Una lucha a muerte
Mi primer impulso fue el de declararle mi amor, pero enseguida pensé en su estado de impotencia, en que sólo yo podía aliviar el peso de su cautiverio y protegerla, con lo poco que tenía, contra los miles de enemigos hereditarios que debería enfrentar cuando llegáramos a Thark. No podía arriesgarme a provocarle un nuevo dolor o pesadumbre declarándole un amor que con toda seguridad ella no correspondería. De ser yo tan indiscreto, su situación sería todavía más insostenible que en ese momento. El pensamiento de que ella pudiera creer que yo me aprovechaba de su debilidad para influir sobre su decisión, fue el último argumento que selló mis labios.
—¿Por qué estás tan callada, Dejah Thoris? —pregunté—. Posiblemente prefieras regresar con Sola a tus habitaciones.
—No —musitó—. Soy feliz aquí. No sé por qué, John Carter, siempre que estás conmigo, aunque eres un extraño, estoy feliz y contenta. En esos momentos me parece que estoy a salvo y que, contigo regresaré pronto a la corte de mi padre y sentiré sus fuertes brazos estrecharme y las lágrimas y besos de mi madre en mi mejilla.
—Entonces, ¿la gente se besa aquí, en Barsoom? —le pregunté— cuando me hubo explicado la palabra que había usado, después de preguntarle yo su significado.
—Padres y hermanos, sí; y amantes —añadió en tono bajo y dubitativo.
—Y tú, Dejah Thoris, ¿tienes padres y hermanos?
—Sí.
—¿Y un… amante?
Se quedó callada y por lo tanto no me atreví a repetir la pregunta.
—El hombre de Barsoom —dijo finalmente— no hace preguntas personales a las mujeres, excepto a su madre y a la mujer por la que ha luchado y cuyo corazón ha ganado.
—Pero yo he peleado —comencé, y en ese mismo momento deseé que me hubieran arrancado la lengua, ya que cuando me di cuenta y dejé de hablar se dio la vuelta y sacándose las sedas de sus hombros me las devolvió y sin una palabra y con la cabeza erguida se alejó con el porte de una reina hacia la plaza y la entrada de sus habitaciones.
No intenté seguirla. Simplemente verifiqué que llegara a salvo al edificio, e indicándole a Woola que la acompañara, me volví desconsoladamente y entré en mi propia casa. Estuve horas sentado cruzado de piernas y malhumorado sobre mis sedas, pensando en los extraños caprichos que el destino nos juega a esos pobres diablos que somos los mortales.
¡Eso era el amor! Le había escapado durante todos los años en que había viajado por los cinco continentes y sus mares, a pesar de las mujeres hermosas y los instintos, a pesar del deseo a medias de amar y la constante búsqueda de mi ideal. ¡Y ni sino era enamorarme con todas mis fuerzas y sin esperanzas de una criatura de otro mundo, de una especie muy similar, pero no igual a la mía! Una mujer que había salido de un huevo y cuyo promedio de vida podía pasar los mil años; y cuyo pueblo tenía costumbres e ideas extrañas. Una mujer cuyos deseos, placeres, conceptos de la virtud y del bien y del mal podían diferir tanto de los míos como lo hacían los de los marcianos verdes.
La mañana que partimos hacia Thark amaneció clara y cálida, como sucede todas las mañanas en Marte, excepto en los seis meses en que la nieve se derrite en los polos.
Busqué a Dejah Thoris en la multitud de carros que partían, pero me volvió la espalda y puede ver que la sangre le subía a las mejillas. Con la tonta contradicción del amor, me mantuve callado cuando podría haber alegado desconocer la naturaleza de mi ofensa, o al menos su gravedad, y haber intentado, en el peor de los casos, una reconciliación a medias.
Mi deber me dictaba que tenía que verificar que estuviera cómoda y, por lo tanto, inspeccioné su carro y ordené sus pieles y sedas. Al hacerlo me di cuenta con horror de que estaba fuertemente encadenada de un tobillo al costado del carro.
—¿Qué significa esto? —grité volviéndome hacia Sola.
—Sarkoja pensó que sería mejor —me contestó, haciéndome notar con su expresión que no aprobaba el procedimiento.
Examiné los grilletes y vi que tenían una cerradura de resorte.
—¿Dónde está la llave, Sola? Dámela.
—La tiene Sarkoja, John Carter —me contestó.
Me volví sin decir palabra y busqué a Tars Tarkas a quien recriminé vehementemente las innecesarias humillaciones y crueldades —como las veían mis ojos de amante— a las cuales se sometía a Dejah Thoris.
—John Carter —me contestó—: Si en algún momento tú y Dejah Thoris escapan de los Tharkianos será durante este viaje. Sabemos que no te iras sin ella. Has demostrado ser un luchador poderoso y no queremos encadenarte, por lo tanto los retendremos a ambos de la forma más fácil que nos dé seguridad. He dicho.
Al instante advertí la firmeza de su razonamiento y me di cuenta de que sería inútil apelar de su decisión pero pedí que le fuera retirada la llave a Sarkoja y que se le ordenara que en lo futuro no se ocupara más de la prisionera.
—Esto, Tars Tarkas, lo puedes hacer por mí en recompensa de la amistad que, debo confesar, siento por ti.
—¿Amistad? —contestó—. No existe tal cosa. John Carter, pero si es tu voluntad, le ordenaré a Sarkoja que deje de molestar a la muchacha y yo mismo custodiaré la llave.
—A menos que quieras que yo mismo asuma la responsabilidad —dije sonriendo.
Me miró larga y seriamente antes de contestar.
—Si me das tu palabra de que ni tú ni Dejah Thoris intentaran escapar hasta que hayamos llegado a la corte de Tal Hajus a salvo, puedes tener la llave y arrojar las cadenas al río Iss.
—Será mejor que tengas tú las llaves, Tars Tarkas —le contesté.
Sonrió y no dijo nada más, —pero esa noche, cuando estábamos acampando, lo vi desprender las cadenas que sujetaban los pies de Dejah Thoris él mismo.
Con toda su cruel ferocidad y frialdad, había una tendencia oculta en Tars Tarkas que él parecía estar siempre luchando por acallar. Podía ser un vestigio de algún instinto humano que regresaba para obsesionarlo con el horror de las costumbres de su pueblo.
Mientras me acercaba al carro de Dejah Thoris, me crucé con Sarkoja. La negra y venenosa mirada que me dirigió fue el bálsamo más dulce que sentía desde hacía mucho tiempo. ¡Dios, cómo me odiaba! Brotaba de ella en forma tan palpable que se podía cortar con una navaja. Poco después la vi conversando muy interesada con un guerrero llamado Zad, una bestia enorme, toruna y poderosa, pero que nunca había dado muerte a nadie entre sus propios caudillos y que, por lo tanto, aún era un o mad, u hombre de un solo nombre. Solamente podría ganar su segundo nombre con las armas de algún caudillo. Era ésta una costumbre que me había dado el título de los nombres de los caudillos a los cuales había dado muerte. Algunos de los guerreros se dirigían a mí como Dotar Sojat, combinación de los apellidos de los dos caudillos guerreros cuyas armas había tomado o, en otras palabras, a los que había eliminado en pelea limpia.
Mientras Sarkoja hablaba, miraba de soslayo en mi dirección, y al parecer estaba esforzándose por inducir a Zad a hacer algo. No le presté mucha atención en ese momento, pero al día siguiente tuve buenas razones para recordar los hechos y, al mismo tiempo, vislumbrar claramente las oscuras profundidades del odio de Sarkoja y hasta dónde era capaz de llegar para descargar su horrible venganza.
Dejah Thoris me ignoró de nuevo esa tarde, y aunque la llamé no me contestó ni me concedió siquiera una mirada que me diera a entender que notaba mi presencia. En la emergencia hice lo que la mayoría de los amantes hacía: intenté saber algo de ella a través de un amigo. En este caso, fue a Sola a quien intercepté en otra parte del campamento.
—¿Qué le pasa a Dejah Thoris? —le grité sin consideración—. ¿Por qué no quiere hablarme?
Sola pareció confundida, como si tal actitud de parte de dos humanos estuviera fuera de su alcance, como de seguro lo estaba para la pobre.
—Ella dice que la has hecho enojar y que eso es todo lo que dirá, excepto que es hija de un Jed y nieta de un Jeddak y que ha sido humillada por una criatura que no podría siquiera limpiar los dientes del sorak de su abuela.
Reflexioné acerca de esta afirmación por un momento y finalmente pregunté:
—¿Qué diablos es un sorak, Sola?
—Un pequeño animal, del tamaño de la mano, que los marcianos rojos tienen para jugar con ellos —me explicó.
Levantamos campamento al día siguiente, a hora temprana, y comenzamos la marcha deteniéndonos solamente una vez antes del anochecer. Dos incidentes rompieron la rutina de la marcha. Cerca del anochecer vimos a nuestra derecha, a la distancia, lo que evidentemente era una incubadora. Lorcuas Ptomel le indicó a Tars Tarkas que investigara. Este eligió una docena de guerreros, incluyéndome a mí, y juntos nos dirigimos a la carrera a través de la alfombra aterciopelada del musgo, hacia la pequeña construcción.
Por cierto era una incubadora, pero los huevos eran muy pequeños en comparación con los que había visto romper en el momento de mi llegada a Marte.
Tars Tarkas desmontó y examinó la construcción minuciosamente, indicando por último que procedía de los hombres verdes de Warhoon y que el cemento estaba aún húmedo en el punto de cierre.
—No pueden llevarnos más de un día de ventaja —exclamó, con el fulgor de la pelea brillando en su rostro feroz.
El trabajo en la incubadora fue breve en extremo: los guerreros despedazaron la puerta y dos de ellos entraron arrastrándose y rápidamente rompieron todos los huevos con sus espadas cortas. Luego volvimos a montar y regresamos a la caravana. Durante la cabalgata tuve la ocasión de preguntarle a Tars Tarkas si los Warhoonianos, cuyos huevos habíamos destruido, eran personas más pequeñas que los Tharkianos.
—Me di cuenta de que sus huevos eran mucho más pequeños que los que se empollaban en nuestra incubadora —agregué.
Me explicó que los huevos acababan de ser colocados allí, pero que como los huevos de todos los marcianos verdes, crecían durante el período de cinco años de incubación, hasta alcanzar el tamaño de los que yo había visto el día de mi llegada a Barsoom. Esta era por cierto una información muy interesante, ya que siempre me había parecido notable que las mujeres verdes, grandes como eran, pudieran cargar huevos tan enormes como aquellos de los que había visto salir los infantes de un metro y medio de estatura. En realidad, los nuevos huevos que habían sido colocados no eran mucho más grandes que los de un ganso común, y como no comenzaban a crecer hasta que la luz solar actuaba sobre ellos, los jefes tenían pocas dificultades para transportar varios cientos por vez desde las cuevas de almacenaje hasta la incubadora.
Poco después del incidente de los huevos Warhoonianos nos detuvimos para que los animales descansaran. Fue durante este alto cuando ocurrió el segundo incidente interesante del día. Estaba ocupado cambiando mi montura de uno de mis doats a otro, ya que había dividido el trabajo diario entre ellos, cuando Zad se me acercó y, sin decir palabra, le asestó un terrible golpe a mi animal con su espada larga.
No necesité un manual de ética marciana para saber cómo contestarle, ya que, en realidad estaba tan furioso que apenas pude contenerme de desenfundar la pistola y dispararle por su brutalidad. Pero se quedó parado, esperando con su espada desenvainada. La única alternativa que tenía era la de sacar la mía y trabarme en una lucha limpia, es decir con el mismo tipo de arma que él había elegido o con una menor, posibilidad esta última que está siempre permitida. Por lo tanto podía haber usado mi espada corta, mi daga, un hacha o mis puños, si lo hubiera deseado, y estar completamente dentro de mis derechos. Pero no podía usar armas de fuego o una lanza, cuando él solamente portaba una espada larga.
Elegí la misma arma que él había elegido ya que sabía que estaba orgulloso de su habilidad con ella y porque yo deseaba, en caso de vencerlo, hacerlo con su propia arma. La lucha que siguió fue larga y retrasó la reanudación de la marcha por una hora.
La comunidad nos cercó, dejando un amplio espacio de alrededor de treinta metros de diámetro para que lucháramos.
Lo primero que hizo Zad fue tratar de embestirme como un toro a un lobo, pero yo era demasiado rápido para él, y cada vez que esquivaba sus arremetidas, pasaba de largo a mi lado, sólo para recibir una estocada en el brazo o la espalda. A poco ya le manaba sangre de media docena de heridas menores, pero no encontraba la oportunidad de darle una estocada efectiva. Entonces cambió su táctica, y peleando cautelosamente y con extremada habilidad, trató de hacer por medio de la inteligencia lo que no era capaz de hacer por medio de la fuerza bruta. Debo admitir que era un excelente espadachín y que de no haber sido por mi gran resistencia y la notable agilidad que la fuerza de gravedad inferior de Marte me otorgaba, no hubiera sido capaz de ofrecer la honrosa lucha que ofrecí contra él.
Al principio dimos vueltas sin herirnos mucho, las espadas largas como agujas brillando a la luz del sol y haciendo sonar los aceros cuando se encontraban en medio del silencio. Finalmente Zad, dándose cuenta de que se estaba cansando más que yo, decidió atacar y concluir la lucha con un toque final glorioso para él. Justo cuando me embestía, un cegador destello de luz me dio de lleno en los ojos y por lo tanto no pude verlo al acercarse. Sólo pude saltar a ciegas hacia un costado, en un esfuerzo por escapar de la poderosa espada que ya parecía sentir en mi cuerpo. Obtuve un éxito parcial, como lo evidenciaba un dolor agudo en mi hombro izquierdo; pero, de una ojeada, y al tratar de localizar de nuevo a mi adversario, mis ojos atónitos se encontraron con un cuadro que me recompensó por la herida que había recibido a causa de mi momentánea ceguera. Allí, sobre el carro de Dejah Thoris, había tres figuras que procuraban presenciar la lucha por encima de las cabezas de los Tharkianos que estaban en medio. Allí estaban Dejah Thoris. Sola y Sarkoja. Cuando mi fugaz mirada pasó sobre ellas, asistí a un cuadro que permanecerá grabado en mi memoria hasta el día que muera.
Cuando miré, Dejah Thoris se abalanzaba sobre Sarkoja con la furia de una joven tigresa y hacía que de su mano levantada cayese a tierra algo que brilló a la luz del sol. Entonces supe qué era lo que me había cegado en el momento crucial de la lucha y cómo Sarkoja había encontrado la forma de matarme sin darme ella misma la estocada final. Otra cosa que también vi, y que casi me cuesta la vida, ya que distrajo por completo mi mente de mi antagonista por una fracción de segundo, fue que, mientras Dejah Thoris arrancaba el minúsculo espejo de su mano, Sarkoja, con el rostro lívido por el odio y la rabia contenida, extraía su daga para asestar un terrible golpe a Dejah Thoris. Entonces, Sola, nuestra querida y leal Sola, saltó entre las dos. Lo último que vi, fue el gran cuchillo que descendía hacia su pecho.
Mi enemigo se había recobrado de su estocada y estaba extremadamente amenazante. Por lo tanto, de mala gana, dirigí mi atención a lo que tenía entre manos, a pesar de que mi mente no estaba en la batalla.
Nos embestimos furiosamente, una vez tras otra, hasta que de pronto, sintiendo la punta de su aguda espada en mi pecho en una estocada que no pude esquivar ni desviar, me arrojé sobre él con la espada extendida y con todo el peso de mi cuerpo, decidido a no morir solo si podía evitarlo. Sentí que el acero me abría el pecho, que todo se ponía negro delante de mí y que la cabeza me daba vueltas. Entonces sentí que mis rodillas se aflojaban.