12

La mayoría de la gente que se registraba en el Cumberland llevaba una maleta o una chica tras de sí. Yo no tenía costumbre de llevar ninguna de las dos cosas. Mi maleta de lona tenía un aspecto un tanto escandaloso, aunque mi chica no tenía un aspecto muy diferente. Llevaba unos vaqueros ajustados y un jersey verde, de una talla inferior a la suya y sin sujetador debajo. Además, se había recogido el cabello, se había pintado los labios con un color oscuro y se había puesto demasiada sombra de ojos. Tenía un aspecto verdaderamente vergonzoso, la verdad es que parecía una fulana.

El conserje la miró de arriba abajo mientras nos registrábamos como el señor y la señora G. Roper, de Kansas City, lo cual hubiera resultado más creíble si mi maleta hubiera tenido el monograma. Le devolví el formulario de registro junto con un par de billetes de diez dólares y, mientras él buscaba el cambio, Ellie dejó disimuladamente un sobre encima del mostrador. El conserje me devolvió seis dólares y cuarenta y cuatro centavos y entonces se fijó en el sobre en que estaba escrito el nombre Brill.

—¿De dónde ha salido esto? —preguntó.

Me encogí de hombros y Ellie dijo que creía que ya estaba allí cuando habíamos llegado. El conserje se mostró indiferente y se limitó a meterlo en el casillero 305.

Nuestra llave correspondía a la habitación 507. Cogí mi maleta (en el Cumberland no tenían botones) y Ellie me acompañó al ascensor moviendo profesionalmente el trasero de un lado a otro. El anciano ascensorista mordisqueó su cigarro puro, nos llevó a la quinta planta sin decir palabra y luego nos dejó para que fuéramos solos a nuestra habitación.

Como habitación dejaba bastante que desear. La cama, que ocupaba la mayor parte de ella, no parecía precisamente nueva. Ellie se sentó en el borde, se quitó el maquillaje y liberó su cabello para que recuperara el aspecto original.

—Tanto trabajo para nada —comentó.

—Pero has disfrutado con la farsa.

—Supongo que sí… Sigo pareciendo una furcia con este jersey.

—Bueno, sigues pareciendo un mamífero, de eso no hay duda.

Me lanzó una mirada de furia. Examiné mi peluca y mi gorro en el espejo del lavabo. A la señora Hesch, pendiente de otros detalles, no le habían causado gran impresión.

—Vamos —dije, e imité a Groucho Marx arqueando las cejas—. A menos que quieras ganar un par de dólares, pequeña.

—¿Aquí?

—Una cama es una cama…

—Esta no es una cama de rosas. ¿Realmente la gente tiene relaciones sexuales en habitaciones como esta?

—Es lo único que hacen en ellas. ¿Crees que alguien sería capaz de dormir aquí?

Arrugó la nariz y salimos llevándonos la maleta. Una llamada desde Childs nos había permitido saber que Brill había salido, un golpe sobre su puerta nos permitió saber que todavía no había regresado. Con una ganzúa habría tardado un par de segundos en abrir su puerta, pero al final no fue necesario, ya que metí mi llave en la cerradura y, por extraño que parezca, conseguí abrirla. A menudo las habitaciones que siguen una secuencia numérica se abren con la misma llave: 305, 405 y 505, por ejemplo. Sin embargo, en los hoteles antiguos las cerraduras suelen aflojarse con el tiempo y un sorprendente número de llaves resultan ser intercambiables.

La habitación de Brill era mejor que las que utilizaban para las actividades licenciosas. Aunque también dejaba mucho que desear, al menos contaba con un pedazo de alfombra que cubría parte del suelo y a los muebles aún les quedaba alguna pata. Dejé la maleta en una silla, eché un vistazo al armario y la cómoda de Brill, quité la maleta de la silla y me senté. En la habitación también había una butaca y Ellie se sentó en ella.

—Bueno, aquí estamos —dijo.

—En efecto, aquí estamos.

—Me pregunto cuándo volverá.

—Tarde o temprano.

—¿En serio? Supongo que no se te habrá ocurrido traer una baraja de cartas.

—Me temo que no.

—Lo suponía.

—Bueno, nunca he creído que una baraja de naipes forme parte del equipo de un ladrón.

—Siempre has trabajado solo.

—Quizá Brill tenga una baraja por aquí. Lo lógico sería que una persona que pasa mucho tiempo sola en esta habitación hiciera solitarios con frecuencia.

—Y trampas.

—Es posible. Me pondría a caminar por la habitación si hubiera sitio. Esto me recuerda a los cómicos malos: «La habitación era tan pequeña…».

—¿Cómo de pequeña, Johnny?

—Tan pequeña que tenías que salir al pasillo para cerrar la puerta.

—Así de pequeña, ¿eh?

—Tan pequeña que los ratones iban encorvados. Confieso que nunca he entendido este chiste. ¿Por qué habrían de ir los ratones encorvados en una habitación pequeña?

—Creo que interpretas las cosas de forma demasiado literal.

—Es probable.

Ella sonrió.

—Pero eres simpático. Las interpretes de forma demasiado literal o no, eres simpático.

Hablábamos, nos callábamos y volvíamos a hablar. En un momento dado ella me preguntó qué haría cuando aquel asunto acabara.

—Ir a la cárcel —contesté.

—No si encontramos al verdadero asesino. Retirarán las otras acusaciones, ¿no crees?

—Es posible.

—Así pues, ¿qué harás cuando todo haya acabado…?

Pensé en ello.

—Buscar otro piso —dije finalmente—. No podría seguir viviendo en el de ahora, aunque no lo hubieran convertido en un tugurio. Con tanta publicidad, todos los vecinos se han enterado de lo que hago. Tendré que mudarme y alquilar un piso con otro nombre. Será una lata, pero supongo que podré soportarlo.

—¿Te quedarás en Nueva York?

—Sí. Creo que me volvería loco en otra parte. Esta es mi casa. Además, aquí tengo contactos.

—¿A qué te refieres?

—Sé cómo trabajar en Nueva York. Cuando robo algo, sé quién lo va a comprar y cómo negociar la venta. La policía me conoce, lo que en realidad es positivo, aunque parezca lo contrario. Sí, hay varios motivos que explican que para un ladrón sea más conveniente trabajar en un terreno que conoce como la palma de su mano. Ni siquiera me gusta trabajar fuera de Manhattan si puedo evitarlo. Recuerdo que en cierta ocasión tuve que hacer un trabajo en Harrison, allí arriba, en Wetchester…

—¿Seguirás robando?

—¿Qué otra cosa voy a hacer?

—No lo sé.

—Ellie, creo que en cierto modo piensas que todo esto lo estás viendo en televisión y que voy a cambiar cuando acabe la película. Tal vez esto haga feliz a la audiencia, pero no es muy realista.

—¿No lo es?

—No, no del todo. Estoy a punto de cumplir treinta y cinco años. Abrir cerraduras y robar es el único oficio que conozco. Hay un montón de anuncios en Mecánica para todos según los cuales existen posibilidades de futuro en mataderos y empresas de taxidermia, pero tengo la impresión de que no son del todo sinceros. No creo que pudiera dejarlo y dedicarme a criar chinchillas en casa o plantar ginseng en mi patio trasero. Con el único trabajo para el que reúno las condiciones necesarias ganaría un sueldo de dos dólares a la hora y me moriría de aburrimiento antes de sumar diez.

—Podrías ser cerrajero.

—Claro, ¿por qué no? Se matan por dar licencias a ladrones convictos. Y las compañías fiadoras compiten para hacer negocios con cerrajeros con antecedentes criminales.

—Seguro que tienes la preparación necesaria para hacer alguna cosa.

—El estado me enseñó a hacer placas de matrículas y coser sacas de cartero. Tal vez te sorprenda, pero no hay mucha demanda en la vida civil para tales trabajos.

—Pero tú eres inteligente y capaz; incluso sensato…

—Toda la preparación que tengo sólo me sirve para ser ladrón. Ellie, estoy contento con la vida que llevo. Creo que no te das cuenta de ello. Trabajo un par de noches al año y me paso el resto del tiempo tomándolo con tranquilidad. ¿Te parece un mal plan?

—No.

—Soy ladrón desde hace años. ¿Por qué habría de cambiar?

—No lo sé.

—Nadie cambia.

Después de aquella conversación apenas hablamos. El tiempo pasaba tan rápido como en la Edad Media. Mientras esperábamos, la dirección alquiló la habitación de al lado en varias ocasiones. Varias veces oímos pasos en el pasillo y, totalmente inmóviles, nos miramos pensando que tal vez era Brill. Luego oíamos que abrían una puerta y poco después escuchábamos los chirridos de los muelles de la cama. Más tarde, volvíamos a oír los pasos dirigiéndose al ascensor.

—Eso es amor… —comentó Ellie.

—El hotel cumple una función, eso es todo.

—Al menos los aparta de la calle. El último que ha entrado tenía bastante prisa, ¿no crees?

—Quizá tenía que volver a la oficina.

Por fin oímos unos pasos que, en lugar de detenerse frente a la puerta de al lado, lo hicieron frente a la nuestra. Respiré hondo, me puse en pie y avancé silenciosamente hasta situarme junto a la puerta.

La llave giró en la cerradura, la puerta se abrió y apareció, Wesley Brill en persona, el hombre de los ojos castaños. Me llevé las manos a la altura de la cintura, dispuesto a cogerle si se desmayaba, preparado para agarrarle si trataba de huir y dispuesto a luchar si era necesario.

Se limitó a mirarnos. Luego dijo:

—Rhodenbarr… Es realmente increíble. ¿Cómo me has encontrado? No me han dicho que había alguien esperando.

—No lo sabían.

—Pero ¿cómo…? Por supuesto, eres un ladrón.

—Todo el mundo tiene que ser algo.

—Desde luego.

Su voz y forma de hablar eran totalmente diferentes. Se echaba a faltar su estilo runyonesco[4], y ya no se comía las consonantes finales de las palabras. Había cierta coquetería en su forma de modular, una inflexión que era teatral o amanerada, o quizá ambas.

—Bernie Rhodenbarr —dijo. Entonces se dio cuenta de la presencia de Ellie, acentuó su sonrisa, levantó la mano y se quitó el sombrero de fieltro marrón que llevaba—. Señorita… —añadió y, volviendo a fijar su atención en mí, dijo—: Será mejor que cierres la puerta. No es necesario que compartamos nuestro negocio con un vecindario de comerciantes. ¿Puedo saber cómo me has encontrado?

—Te vi en televisión. En una película antigua.

—¿Y me reconociste? —Se creció un poco—. ¿Qué película era?

El hombre de en medio.

—¿Ese fracaso con Jim Garner? Hacía de taxista. He interpretado muchas veces el papel de taxista. —Los ojos se le empañaron por el recuerdo—. Sin duda fue mi mejor época. El año pasado conduje un taxi durante un par de semanas, que Dios nos proteja a todos… No me refiero a una película, sino a lo que llamamos la realidad. —Balanceó los brazos y luego se frotó la palma de las manos como si quisiera entrar en calor—. Bueno, supongo que todo eso pertenece definitivamente al pasado. Hay que vivir el presente, ¿verdad? Lo importante es que ella todavía quiere la caja… Por eso me has estado buscando, ¿verdad? Por la odiosa caja de cuero azul.

—Forrada de cuero —puntualicé—. No me preguntes por qué.

—De cuero, forrada de cuero, qué importa mientras la tengas. En cuanto a la muerte de Flaxford, bueno… no era eso lo que la mujer que me contrató tenía planeado, pero apuesto a que piensa que no le podía haber ocurrido a una persona más simpática. Lo que no sabe es si conseguiste hacerte con la caja antes de marcharte; si así es, la quiere, de eso no hay duda, y está dispuesta a pagar por ella.

Lo miré fijamente, pero sus ojos se mantuvieron esquivos, como no podía ser de otra manera. Su mirada reposaba encima de mi hombro, como de costumbre.

—Verás, Bernie… —De pronto sonrió—. No te importa que te llame Bernie, ¿verdad? Ya sabes quién soy, así que puedo dejar de interpretar el papel de duro. Puedes llamarme Wes.

—Wes —repetí.

—Muy bien. Por cierto, creo que no conozco a la joven señorita.

—Vamos, Wes. Estás volviendo a interpretar tu papel. Wesley Brill nunca diría «joven señorita».

—Tienes razón. —Se volvió hacia Ellie e hizo una reverencia—. Wesley Brill.

—Ruth Hightower —respondí yo.

Él sonrió.

—¿En serio?

—Es una broma entre nosotros —dijo Ellie—. Me llamo Ellie Christopher, Wes.

—Es un placer, señorita Christopher.

Ella le dijo que le podía llamar Ellie y él le contestó que le llamara Wes, algo que ella ya había hecho, y añadió que nadie le llamaba Wesley y que su verdadero nombre era John Wesley Brill, pues su madre había juzgado apropiado ponerle el del fundador del metodismo, un paso que quizá no se habría atrevido a dar si hubiera sospechado que su hijo estaba destinado a vivir una vida de actor. Se había desprendido de la primera parte del nombre de pila en cuanto había «pisado los escenarios» —fue la frase que él utilizó—. Ellie aseguró que, en su opinión, eliminar la primera parte del nombre era perfectamente legítimo, pero que el hecho de que una persona conservara la inicial era señal de que tenía un carácter retorcido. Nuestro querido Wes convino con ella. Ellie le mencionó a G. Gordon Liddy y a E. Howard Hunt; Wes contribuyó con J. Edgar Hoover. Mientras hablaban, me vino a la cabeza F. Scott Fitgerald y pensé que la teoría de Ellie tenía algunos puntos débiles.

—Wes —interrumpí—, nuestro propósito no era exactamente hacerte una visita de cortesía.

—Supongo que no. Te has metido en un buen lío matando al viejo J. Francis, ¿no es así? Me llevé una verdadera sorpresa porque ella aseguró que no le parecías un tipo violento. Le dije que seguramente lo hiciste en defensa propia. Sin embargo, no creo que la ley esté de acuerdo cuando el asesinato ha sido cometido durante un robo.

—La ley lo considera homicidio en primer grado.

—Lo sé. No parece justo, ¿verdad? De todos modos, la pregunta fundamental es: ¿tienes la caja?

—La caja…

—Así es.

Cerré los ojos por un momento.

—No has visto esa caja con tus propios ojos —respondí—, porque la describiste con todo detalle pero no sabías qué clase de azul era. Además, no inventaste una respuesta cuando te lo pregunté.

—¿Por qué habría de inventar una respuesta?

—Lo habrías hecho de no haber existido una caja. Pero sí la hay, ¿verdad?

Me miró fijamente con los ojos entornados y en su frente se dibujó una línea vertical justo encima de la nariz, la misma que aparece en los actores en los anuncios de aspirinas y que confirma que tienen una jaqueca de mil demonios.

—La caja existe —dije.

—Quieres decir que pensaste…

—Por supuesto.

—Lo cual significa que no la…

—Exacto. No la tengo.

—¡Mierda! —exclamó, pronunciando la palabra con el mismo énfasis que si hubiera pisado una. Entonces se acordó de que había una señorita presente y se disculpó—: Le ruego que me perdone.

Ella le dijo que no tenía importancia.

La caja existía, en efecto. De hecho, Brill había acudido al Pandora aquella noche con cuatro mil dólares en el bolsillo, esperándome hasta la hora de cerrar. Hasta el día siguiente no se había enterado de que algo había ido mal.

—Así pues, no mataste a Flaxford… —repitió después de escuchar mi parte de la historia.

—Y tú tampoco.

—¿Yo? ¿Matar a ese hombre? Pero si ni siquiera le conocía. Ah… ya comprendo… Crees que te tendí una trampa. Pero si tú no mataste a Flaxford…

—Otra persona tuvo que hacerlo, porque abrirse la cabeza con un objeto contundente no es una manera muy normal de suicidarse.

—Ojalá supiera algo más sobre este asunto —comentó—. Están ocurriendo demasiadas cosas sin que yo lo sepa.

—Conozco la sensación.

—En realidad no soy más que un actor fracasado. Una cosa conduce a otra; tenía un problema con la bebida que afortunadamente ya he resuelto, pero llegué al extremo de no poder recordar parte de los papeles. Todavía tengo problemas de memoria. Puedo improvisar, como comprobaste las dos veces que hable contigo, pero uno no puede hacer eso en las películas a menos que le dirija Robert Altman. Dejaron de llamarme, y la verdad es que mi actual agente se parece más a un chulo que a un agente.

—Lo sé. He estado en su oficina.

—¿Conoces a Pete?

—Fui a su oficina —repetí—, pero él no estaba. Allí conseguí tu dirección.

—Entiendo —dijo. Se quedó un momento mirando a la puerta, seguramente pensando en que él tampoco había podido impedir que entráramos en su habitación—. Lo que quería decir es que estoy metido en esto porque soy actor. He interpretado muchas veces el papel de tipo duro, y esta es la razón por la que esa mujer me eligió: para que yo te contratara, te encargara que consiguieras la caja, te pagara y se la llevase a ella.

—¿Por qué pensaste en mí?

—Porque ella me lo dijo.

—Bueno, ella debió de decir que contrataras a un ladrón. Pero ¿cómo supiste que yo lo era?

Frunció el entrecejo.

—Me dijo que te contratara a ti en concreto, a Bernard Rhodenbarr. Soy actor, Bernie. ¿Cómo iba yo solo a buscar a un ladrón? No conozco a ninguno. Puedo interpretar el papel de un ratero, pero eso no significa que me relacione con ellos.

—Ya.

—Antes conocía a un corredor de apuestas, pero desde que hay oficinas de apuestas fuera de los hipódromos, no sé si está vivo o muerto. Por lo que se refiere a los ladrones, bueno, conozco a uno o… —señaló a Ellie con un gesto— tal vez dos, pero eso es todo.

—La mujer que te contrató —dijo Ellie— sabía que Bernie es un ladrón.

—Sí.

—Y sabía dónde vivía y el aspecto que tiene, ¿no?

—Bueno, me llevó allí y me indicó quién era.

—¿De qué le conoce?

—No lo sé.

—¿Cómo se llama, Wes? —pregunté.

—Debo mantener su nombre en secreto.

—Por supuesto.

—Por eso me contrató.

Ellie abrió los ojos desorbitadamente.

—¡Un momento, un momento, joder…! —exclamó—. ¿No crees que Bernie tiene derecho a saber quién le ha metido en este lío? Le buscan por un asesinato que él no ha cometido y corre peligro cada vez que pone el pie en la calle. Sólo puede salir de casa disfrazado…

—¡El pelo…! —le interrumpió Wes—. Ya me parecía que estabas distinto. Te lo has teñido.

—Es una peluca.

—Pues parece de verdad.

—¡Maldita sea! —exclamó Ellie—. ¿Cómo puedes tener la desfachatez de decirnos que esa mujer no quiere que se sepa su nombre?

—Bueno, estoy diciendo la verdad.

—Pues es una lástima, porque vas a decirnos quién es. De lo contrario…

—¿De lo contrario qué? —preguntó él. Acertadamente, pensé.

Ellie frunció el entrecejo y luego me miró buscando ayuda. Pero yo empezaba a atar cabos y las gachetas estaban cediendo. Brill no me conocía, ni siquiera sabía que era ladrón antes de hablar conmigo. Sin embargo, aquella mujer le había contratado debido a que era un actor especializado en interpretar papeles de tipos de los bajos fondos. Ella tampoco conocía a ningún ladrón excepto a mí, y además, sabía dónde vivía y a qué me dedicaba.

—Un momento —dije.

—No puedes permitir que se salga con la suya, Bernie.

—Espera un momento.

—¡No podemos esperar! Le hemos echado el guante y ahora tiene que decirnos lo que queremos saber. ¿No es esa la manera de hacer las cosas?

Cerré los ojos y dije:

—Cálmate, ¿vale? Aunque sólo sea por un momento. —Cedió la última gacheta y la cerradura mental se abrió con una suavidad y delicadeza extremas, como los pétalos de una flor, como una dama complaciente. Abrí los ojos y sonreí a Ellie; a continuación dirigí el calor de mi sonrisa a Wesley Brill y agregué—: No es necesario que nos diga nada. Basta con que haya dicho que se trata de una mujer. Eso me ha proporcionado la clave: una mujer que no sabe nada sobre el mundo del crimen salvo que un tipo llamado Bernie Rhodenbarr es ladrón. Ya sé quién es.

—¿Quién?

—¿Sigue viviendo en el mismo sitio, Wes? Park Avenue, ¿verdad? Ahora no recuerdo la dirección, pero podría dibujar un plano de su casa. Suelo acordarme de los lugares donde he sido arrestado.

Brill estaba sudando. Gotas de transpiración perlaban su frente; en lugar de enjugárselas con la mano, lo hizo con el dedo índice extendido. El gesto me resultaba muy familiar. Debía de haberlo visto docenas de veces en el cine.

—Es la señora Carter Sandoval —dije—. ¿No te he hablado de los Sandoval, Ellie? Claro que sí… Su marido tenía una colección de monedas gigantesca en la que estaba interesado. También tenía una enorme pistola y el timbre estropeado cuando llamé a su casa y me lo encontré con su esposa. Estoy seguro de que te he hablado de esto.

—Sí, es cierto.

—Ya decía yo… —Sonreí a Brill—. Su marido era el presidente del CACA. No se trata de nada escatológico; significa Círculo Anti-Crimen Asociado o algo parecido. Es un grupo de pesados con ideas altruistas que dan su apoyo, tanto al incremento de patrullas para que se efectúen más rondas en la calle, como a la investigación de casos de corrupción judicial y política. Ese hijo de puta me apuntó con su pistola y le ofrecí dinero para que me dejara marchar. Cometí una equivocación, no es la clase de persona a la que se pueda sobornar. Incluso quería llevarme a juicio por intento de soborno, pero no era policía y, que yo sepa, no hay ninguna ley que impida sobornar a alguien, aunque tal vez esté equivocado. Evidentemente yo no sabía que era el presidente del CACA. Lo único que sabía era que se dedicaba a algo muy lucrativo en Wall Street, y supuse que una colección de monedas raras sería una buena manera de protegerse contra la inflación. ¿Todavía tiene las monedas, Wes?

Brill se limitó a mirarme fijamente.

—Me acuerdo bien de ellos —proseguí. Estaba disfrutando—. Y no es extraño que ellos se acuerden de mí, Wes. Les vi la noche en que me arrestaron, por supuesto, pero también el día del juicio. Llegué a un acuerdo con el fiscal para que me acusaran de un cargo menor, y no creáis que fue fácil. A Carter Sandoval la idea no le gustaba, pero alguien debió de explicarle que los tribunales no conseguirían resolver nada si todos los delincuentes tuvieran que ajustarse al ritual de un juicio con jurado. Supongo que llegó a la conclusión de que limpiaría las calles de más malhechores si se permitía a la justicia seguir funcionando como hasta aquel momento, ya que acudió con su esposa a la sala para ver cómo me levantaba, me declaraba culpable y oía que me mandaban a la fábrica de placas de matrícula. Debió de pensar que conseguiría publicidad para su causa si acudía a presenciar el triunfo de la justicia. Además, creo que disfrutó con ello. Parecía estar muy unido a aquellas monedas, y la idea de que yo infringiera la inviolabilidad de su casa debió de sacarle de sus casillas.

—Bernie…

—Ella era mucho más joven que él. Tendría unos cuarenta años de edad, así que ahora tendrá cuarenta y cinco. Hermosa mujer… Tenía una mandíbula excesiva para mi gusto, aunque tal vez el problema fuera que la sacaba cada vez que me veía para expresar su determinación. ¿Lleva el cabello del mismo color, Wes?

—Yo no he dicho su nombre.

—Es cierto, Wes, aunque podrías hacerlo. ¿Cómo se llamaba…? Carla… no. Quizá Marla… ¿Cómo narices se llama?

—Darla.

Algo me hizo mirar a Ellie. Tenía los hombros tensos y la cabeza inclinada. Parecía estar muy concentrada.

—Darla Sandoval —dije—. Exacto. ¿Te suena ese nombre, Ellie?

—No, y no creo que me lo hayas mencionado. ¿Por qué?

—Por nada. ¿Por qué no la llamas, Wes?

—Es ella la que llama. Se supone que yo no tengo que hacerlo.

—Llámala y entérate de si quiere recuperar la caja.

—Pero si no la tienes, Bernie. —Como siempre, me miró de soslayo—. ¿O quizá sí? ¡Maldita sea! ¿Tienes la caja o no?

—No.

—Lo suponía, porque ni siquiera creías que existiera. Así pues, no la pudiste robar del piso de Flaxford. ¿La viste…?

—No.

—¿Registraste el escritorio? Porque había un escritorio, ¿no?

—Sí, había uno, y lo registré con sumo cuidado. Pero no logré encontrar ninguna caja azul.

—Mierda —dijo él, y esta vez no se le ocurrió pedir disculpas a Ellie. No creo que a ella le importara. En realidad, no sé ni si le oyó. Al parecer, tenía otras cosas en la cabeza.

—Eso significa que la tienen —dijo él.

—¿Quiénes?

—Quienes lo mataron. Ni cometiste un asesinato ni robaste la caja, así que alguien tuvo que hacer ambas cosas. Por eso la caja no estaba en su sitio cuando tú llegaste. Se acabó el asunto.

—Llama a Darla.

—¿Para qué?

—Sé dónde está la caja —dije—. Llámala.