11

En el taxi que cogí pensé en Ellie (a quien no obstante seguía llamando Ruth) y me pregunté por qué me había enfurecido con ella. Me había contado unas mentiras, ¿y qué? A fin de cuentas, se estaba poniendo en peligro a fin de ayudar a un completo desconocido, que para colmo podía ser un asesino. Confiando en la intuición de la que había alardeado, se había arriesgado por mí. ¿Qué importaba, pues, que hubiera mantenido su nombre en secreto? No parecía más que una juiciosa precaución: si el largo brazo de la ley me daba alcance, yo no podría implicarla, al menos, mientras ignorara su identidad.

Luego, cuando había empezado a surgir la pasión, ella se había sentido incómoda ante el engaño y había decidido revelarme su nombre.

Así pues, ¿qué problema había?

Para empezar, había sido honesto con ella, lo cual era una experiencia nueva para mí. En mis anteriores relaciones, la verdad fundamental siempre había permanecido en secreto. Por muchas cosas que las mujeres supieran de mí —lo que comía para desayunar, lo que llevaba en la cama, cómo me gustaba hacer el amor, si prefería la manteca de cacahuetes sin grumos o crujiente—, nunca llegaban a saber a qué me dedicaba. Cuando se abordaba el tema, yo decía que estaba en una época de transición o que el origen de mis ingresos era privado. De vez en cuando, si la relación no tenía posibilidades de ir más allá de la que establecen dos barcos que se cruzan en la noche, inventaba una profesión o un negocio interesante para la ocasión. En determinados momentos había sido ilustrador de revistas, neurocirujano, compositor de música clásica, profesor de educación física, corredor de bolsa y promotor inmobiliario de Arizona.

Siempre me había sentido cómodo interpretando estos papeles, siempre me había dicho que lo hacía porque no podía permitirme el lujo de tener una amiga que supiera la verdad. Pero ahora me preguntaba si esto era realmente cierto. Cuanto más pensaba en aquellas mujeres, más seguro estaba de que habrían reaccionado como Ellie. Robar casas, al fin y al cabo, es la clase de trabajo que la gente tiende a considerar emocionante, pese a las implicaciones morales y, por lo que he podido observar, la mayoría de las mujeres tienen unos códigos morales sumamente adaptables.

He mantenido mi profesión en secreto porque me gusta guardar secretos, porque no me gusta que la gente sepa mucho de mí.

Con Ruth, es decir, con Ellie, no había tenido alternativa, por lo que ella se había acercado mucho al verdadero Bernard Rhodenbarr, que, por primera vez, había descubierto lo que suponía mantener relaciones íntimas con una mujer sin ser tan reservado.

Desde el principio le había susurrado al oído un nombre equivocado. Ahora la situación había cambiado. Eso era todo. Después de tantos años mintiendo sistemáticamente a las mujeres, me había encontrado con una que había hecho lo propio conmigo, y, al parecer, ello me desagradaba.

Le dije al taxista que me dejara frente a la puerta de servicio que había a la vuelta de la esquina. Le di uno de los suaves billetes de cinco dólares de Peter Alan Martin y siguió su camino. Así son las cosas, un día llegan y otro se van.

Estaba dispuesto a abrir la puerta de servicio a plena luz del día, ya que en realidad resultaba más seguro que intentar entrar en el edificio sin que me viera el conserje. Sin embargo, no tuve que emplear ninguno de mis talentos especiales, ya que cuando llegué estaba abierta de par en par. Dos hombres muy corpulentos estaban pasando por ella acarreando una pequeña espineta. Me mantuve a un lado mientras dejaban el paso libre y se alejaban para cargar el instrumento en una camioneta de media tonelada sin identificación. Pensé que eran transportistas sin licencia o ladrones de pianos, lo cual, tratándose de Nueva York, era perfectamente posible. En cualquier caso, no era de mi incumbencia, de modo que entré en el sótano y subí en ascensor hasta la decimosexta planta sin llamar la atención.

El largo y estrecho pasillo estaba desierto. Lo recorrí a toda prisa hasta llegar a mi propia puerta, saqué mi llavero del bolsillo y, cuando me disponía a permitirme el inusual lujo de abrir una puerta con una llave, tuve la sensación de que había alguien dentro y me maldije por no haber llamado antes. Estuve a punto de tocar el timbre, pero me dije que quien estuviera dentro no se movería o abriría de golpe y me esposaría en un abrir y cerrar de ojos.

Vacilé. Me miré la mano con que sostenía la llave y vi que me temblaban los dedos. Me dije que aquello era una estupidez y mis dedos parecieron reaccionar. Dirigí la mirada a mi cerradura o, para ser más exactos, el lugar donde había estado la última vez que la había visto.

En lugar de mi cilindro Rabson había un agujero redondo. Sobre este seguía en su sitio la cerradura de resorte Yale del propietario, pero mi llave no entraba en ella. Apoyándome en el suelo con una rodilla, le eché un vistazo y observé que se trataba de un modelo diferente. Alrededor se apreciaban las marcas que había hecho alguien al agujerear la puerta para cambiar la antigua cerradura.

Miré por el agujero que había ocupado mi Rabson de sesenta dólares, pero el interior estaba a oscuras, de modo que tuve que dedicarme a la absurda tarea de forzar mi propia cerradura con una ganzúa. Estaba seguro de que había recibido más de un visitante, por lo que imaginaba qué encontraría dentro. De no tener a nadie que pudiese utilizar una ganzúa, la policía podría haber sacado la cerradura con una sierra, pero aun así habría tenido que pedir al administrador que empleara su llave para abrir la otra cerradura. Era evidente que no habrían empleado la fuerza bruta para abrirla después de haberse tomado la molestia de sacar el Rabson con una sierra. Así pues, alguien había estado allí, lo cual me daba una idea del aspecto que tendría mi piso.

Pese a ello, no estaba preparado para lo que encontré. Entré, cerré la puerta y encendí la luz y, de pronto, creí aparecer en Dresde después del bombardeo. El caos era total, por lo que no entendía por qué el administrador había instalado una nueva cerradura, ya que ningún intruso habría podido dejarlo peor de lo que estaba.

Todas mis pertenencias estaban tiradas en el suelo, en medio del salón. Los cojines de las sillas estaban rasgados y el relleno hecho jirones. Habían vaciado las estanterías y los armarios sin ninguna contemplación. La moqueta que cubría la habitación había sido arrancada en busca de cualquier cosa que hubiera podido esconder debajo.

Siempre he sido un ladrón de guante blanco y he demostrado el respeto más profundo hacia la propiedad ajena, tanto si tenía pensado dejar dicha propiedad o transferirla a mis manos. Aquella absoluta falta de consideración me provocó náuseas. Tenía que sentarme, pero no encontraba dónde. Conseguí poner en pie una silla sin tapizar y me dejé caer sobre ella.

¿Qué sentido tenía todo aquello?

La policía había registrado el piso, por supuesto, aunque sólo fuera para asegurarse de que yo no estaba en él. Quizá había cogido mi libro de direcciones con la esperanza de que les condujera a algún posible socio o amigo personal. Sin embargo, por muy enojados que estuvieran conmigo por haberlos puesto en ridículo, la policía jamás habría declarado una guerra sin cuartel a mi vivienda. Por tanto, aquel estropicio era obra de quien había abierto la puerta por la fuerza.

Pero ¿por qué?

Alguien había pasado por allí en busca de algo. Una pandilla de vándalos adolescentes no habría podido ser más destructiva; además, aquella locura evidenciaba que no se trataba de un sencillo acto de vandalismo. Estaba seguro de que aquellos bastardos habían disfrutado con su trabajo, pero sabía que todos sus esfuerzos iban dirigidos a encontrar algo.

Recorrí las habitaciones tratando de averiguarlo. La pequeña cocina, que ni siquiera en los mejores momentos había llegado a ser mi habitación favorita, había sido saqueada. No había guardado en ella nada más valioso que una lata de raviolis, por lo que no tenía motivos para perder el tiempo buscando allí.

El dormitorio había recibido un trato parecido. Me abrí camino a través del desorden hasta llegar al armario ropero. Había construido un doble fondo justo encima del estante superior, dejando un espacio de metro y medio de ancho, un metro de altura y cuarenta centímetros de fondo, que ni siquiera el arquitecto del edificio hubiera encontrado a menos que supiera qué estaba buscando. Allí guardaba cualquier cosa que hubiera obtenido durante una noche de compras, y la dejaba allí hasta que llegaba a un acuerdo con un perista. Casi siempre había un buen número de objetos de valor, aunque nunca por mucho tiempo; sin embargo, en aquella ocasión no había nada excepto un pasaporte y la clase de documentos que otras personas guardan en cajas de seguridad, pese a lo cual quise comprobar si la minuciosidad mostrada por mis visitantes les había permitido descubrir mi escondite.

Sin duda habían llegado al armario. Habían arrojado mi ropa sobre la cama, deteniéndose sólo para rasgar el forro de alguna que otra chaqueta. Sin embargo, no habían encontrado mi escondite, lo cual me satisfizo. Lo abrí, soltando el panel de sus ganchos, y encontré mi pasaporte, el diploma del instituto, la fotografía de clase y varios tesoros más. Deseé que hubiera habido una bolsa llena de esmeraldas sólo para mofarme de la ineptitud de aquellos malnacidos.

A continuación regresé al salón y empecé a mirar entre los libros amontonados. Casi todos tenían las tapas destrozadas. Presté a este hecho la menor atención posible y me limité a rebuscar en el montón hasta que di con tres tomos sueltos. Eran una edición del club del libro de Los cañones de agosto; el segundo tomo de la edición en tres partes que había publicado Heritage Press de la Decadencia y caída del Imperio Romano de Gibbon y una porquería llamada El encanto de la apicultura, que había comprado porque el título me había parecido contradictorio. Los tres libros habían vivido tiempos mucho mejores. La tapa del libro sobre apicultura estaba sujeta al texto gracias a un hilo, pero no me importaba. Cargué con los tres volúmenes hasta el dormitorio y los puse encima de la cómoda. Había sitio de sobra, ya que todo lo que había tenido encima antes lo habían arrojado mis visitantes al suelo.

Mi maleta de cuero había sido cosida a puñaladas por un lunático en busca de un compartimiento secreto. En el armario había una pequeña maleta de lona, pero era tan ligera que evidentemente no podía esconder nada. Metí en ella mis tres libros y parte de la ropa limpia que había amontonada en la cama y en el suelo del dormitorio. Cogí algo de ropa para cambiarme, calcetines y camisas para unos días, cerré la cremallera de la maleta y me quité la ropa que llevaba. La dejé en el suelo junto con todo lo demás y fui al cuarto de baño para ducharme.

Lo dejé todo perdido por culpa de mis amigos, que habían arrancado la cortina de la ducha y los toalleros. En algunas casas la gente utiliza los toalleros para esconder cosas. No entiendo por qué. Mientras que el dueño acaba olvidando dónde ha escondido lo que busca, un ladrón o un policía pueden descubrirlo en cuestión de segundos con sólo arrancar la barra de la pared.

Con el paso del tiempo he llegado a la conclusión de que a la mayoría de la gente no se le da bien esconder cosas.

El caso es que tuve que ducharme sin cortina, con lo que el suelo acabó lleno de agua. La verdad es que lo que pudiera ocurrirle al suelo, la ropa o el piso en su conjunto me traía sin cuidado, ya que era consciente de que nunca volvería a aquel lugar. No podría vivir en aquel apartamento ni aunque quisiera y, como además ya no quería, podía irse al diablo.

Terminé de ducharme, aparté algo de ropa a patadas hasta que encontré unas toallas para secarme, me puse la ropa limpia y deslicé mis pies en mi mejor par de mocasines de cuero escocés. A continuación metí en mi maleta mi maquinilla de afeitar, varios artículos de aseo, un frasco con píldoras para la alergia al polen —pese a que no era la primavera— y un llavero de pata de conejo que daba por perdido desde hacía años —seguramente había estado oculto durante años hasta la aparición de mis inesperados invitados—. Me dije que no todo era negativo e hice una pausa para sacar la pata de conejo de la maleta y meterla en el bolsillo. Luego la enganché a la pequeña anilla en la que llevaba las ganzúas y las llaves. No sabía de qué le había valido a su primer dueño, pero aquella pata de conejo siempre me había dado suerte y era obvio que yo necesitaba toda la ayuda que pudiera obtener. Eché un último vistazo, preguntándome qué esperaba encontrar. Cogí el teléfono, pensé en la posibilidad de que estuviera intervenido y llegué a la conclusión de que probablemente no lo estaba. Pero ¿a quién iba a llamar? Colgué el auricular y fui por la guía telefónica, que había recibido el mismo trato que el resto de los libros del apartamento… La cogí y busqué infructuosamente el número de Elaine Christopher. En la guía figuraban varios E. Christopher, pero ninguno en Bank Street. Pensé que la presencia o ausencia de su nombre en la guía era una de las numerosas cosas a las que no podía prestar atención en aquel momento.

Así pues, cogí mi maleta, apagué las luces, abrí la puerta, salí al pasillo y me encontré con la señora Hesch.

Iba ataviada con un viejo vestido adornado con flores descoloridas. Calzaba unas zapatillas de tela y llevaba sus canas recogidas en una especie de moño. De la comisura de sus labios colgaba un cigarrillo sin filtro con más de medio centímetro de ceniza. No era la primera vez que la veía en aquel estado. Lo cierto es que no prescindía del cigarrillo ni para hablar, y no estoy seguro de que lo apagara para comer.

—Señor Rhodenbarr… —dijo—. Me pareció oír que andaba por aquí. Bueno, no sabía que se trataba de usted.

—Pues resulta que soy yo.

—Sí, ya lo veo. —Su brillante mirada se posó sobre la maleta—. ¿Va a alguna parte? No, no se preocupe. Le entiendo perfectamente… Se ha metido en un buen lío, ¿verdad? Con la de años que llevamos viviendo el uno enfrente del otro, ¿cómo iba a imaginar que era un ladrón? Usted nunca ha molestado a una persona de esta casa, ¿verdad?

—Por supuesto que no.

—Eso fue lo que yo dije. Ya sabe lo que una oye en la lavandería. Algunas de las mujeres que viven en este edificio están locas, señor Rhodenbarr. El otro día me encontré con una que si no habla revienta. «¡No estamos seguras ni en nuestras propias camas!». Yo le dije: «Gert, para empezar, tú estarías segura en la cama de cualquiera, créeme». Y luego añadí: «¿Te ha hecho daño el señor Rhodenbarr alguna vez? ¿Ha robado a alguna persona en este edificio? Además, ¿a quién le importa lo que haga en la zona este? Esos malnacidos ricachones que viven allí merecen todo lo que les caiga encima». Le aseguro que fue como hablar con la pared. —La ceniza se desprendió del cigarrillo—. No deberíamos estar aquí —dijo bajando la voz—. Entre en mi casa, estoy preparando café.

—Tengo algo de prisa, señora Hesch.

—No diga tonterías. Siempre ha tenido tiempo para una taza de café. ¿Desde cuándo tiene tanta prisa?

La seguí como si estuviera hipnotizado. Me sirvió una taza de café realmente excelente y, mientras me lo bebía, ella apagó el cigarrillo y lo sustituyó de inmediato por otro. A continuación, me contó que yo había causado verdadera sensación en la casa, que la policía había estado entrando y saliendo de mi apartamento y que había tenido otros visitantes.

—No los vi —dijo—, pero dejaron la puerta abierta de par en par cuando se fueron. Ayer por la tarde Jorge puso la cerradura nueva. Ya he visto cómo han dejado su casa. Diría que son unos animales si no fuera porque un animal no haría eso, señor Rhodenbarr. ¿Quiénes eran? ¿Policías?

—Creo que no.

—¿Sabe quiénes eran?

—No, ojalá lo supiera. ¿Y dice que no los vio?

—Ni siquiera sé cuándo vinieron. Con el estropicio que armaron, debería haberlos oído, pero cuando pongo la televisión no oigo nada. ¿Así que no sabe quiénes fueron? ¿Tiene algo que ver con el hombre al que asesinó?

—Nunca he matado a nadie, señora Hesch.

Ella asintió pensativamente con la cabeza, sin creer ni rechazar mi afirmación.

—Puedo imaginarlo de ladrón —dijo lentamente—, pero matar a alguien es totalmente distinto. Eso fue lo que le dije al poli que me interrogó.

—¿Le han interrogado?

—Han interrogado a todo el edificio, créame. Pero escuche, no les dije ni pío. Francamente, no soporto a esos malnacidos. Cuando violaron a mi sobrina Gloria, sólo le preguntaron estupideces. Les dije que usted es un joven muy agradable que nunca ha hecho daño a una mosca. A un poli no le diría nada aunque se le estuvieran quemando los pantalones, créame… El poli dijo que usted había entrado en el piso de ese tal Flaxford… ¿Se llamaba así?

—Sí, Flaxford.

—También dijo que, cuando Flaxford le descubrió, a usted le entró pánico. He estado pensando en ello, señor Rhodenbarr, y no me lo imagino matando a alguien presa del pánico. ¿Dice que no le mató?

—Se lo aseguro, señora Hesch. De hecho, estoy intentando averiguar quién lo hizo.

—Si usted lo dice… —No quería llegar precipitadamente a ninguna conclusión sobre el asunto—. Aunque si he de ser sincera, tratándose de esos tipejos, ¿qué importa que lo matara o no? En mi opinión, se lo están buscando. Buen café, ¿verdad?

—El mejor.

—El café es una de las cosas por las que me preocupo. Como una se descuide, acaba bebiendo agua sucia. Tendrá hambre. Disculpe, no se me ha ocurrido preguntarle. ¿Le gustan los bollos de canela?

—Acabo de desayunar, señora Hesch. Gracias de todos modos.

—Pero siéntese… ¿Adónde va? Siéntese y tome otra taza. ¿A qué viene tanta prisa? No se va a morir por tomar otra taza de café. ¡Siéntese!

Me senté.

—Así que usted es un ladrón —dijo—. ¿Le importa si le hago una pregunta personal? —Asentí—. ¿Se gana bien la vida?

—Voy tirando.

Ella también asintió.

—Es exactamente lo que le dije a la del 11 J, como se llame… Un joven inteligente como él, elegante y bien vestido, que siempre tiene una sonrisa o una palabra amable en los labios para cualquiera. Le dije que si no se ganaba la vida así, ya encontraría otra cosa. Pero se lo aseguro, es como hablar con la pared, igual que la otra, Gert, que dice que no se siente segura en su propia cama. Créame, señor Rhodenbarr, hablar con gente de este edificio es como hablar con la pared.