Llegué al apartamento de Darla unos minutos antes que la policía. Apenas había terminado de ponerme el uniforme cuando llamaron al timbre. Abrí la puerta e hice pasar a Ray y Loren; el primero venía con cara de pocos amigos y el segundo con cara de incredulidad. Ray fue el primero en entrar, haciendo señales por encima del hombro con el dedo pulgar.
—Me está sacando de quicio, Bernie —dijo—. ¿Te importaría explicarle por qué no puede venir con nosotros?
Miré a Loren, que a su vez miró mis mocasines de cuero escocés, no porque no le gustaran, sino porque era así de indiscreto.
—Lo único que digo es que yo también debería ir —explicó—. ¿Y si pasa algo?
—No va a pasar nada —repuso Ray—. Bernie y yo vamos a ir a un sitio de visita, luego nos marcharemos de ese sitio, volveremos aquí y Bernie te devolverá tus cosas. A continuación, tú y yo nos largaremos, iremos a casa y contaremos nuestro dinero. ¿Has traído tus revistas?
—He traído un libro.
—Pues siéntate en ese sofá y empieza a leer. Es un sofá muy cómodo. Yo ya me he sentado en él. ¿Sueles ganar tanta pasta leyendo libros?
Loren no dejaba de resoplar.
—¿Y si pasa algo? ¿Y si este Géminis aprovecha para jugarnos una de las suyas?
—El apartamento de Flaxford está en la misma zona que este —intervine.
Nadie dijo nada. Loren enumeró las cosas que podían salir mal, desde accidentes de tráfico a imprevistas alertas de protección civil. Ray replicó que un grupo de tres policías, dos de ellos legales, era más peligroso que uno en el que hubiera un suplantador. Loren no pareció entenderlo y concluyó:
—Esto no me gusta. Francamente me parece una locura.
—Si vinieras con nosotros, sólo habría una pistola para vosotros dos, y una insignia, y una gorra…
—¡Lo que faltaba! Me quedaré aquí sentado sin mi insignia y mi pistola. No sé, no sé, Ray…
—Te quedarás en un piso vacío con la puerta cerrada con llave. ¿Para qué coño necesitas una pistola? ¿Para asustar a las cucarachas?
—Aquí no hay cucarachas —puntualicé—. Es una casa de categoría.
—¿Lo ves? Ni siquiera hay cucarachas.
—¿Y a mí qué me importan las cucarachas?
—Creía que tal vez te importaban.
—No sé, no sé, Ray…
—Escucha, imbécil, siéntate y dale a Bernie tus cosas. Bernie, quizá una copa le ayude a calmarse.
—Claro…
—¿Tienes algo para beber?
Fui a la cocina a buscar el escocés y volví con la botella, un vaso y algo de hielo.
—Prefiero no beber —dijo Loren—. Estoy de servicio.
—¡Dios Santo…! —exclamó Ray.
—Bueno, aquí lo tienes por si te apetece, Loren —dije yo. Él hizo un gesto de asentimiento. Me puse el cinturón y comprobé que la funda estaba abrochada para asegurarme de que la pistola no caería. Eché la mano hacia atrás y, al tocar el frío acero, pensé en lo espantoso que era aquel cacharro.
—Este jodido trasto pesa una tonelada —comenté.
—Te acabas acostumbrando.
—Será difícil andar con tanto peso.
—Te acostumbras enseguida. De hecho, llega un momento en que te sientes desnudo sin ella.
Cogí la brillante y negra porra de manos de Loren y me di con ella un golpe de prueba en la palma de la mano. La madera estaba suave y lustrosa. Ray me mostró cómo se enganchaba del cinturón y cómo se aseguraba para que no se soltara y me diera un porrazo en la espinilla. Luego me colgué la insignia y me puse la gorra. Fui al dormitorio y me miré en el espejo de la puerta. Esta vez sí que parecía un auténtico policía.
La gorra era importante, desde luego, y creo que la insignia, la pistola, la porra y las esposas también contribuían a que cambiara de actitud y me sintiera más cómodo en mi papel. Solté la porra de su enganche, golpeé el aire y la coloqué de nuevo en su sitio. Me planteé sacar la pistola de la funda, pero descarté la idea, convencido de que sólo conseguiría volarme un dedo del pie. De hecho, había sido un milagro que me hubiera puesto la insignia en la camisa y no en la piel, pensé.
Cuando regresé al salón me sentía tan identificado con mi papel que podía detener el tráfico, ordenar a un grupo de personas que se dispersaran o conseguir una comida gratis en un restaurante. Creo que Ray también notó la diferencia. Me miró de arriba abajo, desde la gorra a los zapatos, e hizo lentamente un gesto de asentimiento.
—Impresionante —dijo.
Hasta Loren estuvo de acuerdo.
—Son actores por naturaleza.
—¿Los ladrones?
—Los Géminis.
—Joder… —exclamó Ray—. Larguémonos de aquí.
En el coche de policía dijo:
—Tenemos el camino despejado para entrar en el apartamento. Está precintado porque constituye una prueba, pero podemos romper los precintos y pegar unos nuevos cuando nos marchemos. Eso será lo que conste en el informe. No habrá problemas.
—¿Es una práctica habitual?
—Por supuesto. Los precintos sirven para impedir que se produzca una entrada no autorizada. Es imposible mantener fuera a alguien que quiera entrar, pero no se puede pasar por la puerta sin romper el precinto. Este piso ya ha sido abierto y precintado en un par de ocasiones. He visto el informe.
—¿Y quién ha entrado?
—Los de siempre. El fotógrafo y los del laboratorio entraron antes de que lo precintaran la primera vez, pero luego el fotógrafo tuvo que volver. Es posible que salieran mal algunas fotos o que alguien de la fiscalía del distrito quisiera que sacase otras de las demás habitaciones. Uno nunca sabe lo que esos monos pueden enseñar al jurado con la etiqueta de «Prueba n.° 1». Luego fue el ayudante del fiscal del distrito, quizá para hacerse una idea exacta del lugar, y también un par de agentes de homicidios, aunque este caso pertenece única y exclusivamente a nuestro distrito y no vamos a permitir que esos idiotas nos lo quiten. De todos modos, tenían que echar un vistazo; quizá pensaran que el modus operandi podría coincidir con el de algún caso que estén investigando. También fueron otros, supongo que por la misma razón, pero eran de otra fiscalía. Ni siquiera eran de Manhattan los muy payasos, sino de la otra orilla del río…
—¿Cuándo ocurrió eso?
—No lo sé. ¿Acaso importa?
—¿A qué fiscalía pertenecían? ¿A la de Brooklyn? ¿A la de Queens?
—A la de Brooklyn.
—¿Quién es el fiscal del distrito de Brooklyn?
—El fiscal del distrito de Brooklyn… ¡Mierda, no me acuerdo!
—¿No era Michael Debus?
—Sí, es Debus. ¿Por qué?
—¿Cuándo fueron sus hombres por allí?
—Entre la noche del asesinato y esta. ¿Qué ocurre? —Me miró pensativamente y estuvo a punto de chocar con un coche estacionado—. Siempre aparcan en medio de la jodida calle —objetó—. ¿Qué tienes que ver con el tal Debus, Bernie?
—Nada, pero Flaxford sí.
—¿Por qué?
Guardé silencio por un momento. De haber sabido cuándo habían estado en mi casa y cuándo había ordenado Debus que registraran el apartamento de Flaxford… Traté de volver a la realidad, pero no podía dejar de pensar que quizá reforzaría mis teorías si lograba demostrar que Debus había mandado a sus hombres a la calle 67 Este antes de mandarlos a West End Avenue, aunque con ello no probaría nada, y mi teoría tampoco quedaría destruida si cambiaba el orden de factores.
Así pues, la única variable importante era la caja. O lograba encontrarla o sería mi fin.
—Tal vez sea importante saber a qué personas mandó Debus y cuándo fueron —dije.
—Bueno, sería cuestión de buscar en los informes.
—¿Podrías hacerlo?
—Ahora mismo no, pero sí más tarde.
—De todas formas seguirá allí —dije.
—¿Qué?
—Nada, olvídalo.
Reconocí al conserje, pero él no me reconoció a mí y pensé que, cuando llegara la Navidad, tendría que acordarme de él. Nos abrió la puerta de la misma forma que me la había abierto a mí en dos ocasiones anteriores y, mientras Ray hablaba con él, tuvo que interrumpirse dos veces para interrogar a unas personas que querían entrar en el edificio. Era evidente que le habían amonestado por dejarme pasar, pero como al menos había conservado su trabajo, me alegré por él.
Ni siquiera me volvió a mirar. Llevaba puesto un uniforme y me encontraba al lado de Ray, así que ¿por qué debía fijarse en mí?
Subimos en el ascensor en compañía de un hombre vestido como un sacerdote —supongo que realmente lo sería, pero su aspecto dejaba tanto que desear como el mío—. Se me ocurrió que el atuendo de clérigo podría servir de disfraz para un robo, en caso de urgencia, me permitiría pasar por delante de la mayoría de los conserjes sin ningún problema. Por supuesto, no sería buena idea llevarlo en los barrios residenciales, donde lo principal era evitar llamar la atención. En esos barrios el uniforme de cartero resulta ideal. Mucha gente conoce al cartero, desde luego, pero si uno logra hacerse pasar por el repartidor de paquetes o por el que entrega las cartas certificadas, el problema está resuelto.
—¿En qué estás pensando, Bernie?
—En los negocios —contesté. Bajamos en la segunda planta y dejamos al supuesto sacerdote. Permanecí a un lado mientras Ray rompía los precintos de la puerta de Flaxford. Luego, mientras él buscaba las llaves en el bolsillo, toqué el timbre. Ray se volvió hacia mí.
—Es sólo cuestión de rutina —le expliqué.
—La puerta está precintada por la policía ¿y aún crees que habrá alguien dentro?
—No puedes fiarte de nada.
—¿De qué estás hablando?
—Todo el mundo sigue una rutina —repliqué.
—Joder… —farfulló. Encontró las llaves e intentó meter una en la cerradura. Observé que no entraría. Probó con la otra y esta sí que entró—. Te resultará extraño utilizar una llave —comentó entonces.
Poco antes había utilizado la llave de Darla y ahora estábamos utilizando la de Flaxford. El único lugar en que tuve que entrar con la ganzúa durante aquellos días fue el apartamento en que me alojaba.
—La última vez que abrí esta puerta —comentó Ray— me encontré con un ladrón en el otro lado.
—La última vez que la abrí había un cadáver en el dormitorio.
—Esperemos que esta noche nos depare una nueva experiencia.
Dio media vuelta a la llave en el sentido de las agujas del reloj y abrió la puerta de un empujón. Dijo algo que no alcancé a oír y entró, buscando a tientas el interruptor de la luz. Luego se volvió hacia mí y me hizo una señal para que pasase. Yo, sin embargo, permanecí donde estaba.
—Vamos —dijo—. ¿A qué esperas?
—La puerta no estaba cerrada con llave.
—Claro que lo estaba. La he abierto yo.
—Sólo has abierto el pestillo. Todo lo que has hecho ha sido girar la llave hasta la mitad y se ha abierto. Una cerradura como esta también tiene cerrojo y, si el cerrojo está echado, tienes que dar una vuelta y media a la llave para abrirlo.
—¿Y qué?
—Pues que la última persona que salió por esta puerta no se molestó en cerrarla con llave. La cerró al salir y basta.
—¿Qué importa? Quizá su compañero tenía la llave y como ya estaba camino del ascensor no se preocupó de ello. Quizá no suele cerrar con llave. Hay mucha gente que no echa la llave al salir. Nunca se molestan en echar el maldito… cerrojo.
—Lo sé. De esa manera me hacen la vida mucho más fácil.
—Pues bien, la persona de que estamos hablando no estaba en su casa y, además, tenía que pegar un precinto en la puerta al salir. Así que, ¿por qué habría de preocuparse por el cerrojo? No significa nada, Bernie.
—Es cierto —convine y empecé a rebuscar en mi memoria, intentando capturar un detalle que hubiera pasado por alto—. Yo sí eché el cerrojo.
—¿Qué dices?
—Cuando entré, cerré la puerta y giré este tirador. Así es como se echa el cerrojo desde dentro.
—¿Y bien…?
—Cuando tú y Loren llegasteis con la llave del conserje, tuvisteis que dar una vuelta entera a la llave para abrir el cerrojo y media más para abrir el pestillo.
—Si tú lo dices… —comentó Ray, que parecía un tanto impaciente—. Si eso es lo que piensas, te creo, Bernie, porque sinceramente nunca me paro a pensar cuántas veces he girado una llave en una cerradura, sobre todo cuando no sé qué coño hay al otro lado de la puerta, que fue lo que ocurrió aquella noche. De todos modos, no tiene importancia y no sé de qué diablos estás hablando. Creía que querías entrar, pero si lo único que vas hacer es hablar de cerraduras como un chiflado…
—Está bien —dije. Entré y cerré la puerta al pasar. Y eché el cerrojo.
Todo estaba como la última vez que lo había visto. Si Michael Debus era el responsable del equipo de demolición que había pasado por mi casa, sin duda había asignado la tarea de registrar la vivienda de Flaxford a gente mucho más comedida. No obstante, el registro de mi piso se había llevado a cabo sin autorización ni informe, mientras que la visita a este se había realizado con permiso oficial y estaría debidamente consignada en algún archivo. Así pues, los libros de Flaxford continuaban en la biblioteca de Flaxford y la ropa de Flaxford continuaba en los armarios y las cómodas de Flaxford. Nadie había despedazado sus muebles, ni levantado su moqueta ni descolgado sus cuadros de las paredes.
Todo aquello me parecía muy injusto. Flaxford, que había terminado llevándose el premio que aguarda a todos los chantajistas y sacamantas, jamás volvería a llevar aquella ropa, ni a leer aquellos libros, ni a vivir en aquel apartamento y, sin embargo, lo habían dejado todo ordenado. Yo, en cambio, que necesitaba todo lo que había en mi casa, había recibido un trato espantoso.
Intenté borrar aquella iniquidad de mi mente para concentrarme en el registro del piso. Comencé por el dormitorio, donde las marcas de tiza sobre la alfombra oriental —ignoro de qué clase era— indicaban la posición del cadáver. Había caído justo a la izquierda del pie de la cama, de modo que las piernas habían quedado separadas y apuntando hacia la puerta. Había unas manchas de color marrón oscuro en la parte de la alfombra donde habían perfilado la cabeza y unas manchas parecidas sobre la cama, que estaba sin hacer.
—¿Sangre? —pregunté.
Ray hizo un gesto de asentimiento.
—Uno siempre imagina la sangre de color rojo.
—Cuando se seca, se oscurece.
—Debió… de caer sobre la cama cuando le golpearon. Luego resbalaría hasta caer al suelo.
—Eso parece.
—En el periódico ponía que lo habían matado con un cenicero. ¿Dónde está?
—Creía que había sido con una lámpara. ¿Estás seguro de que fue un cenicero?
—Eso es lo que ponía en el periódico.
—Qué sabrán esos… En cualquier caso, alguien le habrá puesto una etiqueta y se lo habrá llevado de aquí. No suelen olvidar el arma del homicidio. Le ponen una etiqueta, la estudian en el laboratorio de un montón de maneras diferentes, le sacan cientos de fotos y luego la guardan bajo llave en alguna parte. —Se aclaró la garganta—. De todos modos, incluso en el caso de que estuviera aquí, no podría permitir que hicieras nada con ella. No está permitido tocar las pruebas.
—Sólo me preguntaba qué habría pasado con ella.
—Te lo digo para que lo sepas.
Pasé por su lado y rodeé la cama para acercarme a un óleo encuadrado en un pesado marco dorado, en el que se veía un establo en malas condiciones. Comprendí que, de haber habido una caja de seguridad en aquel lugar, la habrían registrado una docena de personas desde la noche del asesinato. No obstante, moví el cuadro. Lo único que había detrás era la pared.
—Qué extraño. Lo normal sería que tuviera una caja de seguridad. Los hombres como él suelen guardar dinero en casa. Bueno, tal vez el asunto no le preocupara.
—¿De qué dinero estás hablando? Tenía propiedades y trabajaba en el teatro. ¿Qué tiene que ver el dinero con todo esto? Lo único que importa son los recibos del teatro y nadie se los lleva a casa hoy en día. Los meten directamente en el depósito del banco. Además, no creo que le dieran mucho dinero los teatrillos con que trabajaba.
«No merece la pena discutir el asunto», pensé, pero respondí:
—Flaxford tenía líos con un montón de gente. Creo que ejercía de hombre de confianza, de sacamantas o algo parecido. Sé que tenía relación con un pez gordo de la política, pero ignoro si trabajaba de forma independiente o no. También se dedicaba a mangonear por ahí, chantajeando y extorsionando a la gente.
—Creía que no lo conocías.
—Y es cierto.
—¿Y cómo sabes todo esto?
—Yo lo sé todo —respondí—. Y en la comisaría también deben de saber algo al respecto. ¿Nunca has oído hablar acerca de la vida secreta de Flaxford?
—Ni una palabra, aunque no creo que alguien se haya preocupado de investigar. Como sabemos quién lo mató y el caso está resuelto, ¿qué necesidad hay de husmear en busca de detalles? ¿Qué sacaríamos con ello?
—Claro, con el caso resuelto… —dije con voz hueca.
—Bernie, si me dijeras qué estamos buscando…
—Tú no estás buscando nada. Soy yo quien está buscando algo —maticé recalcando las palabras.
—Sí, ¿pero qué?
—Lo sabré cuando lo vea.
—¿Y si lo veo yo?
Volví a pasar por su lado, sorteando con cuidado las marcas de tiza como si el cadáver siguiera allí o una presencia ectoplásmica flotara sobre la alfombra. Enfilé el pasillo y me detuve para mirar dentro del cuarto de baño. Era grande en comparación con el resto del piso, lo que hacía suponer que en algún momento el edificio había sido dividido en viviendas más pequeñas de alquiler. Había una enorme bañera con patas, una antigualla de diseño que contrastaba con el aspecto moderno del lavabo y el retrete. Dejé caer agua en el lavabo, tiré de la cadena y me volví para ver cómo Ray me miraba con las cejas arqueadas.
—Sólo estaba recordando —dije—. Si Loren no se hubiera equivocado de camino después de tirar de la cadena, todos nos habríamos ido del piso tan tranquilos.
—Sin duda. ¿Quién sabe cuándo hubieran descubierto al pobre desgraciado?
—Tal vez habrían tardado días.
—Y tú estarías libre, Bernie. Incluso si te hubiéramos relacionado con el asesinato, ¿qué habríamos podido hacer? ¿Ir a comisaría con la gorra en las manos y decir que te habíamos cogido y que luego habíamos dejado que te largaras? Además, para cuando hubiéramos relacionado todos los datos, ya no habríamos podido saber si había muerto la noche en que te vimos, ya que después de tanto tiempo es difícil determinar con exactitud la hora en que ha muerto una persona.
—Pero Loren se dio de narices con él.
Me quedé un momento en el umbral de la puerta del cuarto del baño, luego me volví y me dirigí al salón. Podía examinar el armario de Flaxford por si tenía un doble fondo, pero no me parecía que fuera propio de él.
El escritorio…
Me acerqué a él y empecé a tocar la madera. Darla Sandoval había visto cómo Flaxford sacaba la caja azul del escritorio y volvía a guardarla después de mostrarle su contenido. El escritorio había continuado cerrado con llave después de la muerte de Flaxford. Ya lo había registrado en una ocasión, pero sabía que estos viejos fósiles están llenos de compartimientos secretos, de cajones ocultos bajo otros cajones… El escritorio estaba en el mismo lugar en que aquella noche debía mirar; el mismo lugar en que había estado mirando hasta poco antes de que Ray y Loren me sorprendieran; el mismo lugar en que iba a mirar ahora…
Saqué la anilla de las herramientas y le dije a Ray:
—Siéntate. Es posible que tarde un rato.
Tardé casi una hora. Saqué los cajones uno a uno, miré detrás de ellos, los volví del revés y estuve a punto de desarmarlos. Subí la persiana, escudriñé el interior y encontré más compartimientos secretos que los que uno podría anunciar en un recipiente de cereales. La mayoría estaban vacíos, aunque en uno había una atrevida colección de pornografía victoriana que evidentemente había escondido allí un atrevido victoriano. Le pasé media docena de librillos a Ray, quien con anterioridad se había quejado de que la biblioteca de Flaxford no contenía nada más salaz que los dos volúmenes encuadernados en cuero de El nacimiento de la república holandesa de Motley.
—Esto está mejor —me informó—, pero preferiría que lo escribieran en un idioma inteligible. Cuando consigues enterarte de qué están haciendo, ya has perdido interés.
Continué explorando el escritorio como si fuera un cirujano. De vez en cuando, sacaba un panel interior sabiendo que luego sería incapaz de colocarlo en su sitio, lo cual me apenaba, aunque no tanto como para echarme a llorar. Finalmente comprendí que por muchos compartimientos secretos que el escritorio tuviera, Flaxford no habría guardado la caja azul en ninguno de ellos. Le habría costado demasiado tiempo esconderla y volverla a sacar.
Di un paso hacia atrás para observar el escritorio y deseé poder lavarme las manos y olvidar aquel jodido asunto. Aquella idea me llevó rápidamente de vuelta al cuarto de baño. Mientras hacía mi imitación de las cataratas del Niágara, me dediqué a observar el complicado trazado del suelo de baldosas que tenía bajo los pies. Eran baldosas de arcilla, como las que se utilizaban antiguamente, de unos siete centímetros cuadrados y blancas en su mayoría, adornadas con un dibujo geométrico de baldosines. Cuando había llegado al extremo de plantearme la posibilidad de levantar el suelo, comprendí que me estaba acercando de manera peligrosa al límite. Tiré de la cadena, me lavé las manos, busqué infructuosamente una toalla, me sequé con el pantalón del uniforme, solté la porra de Loren de su enganche, me propiné un vigoroso golpe en la palma de la mano y salí de allí.
Como había hecho Loren, me dirigí al dormitorio. Registré rápidamente el armario, pues sabía que no encontraría nada más que ropa, y eso fue todo lo que encontré.
Cuando me disponía a salir de la habitación, lo vi casualmente por el rabillo del ojo. Se trataba de algo que se había quedado encajado entre una columna de la cama y la pared.
Me apoyé en el suelo con una rodilla y lo examiné. Lo miré con sumo cuidado y me dije que todo encajaba con algunas de mis ideas. Me levanté dejándolo donde estaba y volví al salón.
Estaba metiendo el último cajón en el escritorio cuando Ray preguntó:
—¿Qué diablos significa gamahouche?
Le pedí que lo deletreara, luego cogí el libro y eché un vistazo.
—Creo que significa hacérselo a una tía con la boca —dije.
—Eso pensaba. ¿Por qué cojones no lo dicen?
—Otros tiempos, otras costumbres…
—¡Y una mierda!
Le dejé mirando aquella obscena reliquia y me puse a andar de un lado a otro. Al cabo de un rato, me senté en la butaca verde en que me había dejado caer antes de enfrentarme con el escritorio, puse los pies encima del escabel, respiré hondo y traté de situarme en el ambiente del lugar.
«Te llamas J. Francis Flaxford —me dije— y estás sentado aquí cómodamente con tu albornoz, que es tan elegante que lo llamas batín. Deberías estar en el teatro, pero te has quedado en casa con una copa al alcance de la mano, un libro en el regazo, un puro en la boca y…».
—Qué extraño… —dije.
—¿El qué? —inquirió Ray.
—Deben de haberse llevado los dos ceniceros.
—¿Tú crees?
—Antes había un pesado cenicero de vidrio tallado sobre esta mesa.
—Lo encontraron en el dormitorio. Fue el objeto que utilizó el asesino para matarlo. De todos modos, ya te he dicho que se lo llevaron para examinarlo.
—No, había otro cenicero —dije—. Estaba en esta mesa. Supongo que sería la pareja del arma homicida. ¿Por qué se llevaron los dos?
—¿Quién sabe?
—Un exceso de eficiencia.
—Bernie, no nos queda mucho tiempo.
—Lo sé.
—¿Has encontrado lo que estabas buscando?
—He encontrado algo…
—¿En el escritorio?
—En el dormitorio.
—¿Qué? —Titubeé, pero él insistió—. No es lo que estás buscando, ¿verdad? ¿Por qué no me dices de qué se trata? Tal vez lo haya visto.
—Es poco probable.
—Quién sabe.
—Una caja azul —respondí—. Una caja forrada de cuero azul.
—¿De qué tamaño?
—¡Por Dios…! —exclamé—. O la has visto o no la has visto, Ray. ¿Qué importa su tamaño?
—Joder, has dicho una caja, ¿no? Podría ser como una cajetilla de cigarrillos o como un baúl.
—Más o menos así —dije moviendo las manos en el aire—. Como un libro. —Me acordé de la descripción de Darla—. Como un libro de tapa dura, tan grande como un diccionario. Pero… por amor de Dios…
—¿Qué ocurre?
—Que soy un idiota, eso es todo.
Tardé unos tres minutos en encontrarla y otros cinco en determinar que los demás volúmenes encuadernados en cuero eran lo que se suponía que eran. La caja forrada de cuero azul de Flaxford no era más que un libro falso, una bonita caja de madera con cerradura que se había hecho pasar por el El origen de las especies de Darwin. Abierta era difícil que pareciera un libro; debía de parecerse más bien a uno de esos elegantes estuches que la gente tiene sobre la cómoda para guardar alfileres de corbata, gemelos y cosas por el estilo. Pero cerrada con llave y escondida en uno de los estantes inferiores de la biblioteca, no resultaba muy distinta de los libros que tenía a su lado.
Los gorilas que habían estado en mi casa la habrían encontrado. Al sacudir los libros uno por uno, habrían descubierto el engaño, pero el apartamento de Flaxford no había sufrido esa clase de registro.
—¿No vas a abrirla, Bernie? —preguntó Ray.
Le lancé una mirada penetrante. Me había sentado de nuevo en la butaca verde y él estaba dando vueltas en torno a mí, mirándome por encima del hombro.
—Vuelve a tu libro —le dije— y deja que me concentre en el mío.
—Supongo que tienes razón —dijo obedeciendo. Seguí observándole y vi que levantaba disimuladamente los ojos de su librillo pornográfico para mirarme y que a continuación proseguía la farsa de su lectura.
—Vuelvo ahora mismo. Tengo que ir al lavabo.
Dejé atrás el cuarto de baño sin detenerme y entré en el dormitorio de Flaxford con la caja azul en la mano. Se parezcan o no a un libro, estas cajitas de seguridad se abren con tanta facilidad como una ninfómana colocada. Esta tenía una cerradura de combinación escondida debajo de la solapa de cuero. Si alineas las cifras correctas de las tres ruedas, obtienes tu premio de inmediato, pero si prefieres abrirlo por la fuerza, hay que utilizar un formón.
No tenía prisa y no quería dejar en la caja marcas que indicaran que había sido abierta. Así pues, hurgué un poco y al final la cerradura cedió. Eché un vistazo al contenido de la caja y lo transferí a mi persona, los bolsillos de mi uniforme tenían espacio de sobra para evitar lucir un bulto indecoroso.
Cuando vacié la caja, separé la cama unos centímetros de la pared. El pequeño rectángulo que me había llamado la atención minutos atrás estaba en el mismo lugar en que lo había dejado y, tras mover la cama, resultaba mucho más visible. Utilicé la porra de Loren para sacarlo, lo cogí, sujetándolo con sumo cuidado por los extremos, y lo metí en la legendaria caja azul. Luego la cerré y eché la llave.
De vuelta al salón, animé a la historia a que se repitiera dando un convincente tirón de la cadena. Ray alzó la vista cuando me vio llegar.
—¿Te han afectado los nervios al estómago?
—Creo que sí.
—Yo también estoy nervioso —dijo—. ¿Qué te parece si nos vamos?
—Bien. Puedo abrir esto cuando llegue a casa.
—Pensaba que tendrías prisa por hacerlo.
—No mucha —respondí—. Prefiero salir de aquí. Además, a Loren no le ha gustado perderse todo esto, así que vamos a darle la oportunidad de ver qué hay dentro de la caja.
—¿Crees que te sacará del atolladero?
—Por supuesto, Ray, pero va a meter a otra persona en él.
Para asegurarnos de que dejábamos todo como lo habíamos encontrado, echamos un rápido vistazo. Los daños causados al precioso escritorio de anticuario no se notaban y la biblioteca tenía un aspecto bastante ordenado. Al salir, Kirschmann precintó la puerta, apuntó la fecha y la hora y firmó. A continuación, me dirigió una sonrisa maliciosa, cogió la llave y corrió el cerrojo. Cuando oí el golpe del cerrojo, sentí que la última pieza encajaba en su lugar.