14

Me senté en mi butaca y observé cómo Ray Kirschmann contaba los billetes de cien dólares. Llevaba a cabo la operación en silencio, aunque movía los dedos mientras contaba, por lo que me resultó fácil seguir la cuenta. Cuando acabó, dijo:

—En efecto, son diez mil, como decías.

—Diez mil doscientos, Ray. Se me han debido de pegar algunos billetes. Soy un descuidado. Deja un par sobre la mesa, ¿de acuerdo? Quedamos en diez mil dólares, ni uno más ni uno menos.

—¡Joder…! —exclamó, pero dejó los doscientos sobre la mesa central de cristal. A continuación, hizo con los diez mil pavos restantes un abultado fajo—. Esto es una locura —comentó—; el mayor disparate que he hecho en mi vida.

—También es el dinero que más fácilmente has conseguido en tu vida.

—Estoy corriendo un riesgo de narices, Bernie.

—¿De qué hablas? Tenéis todo el derecho del mundo a echar otro vistazo al piso de Flaxford, tanto tú como Loren. Sois los polis que oyeron la llamada y estuvieron metidos en el asunto…

—No me lo recuerdes.

—Y ahora tenéis la sensación de que habéis pasado algo por alto, de modo que cogéis la llave, conseguís una orden, un permiso o lo que sea y tú y Loren volvéis al escenario del crimen.

—El problema es que no será Loren quien entre.

—Pues en lugar de ir con un tipo delgado vestido con un uniforme azul, vas con otro tipo delgado vestido con un uniforme azul. Maldita sea, todos los polis tenéis el mismo aspecto, no hace falta que te lo diga.

—Jesús…

—Si prefieres dejar el dinero sobre la mesa…

Me lanzó una mirada desabrida. Estábamos en el apartamento alquilado de Darla Sandoval, aunque esta vez yo bebía Yuban instantáneo en lugar de whisky escocés. Darla estaba escondida en la cocina, detrás de un par de puertas con persiana. Como la mitad de los grandes eran suyos, creía que tenía derecho a enterarse de nuestros acuerdos, aunque no era conveniente que conociera a Kirschmann personalmente. Si Ray se había tomado la molestia de preguntarse a quién pertenecía el piso en que estábamos, se había guardado la curiosidad para sí mismo. De no ser por el típico «Bonito piso, Rhodenbarr», podríamos haber estado en Nedick’s, comiendo unos perritos calientes.

—No sé qué decir —farfulló—. Un prófugo de la justicia, un asesino que ha escapado…

—Ray, lo único que he matado ha sido mi maldito tiempo. Ya te lo he dicho.

—Sí, sí…

—¿No creerás sinceramente que maté a Flaxford?

—Yo no creo nada, Bernie. Tanto si le mataste como si murió de un uñero, lo cierto es que sigues siendo un prófugo acusado de homicidio. —Frunció el entrecejo como si hubiera recordado algo desagradable—. Si no le mataste, ¿por qué leches te lanzaste sobre mí? Hiciste que me sintiera como un imbécil.

—Fue una estupidez, Ray. Tuve miedo.

—Miedo…

—Si hubiera sabido que Flaxford estaba muerto en el suelo, no habría perdido los estribos de esa manera. Pero lo cierto es que me asusté, al igual que se asustó Loren.

—Cuando Loren se asusta, se desmaya. Es una actitud mucho menos hostil cerrar los ojos y dejarte caer sobre la alfombra.

—La próxima vez me desmayaré.

—Gracias.

—Lo que estoy buscando nos señalará directamente al verdadero asesino. Ray, sé que no maté a nadie y voy a averiguar quién lo hizo. Después te entregaré al asesino y tú serás un héroe. «El ingenioso policía que escarbó debajo de la superficie para llegar hasta la verdad», publicarán los periódicos. Te aseguro que después de esto te pondrán a trabajar de paisano.

—De paisano… Cuando tú lo dices, consigo un ascenso; en cambio, si me pongo a pensar en ello detenidamente, me veo cubierto de mierda.

—Olvídalo, Ray. Conseguirás un ascenso y diez de los grandes.

—Olvidas que tengo que repartir el dinero con Loren. —Le lancé una mirada dubitativa y él me respondió poniendo cara de estar ofendido—. A medias, ni más ni menos —subrayó—. Los dos corremos el mismo riesgo, joder. Vas a llevar su insignia y su porra, y el arma que llevarás colgando de la cintura será la suya, por amor de Dios. Como se descubra el pastel, él tendrá que dar la cara, cogidito de mi brazo… En resumidas cuentas, tengo que darle cinco de los grandes.

—Me parece justo.

Me miró por un momento y luego dejó escapar un silencioso silbido. Dio unos golpecitos con el fajo de billetes al sofá que tenía al lado y dijo:

—Talla treinta y ocho, ¿no?

—Es mi talla.

—Loren utiliza una más pequeña, así que cogí este, que es nuevo. Será mejor que te lo pruebes.

Abrí el paquete, me quité la ropa y me puse un uniforme azul de policía reglamentario y una camisa azul. No había gorra, llevaría la de Loren. Cuando terminé de vestirme, Ray me miró, alisó un poco mi uniforme y, tras retroceder un par de pasos, se encogió de hombros y meneó la cabeza con gesto de incredulidad.

—No estás muy elegante que se diga.

—Mientras no sea una deshonra para el uniforme.

—Bueno, no parece que esté hecho a tu medida, pero he de reconocer que el de Loren tampoco lo parece.

Traté de recordar el aspecto de Loren.

—No —convine—, el uniforme le sienta realmente mal. —Me di unas palmadas sobre el pantalón y alisé unas arrugas imaginarias—. Bueno, creo que servirá, ¿no?

—Es posible.

Aún no me había quitado el uniforme cuando Ray se marchó. En cuanto cerró la puerta, Darla Sandoval salió de la cocina. Me miró de arriba abajo y arqueó las cejas.

—¿Y bien?

—Creo que pareces un policía de verdad. Si quieres mirarte, hay un espejo en la puerta del dormitorio.

Supongo que si hubiera habido un espejo en el techo del dormitorio no me hubiera sorprendido —bueno, quizá sí—. El caso es que fui, vi mi reflejo en el espejo de la puerta y pensé que no estaba mal. Volví al salón y convine con Darla en que parecía un auténtico policía.

—Se ha llevado todo nuestro dinero —dijo ella—. ¿Crees que ha sido prudente?

—Creo que era inevitable. No se puede pagar a los polis la mitad por adelantado y el resto al final.

—Vendrá esta noche para recogerte.

Hice un gesto de asentimiento.

—A las veintiuna horas, es decir, a las nueve, pero lo dijo así porque llevaba uniforme.

—¿Vas a quedarte aquí para esperarle?

Negué con la cabeza.

—Volveré al centro, al apartamento en que estoy viviendo ahora. No quería citarme con él allí para no complicarle las cosas. Además, es mejor que no sepa dónde vivo.

—¿Y si no acude a la cita, Bernard? ¿Qué ocurrirá?

—Acudirá. Incluso tratará de llegar a la hora, ya que quiere evitar que algo salga mal. Vendrá con Loren, yo me pondré la insignia, la gorra, la pistola, la porra, las esposas y toda esa mierda. Loren se quedará aquí leyendo una revista de astrología, mientras Ray y yo nos ensuciamos las manos. Luego Ray me traerá aquí, recogerá a Loren y se acabó.

—Pero ¿y si se queda con los diez mil dólares y se olvida de todo?

—No lo hará —repuse.

—¿Cómo puedes estar tan seguro?

—Es un hombre honrado —dije y, al ver que me miraba, añadí—: Hay personas honestas de todas las clases. Si un poli como Ray hace un trato, lo cumple. Él pertenece a esa clase de personas honestas. Ya has oído cómo se puso cuando he dudado de que hiciera un reparto equitativo con Loren. —Darla sonrió y pregunté—: ¿He dicho algo gracioso?

—No, estaba pensando en Carter. No entendería una palabra de lo que estás diciendo.

—Bueno, él pertenece a una clase diferente de personas honestas.

—Ya lo creo. Bernard, creo que otra copa no me hará daño. ¿Quieres una?

—No, gracias.

—¿Estás seguro?

—Completamente.

—¿Quieres más café?

Hice un gesto de negación. Ella volvió a la cocina y regresó con una copa en la mano. Se sentó en el sofá, bebió del vaso, lo dejó sobre la mesa central y se fijó en los dos billetes de cien dólares que Ray no se había llevado porque yo se lo había pedido.

—Creo que esto es tuyo —dijo.

—Bueno, uno de nosotros se equivocó al contar, señora Sandoval.

—Darla.

—Darla. ¿Por qué no nos quedamos uno cada uno?

Le pareció justo. Cogió un billete y me entregó el otro. Luego dijo:

—Aseguras que ese agente es honesto, pero si no le hubieses dicho nada, se habría quedado con los doscientos dólares.

—Estaba nervioso.

—Al parecer, sí que hay diferentes clases de honestidad.

—Sí.

Había llegado la hora de guardar el uniforme y llevármelo al centro. Sin embargo, no me apetecía marcharme, al menos por el momento. Permanecí sentado, enfrente de Darla, mirando cómo bebía su copa.

—Bernard, estaba pensando que es una pérdida de tiempo que vayas al centro y vuelvas. Además, salir a la calle es un riesgo añadido, ¿no?

—Cogeré un taxi. No creo que sea tan arriesgado.

—Podrías quedarte aquí…

—Me gustaría dejar la maleta en el otro apartamento. Además hay una persona a la que quiero ver antes de reunirme con Ray esta noche. Por otro lado, tengo un par de cosas que hacer.

—Entiendo.

Nuestras miradas se encontraron. Aquella dama tenía mucha presencia, y también algo más…

—Tienes un aspecto impresionante con ese uniforme —comentó.

—¿Impresionante?

—Realmente impresionante. Es una lástima que no pueda estar aquí esta noche cuanto te den la porra, las esposas y todo eso.

—Bueno, puedes imaginar qué aspecto tendré.

—Te aseguro que lo haré. —Se pasó deliberadamente la punta de la lengua por los labios—. Los disfraces pueden ser muy útiles, ¿sabías? A veces pienso que es lo que más me gusta del teatro. No me refiero al hecho de que los actores lleven disfraces, sino a que el personaje que el actor interpreta sea una especie de disfraz.

—¿Has actuado alguna vez, Darla?

—No, no. Sólo soy una aficionada. ¿Qué te hace pensar que he actuado alguna vez?

—Tu manera de hablar.

Volvió a pasarse la lengua por los labios.

—Los disfraces… —comentó mirando mi uniforme de arriba abajo—. Creo que ya te he dicho que antes me consideraba una persona muy convencional.

—Creo que sí.

—Sí, estoy segura de haberlo hecho.

—Sí.

—Convencional… en lo que respecta al sexo.

—¿De veras?

—Sin embargo, hace ya unos años que sé que no es así. Quizá también lo haya comentado.

—Bueno…

—De hecho estoy segura de que te lo he dicho.

—Sí.

Se levantó para que pudiera admirar perfectamente la forma de su cuerpo.

—Si pudiera verte con el uniforme —prosiguió—, la porra y las esposas, creo que me parecerías realmente irresistible.

—¿De veras? —repetí, cada vez más nervioso.

—Podríamos hacer las cosas más extraordinarias. Apuesto a que unas personas con imaginación encontrarían algo interesante que hacer con una porra y unas esposas.

—Es posible.

—Estoy segura, aunque tal vez seas demasiado convencional para hacer esa clase de cosas.

—No soy nada convencional.

—Estaba segura. ¿Me encuentras atractiva?

—Sí.

—Espero que no lo digas por cortesía.

—No, no lo he dicho por eso.

—Muy bien. Soy mayor que tú, aunque espero que eso no suponga ningún inconveniente.

—¿Por qué habría de serlo?

—No lo sé. Así pues, ¿no hay ningún inconveniente?

—No.

Asintió pensativamente con la cabeza.

—Este no es el mejor momento para nosotros —dijo.

—Además, no tengo la porra ni las esposas.

—Es cierto. Pero como adelanto, ¿por qué no vienes aquí y me besas?

Fue un beso turbador. Estábamos de pie y ella me rodeó el cuello con los brazos; mientras nos besábamos, bajé las manos hasta sus nalgas y las apreté con toda mi fuerza. Ella se estremeció. Finalmente nos soltamos.

—Cuando todo esto haya acabado, Bernard…

—Sí, por supuesto.

—Ni siquiera será necesario el uniforme.

—No, aunque podría ser divertido.

—Por supuesto que sería divertido. —Volvió a pasarse la lengua por los labios—. Quiero lavarme. Y tú querrás cambiarte, ¿no? ¿O tienes pensado ir al centro de uniforme?

—No, voy a cambiarme.

Ya tenía mi ropa puesta cuando ella salió del cuarto de baño. El rubor había desaparecido de su cara y se había vuelto a pintar los labios. Me puse mi ridícula peluca y ajusté la gorra en su sitio. Ella me dio las llaves de la puerta de la casa para que pudiera entrar cuando regresara. No le recordé que podría arreglármelas sin ellas.

—Bernard —dijo entonces—, los doscientos dólares que sobraban…

—¿Qué pasa con ellos?

—¿El agente los habría repartido con su compañero?

Tuve que pensar en la respuesta y al final le dije que no lo sabía.

Sonrió.

—Es una buena pregunta, ¿verdad?

—Sí —contesté—. Una pregunta muy buena.

Llegué al piso de Rod antes que Ellie. Mientras la esperaba, me probé nuevamente el uniforme y me fijé en mis zapatos. ¿Llevaban los policías mocasines de cuero escocés? Creía recordar que siempre llevaban zapatos negros de cordones con la puntera cuadrada y que de vez en cuando se los cambiaban por otros negros de puntera perforada. Pero ¿llevaban alguna vez mocasines?

Decidí que no tenía importancia.

Cuando Ellie llegó y me vio con el uniforme, sufrió un acceso de risa, lo cual no contribuyó a fortalecer la confianza que pudiera tener en mí mismo.

—No puedes ir de policía —exclamó—. Tú eres un ladrón.

—Vamos, no es para tanto.

—No tienes aspecto de poli, Bernie.

—Hoy en día los polis ya no tienen aspecto de polis. Los de la vieja guardia, como Ray, se mantienen en su sitio, pero la nueva generación no está a la altura. El compañero de Ray es un buen ejemplo de lo que digo. Se golpea la rodilla con la porra, me pregunta de qué signo del zodíaco soy, se desmaya… Tengo tanto aspecto de policía como él. Además, la única persona a la que tengo que convencer es el conserje. Iré con Ray, y él se encargará de hablar.

—Si tú lo dices…

—¿Crees que no es una buena idea?

—Supongo que sí. ¿Realmente esperas encontrar la caja en el piso?

—Si ha estado allí en algún momento, también estará ahora. Creo que sé quién entró en mi casa: los tipos de la fiscalía de Michael Debus. —Quizá los dos hombres que había visto entrar dos noches atrás, pensé. Mientras permanecía en la esquina mirando mis ventanas iluminadas, ellos habían estado ocupados convirtiendo el orden en caos—. Es el fiscal del distrito de Brooklyn o Queens y está relacionado con Flaxford.

—¿Flaxford también le hacía chantaje?

—Lo dudo. Creo que se ocupaba de resolver los asuntos sucios a Debus. Carter Sandoval estaba poniéndole las cosas difíciles, y Flaxford presionaba a la señora Sandoval para que convenciera a su marido de que abandonara la investigación. Debus debía de estar preocupado ante la posibilidad de que hubiera alguna prueba incriminatoria en el piso, pero probablemente ignoraba que esta estaba guardada en una caja azul. Sólo sabía que Flaxford la tenía y que no podía permitir que cayera en malas manos. En cualquier caso, mandó a dos de sus matones a destrozar mi casa. Por tanto, no puede tener la caja azul, lo que significa que no la tiene nadie.

—¿Y el asesino?

—¿Qué?

—Flaxford recibió una visita en su casa aquella noche, alguien a quien conocía y a quien tal vez estaba chantajeando. ¿Quién sabe la cantidad de gente que tendría en sus manos? Es posible que guardara todas las pruebas en esa caja azul.

—Sigue, sigue…

Se encogió de hombros.

—Se reunió con su víctima y esta le exigió que le mostrara las pruebas. Flaxford se las enseñó y su supuesta víctima le asesinó, le abrió la cabeza, cogió la caja y huyó como un ladrón.

—O como un asesino…

—Exacto. Al cabo de unos segundos llegaste tú… De hecho, es un milagro que tú y el asesino no os cruzarais en el pasillo. Mientras tanto alguien oyó el forcejeo y llamó a la policía, que entró en el apartamento cuando tú estabas registrando los cajones del escritorio.

—Sí, ahí estaba yo —dije.

—El tal Debus habrá pensado que la caja todavía está en casa de Flaxford o en la tuya, porque no conoce a X.

—¿A quién?

—A X, el asesino. —La miré, perplejo—. Bueno, así es como llaman a los asesinos en la televisión.

—Detesto ver mi vida reducida a una ecuación matemática.

—Está bien, llámalo como quieras. Que Debus piense que tú tienes la caja no significa que una tercera persona no pueda tenerla, de modo que, si no la encuentras en el piso de Flaxford, es posible que sea porque ya se la han llevado.

Me sentía un tanto enojado, de la misma manera que debió de sentirse la gente hace unos siglos cuando Galileo empezó a dar guerra.

—La caja está en el piso de Flaxford —dije—. Y la tierra es plana, ¿me oyes? ¡Y los objetos pesados caen a mayor velocidad que los ligeros! ¡Y deja de aguarme la fiesta, joder!

—Sí, Bernie, pero…

—Es posible que el asesino sintiera pánico y saliera corriendo sin la caja. Quizá Flaxford no le enseñó la caja.

—Quizá.

—Quizá la jodida caja no haya salido en ningún momento de la caja fuerte de Flaxford y esté a salvo en algún banco de la ciudad.

—Tal vez.

—Quizá sea Michael Debus quien mató a Flaxford. Luego se hizo con la caja y dijo a Darla Sandoval y a Wesley Brill que saquearan mi piso.

—No irás a decir que es eso lo que piensas…

—No, por supuesto que no. Brill pudo matar a Flaxford porque había olvidado su papel y le dio la caja a Carter Sandoval para que guardara en ella su colección de monedas. Sí, lo sé… También es absurdo. Maldita sea, la caja tiene que estar en el piso de Flaxford.

—Porque tú quieres que esté allí.

—Exacto, porque quiero que esté allí. ¿Lo entiendes? Porque soy un genio, tengo una intuición de la leche y me arriesgo cuando tengo una corazonada.

—Lo cual explica por qué has conseguido que tu vida sea un éxito clamoroso.

A aquellas alturas ya nos las habíamos ingeniado para gritarnos sin levantar la voz. En algún lugar de mi cabeza, me preguntaba por qué estábamos tan enfadados. Sabía que Darla Sandoval había encendido un fuego que todavía no estaba extinguido.

Al final la disputa fue perdiendo fuerza con tan poco sentido como había comenzado. Nos miramos mutuamente y el asunto quedó zanjado.

—Voy a preparar café —propuso—. A menos que prefieras tomar una copa.

—No bebo cuando estoy de servicio.

—¡Pero no tienes las llaves! Además, vas a ir con un representante de la ley.

—Para mí sigue tratándose de un robo.

—Pues entonces sólo café para ti. Muy bien. ¿Va a ir a recogerte al piso de ella? ¿Piensas volver allí vestido de esta manera?

—¿Crees que tendré frío con esta ropa? Lo siento… No sé si cambiarme o no. La verdad es que estoy harto del maldito uniforme. Además, con la suerte que tengo, seguro que alguien me pide por el camino que detenga a un atracador.

—O que investigues un robo.

—Por otro lado, sin la gorra el uniforme está incompleto. Será mejor que me lo quite.

—Y después de quitarte el uniforme, ¿te vestirás enseguida?

—¿Qué?

Se volvió hacia mí. En sus labios se dibujó lentamente una sonrisa y empezó a desabrocharme los botones.