeron de regreso de Korad es cierto. Cuando lo tengan bien sujeto, llévenlo a las cuevas que hay debajo de los cuartos de los Jeddaks y encadénenlo, asegurándolo bien, donde pueda ser encontrado cuando Tal Hajus lo necesite. No le permitan hablar con nadie, ni dejen que nadie entre a esta habitación antes que él llegue. No hay peligro de que la chica regrese, ya que a esta hora debe de estar a salvo en los brazos de Tal Hajus. Todos sus antepasados pueden compadecerse de ella, ya que Tal Hajus no lo hará. La gran Sarkoja ha hecho un buen trabajo esta noche. Me marcho, pero si fracasan en su captura, cuando venga encomendaré sus cadáveres al frío seno del río Iss.