16

Cuando llegamos al nidito de amor de Darla Sandoval, Loren tenía los nervios destrozados. Abrí la puerta con mi llave y, cuando entramos, Loren se encontraba detrás de ella. Como no esperábamos que pudiera estar allí, le golpeamos sin querer. Al oír que gemía, Ray dio un empujón a la puerta y se quedó mirando tristemente a su compañero.

—No puedo creerlo —dijo—. Ya te dije que te quedaras en el sofá.

—No sabía que eras tú, Ray.

—¿Qué demonios hacías escondido detrás de la puerta?

—Me he puesto nervioso, eso es todo. Habéis tardado mucho y empezaba a estar preocupado.

—Bueno, Bernie tenía que buscar una caja que no estaba allí. Ha sido divertido verle. Incluso ha desmontado un escritorio. Al final, la caja estaba en una estantería, como si fuera un libro.

La carta robada —comentó Loren.

—¿Qué?

—Es un relato de Edgar Allan Poe —aclaré a Ray—. De todos modos, lo que has dicho no es del todo correcto, Loren. Sería diferente si escondieras un libro en una biblioteca, pero en este caso se trataba de una caja con apariencia de libro.

—A mí me parece casi lo mismo —insistió Loren, que parecía resentido por el comentario.

Mientras discutíamos, Ray fue a la cocina y se sirvió una copa. Volvió, tomó un buen trago y dijo que ya era hora de que abriéramos la caja.

—Ha llegado el momento de recuperar mi arma —añadió Loren—, y mi porra, mi insignia, mis esposas y mi gorra. Todo. No tengo nada contra ti, Bernie, pero me molesta ver a una persona que no es policía llevando mis cosas.

—Es comprensible, Loren.

—Además, sin ellas tengo la sensación de que me falta algo. La pistola tenemos que llevarla incluso cuando no estamos de servicio. Cuando uno se para a pensar en todos los atracos que han sido frustrados gracias a agentes que estaban fuera de servicio, comprende el motivo de la normativa.

En cambio, yo pensé en los policías que acababan disparándose cuando estaban fuera de servicio durante sus metafísicas discusiones acerca de los méritos de los Knicks y los Nets, pero decidí no sacar el tema a colación. Seguramente el público no lo recibiría muy bien.

—La caja —dijo Ray.

—¿No puedo recuperar mis cosas antes de que la abra?

—¡Jesús…! —exclamó Ray.

Alcé la caja con las manos y dije:

—Por extraño que parezca, esta caja no es tan importante.

Ray me miró fijamente.

—Pues te ha costado diez mil dólares, Bernie. A mí eso me parece bastante importante. Además, se supone que va a librarte de una acusación de asesinato, aunque me gustaría saber cómo. Puedo aceptar que no mataras a Flaxford. Sin embargo, no sé de dónde vas a sacar una prueba convincente.

—Supongo que, dadas las circunstancias, es lógico que pienses así… —reconocí.

—A menos que la prueba esté dentro de la caja.

—La caja era una cuestión personal —aclaré—. Digamos que es un favor que debía a un amigo. Para mí lo importante era entrar en el apartamento, Ray, aunque antes de entrar no lo sabía. Sin embargo, volver allí ha resultado muy… revelador.

—No lo entiendo —dijo Loren, que parecía esperar la aparición de un conejo blanco cuando abriese la caja—. ¿Qué has encontrado, Bernie?

—Para empezar, la puerta no estaba cerrada con llave. El cerrojo de seguridad no estaba echado.

—¡Por Dios…! —exclamó Ray—. Ya te he dicho que habrá sido un policía que no se molestó en echar la llave al salir. ¿Qué importa?

—Supongo que nada. Pero ¿quieres saber lo que importa que el cerrojo estuviera echado cuando entré en el apartamento de Flaxford la otra noche? Verás, si sólo se hubiera tratado del pestillo, habría abierto la puerta antes, pero me encontré con una buena cerradura Rabson y tuve que dar una vuelta y media al cilindro. No tardé mucho tiempo porque da la casualidad de que soy excepcional en mi trabajo…

—Lo que hay que oír…

—Pero primero tenía que abrir el cerrojo y luego hacer saltar el pestillo, que es precisamente lo que hice.

—¿Y qué?

—Pues que el asesino se llevó una llave al salir del piso y se tomó el tiempo necesario para echar el cerrojo y dejar el cadáver de Flaxford encerrado, o el propio Flaxford corrió el cerrojo desde dentro girando el tirador. No sé por qué, pero me resulta difícil imaginar al asesino cogiendo la llave o, en caso de que se la llevara, molestándose en utilizarla.

Me estaban prestando atención, pero no sabían qué conclusión sacar de lo que estaba diciendo.

—Insinúas que Flaxford se encerró en su casa, ¿no? —preguntó Ray, lentamente.

—Así es.

—Por Dios, Bernie, lo único que estás haciendo es ponerte la soga al cuello. Si Flaxford se encerró y la puerta estaba cerrada con llave cuando llegaste, ese malnacido estaba vivo cuando entraste.

—En efecto.

—Por tanto, fuiste tú quien lo mató.

—En absoluto. —Me golpeé la palma de la mano con la porra de Loren y proseguí—: Y os diré por qué. Yo tengo una ventaja: sé con toda seguridad que no maté a Flaxford. Así que el hecho de saber que estaba vivo cuando llegué a su piso significa para mí algo diferente. Significa que sé quién lo mató.

—¿Quién?

—Es obvio. —Hice una señal con la porra—. Loren. ¿Quién si no?

Me fijé en la mano de Loren, que instintivamente la movió hacia el lugar en que habría estado su arma si no la hubiese tenido yo en aquel momento. Se llevó la mano hacia el muslo, vio que le estaba mirando y se sonrojó.

—¡Estás loco!

—Creo que no.

—Típico de los Géminis, contar la mentira más descabellada para que parezca creíble. Ray, será mejor que nos lo llevemos, pero esta vez ponle las esposas, ¿de acuerdo? Ya se nos escapó en una ocasión.

Ray se quedó un momento en silencio. Luego me preguntó:

—¿Te estás inventando todo esto, Bernie? ¿Lo estás improvisando?

—No, creo que es bastante coherente, Ray.

—¿Podrías repetirlo una vez más, sólo por curiosidad?

—Ray, ¿no creerás a este chiflado?

—Cállate —ordenó Ray Kirschmann y, volviéndose hacia mí, añadió—: Adelante, Bernie, has conseguido que me interese. Soy todo oídos.

—Cómo no —respondí—. En realidad, es muy sencillo. Verás, la otra noche J. Francis Flaxford tenía que ir al estreno de una obra de teatro. Todo estaba preparado. Por eso elegí aquella hora para entrar a su casa. Tenía información privilegiada y la persona que me la había proporcionado sabía que él iba a estar fuera. Pues bien, llegó la hora de salir. Él llevaba el batín y se disponía a vestirse cuando tuvo un accidente. No sé si fue una apoplejía, un desvanecimiento, un infarto o una simple caída, pero el caso es que acabó tumbado en su cama, inconsciente y vestido con su albornoz. En algún momento quizá tiró la lámpara de la mesilla o se golpeó con algo, es posible que fuera lo que oyó el vecino que llamó a la policía. No importa. Lo importante es que, cuando yo llegué, estaba inconsciente en su habitación, con la puerta del apartamento cerrada por dentro.

—Esto es absurdo —objetó Loren.

—Deja que hable. —El tono de voz de Ray era neutral—. Hasta el momento no has dicho nada sustancial, Bernie.

—Bien. Entré en el piso y me puse manos a la obra. En ningún momento salí del salón y no hice otra cosa que registrar el escritorio, porque en principio allí debía estar la caja. La persona que me había facilitado la información ignoraba que la caja estaba escondida en la estantería. Cuando vosotros aparecisteis, todavía estaba registrando el escritorio. Hablamos, llegamos a un acuerdo económico y nos dispusimos a salir de allí cuando a Loren se le ocurrió vaciar su inoportuna vejiga.

—¿Y bien…?

—Muy sencillo, según su versión, fue al cuarto de baño y utilizó el servicio, pero al salir, por error entró en el dormitorio. Allí descubrió el cadáver de Flaxford. Se volvió, horrorizado, y regresó al salón, donde nosotros le estábamos esperando; dio la voz de alarma, se le revolvieron un poco las tripas y se desmayó.

—Bueno, eso fue lo que vimos, Bernie. Luego saltaste sobre mí y escapaste como si hubieras visto un fantasma.

Pasé por alto aquel detalle y dije:

—Podríamos decir que Loren sí que vio un fantasma. El pasillo del apartamento de Flaxford es corto. Si sales del salón en dirección al cuarto de baño, se distinguen las marcas de tiza que hay en la alfombra del dormitorio. En aquel momento no había marcas de tiza, por supuesto, si no un cuerpo, algo lo bastante interesante para que Loren se olvidara del retrete y fuera a echar un vistazo al dormitorio.

—¿Qué pasó después?

—Estuvo allí unos minutos. Entretanto, el cuerpo, es decir, Flaxford, se reanimó. No sé si Loren pensaría que estaba muerto o inconsciente, pero, en cualquier caso, de pronto el hombre estaba vivo, despierto y mirándole a los ojos. Loren reaccionó instintivamente. Sacó su fiel porra y le abrió la cabeza a Flaxford.

—Es absurdo —repitió Loren con voz temblorosa, y pensé que no estaba seguro de si era producto de la indignación o del sentimiento de culpa—. ¡Está loco! ¿Por qué habría de hacer algo así?

—Por dinero.

—¿Qué dinero?

—El dinero con que estabas llenando tus bolsillos cuando Flaxford abrió sus ojos azules de niño y te vio. Cuando le encontraste, no había más que dinero en el suelo y encima de él. —Me volví hacia Ray—. Flaxford era un chantajista, un sacamantas, un tipo con un montón de recursos para ganar dinero fácilmente. Quizá tuviera cuentas bancarias, cajas de seguridad y fondos escondidos, pero también tenía dinero en efectivo en casa. Todo intrigante lo tiene, tanto si sus intrigas son legales como si no. Mira, soy un ladrón de poca monta, pero he conseguido reunir diez de los grandes esta noche. —No consideré necesario añadir que cinco de ellos eran míos—. Pues bien, lo único que no ha aparecido en el piso de Flaxford es dinero. Ni en sus cajones, ni en sus armarios, ni en ninguna caja fuerte empotrada en la pared, ni en su fantástico escritorio. Con todos los registros que ha sufrido ese apartamento, incluyendo el que le he hecho yo esta noche, lo único que no ha aparecido es dinero.

—Así pues, ¿insinúas que Loren debió de cogerlo?

—Es absurdo —repitió Loren por enésima vez.

—No lo es —repuse—. No sé cómo perdió el sentido Flaxford, pero sí que lo perdió de repente. Fuera lo que fuera, de pronto quedó inconsciente. Diría que acababa de recibir a un visitante que le había llevado el dinero para liquidar una cuenta. Por supuesto, ese dinero tenía que entregarlo a otra persona. La cantidad era lo bastante elevada para hacerle retrasar la hora del teatro. Cuando el visitante se marchó, se llevó el dinero al dormitorio, se puso a contarlo y se desmayó. Loren entró y se encontró a un hombre inconsciente en una habitación llena de billetes de cien dólares.

—No son más que conjeturas.

—¿Conjeturas? Alguien ha registrado mi casa de arriba abajo, ha vuelto todos los cajones del revés, ha destrozado mis libros… No hay nada en la caja azul que justifique tal búsqueda. Pero alguien sabía que Flaxford tenía un montón de dinero cuando le mataron, y la única persona que pudo llegar a esa conclusión es la misma que se lo entregó. En mi opinión, debe de ser Michael Debus o alguien relacionado con él. O el dinero tenía que llegar a Debus o Debus se lo había dado a Flaxford para que este lo repartiera adecuadamente a fin de interrumpir una investigación que se estaba llevando a cabo en su fiscalía. Esto explica por qué el visitante de Flaxford no pudo matarlo, por no mencionar lo de las cerraduras… Esa persona (supongamos Debus) se fue del apartamento dejando a Flaxford vivo y con el dinero. La suma era tan elevada que Debus no pudo olvidarse de ella al enterarse de que Flaxford había sido asesinado. Sí, Ray, era tan elevada que Loren pensó que merecía la pena matar por ella.

—¡Ray, está loco! ¡Este hombre está loco!

—No lo sé, Loren.

—No puedes hablar en serio.

—No lo sé… Siempre te ha gustado el dinero.

—Es como si estuvieras empezando a creer en ese cuento de hadas.

—Siempre has cogido lo que se te ha ofrecido, Loren. Al principio, me sorprendió porque no eras más que un novato. No es fácil aprender a abrir la mano. Luego uno comprende que el asunto forma parte del sistema, se vuelve práctico y empieza a sentir apetito. Tú, en cambio, tuviste hambre desde el principio, tuviste hambre antes de enterarte de qué iba la historia… No haces más que rezongar, estás todo el día con la cabeza en Capricornio o donde coño sea y eres el hijo de puta más hambriento que conozco.

—Ray, sabes que nunca mataría a nadie.

—No estoy seguro de lo que sé.

—Ray, ¿con una porra? Por favor…

Me alegré de que sacara el tema. Meneé la porra de Loren y me di con ella un sonoro golpe en la palma de la mano.

—Buena porra —comenté—. Suave y lustrosa. Juraría que nunca has pegado a nadie con ella.

—Nunca lo he hecho.

—No, claro que no. Ni se te ha caído a la acera, ni se te ha arañado con un muro de ladrillos… En realidad, ni siquiera la llevabas hace un par de días. —Le señalé con un gesto manifiestamente teatral—. Es nueva, ¿verdad, Loren? Esta es tu flamante porra nueva. Tuviste que sustituir la vieja, ¿verdad? Tenía un buen número de golpes porque te encantaba jugar con ella y se te caía cada dos por tres. La superficie tenía muescas y alguna que otra grieta. Además, sabías que podía haber restos de sangre, de piel o algo por el estilo… al igual que sabes lo que un laboratorio forense puede hacer con algo así. Sí, Loren, por mucho que uno lo limpie, nunca consigue que las huellas desaparezcan. Por eso sustituiste la porra.

Loren abrió la boca, pero no dijo nada. Ray me cogió la porra de la mano y la examinó.

—Bueno, no parece que la hayan desvirgado.

—¡Ray, por amor de Dios! —imploró Loren.

—Está más nueva que la leche, Loren. No es la porra que sueles llevar. ¿Cuándo te la han dado?

—Hará un par de semanas.

—¿Antes del asesinato de Flaxford?

—Antes del robo, por supuesto. Ray…

—¿Qué tenía de malo la otra?

—No lo sé. Esta me resulta más cómoda, eso es todo. Ray…

—Has tirado la otra, ¿verdad?

—Quizá la tenga por alguna parte.

—¿Crees que podrías encontrarla si tuvieras que hacerlo?

—Supongo. Por cierto, creo que la dejé en el patio. Siempre cabe la posibilidad de que algún muchacho del barrio se la llevara, pero tal vez esté allí todavía.

Se miraron mutuamente. Habría sido mejor que yo no estuviera en la habitación. Se miraron durante largo rato, hasta que Loren bajó la cabeza para mirarse los zapatos que, por supuesto, eran negros y de cordones, y los había cepillado hasta dejarlos brillantes y con un aspecto mucho más apropiado para un agente uniformado que mis mocasines de cuero escocés.

Ray dijo:

—La cadena… Fue al cuarto de baño y le oímos tirar de ella y, al cabo de unos segundos, ya había vuelto al salón. ¿Cómo pudo tener tiempo para hacer todo lo que has dicho?

—Tiró de la cadena al volver, Ray. Al ir, no entró en el cuarto de baño; sin embargo, se detuvo cuando volvía para tirar de la cadena.

—¿Para disimular?

—Sí.

—Todo parece encajar. ¿Y qué me dices del cenicero? A Flaxford lo mataron con un cenicero…

—El del salón.

—¿Por qué estás tan seguro?

—Había un cenicero en el salón, sobre la mesa situada al lado de donde me senté. Esta noche no estaba allí. Al principio, pensé que los del laboratorio se habrían llevado los dos por la razón que fuera. Pero en realidad sólo había un cenicero. Estaba en el salón cuando entré en el apartamento. Sin embargo, cuando llegaron los del laboratorio, se encontraba en el dormitorio.

—¿Cómo llegó allí? ¿Lo cogió él?

—En efecto. Volvió al salón y fingió que se desmayaba. Todo fue muy extraño… En realidad, fue la reacción más retardada que se pueda imaginar. Aunque, si era la primera vez que veía un cadáver…

—Ya ha visto unos cuantos.

—Bueno, pues aquel era el primero del que era responsable. Probablemente las rodillas le flaquearon, pero lo cierto es que se las arregló para volver al salón y caer sobre la alfombra. Puro teatro. Un minuto más tarde, yo salí por la puerta y tú saliste detrás de mí en cuanto te recuperaste, ¿no es cierto?

—Así es.

—Él seguía tumbado sobre la alfombra cuando tú te fuiste. En cuanto cruzaste la puerta, tu compañero cogió el cenicero de cristal de la mesa, volvió al dormitorio, y «peinó» a Flaxford. Quizá sólo lo aturdió con la porra, quizá Flaxford ya estuviera muerto y Loren quisiera dejar un arma homicida a la vista. Creo que probablemente todavía estaba vivo, pero que quiso asegurarse con un golpe de gracia. Luego lo único que Loren tuvo que hacer fue recobrar el conocimiento y salir a la calle en tu busca. Para entonces, ya había recogido el resto del dinero y podía volver a casa tranquilamente, dejándome con un cadáver colgado del cuello.

No sé en qué momento Ray Kirschmann comprendió que estaba diciendo la verdad, pero lo cierto es que durante mi relato se desvaneció la última duda que le quedaba. Lo sé porque oí cómo abría la funda de su pistola para coger el arma en caso de necesitarla. Loren se dio cuenta e hizo ademán de dar un paso al frente, pero cambió de parecer y se sentó en el sofá.

Ray le preguntó:

—¿Cuánto dinero era, Loren?

Al ver que no contestaba, se volvió hacia mí para hacer la misma pregunta.

—Te lo dirá tarde o temprano, aunque apuesto a que eran más de veinte mil pavos; quizá el doble. Mucho tiene que ser, teniendo en cuenta lo que está insistiendo Debus para recuperarlo. Sin duda Loren no supo a cuánto ascendía el total hasta que llegó a casa y lo contó, pero enseguida comprendió que era lo suficiente para cometer un asesinato.

Se produjo un largo silencio. Finalmente Loren dijo:

—Creía que ya estaba muerto. —Ray y yo le miramos—. Tenía los brazos y las piernas extendidos como si fuera un cadáver. Estaba seguro de que tú le habías matado… No sé en qué pensé. Empecé a recoger el dinero. Fue instintivo. No sé qué se apoderó de mí. De pronto, abrió los ojos e intentó ponerse en pie… Creía que estaba muerto y… abrió los ojos…

—Así que fuiste por el cenicero para asegurarte, ¿no?

—¡Oh, Dios…! —exclamó Loren.

—¿A cuánto ascendía ese dinero, compañero? ¿A veinte de los grandes? ¿A cuarenta?

—Cincuenta…

—¡Cincuenta mil dólares americanos! —Ray silbó suavemente—. No me extraña que no estuvieras satisfecho con el acuerdo de esta noche. ¿Por qué ibas a arriesgarte por diez mil miserables dólares si ya te habías embolsado cincuenta mil?

—Iba a darte la mitad. ¿Crees que te lo habría ocultado?

—Loren, eres un verdadero encanto…

—Esperaba encontrar la manera de explicártelo. Jamás te lo habría ocultado.

—Claro, claro que no.

—Ray, te corresponden veinticinco mil dólares libres de impuestos. ¡Por Dios, tenemos al asesino aquí mismo, justo a tu lado! No hay que pensárselo mucho… Además, no es más que un ladrón de mierda. Nos saldría redondo.

—Entiendo… Crees que deberíamos colgar el muerto a Bernie. —Ray se rascó la barbilla—. Hay un problema, amigo, ¿qué pasará cuando él cuente su versión? Te presionarán, harán un par de comprobaciones y tú empezarás a cantar como un idiota, Loren.

—Podría morir de un disparo al intentar huir. Ya escapó una vez, ¿no es cierto, Ray? Es un sujeto peligroso… Escucha, Ray. Piensa en los veinticinco mil dólares. Si quieres, podemos negociarlo. Puedes llevarte más de la mitad. Ray, escúchame…

Ray le dio una bofetada con la palma de la mano. Loren se llevó una mano a la mejilla y se quedó donde estaba, ofuscado, mientras el eco de la bofetada resonaba en el silencioso piso.

—Tienes derecho a guardar silencio —dijo Ray al cabo de un momento—. Tienes derecho… ¡A la mierda con todo esto…! Bernie, si en algún momento nos lo preguntan, ¿te acordarás de decir que le he leído los derechos a este lameculos?

—Descuida.

—No quiero que quede ningún cabo suelto. Nunca me había caído bien este pedazo de mierda, pero creía que por lo menos distinguiría lo limpio de lo sucio, robar dinero o matar por él. Bernie, me gustaría tener algo definitivo, una prueba que no deje salida a este cabrón. Por ejemplo, la porra con los restos de sangre de Flaxford, aunque apostaría a que la ha tirado al río.

—Ya encontraréis el dinero. Seguro que hay restos de sangre en algún billete.

—A menos que lo haya escondido. —Fulminó a Loren con la mirada—. Aunque supongo que me dirá dónde está.

—No es necesario que lo haga.

—¿Qué quieres decir?

—No creo que cogiera exactamente cincuenta mil dólares. Creo que cogió cuarenta y nueve mil novecientos.

—He perdido el hilo, Bernie.

Le mostré la caja azul.

—No he abierto esta caja porque no conozco la combinación —dije—. No obstante, es probable que pueda forzar la cerradura con una ganzúa y creo saber qué encontraremos en el interior cuando lo haga. Creo que encontraremos un billete de cien dólares manchado de sangre y que, además, contendrá una huella dactilar. No sería descabellado pensar que perteneciera a Flaxford, si es que sufrió alguna herida antes de que Loren acabara con él. Podría haberse cortado al tirar la lámpara al suelo. Sin embargo, tengo la corazonada de que la huella pertenece a Loren, lo que sin duda constituiría una prueba bastante sólida, ¿no crees?

Ray se quedó mirándome por unos segundos.

—Todo eso es lo que crees que hay en la caja.

—Digamos que es una corazonada.

—Maldita sea, ¿por qué no la abres y lo comprobamos? —Después de abrirla añadió—: Preciosa, realmente preciosa… ¿Cuándo lo cogiste? Claro, cuando fuiste al cuarto de baño. Tiraste de la cadena, al igual que Loren. ¿El maldito billete ha estado allí todo el tiempo? ¿Los chicos del laboratorio no lo vieron? Asombroso.

—Quizá estuvo en la caja azul desde el principio.

—Bueno, dudo que llegue a saber qué había realmente en la caja azul, aunque lo cierto es que me importa un comino. En cambio, lo que contiene ahora… Es una huella preciosa; apuesto a que es tuya, Loren, y a que el tipo de sangre coincide con el de Flaxford. —Dejó escapar un profundo suspiro—. Loren —concluyó—, creo que estás metido en un buen lío.