Mi llegada a Marte
Cuando abrí los ojos me encontré rodeado de un paisaje extraño y sobrenatural. Sabía que estaba en Marte. Ni una sola vez me pregunté si me hallaba despierto y lúcido. No estaba dormido, no necesitaba pellizcarme, mi subconsciente me decía tan sencillamente que estaba en Marte como a cualquiera le dice que está sobre la Tierra. Nadie pone en duda ese hecho. Tampoco yo lo hacía. Me encontré tendido sobre una vegetación amarillenta, semejante al musgo, que se extendía alrededor de mí en todas direcciones, más allá de donde la vista podía llegar. Parecía estar tendido en una depresión circular y profunda, a lo largo de cuyo borde podía distinguir las irregularidades de unas colinas bajas.
Era mediodía, el sol caía a plomo sobre mí y su calor era bastante intenso sobre mi cuerpo desnudo, pero aun así no era más intenso de lo que habría sido realmente en una situación similar en el desierto de Arizona. Aquí y allá había afloramientos de roca silícica que brillaban a la luz del sol, y algo a mi izquierda, tal vez a cien metros, se veía una estructura baja de paredes de unos dos metros de alto. No había agua a la vista ni parecía haber otra vegetación que no fuera el musgo. Como estaba algo sediento decidí hacer una pequeña exploración.
Al incorporarme de un salto recibí mi primera sorpresa marciana, ya que el mismo esfuerzo necesario en la Tierra para pararme, me elevó por los aires, en Marte, hasta una altura de cerca de tres metros. Descendí suavemente sobre el suelo, de todas formas sin choque ni sacudida apreciables. Entonces comenzaron una serie de evoluciones que aún en ese momento me parecieron en extremo ridículas. Descubrí que tenía que aprender a caminar, ya que el esfuerzo muscular que me permitía moverme en la Tierra, me jugaba extrañas travesuras en Marte. En lugar de avanzar en forma digna y cuerda, mis intentos por caminar terminaban en una serie de saltos que me hacían llegar fácilmente a un metro del suelo a cada paso para caer a tierra de narices o de espalda luego del segundo o tercer salto. Mis músculos, perfectamente armónicos y acostumbrados a la fuerza de gravedad de la Tierra, me jugaron una mala pasada en mi primer intento de hacer frente a la menor fuerza de gravedad y presión atmosférica de Marte.
Estaba decidido, sin embargo, a explorar aquella construcción baja que parecía ser la única evidencia de civilización a la vista, y así se me ocurrió el original plan de volver a los primeros principios de la locomoción: el gateo. Lo hice bastante bien y en poco tiempo llegué a la pared baja y circular de la construcción. Parecía no haber puertas ni ventanas del lado más cercano a mí, pero como la pared tenía poco más de un metro de alto, me fui poniendo cuidadosamente de pie y espié sobre la parte de arriba. Entonces descubrí el más extraño espectáculo que haya visto jamás.
El techo de la construcción era de vidrio sólido, de unos diez centímetros de espesor. Debajo había varios cientos de huevos enormes, perfectamente redondos y blancos como la nieve. Los huevos eran más o menos de tamaño uniforme y tenían alrededor de un metro de diámetro.
Cinco o seis ya habían sido empollados y las grotescas figuras que brillaban sentadas a la luz del sol bastaron para hacerme dudar de mi cordura. Parecían pura cabeza, con cuerpos pequeños, cuellos largos y seis piernas o, según me enteré más tarde, dos piernas, dos brazos y un par intermedio de miembros que podían servir tanto de una cosa como de otra. Los ojos estaban en los lados opuestos de la cabeza, un poco más arriba del centro, y sobresalían de tal forma que podían apuntar hacia adelante o hacia atrás y también en forma independiente uno del otro, lo cual le permitía a este extraño animal mirar en cualquier dirección o en dos direcciones al mismo tiempo, sin necesidad de mover la cabeza.
Las orejas, que estaban apenas un poco más arriba de los ojos y muy juntas, eran pequeñas, como antenas en forma de copa, y sobresalían no más de dos centímetros en esos pequeños especímenes. Sus narices no eran más que fosas longitudinales en el centro de la cara, justo en la mitad, entre la boca y las orejas. No tenían pelo en el cuerpo, que era de un color amarillento verdoso brillante. En los adultos, como iba a descubrir bien pronto, este color se acentúa en un verde oliva y es más oscuro en el macho que en la hembra. Más aún, la cabeza de los adultos no es tan desproporcionada con respecto al resto del cuerpo como en el caso de los jóvenes.
El iris de sus ojos es rojo sangre como el de los albinos, en tanto que la pupila es oscura. El globo del ojo en sí mismo es muy blanco, como los dientes. Estos últimos confieren una apariencia de mayor ferocidad a su aspecto ya de por sí espantoso y terrible: poseen unos colmillos enormes que se curvan hacia arriba y terminan en afiladas puntas a la altura del lugar en que se hallan los ojos de los humanos. La blancura de sus dientes no es la del marfil, sino la de la más nívea y reluciente porcelana. Contra el fondo oscuro de su piel color oliva, sus colmillos se destacan en forma aun más llamativa y dan a estas armas una apariencia singularmente formidable.
La mayoría de estos detalles los descubrí más tarde ya que no tuve tiempo para meditar en lo extraño de mi nuevo descubrimiento. Había visto que los huevos estaban en proceso de incubación y mientras observaba cómo estos espantosos monstruos rompían las cáscaras de los huevos no me percaté de una veintena de marcianos adultos que se aproximaban a mis espaldas. Como caminaban sobre ese musgo suave y silencioso que cubría prácticamente toda la superficie de Marte, con excepción de las áreas congeladas de los polos y los aislados espacios cultivados, podrían haberme capturado fácilmente. Sin embargo, sus intenciones eran mucho más siniestras. El ruido de los pertrechos del guerrero más próximo me alertó. Mi vida pendía de un hilo tan delgado que muchas veces me maravillo de haberme escapado tan fácilmente. Si el rifle del jefe de este grupo no se hubiera balanceado sobre la tira que lo sujetaba al costado de su montura de forma tal que chocase contra el extremo de la enorme lanza de metal, hubiera sucumbido sin siquiera imaginar que la muerte estaba tan cerca de mí. Pero ese leve ruido me hizo dar vuelta y allí, a no más de tres metros de mi pecho, estaba la punta de aquella enorme lanza. Una lanza de doce metros de largo, con una punta de metal fulgurante y sostenida por una réplica montada de los pequeños demonios que había estado observando.
¡Qué pequeños y desvalidos parecían ahora al lado de estas terroríficas e inmensas encarnaciones del odio, la venganza y la muerte! El hombre, de algún modo tengo que llamarlo, tenía más de cinco metros de alto y, sobre la Tierra, hubiera pesado más de doscientos kilos. Montaba como nosotros montamos en nuestros caballos, pero asiendo el cuello del animal con sus miembros inferiores, mientras que con las manos de sus dos brazos derechos sujetaba aquella inmensa lanza al costado de su cabalgadura. Extendía sus dos brazos izquierdos para ayudar a mantener el equilibrio, ya que el animal que montaba no tenía ni freno ni riendas de ningún tipo para su guía.
¡Y su montura! ¿Cómo describirla con términos humanos? Medía casi tres metros de alzada. Tenía cuatro patas de cada lado y una cola aplastada y gruesa, más ancha en la punta que en su nacimiento, que mantenía enhiesta mientras corría. Su boca ancha partía su cabeza desde el hocico hasta el cuello, grueso y largo.
Al igual que su dueño, estaba completamente desprovisto de pelo, pero era de un color apizarrado oscuro y extremadamente suave y brillante. Su panza era blanca y sus patas pasaban del apizarrado de su lomo y ancas a un amarillento fuerte en los pies. Estos eran muy acolchados y sin uñas, hecho que había contribuido a amortiguar su paso al acercarse. La multiplicidad de patas era una de las características comunes que distinguían a la fauna de Marte. El tipo humano más elevado y otro animal, el único mamífero que existía en Marte, eran los únicos que tenían uñas bien formadas, ya que allí no existía ningún animal con pezuñas.
Detrás de este primer demonio seguían otros diecinueve, iguales en todos los aspectos, pero —como más tarde me enteraría— con características individuales peculiares a cada uno de ellos, lo mismo que ocurre con los seres humanos, que nunca pueden ser idénticos a pesar de estar hechos en moldes muy similares.
Debo decir que esta escena, o mejor dicho esta pesadilla hecha carne, que he descrito con todo detalle, me produjo una conmoción en el terrible momento en que me di vuelta y los descubrí.
Desarmado y desnudo como estaba, la primera ley de la naturaleza se manifestó como la única solución posible a mi problema más urgente: alejarme del alcance de la punta de las lanzas enemigas. Por lo tanto, di un salto terrestre a la vez que superhumano para alcanzar la parte superior de la incubadora marciana.
Mi esfuerzo tuvo un éxito que me asombró tanto como a los guerreros marcianos, ya que me elevó más o menos diez metros en el aire y me hizo aterrizar a casi treinta metros de mis perseguidores, del lado opuesto de la construcción.
Caí sobre el suave musgo, fácilmente y sin dificultad alguna. Al darme vuelta, vi a mis enemigos alineados a lo largo de la pared de la construcción. Algunos me investigaban con una expresión que más tarde reconocería como de profundo desconcierto, mientras que otros estaban evidentemente satisfechos de que no hubiera molestado a sus pequeños.
Conversaban entre ellos en tono bajo y gesticulaban señalándome. El descubrimiento de que no había dañado a los pequeños marcianos y que estaba desarmado debió de haber hecho que me miraran con menos ferocidad, pero, como sabría después, lo que más peso tuvo a mi favor fue esa exhibición de salto.
Los marcianos, al mismo tiempo de ser inmensos, tenían huesos muy grandes y su musculatura estaba sólo en proporción a la gravedad que debían soportar. Como resultado de ello, eran infinitamente menos ágiles y menos fuertes, en relación con su peso, que un humano. Dudaba que si alguno se viese transportado súbitamente a la Tierra, pudiera vencer la fuerza de gravedad y elevarse del suelo; por el contrario, estaba convencido de que no lo podría hacer.
Por lo tanto, mi proeza en Marte fue tan maravillosa como lo hubiera sido en la Tierra; y, del deseo de aniquilarme, los marcianos pasaron a observarme como un descubrimiento maravilloso para ser capturado y exhibido ante sus compañeros. La tregua que me había brindado mi inesperada agilidad me permitió formular planes para el futuro inmediato y estudiar más de cerca a los guerreros, ya que mentalmente no podía disociar a esos seres de aquellos otros guerreros que me habían estado persiguiendo sólo un día antes.
Advertí que todos estaban armados con varias armas, además de aquella inmensa lanza que he descrito. El arma que me convenció de no intentar escapar fue lo que parecía ser un rifle, y el hecho de que creía, por alguna razón extraña, que eran peculiarmente hábiles para las cacerías.
Esos rifles eran de un metal blanco con madera incrustada. Más tarde me enteraría de que esta madera era muy liviana, de cultivo muy difícil, muy valorada en Marte y completamente desconocida por nosotros, los terráqueos. El metal del caño era de una aleación compuesta principalmente por aluminio y acero que habían aprendido a templar con una dureza muy superior a la del acero que nosotros estamos acostumbrados a usar. El peso de estos rifles era relativamente bajo, pero por las balas explosivas de radio, de pequeño calibre, que utilizaban, y la gran longitud del caño, eran extremadamente mortíferos a un alcance que sería increíble en la Tierra. El alcance teórico de efectividad de este rifle es de aproximadamente quinientos kilómetros, pero el mayor rendimiento que alcanzan en la práctica, con sus miras telescópicas y radios, no es de más de trescientos kilómetros.
Esto es más que suficiente para que sienta un gran respeto por las armas de fuego de los marcianos. Alguna fuerza telepática debió de haberme prevenido contra un intento de fuga a la clara luz del día, bajo la mira de veinte de esas máquinas mortíferas.
Los marcianos, después de haber intercambiado unas pocas palabras, se volvieron y se marcharon en la misma dirección por la que habían llegado, dejando a uno de ellos solo cerca de la construcción. Cuando habían recorrido más o menos doscientos metros, se detuvieron y, dirigiendo sus monturas hacia nosotros, se quedaron mirando al guerrero que estaba cerca de la construcción.
Era uno de los que casi me habían atravesado con su lanza y, evidentemente, el jefe del grupo, ya que me había dado cuenta de que parecían haberse dirigido a su actual ubicación siguiendo sus órdenes.
Cuando su grupo se detuvo, él desmontó y arrojando su lanza y demás armas, dio un rodeo a la incubadora y se dirigió hacia mí, completamente desarmado y desnudo como yo, a excepción de los ornamentos atados a la cabeza, miembros y pecho.
Cuando ya estaba a menos de veinte metros, se desabrochó un gran brazalete de metal y presentándomelo en la palma abierta de su mano, se dirigió hacia mí con voz clara y sonora, pero en un lenguaje que, ocioso es decirlo, no pude entender. Entonces se quedó como esperando mi respuesta, enderezando sus oídos antenas y estirando sus extraños ojos aun más hacia mí.
Como el silencio se hacía terrible, decidí intentar una pequeña alocución, ya que me aventuraba a pensar que había estado haciendo propuestas de paz. El hecho de que arrojara sus armas y que hubiera hecho retirar a sus tropas antes de avanzar hacia mí, habría significado una misión pacifista en cualquier lugar de la Tierra. Entonces, ¿por qué no podía serlo en Marte?
Con la mano sobre el corazón, saludé al marciano y le explique que aunque no entendía su lenguaje, sus acciones hablaban de la paz y la amistad, que en ese momento eran lo más importante para mí. Por supuesto, mis palabras podrían haber sido el ruido de un arroyo sobre las piedras, tan poco era el significado que podían tener para él, pero me entendió la acción que siguió inmediatamente a mis palabras.
Extendiendo mi mano hacia él, avancé y tomé el brazalete de la palma de su mano abierta. Lo abroché en mi brazo por arriba del codo, le sonreí y me quedé esperando. Su ancha boca se abrió en una sonrisa como respuesta y enganchando uno de sus brazos intermedios con el mío nos volvimos y caminamos hacia su montura. Al mismo tiempo indicó a su tropa que avanzara. Esta se encaminó hacia nosotros al galope tendido, pero fueron detenidos por una señal del jefe.
Evidentemente temía que realmente me asustara de nuevo y pudiera saltar desapareciendo por completo de su vista.
Intercambió unas cuantas palabras con sus hombres, me indicó que podía montar detrás de uno de ellos y luego montó su propio animal. El guerrero que había sido designado bajó dos o tres de sus brazos y elevándome me colocó detrás de él en la brillante parte trasera de su montura, donde me colgué lo mejor que pude de los cintos y tiras que sostenían las armas y ornamentos de los marcianos.
Entonces el grupo se volvió y galopó hacia la cadena de colinas que se divisaba a la distancia.