La historia de Sola
Cuando volví en mí —pronto supe que no había estado desvanecido más que un momento—, salté rápidamente en busca de mi espada. Allí la encontré, hundida hasta la empuñadura en el pecho verde de Zad, quien yacía muerto como una roca sobre el musgo ocre del antiguo lecho del mar. Cuando recobré el sentido por completo, me di cuenta que su arma me traspasaba la parte izquierda del pecho, pero solamente a través de la carne y los músculos que recubren las costillas, pues había penetrado cerca del centro de mi pecho y salía por debajo del hombro. Al embestir sobre él me había vuelto y de ese modo su espada sólo pasó debajo de mis músculos causándome dolor pero no una herida peligrosa.
Saqué su espada de mi cuerpo y también recobré la mía, y dándole la espalda a su horrible cadáver me dirigí enfermo, dolorido y disgustado hacia el carro donde estaban mis reservas y pertenencias. Un rumor de aplausos marcianos me saludó, pero no les presté atención. Sangrante y débil llegué donde estaban mis mujeres, quienes acostumbradas a tales eventos. Vendaron mis heridas y me aplicaron las maravillosas drogas cicatrizantes y medicinales que obran instantáneamente sobre los golpes mortales. Porque cuando la mujer marciana interviene, la muerte tiene que batirse en retirada. Pronto me tuvieron bien vendado, y excepto la debilidad que me causaba la pérdida de sangre y el leve dolor de las heridas, no sufrí mucho a causa de aquella estocada, que de haber sido tratada con métodos humanos me habría dejado postrado durante días, sin duda alguna.
Tan pronto como terminaron conmigo, me apresuré a llegar hasta el carro de Dejah Thoris, donde encontré a mi pobre Sola con el pecho vendado, pero aparentemente no muy maltrecha por su encuentro con Sarkoja, cuya daga, al parecer, había golpeado contra el borde de uno de los ornamentos de metal del pecho de Sola, y así, desviado, había infligido apenas una leve herida a flor de piel. Al acercarme encontré a Dejah Thoris postrada sobre sus sedas y pieles, deshaciéndose en sollozos. No notó mi presencia ni me oyó hablar con Sola que estaba a poca distancia del vehículo.
—¿Está ofendida? —le pregunté a Sola, señalando a Dejah Thoris con una inclinación de cabeza.
—No —me contestó—; piensa que estás muerto.
—Y que el gato de su abuela no tendrá ahora quien le limpie los dientes —bromeé sonriendo.
—Creo que estás equivocado respecto de ella —dijo Sola—. No entiendo ni sus costumbres ni las tuyas, pero estoy segura de que la nieta de diez mil Jeddaks nunca se apesadumbraría de esta forma por la muerte de alguien que considerara por debajo de ella, y menos aún por quien no abrigase las más elevadas intenciones en cuanto a sus sentimientos. Pertenece a una raza orgullosa, de seres justos, como todos los Barsoomianos; pero tú debes de haberla herido u ofendido tan cruelmente, que no puede admitir tu existencia, aunque lamente tu muerte. Las lágrimas son algo raro en Barsoom, y por lo tanto no es difícil interpretarlas. Solamente he visto llorar a dos personas en toda mi vida, además de Dejah Thoris, una, por pena; la otra, por rabia contenida. La primera fue mi madre, muchos años antes que la mataran; la otra fue Sarkoja, cuando hoy la arrancaron de mi lado.
—¡Tú madre! —Exclamé—. Pero Sola. ¡No puedes haber conocido a tu madre, pequeña!
—Pero la conocí, y a mi padre también —agregó—. Si gustas oír la extraña y poco Barsoomiana historia, ven esta noche a mi carro, John Carter, y te hablaré de lo que nunca be hablado en toda mi vida. Ahora se ha dado la señal para continuar la marcha. Debes irte.
—Iré esta noche, Sola —prometí—. No te olvides de decirle a Dejah Thoris que estoy vivo y a salvo. No la molestaré en absoluto. No le digas que la he visto llorar. Si quiere hablar conmigo, espero que me lo haga saber.
Sola montó en su carro, que ya estaba colocándose en su lugar dentro de la formación, y yo me apresuré a dirigirme hacia donde estaban aguardándome, galopando para ocupar mi lugar al lado de Tars Tarkas a la retaguardia de la columna.
Esa noche acampamos al pie de las montañas hacia las que nos habíamos estado acercando durante dos días y que marcaban el límite sur de ese mar específico. Nuestros animales habían pasado dos días sin beber, y no habían tenido agua por dos meses, desde poco después de dejar Thark. Como Tars Tarkas me había explicado, necesitaban poca agua y podían vivir casi indefinidamente del musgo que cubre Barsoom el cual, según me dijo, mantenía en sus pequeños tallos la humedad suficiente para satisfacer la limitada necesidad de los animales.
Después de mi comida de la tarde, hecha de queso y leche vegetal, busqué a Sola, a quien encontré trabajando a la luz de una antorcha con algunos adornos de Tars Tarkas. Levantó la cabeza cuando me acerqué, y vi su rostro iluminado por el placer en señal de bienvenida.
—Me alegro de que hayas venido —me dijo—. Dejah Thoris está durmiendo y yo estoy sola. No le importo a mi propia gente, John Carter. ¡Soy tan distinta de ellos! Es un destino triste, ya que tengo que vivir entre ellos. Muchas veces desearía ser una verdadera marciana verde, sin amor y sin esperanzas; pero conocí el amor, y por eso estoy perdida. Prometí contarte mi historia o, mejor dicho, la historia de mis padres. Por lo que sé de ti y de las costumbres de tu gente, estoy segura de que el relato no te parecerá extraño. Pero entre los marcianos verdes no tiene paralelo hasta donde alcanza la memoria de los Tharkianos vivientes más viejos, ni tienen nuestras leyendas relatos similares.
Mi madre era más bien pequeña; muy pequeña, en realidad, para que se le permitieran las responsabilidades de la maternidad, ya que nuestros jefes procrean especialmente por tamaño. Siempre fue menos fría y cruel que la mayoría de las marcianas verdes, y como poco le importaba estar con ellos, por lo general vagaba sola por las calles desiertas de Thark, o iba a sentarse entre las flores salvajes que crecen en las montañas cercanas, pensando y deseando cosas que sólo yo, entre las mujeres Tharkianas actuales, puedo entender, ya que soy su hija.
»Allí, entre las montañas, se encontró con un joven guerrero cuyo deber era cuidar a los zitidars y doats que pastaban, para que no se fueran más allá de las montañas. Primero hablaron solamente de cosas comunes a los intereses de la población de Thark, pero gradualmente, cuando comenzaron a encontrarse con más frecuencia y —como ya era bastante evidente para ambos— ya no por casualidad, dieron en hablar de sí mismos, de sus gustos, sus ambiciones y sus deseos. Ella se confió a él y le habló de la horrible repugnancia que sentía por las crueldades de su especie, por la terrible vida que debían llevar siempre, y luego esperó que una tormenta de reproches saliera de sus fríos, duros labios. Pero en lugar de eso, él la tomó en sus brazos y la besó.
»Mantuvieron su amor en secreto durante seis largos años. Ella, mi madre, era de la reserva del gran Tal Hajus, mientras que su amante era un simple guerrero que solamente portaba sus propias armas. Si su deserción de las tradiciones de los Tharkianos hubiera sido descubierta, ambos habrían pagado la pena en el ruedo, ante Tal Hajus y sus hordas reunidas.
»El huevo del que provengo fue escondido debajo de una gran vasija de vidrio sobre la más alta e inaccesible de las torres parcialmente en ruinas de la antigua Thark. Mi madre la visitó una vez por año durante los cinco largos años en que yací en período de incubación. No se atrevía a ir con más frecuencia, ya que por su conciencia culpable, temía que cada uno de sus movimientos fuera vigilado. Durante ese período mi padre alcanzó gran prestigio como guerrero y ganó las armas de varios caudillos. Su amor por mi madre jamás disminuyó, y la única ambición de su vida fue la de llegar incluso a arrebatarle las armas al mismo Tal Hajus y así, como gobernador de Thark ser libre de reclamarla como su propia mujer y poder proteger por el poder de su fuerza a la hija que de otra forma sería destrozada rápidamente cuando la verdad se descubriera.
Era un sueño absurdo el de arrebatarle las armas a Tal Hajus en cinco cortos años, pero sus avances eran rápidos y pronto consiguió una alta posición en el consejo de Thark. No obstante, un día la posibilidad se perdió para siempre —al menos en cuanto a hacer tiempo para salvar a sus seres queridos—, ya que lo mandaron al exterior, en una larga expedición hacia el polo sur, para declarar la guerra a los nativos y apoderarse de sus pieles. Esa es la forma de vida de los Barsoomianos verdes: no trabajan por algo que pueden arrebatar a otros en una batalla.
»Mi padre estuvo ausente durante cuatro años. Cuando regresó, ya todo había terminado tres años antes; ya que alrededor de un año después de su partida y poco antes del momento de regreso de una expedición en búsqueda de los frutos de la incubadora de una comunidad, el huevo había empollado. Después de eso mi madre siguió manteniéndome en la vieja torre, visitándome todas las noches y prodigándome todo el amor que la vida de la comunidad nos hubiera robado a ambas.
»Ella esperaba mezclarme en la expedición de la incubadora con los otros pequeños asignados a los cuarteles de Tal Hajus, y así escapar del destino que seguramente seguiría al descubrimiento de su pecado contra las antiguas tradiciones de los marcianos verdes.
»Me enseñó rápidamente el lenguaje y las tradiciones de mi especie, y una noche me contó la historia que te he contado a ti hasta este momento, insistiendo en la necesidad de mantenerla en absoluto secreto y el gran cuidado que debía tener cuando me colocara entre los otros jóvenes Tharkianos para que nadie pudiera descubrir que estaba mucho más adelantada en educación que los demás. Tampoco debía demostrar delante de otros mi afecto por ella ni mi conocimiento de su parentesco. Luego, acercándome hacia ella, me susurró al oído el nombre de mi padre.
»Entonces, una luz brilló en la oscuridad de la torre: allí estaba Sarkoja, con sus ojos encendidos y malignos y el rostro demudado por el asco y el desprecio que sentía hacia mi madre. El torrente de odio e injurias que volcó sobre ella hizo que mi corazón se paralizara de pánico. Aparentemente había escuchado todo el relato, y su presencia allí, aquella noche nefasta, era prueba de que había sospechado de mi madre debido a sus largas ausencias nocturnas de sus habitaciones.
»No había oído ni conocía una cosa: el nombre de mi padre, lo cual era evidente por sus repetidas exigencias para que mi madre le revelase el nombre de su compañero en el pecado. Pero no había injuria ni amenaza que pudiera arrancárselo. Para salvarme de una tortura innecesaria mintió, ya que le dijo a Sarkoja que solamente ella lo sabía y que ni siquiera a su hija se lo había dicho. Con imprecaciones, Sarkoja se apresuró a salir para informarle a Tal Hajus de su descubrimiento, y mientras estaba ausente, mi madre, envolviéndome en sus sedas y pieles de forma que pasara inadvertida, descendió a la calle y corrió desesperadamente hacia las afueras de la ciudad en dirección al sur, hacia el hombre a quien no podía pedir ayuda, pero en cuyo rostro quería mirarse una vez más antes de morir.
»Cuando llegábamos al límite sur de la ciudad, percibimos un ruido a través del suelo musgoso. Provenía del único paso que existía en las montañas que conducían a la entrada de la ciudad. El paso por el cual entraban todas las caravanas, viniesen del Norte, del Sur, del Este o del Oeste. El ruido que oíamos era el gruñido de los doats, el rugido de los zitidars y el ocasional choque de las armas que anunciaban la proximidad de una tropa de guerreros. Se había formado la idea de que era mi padre quien regresaba de su expedición, pero la astucia natural de los harkianos la retuvo de volar precipitadamente y sin pensarlo a saludarlo.
»Refugiada en las sombras de un zaguán, esperó la llegada de la caravana que pronto entró en la ciudad, rompiendo su formación y atestando la calle de pared a pared. Cuando la cabeza de la procesión nos pasó, la luna más lejana pendía clara sobre los tejados e iluminaba la escena con todo el brillo de su maravillosa luz. Mi madre retrocedió aun más en las sombras amigas, y desde su escondite vio que la expedición no era la de mi padre, sino la caravana que regresaba trayendo los pequeños Tharkianos. Instantáneamente trazó su plan, y cuando un gran carro pasó cerca de nosotros, se deslizó a hurtadillas por la parte trasera, agachándose en la sombra del costado alto y apretándome contra su pecho enloquecida de amor.
»Ella sabía lo que yo no: que nunca más, después de eso, podría estrecharme contra su pecho, y que tampoco podríamos volver a mirarnos a la cara. En la confusión me mezcló con los otros niños, cuyos guardianes durante el viaje habían quedado libres, ahora, de su responsabilidad. Juntos fuimos arrastrados a una gran habitación, mantenidos por mujeres que no habían acompañado la caravana, y al día siguiente estábamos repartidos entre las reservas de los caudillos.
»Nunca volví a ver a mi madre después de esa noche, pues fue encarcelada por orden de Tal Hajus. Todas las presiones, inclusive las torturas más vergonzosas y horribles que se le infligían eran para arrancar de sus labios el nombre de mi padre. Sin embargo, ella permaneció inmutable y leal, muriendo entre las carcajadas de Tal Hajus y sus caudillos durante una de las horribles torturas que debió soportar.
»Más tarde me enteré de que les había dicho que me había matado para salvarme de un destino similar en sus manos y que había arrojado mi cuerpo a los simios blancos. Sólo Sarkoja no le creyó y hasta el día de hoy siento que sospecha mi verdadero origen, pero no se atreve a decírmelo, estoy segura, porque también imagina la identidad de mi padre.
»Cuando él regresó de su expedición se enteró del destino de mi madre. Yo estaba presente mientras Tal Hajus se lo contaba, pero jamás el temblor de un músculo reveló la mínima emoción: simplemente no rió cuando Tal Hajus le describió con deleite los pormenores de su muerte. Desde ese momento fue cruel como el que más, pero yo espero el día en que logre su meta y sienta el cadáver de Tal Hajus bajo su pie; porque estoy tan segura de que no hace más que esperar la oportunidad para descargar su terrible venganza y de que su gran amor se conserva tan vivo en su pecho como la primera vez que lo transformó, hace unos cuarenta años, como lo estoy de hallarme sentada ahora a orillas de un antiguo océano mientras el resto de la gente duerme, John Carter.
—Y tu padre, Sola, ¿está con nosotros ahora? —le pregunté.
—Sí, pero no sabe quién soy yo, ni sabe quién denunció a mi madre ante Tal Hajus. Sólo yo sé el nombre de mi padre; y sólo yo, Tal Hajus y Sarkoja sabemos que fue ésta quien delató a la mujer a quien él amaba, ocasionándole una muerte tan horrible.
Nos quedamos en silencio un momento, ella hundida en sus amargas reflexiones acerca de su horrible pasado y yo apesadumbrado por las pobres criaturas a quienes las costumbres sin sentimientos y humanismo de su raza habían condenado a una vida sin amor, de crueldad y de odio.
—John Carter —dijo ella, entonces—, si alguna vez un hombre verdadero caminó por el frío y muerto lecho de Barsoom, ése eres tú. Eres alguien en quien se puede confiar, y porque esta información puede llegar a ayudarnos algún día a ti, a él, a Dejah Thoris o a mí, te voy a decir el nombre de mi padre sin imponerte ninguna restricción para que no hables. Cuando llegue el momento, di la verdad, si crees que eso es lo mejor. Confío en ti porque sé que no estás maldito por la terrible costumbre de decir la verdad absoluta y total, y porque podrías mentir como un caballero de Virginia si con ello salvas a otros del dolor y el sufrimiento. El nombre de mi padre es Tars Tarkas.