El edificio sólo tenía doce plantas, aunque era tan antiguo que el arquitecto debió de pensar al construirlo que se trataba de un auténtico rascacielos. La casa, que en el pasado había sido blanca, estaba adornada con ornamentos de hierro y cubierta de décadas de mugre. En la actualidad, ya no las construyen así, lo cual es bastante comprensible.
Eché un vistazo al edificio desde la acera de enfrente y no vi nada sospechoso. La mayoría de las oficinas que daban a la calle estaba a oscuras. Sólo estaban encendidas las luces de los abogados y contables que se habían quedado a hacer horas extras y las de las asistentas, que estarían limpiando escritorios, vaciando papeleras y fregando suelos. En el vestíbulo, una sala estrecha con el suelo de mármol, había un hombre negro de pelo canoso y vestido con una librea granate. Estaba sentado detrás de un mostrador leyendo un periódico, que sostenía con los brazos extendidos. Le observé durante unos minutos. Nadie entró en el edificio, aunque un hombre salió del ascensor y se acercó al mostrador. Estuvo unos segundos inclinado sobre él, luego se irguió, siguió andando, salió del edificio y torció hacia el norte por la Sexta Avenida.
Entré sigilosamente en una cabina telefónica que había en la esquina y procuré no prestar atención al olor que despedía. Llamé al despacho de Peter Alan Martin y colgué al oír el contestador. Si lo haces antes de que pasen unos siete segundos, puedes recuperar los diez centavos. Debí de tardar ocho, porque mi moneda fue engullida sin piedad.
Cuando el semáforo cambió de color, crucé la calle. Mientras avanzaba en dirección a la puerta giratoria, el conserje alzó la vista con indiferencia. Le brindé mi habitual sonrisa, cálida pero impersonal, y lancé un vistazo al tablero de información del edificio que había en la pared, mientras mis pies me encaminaban hacia el mostrador. El conserje hizo una señal con la mano para indicarme el libro de registro y el lápiz amarillo con que tenía que firmar. Escribí «T. J. Powell» en la columna de «Nombre»; «Hubbell Corp.» en la de empresa; «441» en la de «Habitación»; y «9.25» en la de «Hora de entrada». Para la atención que me prestó el conserje, podría haber escrito el preámbulo de la Constitución. ¿Qué otra cosa iba a hacer aquel hombre? Al fin y al cabo, era un coleccionista de firmas y poco más; una fuerza disuasoria para la gente que se dejaba disuadir con facilidad. Trabajaba en el vestíbulo de un vulgar edificio de oficinas, cuyos arrendatarios quizá tendrían una facturación anual del treinta por ciento. Las posibilidades de que se dieran casos de espionaje industrial en aquel lugar eran remotas y, con evitar que algún drogadicto robara las máquinas de escribir, aquel viejo justificaba su mísero sueldo.
El ascensor había sido reciclado con torpeza años atrás para que pudiera ser utilizado sin ascensorista. Era una jaula vieja y desvencijada, y le costó bastante tiempo subir hasta la cuarta planta, que fue donde me apeé. El despacho de Martin estaba en la sexta y, aunque dudaba que mi amigo el conserje decidiera abandonar su periódico para comprobar si había subido a la planta indicada en el registro, cuando eres un profesional sueles hacer las cosas como deben hacerse, tanto si es necesario como si no. Subí las dos plantas restantes por la escalera de incendios —poco menos que impracticable— y encontré el despacho del agente al fondo del pasillo. La luz estaba encendida en sólo dos de las oficinas por las que pasé; una de ellas pertenecía a un censor jurado de cuentas y la otra a una empresa llamada Ideas Ilimitadas. En la del censor de cuentas el silencio era total, mientras que en la de Ideas Ilimitadas había una radio emitiendo música clásica. Con el fondo de lo que probablemente era una pieza de cámara de Vivaldi, una joven con acento del Bronx decía:
—… le dije que tenía mucho que aprender, ¿y sabes qué respondió? No te lo vas a creer…
La puerta de la oficina de Peter Alan Martin era de arce dorado y tenía una hoja de cristal esmerilado de gran tamaño. En este, en letras mayúsculas de color negro, había escrito su nombre y apellido y, debajo, la leyenda: «Representante de talentos». Las letras habían sido escritas hacía tiempo y necesitaban un retoque, aunque estaban en consonancia con el lamentable aspecto del edificio. Sin necesidad de abrir la puerta, comprendí que Martin dejaba mucho que desear como agente y que la carrera de Brill no podía ser muy boyante en aquel momento. Desde el exterior, el edificio conservaba cierto aire de magnificencia decadente, que el interior de aquel despacho en absoluto compartía.
La única cerradura consistía en un pestillo y un cerrojo de seguridad. Martin se había tomado la molestia de echar la llave y correr el cerrojo. No sabía por qué, pues cerrar aquella puerta con llave era como cercar un maizal para impedir la entrada a los cuervos. Cualquier idiota podía romper el cristal y meter la mano para abrir desde dentro, y yo tenía cinta adhesiva para romperlo sin despertar a los muertos. Unas tiras pegadas de forma entrecruzada sobre la hoja reducirían el estropicio al mínimo.
Sin embargo, romper un cristal es como dejar una tarjeta de visita, sobre todo si lo encuentran con la cinta adhesiva. Como no era mi intención robar, tenía la oportunidad de entrar y salir sin que nadie reparara en mi existencia. Así pues, me tomé el tiempo necesario para abrir la cerradura, —no pasó de unos segundos—. Si descorrer el cerrojo fue fácil, tarjetear el pestillo supuso un trámite. Había más de un centímetro entre la madera de la puerta y la de la jamba, de modo que hasta un niño con un cuchillo para la mantequilla podría haber pasado por allí.
«¿Qué se siente, Bernie?», había preguntado Ruth.
Bueno, no fue emocionante girar el tirador, abrir lentamente la puerta, deslizarme en el interior, volver a cerrar la puerta y echar la llave. Llevaba encima mi pequeña linterna, pero decidí dejarla en el bolsillo y encendí los fluorescentes del techo. Pensé que los tímidos destellos de mi linterna podrían haber despertado sospechas desde fuera, mientras que de aquel modo, el despacho era uno más de los que tenían la luz encendida y yo otro pobre desgraciado que había tenido que quedarse a trabajar horas extras.
Me moví con rapidez e hice inventario de forma superficial. Había un viejo escritorio de madera, un estenógrafo de acero gris con máquina de escribir, una mesa larga y un par de sillas. Me hice una idea de la distribución del despacho mientras me aseguraba de que no había ningún cadáver escondido, luego me acerqué a la ventana y me asomé. Vi la cafetería, pero no el interior. Me pregunté si Ruth se habría sentado en una de las mesas exteriores y si estaría mirando hacia mi ventana.
Consulté mi reloj. Eran las 9.36.
El despacho de Martin estaba desvencijado y lleno de cosas desordenadas. Una de las paredes estaba cubierta de unas planchas de corcho marrón, pegadas con bastante poca pericia. Sobre estas, había varias fotografías satinadas sujetas con chinchetas y alfileres. La mayor parte de ellas mostraban mujeres, que a su vez mostraban la mayor parte de sí mismas… Imaginé a Peter Alan Martin sentado detrás de su atestado escritorio y mirando fijamente las sonrisas mecánicas de aquellas muchachas. Sentí lástima por él.
En aquel océano de senos y piernas se distinguían algunas fotografías de bustos. También había un par de caras masculinas, pero ninguna de ellas era la que estaba buscando.
Junto al teléfono de teclas que había sobre el escritorio vi una agenda telefónica. La hojeé rápidamente y hallé la tarjeta de Wesley Brill. No me sorprendió, aunque sentí cierta emoción: por fin había dado con lo que estaba buscando. Probé varios bolígrafos de Martin, encontré uno que funcionaba y copié lo siguiente: «Wesley Brill, hotel Cumberland, 326 West 58, 541-7255». No sé por qué apunté su nombre. En realidad, no sé por qué escribí nada, pues lo único que tenía que hacer era memorizar el nombre del hotel, el resto estaría en la guía telefónica.
Segundos más tarde, me puse los guantes de goma y limpié las superficies que recordaba haber tocado, pese a que era improbable que mis huellas hubieran quedado marcadas o que a alguien se le ocurriera buscarlas. A continuación busqué en la agenda el nombre de Flaxford. Puesto que no tenía muchas esperanzas de encontrarlo, no me llevé ninguna sorpresa cuando vi que no estaba.
Había tres viejos archivadores metálicos de color verde en la pared situada frente a la ventana y la pared de corcho. Les eché una ojeada y encontré la carpeta de Brill. Lo único que contenía eran unas fotografías de veinte por veinticinco. Si Martin mantenía alguna clase de correspondencia con Brill, era evidente que, o tiraba las cartas o las guardaba en otra parte.
Sin embargo, lo que me interesaba eran las fotografías, aunque sólo al verlas supe con seguridad que Wesley Brill era el hombre que me había tendido la trampa para cargar con un asesinato. Hasta aquel momento no había podido disipar todas mis dudas. Las llamadas telefónicas que habíamos hecho sólo nos habían permitido trabajar sobre una especie de vacío; ahora, en cambio, no había lugar a dudas: Brill estaba ante mí en blanco y negro. Eché un vistazo a las fotografías y elegí una composición, media docena de bustos dispuestos para mostrar varias posturas y expresiones faciales. Sabía que no lo echarían en falta; en realidad, ni siquiera habrían echado en falta la carpeta si me la hubiera llevado, y posiblemente tampoco el archivador que la contenía. La doblé y me la metí en el bolsillo.
El escritorio de Martin no estaba cerrado con llave. Lo registré rápida y mecánicamente, pero no encontré nada que añadiera algo nuevo sobre Wesley Brill. En cambio, encontré una botella de whisky medio llena en el cajón de abajo y, a su lado, otra de cuarto de litro sin abrir de ginebra Old Mr. Boston con sabor a menta —dos tentaciones a las que podía resistir fácilmente—. En el amplio cajón del centro hallé un sobre con dinero, ochenta y cinco dólares en billetes de cinco y diez. Cogí uno de cinco y dos de diez para cubrir gastos, puse el resto en su sitio, cerré el cajón, cambié de opinión, volví a abrirlo, recogí el resto del dinero y dejé el sobre vacío en el cajón. Si dejaba alguna prueba de mi presencia, si el desorden que estaba causando llamaba la atención de Martin, pensaría que había sido obra de un manitas que se había largado con el dinero que tenía guardado.
Así pues, ¿por qué estaba borrando las demás huellas de mi visita? Sí… sé que parece incoherente. Está bien, cogí los ochenta y cinco dólares porque nunca me ha parecido ético dejar dinero cuando me lo puedo llevar. Eso es todo.
No obstante, en ningún momento toqué el contenido del cajón superior izquierdo. En él había un pequeño revólver diminuto con el puño nacarado que, por pequeño que fuera, tenía un aspecto realmente amenazador. En un alarde de inteligencia me incliné hacia el escritorio con la intención de oler el cañón, que es lo que se suele hacer en las películas, lo siguiente es decir si el arma ha sido disparada recientemente o no. Pero todo lo que yo pude decir fue que olía a metal, a aceite mineral y a lo que suele oler un viejo cajón de escritorio como aquel, que por cierto me alegré de cerrar en cuanto retiré mi torpe nariz.
Las armas me ponen nervioso, y es realmente sorprendente la de veces que un ladrón de casas se topa con ellas. Sólo me habían apuntado en una ocasión, que ya he mencionado, la de Carter Sandoval. Sin embargo, he encontrado armas en cajones, mesillas de noche y, más de una vez, debajo de una almohada. La gente compra esos odiosos trastos para pegar un tiro a los ladrones o, al menos, eso es lo que piensan, ya que acaban pegándoselo a sí mismos, sea por accidente o a propósito.
Muchos ladrones roban armas sin dudarlo, bien porque tienen motivos para usarlas o porque es muy fácil sacar cincuenta o cien dólares por uno de esos juguetes de procedencia desconocida. En cierta ocasión conocí a un ratero, especialista en barrios residenciales, que siempre se llevaba las armas para que el siguiente ladrón que pasara por la casa no corriese el riesgo de recibir un disparo. En efecto, se llevaba todas las armas que encontraba y las tiraba por la alcantarilla más cercana. «Tenemos que mirar los unos por los otros», decía.
Yo nunca he robado un arma y ni me planteé la posibilidad de robar la de Martin. Como ni siquiera me gusta tocar esos malditos trastos, cerré el cajón.
A las 9.57 salí del despacho. El pasillo estaba desierto. Unas débiles notas de Mozart llegaron hasta mí procedentes de la oficina de Ideas Ilimitadas. Perdí un segundo cerrando la puerta con llave, aunque podría no haberlo hecho para que Martin se preguntara si había olvidado echarla. Cualquier persona que comparta el gusto de Peter Alan Martin por el alcohol probablemente salude el amanecer con un recuerdo bastante borroso del día anterior.
Me permití incluso bajar a pie a la cuarta planta para llamar al ascensor. No había nadie en Hubbell Corp. Bajé al vestíbulo y busqué mi nombre en el libro de registro, desde mi llegada habían entrado tres personas en el edificio, una de ellas ya se había marchado. Escribí «Diez» en la columna de «Hora de salida» y deseé al viejo conserje que pasara una buena noche.
—Todas son iguales —me dijo—. Buenas o malas, para mí son todas iguales.
Ruth se dio cuenta de que había vuelto cuando llegué a la puerta de la cafetería. El establecimiento estaba prácticamente vacío, había un par de taxistas sentados delante de la barra y dos prostitutas en una cabina del fondo. Ruth dejó unas monedas sobre la mesa y se apresuró a reunirse conmigo.
—Empezaba a estar preocupada.
—No había motivo.
—Has tardado mucho.
—Media hora.
—Cuarenta minutos, pero me han parecido horas. ¿Qué ha ocurrido?
Me cogió por el brazo y se lo conté todo mientras andábamos. Me sentía exultante. No había hecho nada del otro mundo, pero me embargaba una gran euforia. Tenía la sensación de que todo empezaba a ir bien, y era una sensación agradable.
—Vive en un hotel de la cincuenta y tantos oeste —le dije—. Está por Columbus Circle, cerca del Coliseo. Por eso su número no figura en la guía. Nunca he oído hablar de él, pero tengo la impresión de que no es de la misma categoría que el Sherry-Nederland. De hecho, creo que nuestro querido señor Brill ha estado pasándolas moradas últimamente. Sin duda su agente es un perdedor. La mayoría de los clientes de Martin son señoritas que quedaron terceras en los concursos de belleza de sus respectivos condados hace ya unos años. Creo que pertenece a la clase de agentes a los que uno llama cuando necesita una chica para que salga de la tarta en una despedida de solteros. ¿Todavía hacen esas cosas?
—¿A qué te refieres?
—A lo de salir de una tarta.
—Vamos, Bernie, ¿por qué habría de saberlo?
—Ni idea.
—Nunca he hecho nada parecido y jamás he ido a una despedida de soltero.
—En ese caso, no querrías que Martin te representara. Me pregunto por qué será el representante de alguien como Brill, que ha tenido trabajo de sobra durante muchos años. Mira, verás como lo reconoces. —Nos acercamos a una farola y desdoblé la fotografía para que la viera—. Seguro que lo has visto cientos de veces.
—¡Sí! —exclamó ella—. Claro que lo he visto. En el cine y en la tele.
—Exacto.
—Bueno, no recuerdo dónde, pero desde luego me resulta conocido. Casi puedo oír su voz. Trabajaba en… ¿Cómo se llamaba?
—El hombre de en medio —sugerí—. Jim Garner, Shan Willson y Will Brill.
—Eso es.
—¿Cómo ha podido caer tan bajo? Tiene dos apellidos, su agente tiene tres nombres de pila, vive en un antro situado frente al Coliseo y se relaciona con delincuentes conocidos. ¿Por qué?
—Es una de las preguntas que podrás hacerle mañana.
—Entre otras…
Seguimos andando en silencio. Al cabo de un rato, ella dijo:
—Entrar en un despacho y no robar nada debe de haber sido una experiencia nueva para ti, Bernie.
—En fin, mi primer delito fue robar un bocadillo. Y a Rod no le he robado nada excepto un poco de whisky escocés y un par de latas de sopa.
—Se diría que estuvieras comenzando una nueva etapa.
—En absoluto. A ese tipo… Martin… también le he robado algo.
—¿Te refieres a la fotografía? No creo que eso cuente.
—Y ochenta y cinco dólares. Eso sí que cuenta. —A continuación le conté lo del dinero que había encontrado en el cajón del escritorio.
—¡Dios mío! —dijo Ruth, sorprendida.
—¿Qué pasa?
—Eres un verdadero ladrón.
—Pues claro. ¿Qué esperabas?
Se encogió de hombros.
—Supongo que soy muy ingenua. Tiendo a olvidar fácilmente a qué te dedicas. Entraste en el despacho de ese hombre y, como había dinero, lo cogiste sin pensarlo dos veces.
Tenía preparada una respuesta ingeniosa, pero decidí no dársela. En lugar de eso, le pregunté:
—¿Te molesta?
—¿Por qué debería molestarme?
—No lo sé.
—Creo que me sorprende.
—Supongo que es comprensible.
—Sí, pero no me molesta.
No hablamos mucho más durante el camino de vuelta. Cuando cruzamos la calle Catorce, le cogí la mano y ella me permitió que siguiera haciéndolo durante el resto del trayecto, hasta que llegamos al edificio de Rod y cogió la llave para abrir la puerta. La llave no entraba bien, por lo que tardó en abrir la puerta tanto como yo de haberlo hecho sin llave. Tras subir tres de los cuatro tramos de escalera, ella se acercó al 4 E e intentó meter una llave en la cerradura.
—No podrás.
—¿Qué…?
—Este no es el piso.
—¿Qué? —repitió.
—Cuarto E. Nosotros vamos al de arriba, ¿recuerdas?
—¡Oh, por Dios! —exclamó ella, ruborizándose—. Creía que estábamos en mi casa. En Bank Street.
—¿Vives en un cuarto piso exterior?
—Bueno, en la cuarta planta, al final de la escalera. Hay cuatro apartamentos por planta; el edificio no es tan pequeño como este. —Volvimos a las escaleras para seguir subiendo—. Por suerte nadie abrió la puerta. Habría sido una situación muy violenta.
—Ya no tienes que preocuparte por ello.
Cuando llegamos a la puerta del apartamento de Rod, ella sacó las llaves, se quedó quieta por un momento y a continuación se volvió y las metió de nuevo en el bolso.
—No sé dónde he puesto las llaves —mintió.
—Ruth, por favor…
—Quiero ver cómo abres la puerta. Puedes hacerlo, ¿no?
—Claro que sí, pero ¿qué sentido tiene?
—Me gustaría ver cómo lo haces.
—Qué tontería —contesté—. ¿Y si viene alguien por casualidad y me ve aquí jugando a cerrajeros? Es un riesgo innecesario. Además, las cerraduras son difíciles de abrir. Bueno, al menos la Medeco. Puede resultar bastante jodido.
—La otra vez lo conseguiste, ¿no?
—Sí, pero…
—Ya he dado de comer a los gatos —dijo y yo me volví y la miré fijamente—. Ya he dado de comer a Ester y Mordecai.
—Comprendo… —respondí.
—Esta tarde, antes de volver aquí, les dejé un tazón con agua y un montón de comida.
—Me alegro.
—Creo que me excitaría ver cómo abres las cerraduras. Como te he dicho, todo esto me resulta muy sorprendente y… excitante. Creo que ver cómo abres la cerradura… creo que me pondría… cachonda.
Sin perder un solo segundo, saqué la anilla de las ganzúas del bolsillo.
—Supongo que acabo de evidenciar que soy una pervertida —comentó. Me rodeó la cintura con un brazo y apretó su excitado cuerpo contra el mío.
—Es posible.
—¿Te molesta?
—Creo que podré soportarlo —respondí. Y me concentré en las cerraduras.
Al cabo de un buen rato, ella comentó:
—Bueno, al parecer tenía razón. Soy mucho más viciosa de lo que pensaba. —Bostezó y se apretó contra mí. Acaricié su cuerpo, memorizando el contorno de su cintura y sus muslos. Mi corazón volvía a latir con normalidad. Permanecí tumbado con los ojos cerrados y escuché el murmullo sordo que producía el tráfico en la calle.
—Bernie… tienes unas manos maravillosas.
—Debería haberme dedicado a la cirugía.
—Oh, haz eso de nuevo, es maravilloso… No me extraña que no haya cerradura que se te resista. No creo que realmente necesites todas esas herramientas. Basta con que acaricies las cerraduras un poco para que se suavicen y se abran al instante.
—Estás chiflada, ¿sabes?
—Sólo un poco, pero tú tienes unas manos maravillosas. Ojalá las mías fueran iguales.
—Tus manos no están nada mal, encanto.
—¿De veras?
Sus manos comenzaron a moverse descendiendo por mi pecho.
—Un momento, Ruth…
—¿Qué ocurre?
—¿Qué cree que está haciendo, señorita?
—¿Tú qué crees?
—Jugando con fuego.
—¿De veras?
La primera vez había sido intensa, incluso un tanto desesperada. Pero esta vez lo hicimos lenta y parsimoniosamente. No había música en la radio, sólo el ruido de la ciudad a nuestros pies; sin embargo, en mi cabeza oía música de jazz, llena de humo, notas de blues y metal sordo. Al final pronuncié su nombre varias veces, cerré los ojos y creí subir al cielo.
Me levanté a primera hora de la mañana. Al principio me sentí mal. El fantasma de un sueño flotaba en algún lugar situado detrás de mis párpados cerrados, y yo quería apresarlo y preguntarle cómo se llamaba. Pero de pronto se había esfumado. Permanecí tumbado por un momento respirando hondo. Entonces me volví y, al verla allí, a mi lado, me sentí agradecido. En un principio no hice más que mirarla y escuchar el ritmo constante de su respiración. Luego se me ocurrió que podía hacer otras cosas y no dudé en hacerlas.
Finalmente nos levantamos, nos turnamos en el cuarto de baño y nos vestimos con la ropa que nos habíamos quitado presurosamente la noche anterior. Ella preparó café y quemó las tostadas, nos sentamos en silencio y desayunamos.
Aquel silencio indicaba que algo no iba del todo bien. El joven compañero de Ray Kirschmann, Loren, se habría golpeado la palma de la mano con la porra y habría hecho algún comentario medio ininteligible sobre vibraciones. Seguramente habría sido una explicación tan válida como cualquier otra. Quizá algo extraño en su forma de ladear la cabeza o en la expresión de su barbilla. No sabía exactamente qué era, pero algo no funcionaba. Así pues, pregunté:
—¿Qué sucede, Ruth?
—Ruth.
—Dear Ruth. Es el título de una obra de teatro.
—Baby Ruth —dije yo—. Es una clase de caramelo.
—Ruth, Ruth… dijiste anoche. Y esta mañana también.
—Bueno, tú has dicho: «Sigue, sigue así, joder, que me corro», pero no tenía pensado echártelo en cara durante el desayuno. Si no te gusta tu nombre, ¿por qué no lo cambias?
—Estoy muy contenta con mi nombre.
—Entonces, ¿cuál es el problema?
—Mierda… Bernie, si sigues llamándome Ruth, empezaré a llamarte Roger.
—¿Qué?
—Por Roger Armitage.
—Sí, claro —dije y la miré fijamente. Ella hizo un gesto de asentimiento—. Ruth Hightower no es tu verdadero nombre.
—Exacto. —Apartó la vista—. Bueno, tú dijiste que te llamabas Roger y yo sabía que ese no era tu verdadero nombre, por lo que pensé que debíamos empezar en las mismas condiciones. Luego, cuando supe quién eras, creí que lo más sencillo sería seguir llamándome Ruth. No he encontrado el momento adecuado para decírtelo.
—Hasta ahora.
—Bueno, pensé que si ibas a susurrarme un nombre al oído mientras hacíamos el amor lo mejor sería que lo supieras.
—Creo que puedo entenderlo. ¿Y bien?
—¿Y bien qué?
—¿Cómo te llamas? Tómate el tiempo que quieras. Procura que suene bien al susurrarlo a tu oído.
—Eso es una impertinencia.
—¡Maldita sea! Me siento como un verdadero gilipollas susurrándote estupideces al oído. ¿Cómo puedes ahora hablarme de impertinencias? —Me volví para verle los ojos. Estaba a punto de echarse a llorar—. Está bien…
Parpadeó con fuerza, pero las lágrimas no desaparecieron. Volvió a parpadear y se enjugó las lágrimas con el dorso de la mano.
—Estoy bien —dijo.
—Pues claro que estás bien.
—Me llamo Ellie.
—¿De Eleanor?
—De Elaine, pero puedes llamarme Ellie.
—Supongo que no te apellidarás Hightower…
—Ellie Christopher.
—Es un bonito nombre.
—Gracias.
—Te sienta bien, aunque Ruth Hightower también me gustaba, así que… Bueno, no sé qué decir. ¿Cristopher es tu apellido de casada?
—No. Recuperé mi apellido al divorciarme.
—¿Cómo se llamaba tu marido?
—¿Qué importa?
—No lo sé.
—¿Estás enfadado conmigo, Bernie?
—¿Por qué habría de estarlo?
—No has respondido a mi pregunta.
Seguí sin contestar y terminé mi café. Luego me puse en pie.
—Los dos tenemos cosas que hacer —dije—. Quiero ir a mi apartamento.
—No sé si eso es prudente.
Yo tampoco lo sabía, pero no me apetecía hablar de ello. No creía que la policía tuviera mi apartamento bajo vigilancia, sobre todo después del tiempo que había pasado, y con una llamada telefónica sabría si había alguien allí. Lo cierto es que sólo pensaba en cambiarme de ropa y tenía la sensación de que sería agradable recuperar mi dinero guardado. La situación no tardaría en resolverse y los cinco mil que tenía escondidos podrían resultar útiles.
—Tú tienes que volver a tu casa, cambiarte de ropa, arreglarte… Y también dar de comer a los gatos.
—Supongo.
—Y vaciarles el cesto, ponerles tierra para sus necesidades y esa clase de cosas… Sacar la basura al incinerador. Las tareas diarias que a todos nos roban tanto tiempo…
—Bernie…
—¿De veras tienes gatos… abisinios? ¿Y se llaman realmente Ester y Ahasuero?
—Se llaman Ester y Mordecai.
—Hay muchas cosas que no sé de ti, ¿verdad?
—No tantas como crees… No sé por qué estás tan enfadado.
Yo tampoco lo sabía exactamente, pero la miré indignado.
—No te pases. No soy más que una chica del barrio, que pasó por aquí una mañana para regar las plantas.
—Bueno, no tienes ninguna deuda conmigo.
—Bernie…
—Te veré en el Childs —dije—. Está entre la Octava Avenida y la calle Cincuenta y ocho, a sólo unos números de su hotel. ¿Todavía quieres acompañarme?
—Por supuesto. Me vestiré como anoche acordamos. Nada ha cambiado, Bernie.
Pasé aquello por alto y consulté mi reloj.
—Son las diez y cuarto —dije—. Supongamos que tardamos dos horas en hacer todo lo previsto, más un margen de error… Eso nos lleva a las doce y media. Te veré en el restaurante a esa hora. ¿Qué te parece?
—Me parece bien.
Cogí la peluca y la gorra. Ella se acercó a ayudarme con las horquillas. Quería hacerlo solo, pero me obligué a permanecer inmóvil mientras ella hurgaba alrededor de mi cabeza.
—Si a la una no he llegado —añadí—, es que me han arrestado.
—Eso no tiene gracia.
—Hay muchas cosas que no la tienen. No olvides cerrar con llave. Las calles están llenas de ladrones.
—Bernie…
—Hablo en serio. Es la selva.
—Bernie…
—¿Qué?
—Ten cuidado.
—Siempre lo tengo —respondí, esbozando una sonrisa y luego me marché.