La huida de la muerte
Una deliciosa sensación de modorra me invadió relajando mis músculos, y ya estaba a punto de abandonarme a mis deseos de dormir cuando llegó hasta mí el sonido de caballos que se aproximaban. Intenté incorporarme de un salto, pero con horror descubrí que mis músculos no respondían a mi voluntad.
Ya estaba completamente despabilado, pero tan imposibilitado de mover un músculo como si me hubiera vuelto de piedra. No fue sino en ese momento cuando advertí que un imperceptible vapor estaba llenando la cueva. Era extremadamente tenue y solamente visible a través de la luz que penetraba por la boca de ésta.
También, llegó hasta mí un indefinible olor picante y lo único que pude pensar fue que había sido afectado por algún gas venenoso, pero no podía comprender por qué mantenía mis facultades mentales y aun así no podía moverme.
Estaba tendido mirando hacia la entrada de la caverna, desde donde podía observar la pequeña parte de camino que se extendía entre ésta y la curva del risco que conducía a ella. El ruido de caballos que se aproximaban había cesado. Juzgué entonces que los indios se estarían deslizando cautelosamente hacia la cueva a lo largo de la pequeña saliente que conducía a mi tumba en vida. Recuerdo mi esperanza de que terminaran pronto conmigo, ya que no me era precisamente agradable la idea de las innumerables cosas que podrían hacerme si su espíritu los instigaba a ello.
No tuve que esperar mucho para que un ruido furtivo me avisara de su cercanía. En ese momento apareció detrás del lomo del desfiladero un penacho de guerra y una cara pintada a rayas. Unos ojos salvajes se clavaron en los míos. Estaba seguro de que me había visto ya que el sol de la mañana me daba de lleno a través de la entrada de la cueva.
El indio, en lugar de acercarse, simplemente me contempló desde donde estaba, sus ojos desorbitados y su mandíbula desencajada. Entonces apareció otro rostro de salvaje y luego un tercero y un cuarto y un quinto, estirando sus cuellos sobre el hombro de sus compañeros. Cada rostro era el retrato del temor y del pánico. No sabía por qué ni lo supe hasta diez años más tarde. Era evidente que había más indios detrás de los que podía ver, por el hecho de que estos últimos les susurraban algo a los de atrás.
De pronto brotó un sonido bajo pero peculiarmente lastimero del hueco de la cueva que estaba detrás de mí. No bien los indios lo oyeron, huyeron despavoridos, aguijoneados por el pánico. Tan desesperados eran sus esfuerzos por escapar de lo que no podían ver, que uno de ellos cayó del risco de cabeza contra las rocas de abajo. Sus gritos salvajes sonaron en el cañón por un momento y luego todo quedó otra vez en silencio.
El ruido que los había asustado no se repitió, pero había sido suficiente para llevarme a pensar en el posible horror que a mis espaldas acechaba en las sombras. El miedo es algo relativo, por lo tanto solamente puedo comparar mis sentimientos en ese momento con los que había experimentado en otras situaciones de peligro por las que había atravesado, pero sin avergonzarme puedo afirmar que si las sensaciones que soporté en los breves segundos que siguieron fueron de miedo, entonces puede Dios asistir al cobarde, ya que seguramente la cobardía es en sí un castigo.
Encontrarse paralizado con la espalda vuelta hacia algún peligro tan horrible y desconocido cuyo ruido hacía que los feroces guerreros apaches huyeran en violenta estampida, como un rebaño de ovejas huiría despavorido de una jauría de lobos, me parece lo más espantoso en situaciones temibles para un hombre que ha estado siempre acostumbrado a pelear por su vida con toda la energía de su poderoso físico.
Varias veces me pareció oír tenues sonidos detrás de mí, como de alguien que se moviese cautelosamente, pero finalmente también éstos cesaron y fui abandonado a la contemplación de mi propia posición sin ninguna interrupción. No pude más que conjeturar vagamente la razón de mi parálisis y mi único deseo era que pudiera desaparecer con la misma celeridad con que me había atacado.
Avanzada la tarde, mi caballo, que había estado con las riendas sueltas delante de la cueva, comenzó a bajar lentamente por el camino, evidentemente en busca de agua y comida, y yo quedé completamente solo con el misterioso y desconocido acompañante y el cuerpo de mi amigo muerto que yacía en el límite de mi campo visual, en el borde donde esa mañana lo había colocado.
Desde ese momento hasta cerca de la medianoche todo estuvo en silencio, un silencio de muerte. En ese instante, súbitamente, el horrible quejido de la mañana sonó en forma espantosa y volvió a oírse en las oscuras sombras el sonido de algo que se movía y un tenue crujido como de hojas secas. La impresión que recibió mi ya sobreexcitado sistema nervioso fue extremadamente terrible, y con un esfuerzo sobrehumano luché por romper mis invisibles ataduras.
Era un esfuerzo mental, de la voluntad, de los nervios, pero no muscular, ya que no podía mover ni siquiera un dedo.
Entonces algo cedió —fue una sensación momentánea de náuseas, un agudo golpe seco como el chasquido de un alambre de acero— y me vi de pie con la espalda contra la pared de la cueva, enfrentado a mi adversario desconocido.
En ese momento la luz de la luna inundó la cueva y allí, delante de mí, yacía mi propio cuerpo en la misma posición en que había estado tendido todo el tiempo, con los ojos fijos en el borde de la entrada de la cueva y las manos descansando relajadamente sobre el suelo. Miré primero mi figura sin vida tendida en el suelo de la cueva y después me miré yo mismo con total desconcierto, ya que allí yacía vestido y yo estaba completamente desnudo como cuando vine al mundo.
La transición había sido tan rápida y tan inesperada que por un momento me hizo olvidar de todo lo que no fuera mi metamorfosis. Mi primer pensamiento fue: ¡entonces esto es la muerte! ¿Habré pasado entonces para siempre al otro mundo? Sin embargo, no podía convencerme del todo, ya que podía sentir mi corazón golpeando sobre mis costillas por el gran esfuerzo que había realizado para librarme de la inmovilidad que me había invadido. Mi respiración se tornaba entrecortada. De cada poro de mi cuerpo brotaba una transpiración helada, y el conocido experimento del pellizco me reveló que yo era mucho más que un fantasma. De pronto mi atención volvió a ser atraída por la repetición del horripilante quejido de las profundidades de la cueva. Desnudo y desarmado como estaba, no tenía la más mínima intención de enfrentarme a esa fuerza desconocida que me amenazaba.
Mis revólveres estaban en las fundas de mi cadáver y por alguna razón inescrutable no podía acercarme para tomarlos. Mi carabina estaba en su funda, atada a mi montura, y como mi caballo se había ido, me hallaba abandonado sin medios de defensa. La única alternativa que me quedaba parecía ser la fuga, pero mi decisión fue abruptamente cortada por la repetición del sonido chirriante de lo que ahora parecía, en la oscuridad de la cueva y para mi imaginación distorsionada, estar deslizándose cautelosamente hacia mí.
Como ya me era imposible resistir un minuto más la tentación de escapar de ese lugar horrible, salté a través de la entrada con toda rapidez hacia afuera.
El aire vivificante y fresco de la montaña, fuera de la cueva, actuó como un tónico de acción inmediata y sentí que dentro de mí nacían una nueva vida y un nuevo coraje. Parado en el borde de la saliente me eché en cara yo mismo mi actitud por lo que ahora me parecía una aprensión absolutamente injustificable.
Poniéndome a razonar me di cuenta de que había estado tirado totalmente desvalido durante muchas horas dentro de la cueva; es más, nada me había molestado y la mejor conclusión a la que pude llegar razonando clara y lógicamente fue que los ruidos que había oído habían sido producidos por causas puramente naturales e inofensivas. Probablemente la conformación de la cueva fuese tal que apenas una suave brisa hubiese causado ese extraño ruido.
Decidí investigar, pero primero levanté mi cabeza para llenar mis pulmones con el puro y vigorizante aire nocturno de la montaña. En el momento de hacerlo, vi extenderse muy, pero muy abajo, la hermosa vista de la garganta rocosa, y al mismo nivel, la llanura tachonada de cactos transformada por la luz de la luna en un milagro de delicado esplendor y maravilloso encanto.
Pocas maravillas del Oeste pueden inspirar más que las bellezas de un paisaje de Arizona bañado por la luz de la luna: las montañas plateadas a la distancia, las extrañas sombras alternadas con luces sobre las lomas y arroyos, y los detalles grotescos de las formas tiesas pero aun hermosas de los cactos conforman un cuadro encantador y al mismo tiempo inspirador, como si uno estuviera viendo por primera vez algún mundo muerto y olvidado. Así de diferente es esto del aspecto de cualquier otro lugar de nuestra tierra.
Mientras estaba así meditando, dejé de mirar el paisaje para observar el cielo, donde millares de estrellas formaban una capa suntuosa y digna de los milagros terrestres que cobijaban. Mi atención fue de pronto atraída por una gran estrella roja sobre el lejano horizonte. Cuando fijé mi vista sobre ella me sentí hechizado por una fascinación más que poderosa. Era Marte, el dios de la Guerra, que para mí, que había vivido luchando, siempre había tenido un encanto irresistible. Mientras lo miraba, aquella noche lejana, parecía llamarme a través del misterioso vacío de la oscuridad para inducirme hacia él, para atraerme como un imán atrae una partícula de hierro. Mis ansias eran superiores a mis fuerzas de oposición. Cerré los ojos, alargué mis brazos hacia el dios de mi devoción y me sentí transportado con la rapidez de un pensamiento a través de la insondable inmensidad del espacio.
Hubo un instante de frío extremo y total oscuridad.