Prisionero
Habríamos hecho diez kilómetros cuando el suelo comenzó a elevarse rápidamente. Estábamos acercándonos a lo que más tarde me enteraría que era el borde de uno de los inmensos mares muertos de Marte. En el lecho de este mar seco había tenido lugar mi encuentro con los marcianos.
Llegamos enseguida al pie de la montaña, y luego de atravesar una angosta garganta, aparecimos en un amplio valle, en cuyo extremo opuesto se extendía una meseta baja. Sobre ella pude ver una enorme ciudad, hacia donde galopamos, entrando por lo que parecía ser una ruta abandonada que salía de la ciudad, pero sólo hasta el borde de la meseta, donde terminaba abruptamente en un tramo de escalones anchos.
Al observar más de cerca vi que los edificios que pasábamos estaban desiertos, y aunque no estaban muy arruinados tenían el aspecto de no estar habitados desde hacía años, posiblemente siglos. Hacia el centro de la ciudad había una gran plaza y tanto en ella como en los edificios vecinos acampaban entre novecientas y mil criaturas de la misma especie de mis captores, pues así los había llegado a considerar, a pesar de la forma apacible en que me habían atrapado.
Con excepción de sus ornamentos, todos estaban desnudos. La apariencia de las mujeres no variaba mucho de la de los hombres, excepto por sus colmillos, que eran más largos en proporción a su altura y que en algunos casos se curvaban casi hasta sus orejas. Sus cuerpos eran más pequeños y de color más claro, y sus manos y pies tenían lo que parecía ser un rudimento de uñas. Las hembras adultas alcanzaban una altura de tres a cuatro metros.
Los niños eran de color claro, aun más claro que el de las mujeres. Todos me parecían iguales, salvo que, como algunos eran más altos que Otros, debían de ser los más crecidos.
No vi signos de edad avanzada entre ellos, ni había ninguna diferencia apreciable en su apariencia entre los cuarenta y dos mil años, edad en que voluntariamente realizaban su último y extraño peregrinaje por las aguas del río la que los conducía a un lugar que ningún marciano viviente conocía, ya que nadie había regresado jamás de su seno. Tampoco se le permitiría hacerlo, si llegaba a reaparecer después de haberse embarcado en sus aguas frías y oscuras.
Solamente alrededor de uno de cada mil marcianos muere de enfermedad y posiblemente cerca de veinte inician el peregrinaje voluntario. Los otros novecientos setenta y nueve mueren violentamente en duelos, cacerías, aviación y guerras. Pero tal vez la edad en la que hay más muertes es la infancia, en la que un gran número de pequeños marcianos son víctimas de los grandes simios blancos de Marte.
El promedio de vida a partir de la edad madura es de alrededor de trescientos años, pero llegaría cerca de las mil si no fuera por la gran cantidad de medios violentos que los llevan a la muerte. Debido a la disminución de recursos del planeta, evidentemente se hacía necesario contrarrestar la creciente longevidad que permitían sus grandes adelantos en materia de terapia y cirugía. Por lo tanto, en Marte, la vida humana había pasado a ser considerada a la ligera, como se evidenciaba por sus deportes peligrosos y la guerrilla casi continua entre las distintas comunidades.
Había otras causas naturales tendientes a la disminución de la población, pero nada contribuía en tan grande medida como el hecho de que ningún hombre o mujer de Marte se encontraba jamás en forma voluntaria sin un arma.
Cuando nos acercamos a la plaza y descubrieron mi presencia fuimos rodeados inmediatamente por cientos de criaturas que parecían ansiosas por arrancarme de mi asiento detrás de mi guardia. Una palabra del jefe acalló su clamar y pudimos seguir al trote a través de la plaza, hacia la entrada de un edificio tan magnífico como ningún otro que jamás se haya visto.
La construcción era baja pero abarcaba una gran extensión. Estaba construido en reluciente mármol blanco incrustado en oro y piedras brillantes que refulgían y centelleaban a la luz del sol. La entrada principal tenía cerca de cuarenta metros de ancho y se proyectaba del edificio en forma tal que formaba un amplio cobertizo sobre la entrada del vestíbulo.
No había escaleras sino una suave pendiente hacia el primer piso del edificio que se abría en un enorme recinto rodeado de galerías. En el piso de este recinto, que estaba ocupado por escritorios y sillas muy tallados, estaban reunidos cuarenta o cincuenta hombres marcianos alrededor de los peldaños de una tribuna. En la plataforma propiamente dicha estaba en cuclillas un guerrero inmenso sumamente cargado de ornamentos de metal, plumas de colores alegres y hermosos adornos de cuero forjado ingeniosamente, engarzados con piedras preciosas. De sus hombros colgaba una capa corta de piel blanca, forrada en una brillante seda roja.
Lo que más me impresionó de esa asamblea y de la sala donde estaba reunida, fue el hecho de que las criaturas estaban en completa desproporción con los escritorios, sillas y otros muebles, que eran de un tamaño adaptado a los humanos como yo, mientras que las inmensas moles de los marcianos apenas podían entrar apretadamente en las sillas, así como debajo de los escritorios no había espacio suficiente para sus largas piernas. Evidentemente, había entonces otros habitantes en Marte, además de las criaturas grotescas y salvajes en cuyas manos había caído; pero los signos de extrema antigüedad que mostraba todo lo que me rodeada indicaba que esos edificios podían haber pertenecido a alguna raza extinguida tiempo atrás y olvidada en la oscura antigüedad de Marte.
Nuestro grupo se había detenido a la entrada del edificio y a una señal de su jefe me bajaron al suelo. Otra vez aferrándose a mi brazo, entramos en el recinto de la audiencia. Se observaban pocas formalidades en el trato de los marcianos con el caudillo. Mi captor simplemente se dirigió hacia la tribuna y los demás le cedieron el paso mientras avanzaba. El caudillo se puso de pie y nombró a mi escolta quien, en respuesta, se detuvo y repitió el nombre del soberano seguido de su título.
En aquel momento, esa ceremonia y las palabras que pronunciaban no significaban nada para mí, pero más tarde llegaría a saber que ése era el saludo corriente entre los marcianos verdes. Si los hombres eran extranjeros y, por lo tanto, no les era posible intercambiar los nombres, intercambiaban sus ornamentos en silencio, si sus misiones eran pacíficas; de otra forma habrían intercambiado disparos, o se habrían presentado peleando con alguna otra de sus variadas armas.
Mi captor, cuyo nombre era Tars Tarkas, era prácticamente el segundo jefe de la comunidad y un hombre de gran habilidad como estadista y guerrero. Evidentemente explicó en forma breve los incidentes relacionados con la expedición, incluyendo mi captura, y cuando hubo terminado, el caudillo se dirigió a mí y me habló largamente.
Le contesté en mis mejores términos terrestres, simplemente para convencerlo de que ninguno de los dos podía entender otro, pero me di cuenta de que cuando esbocé una sonrisa al terminar, él hizo lo mismo. Este hecho y la similitud con lo ocurrido durante mi primer encuentro con Tars Tarkas convencieron de que al menos teníamos algo en común: habilidad de sonreír y, en consecuencia, de reír, o sea de expresar el sentido del humor. Pero ya me enteraría de que la sonrisa de los marcianos es meramente superficial y que su risa es algo que haría palidecer de horror a los hombres fuertes.
La idea del humor entre los hombres verdes de Marte es completamente opuesta a nuestra concepción de estímulo de diversión. Las agonías de un ser viviente son, para estas extrañas criaturas, motivo de la más grotesca hilaridad, en tanto la forma principal de entretenimiento es ocasionar la muerte de sus prisioneros de guerra de varias formas ingeniosas y horribles.
Los guerreros reunidos y los caudillos me examinaron de cerca, palpando mis músculos y la textura de mi piel. El caudillo principal evidenció entonces su deseo de verme actuar e indicándome que lo siguiera se encaminó junto con Tars Tarkas hacia la plaza abierta.
Debo señalar que no había intentado caminar desde mi primer fracaso ya señalado, excepto cuando había estado firmemente prendido del brazo de Tars Tarkas, y por lo tanto en ese momento fui saltando y brincando entre los escritorios y sillas como un saltamontes monstruoso. Después de golpearme bastante, para gran diversión de los marcianos, recurrí de nuevo al gateo, pero no les gustó y entonces me puso de pie violentamente un tipo imponente que era el que se había reído con ganas de mis infortunios.
Cuando me lanzó sobre mis pies, su cara quedó cerca de mía y entonces hice lo único que un caballero podía hacer frente a esa brutalidad, grosería y falta de consideración hacia los derechos de un extranjero: dirigí mi puño en directo a su mandíbula y cayó como una piedra. Cuando se derrumbó en el suelo volví mi espalda contra el escritorio más cercano, esperando ser aplastado por la venganza de sus compañeros, pero con la firme determinación de presentar toda la resistencia que me fuera posible antes de abandonar mi vida.
Sin embargo, mis temores fueron infundados, ya que los otros marcianos primero quedaron pasmados de espanto y finalmente rompieron en carcajadas y aplausos. No reconocí los aplausos como tales, pero más tarde, cuando ya estaba familiarizado con sus costumbres, supe que había ganado lo que raras veces concedían: una manifestación de aprobación.
El tipo al que había golpeado yacía donde había caído, tampoco se le acercó ninguno de sus compañeros. Tars Tarkas avanzó hacia mí, extendiendo uno de sus brazos, y así seguimos hacia la plaza sin ningún otro tipo de incidente. Por supuesto, no conocía la razón por la que habíamos salido al aire libre, pero no iba a tardar en entenderlo. Primero repitieron la palabra «sak» un número de veces y luego Tars Tarkas realizó varios saltos repitiendo la misma palabra después de cada salto. Entonces dándose vuelta hacia mi dijo: «sak».
Descubrí qué era lo que estaban buscando y uniéndome al grupo «saké» con un éxito tal que alcancé por lo menos treinta metros de altura, sin siquiera perder el equilibrio en esa ocasión, y aterricé de pleno sobre mis pies. Luego regresé con saltos fáciles de 9 a 10 metros al pequeño grupo de guerreros.
Mi exhibición había sido presenciada por varios cientos de marcianos que inmediatamente empezaron a pedir una repetición, que el caudillo me ordenó realizar, pero yo estaba hambriento y sediento, y fue en ese momento cuando determiné que el único método de salvación era pedir consideración de parte de aquellas criaturas, que evidentemente no me la brindarían voluntariamente. Por lo tanto ignoré los repetidos pedidos de «sak» y cada vez que lo hacían me señalaba la boca y frotaba el estómago.
Tars Tarkas y el jefe intercambiaron unas pocas palabras, y el primero, llamando a una joven hembra de entre la multitud le dio algunas instrucciones y luego me indicó que la siguiera. Me aferré del brazo que aquélla me ofrecía y cruzamos la plaza hacia un edificio inmenso que se encontraba en el lado opuesto.
Mi cortés acompañante tenía cerca de dos metros de alto; había alcanzado la madurez recientemente, pero sin haber alcanzado su pleno crecimiento. Era de un color oliva claro y piel lustrosa y suave. Su nombre, como después sabría, era Sola y pertenecía al séquito de Tars Tarkas. Me condujo hacia un amplio recinto en uno de los edificios que daban a la plaza el cuál, a juzgar por los bultos de seda y pieles que había el suelo, era el dormitorio de varios de los nativos.
La habitación estaba bien iluminada por una serie de amplias ventanas y estaba decorada hermosamente con murales pintados y mosaicos, pero sobre todo ello parecía cernirse el aire indefinido de la antigüedad, lo que me convenció de que los arquitectos y constructores de esas creaciones maravillosas no tenían nada en común con los salvajes semibrutos que ahora habitaban los edificios.
Sola me indicó que me sentara sobre una pila de sedas que había en el cuarto, y, dándose vuelta, emitió un silbido muy peculiar, como una señal dirigida a alguien que se encontrara en la habitación contigua. En respuesta a su llamado obtuvé mi primera impresión de otra maravilla marciana. Aquello se bamboleaba sobre sus diez pequeñas patas y se agachó ante la chica como una mascota obediente. Ese ser era del tamaño de un pony de Shetland, pero su cabeza era más parecida a la de una rana, excepto por las mandíbulas, que estaban provistas de tres hileras de largos y afilados colmillos.